A Jose Luis, discjockey imprescindible
de aquellas animadas,
interminables y
generosas fiestas de los años
de juventud.
Escribe: Rogelio Llanos Q.
- I -
No recuerdo cuándo fue
que la escuché por primera vez. Supongo que debe haber sido cuando yo era niño
y pasaba buenos y largos ratos pegada literalmente la oreja al radio transistor
o a la vieja radiola que amoblaba nuestra pequeña sala de aquel entrañable
70-21, incentivado por una empeñosa Juanita que amaba a morir la música
mexicana y que hizo finalmente que yo también cayera bajo el hechizo de esa
fanfarria nacida de la fusión de los enérgicos bronces, los viriles guitarrones
y los sentimentales violines.
Tal vez hubiera
querido que el temprano encuentro con esta canción tuviera ribetes
premonitorios. Me habría gustado que en la búsqueda de alguna emisora
transmisora de las agridulces rancheras, el dial se hubiera detenido por
casualidad en una estación en la que estuvieran pasando el disco de The
Animals, y que yo la hubiera grabado en mi memoria infantil, ávida de sonidos
fuertes, viriles y festivos. Hubiera querido que fuera así, y no me pregunten
por qué, pero ello, allá en la vieja Talara de los sesenta estaba totalmente
fuera de la realidad. Habría sido muy difícil que los rugidos de The Animals,
que transformaban de manera radical lo que inicialmente fue un lamento
vernacular norteamericano –que el excelente folklorista Alan Lomax documentó en
su libro Our Singing Country allá por 1941-fueran aceptados en un hogar tradicional
acostumbrado a las melodías provenientes de los cincuenta, al tango de salón y
al valsesito del ayer.
Y, definitivamente, no
fue en Radio Talara donde la escuché. De eso estoy completamente seguro. Allí
sólo había espacio para Los Pacharacos, Los Caporales, la cumbia colombiana, Maritza
Rodríguez y su tronco seco y aquellos boleros cantineros a los que desprecié en
mi infancia por llorones, cursis y burdos. Muchos años después, pediría perdón
a Pedrito Otiniano y, especialmente a Lucho Barrios, de quien su Niña Bonita,
me causa no poco placer cuando la escucho –más a menudo de lo que se piensa- en
las combis asesinas que a veces abordo para ir a mi centro de trabajo.
Es probable, en
cambio, que la haya escuchado en Radio Tropicana, famosa emisora del Ecuador
muy sintonizada en Piura y Tumbes, cuyo locutor –deben haber sido muchos, pero
en mi memoria sólo hay el registro de uno de ellos- tenía una voz muy varonil,
de tonos graves y una perfecta dicción. Los domingos, esta radio solía pasar
aquella música denominada ‘para todos los gustos’: algún bolerito de la Sonora
Matancera por aquí, un pasillo por allá, y de vez en cuando un tema
instrumental de los Purcell o Muriat de aquella época, es decir una ensalada
musical, intercalada con pocos mensajes comerciales, que hacía posible que
nuestra pequeña familia –allá por los años sesenta- pasara su mañana de domingo cómodamente instalada en la sala, leyendo el
periódico (La Industria o El Tiempo), comentando apaciblemente las noticias o,
en otra imagen que recupero del desván
de los recuerdos, la mamá haciendo su tejido, el papá preparando las tareas del
día siguiente o dictándole el discurso a la tía Imel, mientras la tía Luzmi,
misma generala en el campo de batalla, disponía enérgicamente lo necesario para
aquellos deliciosos almuerzos dominicales. Y de repente, en uno de sus
arrebatos inspirados del pinchadiscos, allí en la radio un Julio Jaramillo o un
Bienvenido Granda cantando a sus amores contrariados sin saber que con ello
contribuían a construir nuestra amada paz familiar de fin de semana, con tío
Humbertito y propina incluidos.
