Aún recordamos impresionados a
Federico Luppi en Tiempo de Revancha
(1981), parado frente al espejo y
cortándose la lengua para evitar el fracaso de su combate personal contra una
empresa transnacional poderosa. Tiempo después, en Últimos días de la víctima (1982),
similar impacto volvió a ocasionarnos ese salvaje e inesperado disparo a
quemarropa que ejecuta también Federico Luppi y con el que le vuela los sesos a
un hombre desarmado y desconocido. Ambas escenas de violencia desbordada fueron,
para nosotros, las singulares cartas de presentación del cineasta argentino
Adolfo Aristaraín.
Pero
más allá de ellas, lo que nos llamó poderosamente la atención fue el particular
destino tomado por aquellas cintas, que se presentaban con el ropaje
característico de un policial norteamericano y que, sin embargo, anclaban en
una realidad local conservando su hálito porteño. En el caso de Tiempo de Revancha, la lucha del
individuo contra la organización derivaba con inteligencia y eficacia hacia los
predios del llamado cine político. Últimos
días..., en cambio, se afirmaba en su abierta filiación a los “film noir” americanos, tanto por los
ambientes grises y enrarecidos, como por la naturaleza de sus protagonistas: solitarios,
ambiguos, parcos y poseídos por una frialdad y presencia espectral.
Pues bien, tanto la una como la
otra, hacían mención a situaciones coyunturales de dolorosa actualidad en una
Argentina aún visitada por los fantasmas de la represión militar y el autoritarismo. Tiempo de revancha, sin embargo, presentaba una historia y un
mensaje válidos para todo el ámbito latinoamericano: una empresa transnacional
abusiva y explotadora, un obrero obligado a silenciar sus ideas políticas, un
trabajo peligroso mal remunerado y peor asegurado, unos agentes corruptos y
chantajistas, unos antagonistas de posiciones totalmente irreconciliables. Por
su parte, Últimos días de la víctima, más sutil y
compleja, tejía una narración con acentuados tonos tenebrosos acerca de un
mercenario, de un pistolero a sueldo; el film se hacía así eco del ambiente
sórdido e inseguro de los tiempos de la dictadura, época de amenazas y
sospechas, de crímenes anónimos, de trampas y traiciones y donde los cazadores
del ahora eran las presas del mañana.
Sin duda, tales atmósferas no eran
proclives a los diálogos, sino más bien a los silencios y a las miradas. De
allí la naturaleza de una puesta en escena que oscilaba entre el ritmo sostenido
y vibrante propio de un thriller en Tiempo de Revancha y el montaje
sintético, pausado y escrutador, que predominaba en la inquietante Últimos días de la víctima.
Con el cambio de vientos en la
Argentina, el cine de Aristaraín fue tomando otros derroteros aunque la
violencia y las implicancias sociales y políticas de sus cintas se mantuvieron
vigentes, pero bajo formas distintas. Así, en la siguiente década, hace dos
películas en las que sus conflictivos personajes viven en un entorno agresivo, pero
tienen la oportunidad de afirmarse en sus posiciones ideológicas y encontrar a
través de esa afirmación un lugar en el universo en el que habitan. Un lugar en el mundo (1991) y Martín (Hache) (1997) son, a su manera,
dos caras de la misma moneda.
La primera, tiene lugar en un
ambiente rural, westerniano, que en ciertos momentos, y a causa de la disposición emocional de los
personajes, remite al Shane de
George Stevens. Pero, más allá de la reconocida influencia del cine
norteamericano, Un lugar en el mundo nos
habla de un grupo de personas, idealistas y soñadores, cuyos afectos y
rechazos, acercamientos y peleas en medio de un contexto de lucha social,
marcaron profundamente la niñez de un joven que retorna a casa tras unos
recuerdos ahora lejanos y entrañables. Martin
(Hache), cuya ambientación es netamente urbana, es una suerte de educación
sentimental y moral de un muchacho, a quien el destino conduce a una convivencia
forzada con un padre, cuya neurosis y problemática compleja no son precisamente
los medios ideales para restablecer una comunicación perdida hace muchos años. Martín (Hache) es la película del
desarraigo, del bloqueo creativo, del conflicto generacional. Aristaraín, en
una jugada arriesgada y finalmente exitosa, apuesta en esta película por la confesión abierta, la discusión vehemente y
el desgarro público como una manera de intentar resolver los enfrentamientos
entre sus personajes desencantados y en un permanente desequilibrio que
compromete sus sentimientos y su capacidad creativa.
Si Martín (Hache), con sus punzantes y abundantes diálogos, asume el
tono provocador de un director en plena posesión de sus recursos narrativos, Un lugar en el mundo es la mejor
muestra del talento de un cineasta, capaz de llevarnos de manera sensible por
el terreno de las ilusiones y los sueños. Aunque ellos sean efímeros y, tal
vez, imposibles.
Rogelio Llanos
Q.
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