30/11/13

LA CASA DEL SOL NACIENTE



A Jose Luis, discjockey imprescindible
de aquellas  animadas, interminables y
generosas fiestas de los años
de juventud.

Escribe: Rogelio Llanos Q.


- I -

No recuerdo cuándo fue que la escuché por primera vez. Supongo que debe haber sido cuando yo era niño y pasaba buenos y largos ratos pegada literalmente la oreja al radio transistor o a la vieja radiola que amoblaba nuestra pequeña sala de aquel entrañable 70-21, incentivado por una empeñosa Juanita que amaba a morir la música mexicana y que hizo finalmente que yo también cayera bajo el hechizo de esa fanfarria nacida de la fusión de los enérgicos bronces, los viriles guitarrones y los sentimentales violines.

Tal vez hubiera querido que el temprano encuentro con esta canción tuviera ribetes premonitorios. Me habría gustado que en la búsqueda de alguna emisora transmisora de las agridulces rancheras, el dial se hubiera detenido por casualidad en una estación en la que estuvieran pasando el disco de The Animals, y que yo la hubiera grabado en mi memoria infantil, ávida de sonidos fuertes, viriles y festivos. Hubiera querido que fuera así, y no me pregunten por qué, pero ello, allá en la vieja Talara de los sesenta estaba totalmente fuera de la realidad. Habría sido muy difícil que los rugidos de The Animals, que transformaban de manera radical lo que inicialmente fue un lamento vernacular norteamericano –que el excelente folklorista Alan Lomax documentó en su libro Our Singing Country allá por 1941-fueran aceptados en un hogar tradicional acostumbrado a las melodías provenientes de los cincuenta, al tango de salón y al valsesito del ayer.

Y, definitivamente, no fue en Radio Talara donde la escuché. De eso estoy completamente seguro. Allí sólo había espacio para Los Pacharacos, Los Caporales, la cumbia colombiana, Maritza Rodríguez y su tronco seco y aquellos boleros cantineros a los que desprecié en mi infancia por llorones, cursis y burdos. Muchos años después, pediría perdón a Pedrito Otiniano y, especialmente a Lucho Barrios, de quien su Niña Bonita, me causa no poco placer cuando la escucho –más a menudo de lo que se piensa- en las combis asesinas que a veces abordo para ir a mi centro de trabajo.

Es probable, en cambio, que la haya escuchado en Radio Tropicana, famosa emisora del Ecuador muy sintonizada en Piura y Tumbes, cuyo locutor –deben haber sido muchos, pero en mi memoria sólo hay el registro de uno de ellos- tenía una voz muy varonil, de tonos graves y una perfecta dicción. Los domingos, esta radio solía pasar aquella música denominada ‘para todos los gustos’: algún bolerito de la Sonora Matancera por aquí, un pasillo por allá, y de vez en cuando un tema instrumental de los Purcell o Muriat de aquella época, es decir una ensalada musical, intercalada con pocos mensajes comerciales, que hacía posible que nuestra pequeña familia –allá por los años sesenta-  pasara su mañana de domingo  cómodamente instalada en la sala, leyendo el periódico (La Industria o El Tiempo), comentando apaciblemente las noticias o, en otra imagen  que recupero del desván de los recuerdos, la mamá haciendo su tejido, el papá preparando las tareas del día siguiente o dictándole el discurso a la tía Imel, mientras la tía Luzmi, misma generala en el campo de batalla, disponía enérgicamente lo necesario para aquellos deliciosos almuerzos dominicales. Y de repente, en uno de sus arrebatos inspirados del pinchadiscos, allí en la radio un Julio Jaramillo o un Bienvenido Granda cantando a sus amores contrariados sin saber que con ello contribuían a construir nuestra amada paz familiar de fin de semana, con tío Humbertito y propina incluidos.

Quizás, entonces, fue que escuché esa melodía, probablemente en una versión instrumental que, limando aquellas aristas ásperas de la letra y de los sonidos, la hizo potable para los oídos conservadores de una sociedad que, entre la inquietud y la ira, empezaba a mirar con desconfianza los primeros pasos de ese género musical nacido con el nombre de rock and roll. Muy pocos, sin embargo, pudieron avizorar, ya desde los primeros años de la década del sesenta, la trascendencia que alcanzaría esta música, que con su ruido de guitarras eléctricas y sus golpes de tambor de resonancias telúricas y reminiscencias primitivas, contribuyó de manera decisiva a descubrir la sordidez y la hipocresía que habitaban en los sótanos de un mundo que con no poca ingenuidad creía en el sueño americano y en la política del destino manifiesto. El Vietnam y la Guerra Fría se encargarían de destruir muchas fantasías e ilusiones. Y allí estaría el rock para gritar, denunciar o simplemente testimoniar el estado de las cosas en un mundo que se debatía entre la prepotencia del tío Sam y la tiranía de un totalitarismo castrante.