Quizás, entonces, fue
que escuché esa melodía, probablemente en una versión instrumental que, limando
aquellas aristas ásperas de la letra y de los sonidos, la hizo potable para los
oídos conservadores de una sociedad que, entre la inquietud y la ira, empezaba
a mirar con desconfianza los primeros pasos de ese género musical nacido con el
nombre de rock and roll. Muy pocos, sin embargo, pudieron avizorar, ya desde
los primeros años de la década del sesenta, la trascendencia que alcanzaría
esta música, que con su ruido de guitarras eléctricas y sus golpes de tambor de
resonancias telúricas y reminiscencias primitivas, contribuyó de manera
decisiva a descubrir la sordidez y la hipocresía que habitaban en los sótanos
de un mundo que con no poca ingenuidad creía en el sueño americano y en la
política del destino manifiesto. El Vietnam y la Guerra Fría se encargarían de destruir
muchas fantasías e ilusiones. Y allí estaría el rock para gritar, denunciar o
simplemente testimoniar el estado de las cosas en un mundo que se debatía entre
la prepotencia del tío Sam y la tiranía de un totalitarismo castrante.
- II -
Lo cierto es que
cuando algunos años después, ya adolescente, cayó en mis manos aquel LP de The
Ventures en cuya carátula había unos leones –ya no sé si rugientes como el de
la Metro o en reposo como en el de la película Una Leona de Dos Mundos- el tema
que me causó una gratísima impresión fue precisamente The House of the Rising
Sun o La Casa del Sol Naciente. El título, tanto en inglés como en español,
fascina, emociona y, de inmediato nos remite al paisaje japonés. ¿Tal vez
el Fujiyama con su pico cubierto de
nieve y el sol recortándose en el horizonte?.
Sí, ya sé que me van a
llover los denuestos y decir que ya me puse cursi con lo de la imagen tipo tarjetita
postal, pero bueno, tal es una de las primeras imágenes que tuve al conocer el título de esa canción que había
escuchado años atrás, durante mi infancia. Y debo admitir que durante muchos
años viví en un gran error, porque muy distinta a la imagen formada era la intención de Georgia Turner y Bert
Martin, autores de la letra de este tema tradicional americano. En efecto, la
canción de marras en realidad nos remitía a un lugar nada bello o glorioso,
sino todo lo contrario, a un hueco ruin y miserable. La Casa del Sol Naciente
era nada más y nada menos que un burdel. Más aún, según una reciente y rápida
investigación, Rising Sun era la denominación propia de los burdeles anglo
americanos allá por los años veinte.
Pero esa historia no
la supe sino hasta cuando escuché la versión cantada en los años ochenta. Antes
de esa década, muy importante para mí por los hallazgos musicales en los que me
ví inmerso, sólo había escuchado dos versiones instrumentales: aquella a la que
ya me referí al hablar de mi infancia, y que pasaron probablemente en Radio
Tropicana - habría que pensar que tal vez fuera alguna versión edulcorada de
Henry Mancini (que tuvo sus méritos, vaya que sí, apoyando las delirantes
comedias de Blake Edwards) - y, la otra, aquella que ya mencioné cuando hablé
del LP de los leones, es decir en el More Golden Greats de The Ventures, allá
por el año 1970, cuando con mis propinas pude adquirir el disco en aquella
pequeña tienda de discos de Trujillo, hoy desaparecida, cuyo propietario,
gruñón y de hosca expresión, lo conocíamos simplemente como Pérez, por el
nombre de su empresa comercial: Perez & Cía. Todo parecido con la realidad
actual, por si acaso, es pura coincidencia.
La verdad es que al
llegar la aguja al cuarto surco del lado A del LP de marras, mi corazón dio un
vuelco porque allí estaba aquella melodía que había escuchado en algún momento
de mi infancia y que, vaya a saberse por qué, había removido alguna fibra
sensible y se había almacenado en un pequeño rincón de mi cerebro. El riff de
guitarra con el que se abría el tema –gracias Bob, gracias Don, gracias Mel- me
dejó fascinado, con la piel de gallina y si no se me erizó el pelo es porque,
en esa época ya lo tenía parado –y fue por ello que Vitucho me regaló el
apelativo de ‘pelo duro’. La entrada posterior del bajo y la batería en un
ritmo acompasado y mágico, me catapultó final
y velozmente a ese pasado nostálgico, dulce y fugaz que fue mi niñez. Esa
música la había escuchado antes, pero ¿cuándo, cuándo? me preguntaba una y otra
vez. Y esa sensación de haber vivido ese momento con anterioridad, se
intensificó a lo largo de una interpretación que –eso lo sabría más tarde-
tomaba como base la versión dura y potente de The Animals. Fueron, sin embargo,
los acordes de los teclados los que terminaron por subyugarme al encanto de
esta música que misteriosamente me hacía retornar al pasado y empezaba a
prepararme para lo que sería después la música de mi predilección: el rock y el
blues.
- III -
Los años no pasan en
vano. A lo largo de la vida de una persona suceden muchas, muchísimas
experiencias. A lo largo de esa vida escuchamos incontables melodías y una
infinidad de armonías. A veces vamos dejando de lado aquellas que alguna vez
nos impresionaron, privilegiando los últimos descubrimientos o revelaciones.
Otras veces, volvemos a nuestro punto de partida, después de haber vivido
nuevas sensaciones, ilusiones y desilusiones mediante. Pero todo ello vale la
pena, lo peor que nos podría ocurrir es quedarnos con aquello con lo que
partimos sin habernos atrevido a explorar nuevos universos. El campo de la
música es vasto, y es uno de los más de cien motivos para, como dice Sabina, “no cortarse de un
tajo las venas”. Obviamente, lo digo como melómano que soy, y con el
arrepentimiento de no haber continuado con aquellas clases de piano que la poco
tolerante viejecita Talledo –con sus uñas cortadas en punta, se empeñara en
darme a punta de gritos y lamentos, aunque ahora, entusiasmado con el sonido de
las guitarras, me he prometido no morirme sin haber desgranado algunas notas de
la Falcón que tenemos en casa.
Y, pues, que los años
pasaron y ya en los ochenta, con Dylan en el cerebro y en el corazón, cayó en
mi poder su primer disco. Un viejo LP, comprado de segunda mano en aquella
célebre cuadra de La Colmena, donde se llegaron a comercializar los mejores
vinilos de todo el país. Fue allí donde compré gran parte de la discografía de
Dylan. Discos en excelente estado, otros
no tanto, por el uso intensivo que sus dueños le habían dado, pero al ser de
colección y sin posibilidades de traerlo del exterior, su valor se mantenía
incólume o crecía según la demanda de las nuevas generaciones de muchachos que
acudían allí subyugados ya por la música de aquellos cantantes y bandas que
surgidos apenas dos décadas atrás eran ya mitos y leyendas en la historia de la
música contemporánea.
Pasearse por esa
cuadra de La Colmena al atardecer de los viernes o sábados, en la que los
olores de las frituras de las vivanderas se confundía con el del alcohol, el
cigarrillo o la marihuana, era, sin embargo, una actividad placentera. Misma
cantina bohemia. Allí no sólo me fue posible encontrar aquellos discos que
deseaba tener y escuchar, sino que además era posible sostener largas y amenas
charlas con los vendedores, muchos de los cuales eran en realidad los
propietarios de esos viejos discos, de los cuales se deshacían porque tenían nuevas ediciones o
...porque estaban sin un sol en el bolsillo. El ¡está pleno! o el ¡ya caerá!
formaban parte de la jerga con la que los vendedores nos informaban de si el
disco estaba en muy buen estado o nos animaban a regresar en otra ocasión a fin
de encontrar el disco tan ansiado. Las charlas, a veces largas, amenas e
intensas, como no podían ser de otra manera, eran sobre los cantantes y bandas
de nuestro interés. Y era allí, precisamente, donde nos enterábamos de la
existencia de tal o cual disco y, entonces, se abría la posibilidad de tenerlo,
vía el encargo.... pero, en fin este es otro tema, sobre el cual alguna vez
volveré.