- II -

Lo cierto es que cuando algunos años después, ya adolescente, cayó en mis manos aquel LP de The Ventures en cuya carátula había unos leones –ya no sé si rugientes como el de la Metro o en reposo como en el de la película Una Leona de Dos Mundos- el tema que me causó una gratísima impresión fue precisamente The House of the Rising Sun o La Casa del Sol Naciente. El título, tanto en inglés como en español, fascina, emociona y, de inmediato nos remite al paisaje japonés. ¿Tal vez el  Fujiyama con su pico cubierto de nieve y el sol recortándose en el horizonte?.

Sí, ya sé que me van a llover los denuestos y decir que ya me puse cursi con lo de la imagen tipo tarjetita postal, pero bueno, tal es una de las primeras imágenes que tuve  al conocer el título de esa canción que había escuchado años atrás, durante mi infancia. Y debo admitir que durante muchos años viví en un gran error, porque muy distinta a la imagen formada era    la intención de Georgia Turner y Bert Martin, autores de la letra de este tema tradicional americano. En efecto, la canción de marras en realidad nos remitía a un lugar nada bello o glorioso, sino todo lo contrario, a un hueco ruin y miserable. La Casa del Sol Naciente era nada más y nada menos que un burdel. Más aún, según una reciente y rápida investigación, Rising Sun era la denominación propia de los burdeles anglo americanos allá por los años veinte.

Pero esa historia no la supe sino hasta cuando escuché la versión cantada en los años ochenta. Antes de esa década, muy importante para mí por los hallazgos musicales en los que me ví inmerso, sólo había escuchado dos versiones instrumentales: aquella a la que ya me referí al hablar de mi infancia, y que pasaron probablemente en Radio Tropicana - habría que pensar que tal vez fuera alguna versión edulcorada de Henry Mancini (que tuvo sus méritos, vaya que sí, apoyando las delirantes comedias de Blake Edwards) - y, la otra, aquella que ya mencioné cuando hablé del LP de los leones, es decir en el More Golden Greats de The Ventures, allá por el año 1970, cuando con mis propinas pude adquirir el disco en aquella pequeña tienda de discos de Trujillo, hoy desaparecida, cuyo propietario, gruñón y de hosca expresión, lo conocíamos simplemente como Pérez, por el nombre de su empresa comercial: Perez & Cía. Todo parecido con la realidad actual, por si acaso, es pura coincidencia.

La verdad es que al llegar la aguja al cuarto surco del lado A del LP de marras, mi corazón dio un vuelco porque allí estaba aquella melodía que había escuchado en algún momento de mi infancia y que, vaya a saberse por qué, había removido alguna fibra sensible y se había almacenado en un pequeño rincón de mi cerebro. El riff de guitarra con el que se abría el tema –gracias Bob, gracias Don, gracias Mel- me dejó fascinado, con la piel de gallina y si no se me erizó el pelo es porque, en esa época ya lo tenía parado –y fue por ello que Vitucho me regaló el apelativo de ‘pelo duro’. La entrada posterior del bajo y la batería en un ritmo acompasado y mágico, me catapultó  final y velozmente a ese pasado nostálgico, dulce y fugaz que fue mi niñez. Esa música la había escuchado antes, pero ¿cuándo, cuándo? me preguntaba una y otra vez. Y esa sensación de haber vivido ese momento con anterioridad, se intensificó a lo largo de una interpretación que –eso lo sabría más tarde- tomaba como base la versión dura y potente de The Animals. Fueron, sin embargo, los acordes de los teclados los que terminaron por subyugarme al encanto de esta música que misteriosamente me hacía retornar al pasado y empezaba a prepararme para lo que sería después la música de mi predilección: el rock y el blues.