A lo que iba es que
allí encontré el primer disco de Bob Dylan, aquél grabado en 1961 bajo la
producción y protección de John Hammond. Y allí estaba también, para sorpresa
mía, en el lado B y en el surco número
tres. The House of the Rising Sun. ¿Dylan cantando la Casa
del Sol Naciente? ¿Es él el autor? Fueron las preguntas que me hice de inmediato
y con no poco desconcierto, acordándome de mis incipientes conocimientos acerca
de las andanzas de un Bobby, que se había hecho famoso cantando sus propias
composiciones, tocando la guitarra y soplando la armónica a manera de los
viejos blueseros que fueron su inspiración. Pero no, en este disco inicial sólo
aparecen dos composiciones propias: Song to Woody, un homenaje a uno de sus
héroes del folk americano, Woody Guthrie, (izquierdista para más
explicación), y Talkin’ New York, un
recuerdo de su primera llegada a la ciudad de sus sueños y la fría recepción
que allí recibió.
No, Dylan no era el autor
de La Casa del Sol Naciente. La etiqueta del disco (¿se acuerdan de la etiqueta
roja con letras negras y amarillas que caracterizaba el sello de la
Columbia?) dejaba en blanco la parte
correspondiente al autor. Pero la contracarátula de la funda sí nos advertía
que se trataba de un lamento tradicional originario de New Orleans. Y,
efectivamente, era todo un lamento tanto por la forma como Dylan lo
interpretaba como por el contenido de la canción que hacía referencia a una
joven que se había prostituido debido a la pobreza y al medio bastante sórdido
en el cual había vivido.
Debo confesar que la
primera vez que escuché esta versión, sufrí un gran desencanto. Aquellos
acordes graves y fuertes con que Bob Bogle, primera guitarra de The Ventures,
nos impresionó un poco más de una década atrás, habían sido reemplazados por
unos discretos sonidos de guitarra acústica que luego se entrelazaban con una voz
que empezaba la canción en una suerte de susurro, levantándose luego como si se
tratara de un quejido, efecto acentuado por la voz nasal y juvenil de un Dylan
directamente influenciado por esos blueseros entrañables que hicieron de su
música el perfecto complemento de aquel paisaje hecho de pueblos
semiabandonados, personajes marginales y un tren que cruza la pradera hacia
lugares donde aún continúa la fiebre del oro.
Definitivamente, a
comienzos de los ochenta, aún no estaba preparado para escuchar a Dylan. The
Beatles y Elton John habían sido mis puntos de ingreso al mundo del rock. Más
tarde compré un Greatest Hits de Rolling Stones que, con la excepción de
Satisfaction, me pareció bastante recio y bronco para mis oídos aún atrofiados
por los Muriat, los Purcell o los James Last. Debo manifestar al respecto que
todos estos señores comerciantes de la música, suerte de vampiros de los best
sellers del momento, dedicaron toda su existencia a estandarizar las buenas composiciones,
a fin de que se pudieran escuchar sin problema e inquietud alguna en los
centros comerciales –la llamada música de ascensor- y en los programas radiales dirigidos principalmente
a aquellos sectores conservadores, con poca cultura musical pero con muchos
deseos de exhibir su dudoso gusto por una música instrumental que reproducía
con frialdad y nada de inspiración algunas adaptaciones de los clásicos como de
las composiciones cinematográficas. Hoy
día, no sé por dónde andan esos discos, y la verdad, no me interesan en lo
absoluto. Pero sí me gustaría escuchar una vez más ese viejo LP de The
Ventures, aunque tengo el temor de que el encanto haya desaparecido.