- III -

Los años no pasan en vano. A lo largo de la vida de una persona suceden muchas, muchísimas experiencias. A lo largo de esa vida escuchamos incontables melodías y una infinidad de armonías. A veces vamos dejando de lado aquellas que alguna vez nos impresionaron, privilegiando los últimos descubrimientos o revelaciones. Otras veces, volvemos a nuestro punto de partida, después de haber vivido nuevas sensaciones, ilusiones y desilusiones mediante. Pero todo ello vale la pena, lo peor que nos podría ocurrir es quedarnos con aquello con lo que partimos sin habernos atrevido a explorar nuevos universos. El campo de la música es vasto, y es uno de los más de cien motivos  para, como dice Sabina, “no cortarse de un tajo las venas”. Obviamente, lo digo como melómano que soy, y con el arrepentimiento de no haber continuado con aquellas clases de piano que la poco tolerante viejecita Talledo –con sus uñas cortadas en punta, se empeñara en darme a punta de gritos y lamentos, aunque ahora, entusiasmado con el sonido de las guitarras, me he prometido no morirme sin haber desgranado algunas notas de la Falcón que tenemos en casa.

Y, pues, que los años pasaron y ya en los ochenta, con Dylan en el cerebro y en el corazón, cayó en mi poder su primer disco. Un viejo LP, comprado de segunda mano en aquella célebre cuadra de La Colmena, donde se llegaron a comercializar los mejores vinilos de todo el país. Fue allí donde compré gran parte de la discografía de Dylan. Discos en excelente estado,  otros no tanto, por el uso intensivo que sus dueños le habían dado, pero al ser de colección y sin posibilidades de traerlo del exterior, su valor se mantenía incólume o crecía según la demanda de las nuevas generaciones de muchachos que acudían allí subyugados ya por la música de aquellos cantantes y bandas que surgidos apenas dos décadas atrás eran ya mitos y leyendas en la historia de la música contemporánea.

Pasearse por esa cuadra de La Colmena al atardecer de los viernes o sábados, en la que los olores de las frituras de las vivanderas se confundía con el del alcohol, el cigarrillo o la marihuana, era, sin embargo, una actividad placentera. Misma cantina bohemia. Allí no sólo me fue posible encontrar aquellos discos que deseaba tener y escuchar, sino que además era posible sostener largas y amenas charlas con los vendedores, muchos de los cuales eran en realidad los propietarios de esos viejos discos, de los cuales se  deshacían porque tenían nuevas ediciones o ...porque estaban sin un sol en el bolsillo. El ¡está pleno! o el ¡ya caerá! formaban parte de la jerga con la que los vendedores nos informaban de si el disco estaba en muy buen estado o nos animaban a regresar en otra ocasión a fin de encontrar el disco tan ansiado. Las charlas, a veces largas, amenas e intensas, como no podían ser de otra manera, eran sobre los cantantes y bandas de nuestro interés. Y era allí, precisamente, donde nos enterábamos de la existencia de tal o cual disco y, entonces, se abría la posibilidad de tenerlo, vía el encargo.... pero, en fin este es otro tema, sobre el cual alguna vez volveré.

A lo que iba es que allí encontré el primer disco de Bob Dylan, aquél grabado en 1961 bajo la producción y protección de John Hammond. Y allí estaba también, para sorpresa mía,  en el lado B y en el surco número tres. The House of the Rising Sun. ¿Dylan cantando la Casa del Sol Naciente? ¿Es él el autor? Fueron las preguntas que me hice de inmediato y con no poco desconcierto, acordándome de mis incipientes conocimientos acerca de las andanzas de un Bobby, que se había hecho famoso cantando sus propias composiciones, tocando la guitarra y soplando la armónica a manera de los viejos blueseros que fueron su inspiración. Pero no, en este disco inicial sólo aparecen dos composiciones propias: Song to Woody, un homenaje a uno de sus héroes del folk americano, Woody Guthrie, (izquierdista para más explicación),  y Talkin’ New York, un recuerdo de su primera llegada a la ciudad de sus sueños y la fría recepción que allí recibió.

No, Dylan no era el autor de La Casa del Sol Naciente. La etiqueta del disco (¿se acuerdan de la etiqueta roja con letras negras y amarillas que caracterizaba el sello de la Columbia?)  dejaba en blanco la parte correspondiente al autor. Pero la contracarátula de la funda sí nos advertía que se trataba de un lamento tradicional originario de New Orleans. Y, efectivamente, era todo un lamento tanto por la forma como Dylan lo interpretaba como por el contenido de la canción que hacía referencia a una joven que se había prostituido debido a la pobreza y al medio bastante sórdido en el cual había vivido.