Pero, volvamos a la
versión de Dylan. Decía que ella se abre con las notas introductorias de su
guitarra acústica, y que luego da paso a los primeros versos que los escuchamos
como si fueran un susurro -allá en New Orleans existe una casa que la llaman
Sol Naciente-, y luego, elevándose la voz el lamento de la comprobación de que
allí existen las ruinas de unas cuantas jóvenes, y “yo soy una de ellas”. Y
esta última afirmación nos indica que se trata de una historia contada por una
mujer y que Dylan, a la manera de un viejo juglar –aunque sólo tenía veinte
años cuando absorbió como una esponja la versión de su amigo y protector Dave
Van Ronk, otro cantante folk vigente en la escena de los inicios de los
sesenta- nos la cuenta con detalles que provienen de la versión tradicional y a
la que le hace algunos pequeños arreglos variando algunos versos o cambiando la
disposición de las estrofas originales. ¿Fue la misma versión que Van Ronk
cantaba y sobre la que se quejó debido a que Dylan no le pidió ningún permiso
para grabarla? Tal vez. Dylan en esa época de formación, era todo oídos y, más
allá de aquellas expropiaciones de las que algunos se quejaron amargamente,
logró ir construyendo un universo hecho de personajes marginales, referencias
religiosas, posiciones contestarias y alusiones directas a la muerte. Pero eso
sólo lo comprendería después de remontar vuelo con sus obras maestras (Blonde
on Blonde, Highway 65 Revisited, Blood on the Tracks) y retornar luego a la
sencillez y frescura de su primer disco. Y entonces amé esa versión de Dylan:
nostálgica, penosa, sentida.
-
IV -
En 1964 The Animals
alcanzaron el puesto número uno en los ranking musicales de Estados Unidos y de
Inglaterra con The House of the Rising Sun. Yo recién escucharía una de sus
versiones –lamentablemente no su primera v ersión- a fines de la década de los
ochenta, en un viejo cassette de los denominados Greatest Hits. Según cuenta la
leyenda, la poderosa interpretación de Eric Burdon, líder de The Animals, fue
si no el motivo, uno de los propulsores para el paso de Dylan del folk al rock.
Otros cuentan que fue sólo cuando escuchó algunas versiones de sus temas interpretados
por The Byrds cuando Dylan decidió dejar el sonido de la guitarra acústica
–aunque nunca del todo- por la parafernalia eléctrica. Y es que, en honor a la
verdad, la banda de Burdon hizo muy suya La Casa del Sol Naciente, a tal punto
que muchos pensaron en su momento que ellos eran los creadores.
El registro vocal de Eric
Burdon cubría con amplitud los tonos bajos y altos, de tal manera que ya en el
arranque de la canción nos impresionaba con los poderosos sonidos de sus
portentosas cuerdas vocales. The Animals fueron los prestidigitadores que
convirtieron los ruidos en acordes musicales y, además, los que sentaron las
bases sobre las cuales se efectuaron los futuros arreglos. De allí que la
versión de The Ventures siga la línea melódica instaurada por ellos y,
especialmente, los acordes de los teclados que para la versión de The Animals
arreglara con gran inspiración el extraordinario Alan Price.
Un detalle, The Animals no
enfrentaron el tema a la manera del juglar que canta la historia contada por
una joven o lo que queda de ella, como lo hizo Dylan en su oportunidad. Más bien
hicieron una adaptación y hablaron de un muchacho que se perdió en la miseria
en aquella casa de New Orleans que llamaban Rising Sun o Sol Naciente. El resto
de la canción seguía la pauta de la versión tradicional, hablando sobre la
madre que fue una costurera y el padre borracho y jugador. Este cambio, sin
embargo, no dejaba entrever el significado del título de la canción y más bien
ocasionó no pocas confusiones, llegando incluso a hacer pensar a algunos
oyentes que aquella casa denominada Sol Naciente era una prisión, según pude
comprobar en una dirección de la Web.
Tengo en mi colección dos
versiones de The Animals. Una, la que ya mencioné líneas arriba (1988) y que
fue la que escuché luego de la de Dylan (incluida en su primer LP). Me gusta
esta versión, porque en ella la instrumentación es diferente a las otras
versiones existentes, pero me deja insatisfecho, tal vez a causa del capricho
de los responsables de una edición muy descuidada que, tal vez por lo mismo,
obvia la inclusión de los créditos correspondientes. Aquí, la introducción
musical es a manera de una guitarra ensayando o preparándose para entrar en
acción; luego de encontrar el punto o tono adecuado se engarza rápidamente con
el vozarrón de Burdon: “there is a house...”. En esta versión, además, no hay
sonidos de teclados, sólo hay guitarras que, finalmente, son las que cierran la
canción con un riff impresionante y que nos deja con la sensación de que el
tema ha sido cortado por los editores del álbum, pues sólo contiene tres
estrofas y la conclusión es a la antigua: el sonido difuminándose hasta
desaparecer por completo.
En cambio, hay una versión
en vivo, que data de 1983, la cual se acercaría a la versión primigenia de The
Animals y que incluye un intermedio instrumental en los que una vez más los
teclados de Alan Price brillan con luz propia. Una versión similar la
escucharía en una ocasión en vivo a Gerardo Manuel, a fines de los años 80, en
uno de sus conciertos que solía dar en La Casona de Barranco, y que revistió
caracteres especiales para mí por cuanto fueron aquellos los primeros años en
que la Yolita y yo empezamos, en palabras del buen Cromwell Jara, a envejecer
juntos.
Pero fue, además, una
ocasión especial teñida por la tristeza por la partida final del tío
Humbertito. Recuerdo que la última vez que lo ví fue en casa del tío Pepe. Guardo
en mi memoria la imagen de una persona siempre locuaz y sonriente, hablando de
la situación política del país y también de su salud. En esos días ya estaba
afectado por el cáncer, pero creo que no lo sabía. Tenía un herpes en el
abdomen y por ello tenía la camisa entreabierta. Había dejado su Sullana de
toda la vida a fin de buscar en Lima los medios para recuperarse de sus males,
medios que lamentablemente fueron inútiles porque la enfermedad ya estaba en su
fase final. Me alegró verlo y, como siempre, no fue necesario cruzar muchas
palabras para manifestarnos un afecto mutuo que provenía desde aquellos años en
Talara cuando nos solía visitar los fines de semana, y que daban lugar a reuniones
familiares muy animadas, con sabroso almuerzo incluido e idas a la matinal del
cine Grau con el primo Raúl. Las cinco de la tarde, sin embargo, era la hora de
la retirada, de la despedida; el tío tenía que volver a Sullana y, tras los
abrazos afectuosos y la promesa de volver el siguiente fin de semana, la
propina invariable para el sobrino que se quedaba tristón porque no sólo era la
partida del tío apreciado y del primo cómplice de matinales y de ardorosos
partidos de fulbito, sino porque con ello la alegría y despreocupación del
feriado luminoso daba paso a ese inquietante hormigueo en el estómago que
precedía a la preparación de los útiles y materiales necesarios para afrontar
las obligaciones de esos lunes grises y detestables de formaciones en el patio,
marcha de banderas e insoportables pasos orales.
Todo ello lo recordé mientras
Gerardo Manuel revisitaba los predios de
The Animals con una versión vigorosa de La Casa del Sol Naciente, que fue la
canción con la que calentó voz e hizo las pruebas de sonido de su concierto que
se iniciaría minutos después. No faltará quien diga que aquello no fue
coincidencia, que esa prueba en público, inusual y con un tema que pocas veces
incluia en su repertorio, se diera precisamente esa noche tristona, recordatoria
y nostálgica, la primera noche que el tío Humbertito ya no estaba entre
nosotros. En medio de la tristeza, la interpretación de Gerardo Manuel nos hizo
entrever una luz al final del túnel, nos imprimió optimismo, esperanza, quizás.