Debo confesar que la primera vez que escuché esta versión, sufrí un gran desencanto. Aquellos acordes graves y fuertes con que Bob Bogle, primera guitarra de The Ventures, nos impresionó un poco más de una década atrás, habían sido reemplazados por unos discretos sonidos de guitarra acústica que luego se entrelazaban con una voz que empezaba la canción en una suerte de susurro, levantándose luego como si se tratara de un quejido, efecto acentuado por la voz nasal y juvenil de un Dylan directamente influenciado por esos blueseros entrañables que hicieron de su música el perfecto complemento de aquel paisaje hecho de pueblos semiabandonados, personajes marginales y un tren que cruza la pradera hacia lugares donde aún continúa la fiebre del oro.

Definitivamente, a comienzos de los ochenta, aún no estaba preparado para escuchar a Dylan. The Beatles y Elton John habían sido mis puntos de ingreso al mundo del rock. Más tarde compré un Greatest Hits de Rolling Stones que, con la excepción de Satisfaction, me pareció bastante recio y bronco para mis oídos aún atrofiados por los Muriat, los Purcell o los James Last. Debo manifestar al respecto que todos estos señores comerciantes de la música, suerte de vampiros de los best sellers del momento, dedicaron toda su existencia a estandarizar las buenas composiciones, a fin de que se pudieran escuchar sin problema e inquietud alguna en los centros comerciales –la llamada música de ascensor-  y en los programas radiales dirigidos principalmente a aquellos sectores conservadores, con poca cultura musical pero con muchos deseos de exhibir su dudoso gusto por una música instrumental que reproducía con frialdad y nada de inspiración algunas adaptaciones de los clásicos como de las composiciones cinematográficas.  Hoy día, no sé por dónde andan esos discos, y la verdad, no me interesan en lo absoluto. Pero sí me gustaría escuchar una vez más ese viejo LP de The Ventures, aunque tengo el temor de que el encanto haya desaparecido.

Pero, volvamos a la versión de Dylan. Decía que ella se abre con las notas introductorias de su guitarra acústica, y que luego da paso a los primeros versos que los escuchamos como si fueran un susurro -allá en New Orleans existe una casa que la llaman Sol Naciente-, y luego, elevándose la voz el lamento de la comprobación de que allí existen las ruinas de unas cuantas jóvenes, y “yo soy una de ellas”. Y esta última afirmación nos indica que se trata de una historia contada por una mujer y que Dylan, a la manera de un viejo juglar –aunque sólo tenía veinte años cuando absorbió como una esponja la versión de su amigo y protector Dave Van Ronk, otro cantante folk vigente en la escena de los inicios de los sesenta- nos la cuenta con detalles que provienen de la versión tradicional y a la que le hace algunos pequeños arreglos variando algunos versos o cambiando la disposición de las estrofas originales. ¿Fue la misma versión que Van Ronk cantaba y sobre la que se quejó debido a que Dylan no le pidió ningún permiso para grabarla? Tal vez. Dylan en esa época de formación, era todo oídos y, más allá de aquellas expropiaciones de las que algunos se quejaron amargamente, logró ir construyendo un universo hecho de personajes marginales, referencias religiosas, posiciones contestarias y alusiones directas a la muerte. Pero eso sólo lo comprendería después de remontar vuelo con sus obras maestras (Blonde on Blonde, Highway 65 Revisited, Blood on the Tracks) y retornar luego a la sencillez y frescura de su primer disco. Y entonces amé esa versión de Dylan: nostálgica, penosa, sentida.

- IV -

En 1964 The Animals alcanzaron el puesto número uno en los ranking musicales de Estados Unidos y de Inglaterra con The House of the Rising Sun. Yo recién escucharía una de sus versiones –lamentablemente no su primera v ersión- a fines de la década de los ochenta, en un viejo cassette de los denominados Greatest Hits. Según cuenta la leyenda, la poderosa interpretación de Eric Burdon, líder de The Animals, fue si no el motivo, uno de los propulsores para el paso de Dylan del folk al rock. Otros cuentan que fue sólo cuando escuchó algunas versiones de sus temas interpretados por The Byrds cuando Dylan decidió dejar el sonido de la guitarra acústica –aunque nunca del todo- por la parafernalia eléctrica. Y es que, en honor a la verdad, la banda de Burdon hizo muy suya La Casa del Sol Naciente, a tal punto que muchos pensaron en su momento que ellos eran los creadores.