-
V -
Hace poco estuve en
Trujillo aprovechando los días de Semana Santa y como punto final de mis
vacaciones. Fueron días maravillosos, divertidos y de aprendizaje al lado de
casi toda la familia. El casi fue porque faltaron Lucho, Meche, la Juanita y la
Ceci, pero los integramos a través del teléfono, la foto y los recuerdos. Pues
bien, ya en los planes de viaje, la idea de recuperar algunos viejos LPs me
rondaron por la mente. Sí, es cierto, me dije, es el momento de volver a tener
el vinilo de The Ventures, aquél de los leones que mencioné anteriomente. Sin
embargo, como me suele suceder con las personas o amigos que hemos conocido en
alguna ocasión y que al presentarse la oportunidad de volverlos a ver, es muy
posible que el reencuentro no sea bueno y la ilusión se marchite, en el caso de
los viejos discos, para mí la sensación es muy similar. Pero también, es verdad,
es posible que se dé el caso contrario, puede que se revalore aquello que
alguna vez nos molestó o nos fue indiferente. Lo cierto es que la noche de mi
llegada a Trujillo, ya en la entrañable casa paterna me dirigí resueltamente al
gastado equipo de sonido, en cuya parte inferior, cubierta con un plástico
reposan algunos de los viejos LPs de
nuestra juventud. No me detuve mucho a mirarlos, fuí directamente a lo que iba:
encontrar el disco de The Ventures. Y
efectivamente, allí estaba, con la funda rota y con el polvo acumulado por el
paso del tiempo. Junto a él encontré dos discos más de esta banda guitarrera,
uno que contiene temas de origen japonés, convertidos ahora en versiones
rockeras bastante movidas y algo logradas, y otro en el que The Ventures tocan
fragmentos de algunas piezas clásicas, bastante malo, pero que por razones
misteriosas (¿nostalgia, tal vez?) también lo separé del resto. Los tres vinilos
me los traje a Lima, previa recomendación a mi pequeña Gaby –que los ubicó a su
lado- de que por ningún motivo permitiera que el sol les cayera directamente.
Aún recuerdo la colección de discos del primo Jaime convertida en plástico
retorcido porque la puso en la parte trasera de su pequeño volkswagen, justo en
el sitio donde los efectos del sol y el calor norteño se sentían con mayor
intensidad, tragedia ocurrida allá en la Talara de fines de los sesenta.
Han pasado ya dos semanas
desde que estuvimos en Trujillo. El Panasonic de mi habitación ha acogido con
el cariño de siempre a Bob, Lou, Sabina e incluso a The Beach Boys, en
preparación del próximo concierto al que esperamos ir, aún cuando la Yola nos
ha exteriorizado el poco aprecio que siente por esta banda histórica (la cita, aunque sin el entusiasmo de otras
veces, es el 26 de abril en el Monumental), pero hasta el momento el LP de The
Ventures permanece en el lugar donde lo puse el día que retorné a casa. No lo
he escuchado aún. Tengo el temor de que la magia desaparezca. Y, además, cuando
franquee esa barrera, quisiera estar solo. No vaya a ser que la Yolita, franca
como es y con perfecto conocimiento y respeto por la magnífica versión de The
Animals, dispare un dardo letal contra esos sonidos de juventud, y una pequeña
fracción de mi adolescencia y de mis entrañables años de juventud queden
inmediatamente pulverizados.
The House of the Rising
Sun o la expresión musical de los años de la ingenuidad o de la inocencia. Pero
también el punto de partida hacia el azaroso e inquietante mundo de los sonidos
amplificados, las guitarras afiladas, los percutantes tambores, los insinuantes
teclados y, sobre todo, la hermosa semilla de una afición que me puso en
contacto con el inconformismo creador de viejos y entrañables maestros que, de
vez en cuando, bajo una inspiración divina, el genio al tope y en estado de
gracia me conducen hasta tocar las
puertas del cielo.
Lima, 16 de marzo de 2005.
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