El registro vocal de Eric Burdon cubría con amplitud los tonos bajos y altos, de tal manera que ya en el arranque de la canción nos impresionaba con los poderosos sonidos de sus portentosas cuerdas vocales. The Animals fueron los prestidigitadores que convirtieron los ruidos en acordes musicales y, además, los que sentaron las bases sobre las cuales se efectuaron los futuros arreglos. De allí que la versión de The Ventures siga la línea melódica instaurada por ellos y, especialmente, los acordes de los teclados que para la versión de The Animals arreglara con gran inspiración el extraordinario Alan Price.

Un detalle, The Animals no enfrentaron el tema a la manera del juglar que canta la historia contada por una joven o lo que queda de ella, como lo hizo Dylan en su oportunidad. Más bien hicieron una adaptación y hablaron de un muchacho que se perdió en la miseria en aquella casa de New Orleans que llamaban Rising Sun o Sol Naciente. El resto de la canción seguía la pauta de la versión tradicional, hablando sobre la madre que fue una costurera y el padre borracho y jugador. Este cambio, sin embargo, no dejaba entrever el significado del título de la canción y más bien ocasionó no pocas confusiones, llegando incluso a hacer pensar a algunos oyentes que aquella casa denominada Sol Naciente era una prisión, según pude comprobar en una dirección de la Web.

Tengo en mi colección dos versiones de The Animals. Una, la que ya mencioné líneas arriba (1988) y que fue la que escuché luego de la de Dylan (incluida en su primer LP). Me gusta esta versión, porque en ella la instrumentación es diferente a las otras versiones existentes, pero me deja insatisfecho, tal vez a causa del capricho de los responsables de una edición muy descuidada que, tal vez por lo mismo, obvia la inclusión de los créditos correspondientes. Aquí, la introducción musical es a manera de una guitarra ensayando o preparándose para entrar en acción; luego de encontrar el punto o tono adecuado se engarza rápidamente con el vozarrón de Burdon: “there is a house...”. En esta versión, además, no hay sonidos de teclados, sólo hay guitarras que, finalmente, son las que cierran la canción con un riff impresionante y que nos deja con la sensación de que el tema ha sido cortado por los editores del álbum, pues sólo contiene tres estrofas y la conclusión es a la antigua: el sonido difuminándose hasta desaparecer por completo.

En cambio, hay una versión en vivo, que data de 1983, la cual se acercaría a la versión primigenia de The Animals y que incluye un intermedio instrumental en los que una vez más los teclados de Alan Price brillan con luz propia. Una versión similar la escucharía en una ocasión en vivo a Gerardo Manuel, a fines de los años 80, en uno de sus conciertos que solía dar en La Casona de Barranco, y que revistió caracteres especiales para mí por cuanto fueron aquellos los primeros años en que la Yolita y yo empezamos, en palabras del buen Cromwell Jara, a envejecer juntos.

Pero fue, además, una ocasión especial teñida por la tristeza por la partida final del tío Humbertito. Recuerdo que la última vez que lo ví fue en casa del tío Pepe. Guardo en mi memoria la imagen de una persona siempre locuaz y sonriente, hablando de la situación política del país y también de su salud. En esos días ya estaba afectado por el cáncer, pero creo que no lo sabía. Tenía un herpes en el abdomen y por ello tenía la camisa entreabierta. Había dejado su Sullana de toda la vida a fin de buscar en Lima los medios para recuperarse de sus males, medios que lamentablemente fueron inútiles porque la enfermedad ya estaba en su fase final. Me alegró verlo y, como siempre, no fue necesario cruzar muchas palabras para manifestarnos un afecto mutuo que provenía desde aquellos años en Talara cuando nos solía visitar los fines de semana, y que daban lugar a reuniones familiares muy animadas, con sabroso almuerzo incluido e idas a la matinal del cine Grau con el primo Raúl. Las cinco de la tarde, sin embargo, era la hora de la retirada, de la despedida; el tío tenía que volver a Sullana y, tras los abrazos afectuosos y la promesa de volver el siguiente fin de semana, la propina invariable para el sobrino que se quedaba tristón porque no sólo era la partida del tío apreciado y del primo cómplice de matinales y de ardorosos partidos de fulbito, sino porque con ello la alegría y despreocupación del feriado luminoso daba paso a ese inquietante hormigueo en el estómago que precedía a la preparación de los útiles y materiales necesarios para afrontar las obligaciones de esos lunes grises y detestables de formaciones en el patio, marcha de banderas e insoportables pasos orales.

Todo ello lo recordé mientras  Gerardo Manuel revisitaba los predios de The Animals con una versión vigorosa de La Casa del Sol Naciente, que fue la canción con la que calentó voz e hizo las pruebas de sonido de su concierto que se iniciaría minutos después. No faltará quien diga que aquello no fue coincidencia, que esa prueba en público, inusual y con un tema que pocas veces incluia en su repertorio, se diera precisamente esa noche tristona, recordatoria y nostálgica, la primera noche que el tío Humbertito ya no estaba entre nosotros. En medio de la tristeza, la interpretación de Gerardo Manuel nos hizo entrever una luz al final del túnel, nos imprimió optimismo, esperanza, quizás.

- V -

Hace poco estuve en Trujillo aprovechando los días de Semana Santa y como punto final de mis vacaciones. Fueron días maravillosos, divertidos y de aprendizaje al lado de casi toda la familia. El casi fue porque faltaron Lucho, Meche, la Juanita y la Ceci, pero los integramos a través del teléfono, la foto y los recuerdos. Pues bien, ya en los planes de viaje, la idea de recuperar algunos viejos LPs me rondaron por la mente. Sí, es cierto, me dije, es el momento de volver a tener el vinilo de The Ventures, aquél de los leones que mencioné anteriomente. Sin embargo, como me suele suceder con las personas o amigos que hemos conocido en alguna ocasión y que al presentarse la oportunidad de volverlos a ver, es muy posible que el reencuentro no sea bueno y la ilusión se marchite, en el caso de los viejos discos, para mí la sensación es muy similar. Pero también, es verdad, es posible que se dé el caso contrario, puede que se revalore aquello que alguna vez nos molestó o nos fue indiferente. Lo cierto es que la noche de mi llegada a Trujillo, ya en la entrañable casa paterna me dirigí resueltamente al gastado equipo de sonido, en cuya parte inferior, cubierta con un plástico reposan algunos de los  viejos LPs de nuestra juventud. No me detuve mucho a mirarlos, fuí directamente a lo que iba: encontrar el  disco de The Ventures. Y efectivamente, allí estaba, con la funda rota y con el polvo acumulado por el paso del tiempo. Junto a él encontré dos discos más de esta banda guitarrera, uno que contiene temas de origen japonés, convertidos ahora en versiones rockeras bastante movidas y algo logradas, y otro en el que The Ventures tocan fragmentos de algunas piezas clásicas, bastante malo, pero que por razones misteriosas (¿nostalgia, tal vez?) también lo separé del resto. Los tres vinilos me los traje a Lima, previa recomendación a mi pequeña Gaby –que los ubicó a su lado- de que por ningún motivo permitiera que el sol les cayera directamente. Aún recuerdo la colección de discos del primo Jaime convertida en plástico retorcido porque la puso en la parte trasera de su pequeño volkswagen, justo en el sitio donde los efectos del sol y el calor norteño se sentían con mayor intensidad, tragedia ocurrida allá en la Talara de fines de los sesenta.

Han pasado ya dos semanas desde que estuvimos en Trujillo. El Panasonic de mi habitación ha acogido con el cariño de siempre a Bob, Lou, Sabina e incluso a The Beach Boys, en preparación del próximo concierto al que esperamos ir, aún cuando la Yola nos ha exteriorizado el poco aprecio que siente por esta banda histórica  (la cita, aunque sin el entusiasmo de otras veces, es el 26 de abril en el Monumental), pero hasta el momento el LP de The Ventures permanece en el lugar donde lo puse el día que retorné a casa. No lo he escuchado aún. Tengo el temor de que la magia desaparezca. Y, además, cuando franquee esa barrera, quisiera estar solo. No vaya a ser que la Yolita, franca como es y con perfecto conocimiento y respeto por la magnífica versión de The Animals, dispare un dardo letal contra esos sonidos de juventud, y una pequeña fracción de mi adolescencia y de mis entrañables años de juventud queden inmediatamente pulverizados.

The House of the Rising Sun o la expresión musical de los años de la ingenuidad o de la inocencia. Pero también el punto de partida hacia el azaroso e inquietante mundo de los sonidos amplificados, las guitarras afiladas, los percutantes tambores, los insinuantes teclados y, sobre todo, la hermosa semilla de una afición que me puso en contacto con el inconformismo creador de viejos y entrañables maestros que, de vez en cuando, bajo una inspiración divina, el genio al tope y en estado de gracia me conducen  hasta tocar las puertas del cielo.


Lima, 16 de marzo de 2005.

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