Escribe: Rogelio Llanos Q.
Uno de mis pocos
placeres dominicales es leer El Comercio,
con selección previa de los artículos que voy a repasar, mientras disfruto
de la sencillez exquisita de un par de huevos fritos con jamón, en las primeras
horas de la mañana. Este placer se incrementa cuando encuentro en la página
editorial la sección Piedra de Toque
a cargo de nuestro compatriota Mario Vargas Llosa, uno de mis escritores
predilectos, al lado de Joseph Conrad, Arturo Pérez Reverte, Mishima, y
Kawabata).
La nota que escribió
hoy se titula Contar Cuentos. O sea
contar historias, narrar ficciones, mentir. Como ya lo ha definido en
anteriores ocasiones, mentir para expresar o revelar una verdad. El texto con
que nos ha regalado esta semana enriquece esa idea, y nos convence de la magia
y poder de fascinación de la literatura, así como de su capacidad de sembrar en
el espíritu de los lectores la semilla de verdades que, de otra manera habrían
permanecido ocultas tras el follaje de una realidad abrumadora, aburrida o
aparentemente anodina. Y junto con el descubrimiento de tales verdades, la
aceleración de los latidos del corazón gracias a la emoción por el descubrimiento
de la belleza y por la revelación de
sensibilidades escondidas.
No puedo dejar de
admitir que cada artículo de Mario me encandila, me emociona. Los leo una y
otra vez intentando descubrir en ellos el secreto de su sencillez y de su
magia. Nunca dejo de admirar esa facilidad con que hilvana sus frases
definiendo o redefiniendo a tal o cual personaje, describiendo lugares y
situaciones haciéndome creer que tales construcciones son únicas y exclusivas o
que, en todo caso, no existe otra manera mejor (podrían haber muchas formas
quizás, pero no las mejores) de abordar el texto que de la manera como él lo ha
ejecutado.
Miren cómo inicia este
texto mágico: “Gracias a su inventiva prodigiosa y a sus sutiles artes de
contadora de cuentos, Sherezada salva su cabeza de la cimitarra del verdugo.
Arreglándoselas cada noche para tener a su esposo y señor, el rey Sahrigar,
fascinado por sus historias, e interrumpiendo su relato cada amanecer en un
momento particularmente hechicero de la intriga, durante mil noches y una noche
consigue aplazar su ejecución hasta que, al cabo de esos casi tres años, el
sanguinario monarca sasánida le perdona la vida y comienza para la pareja su
verdadera luna de miel”. ¿Se podría hacer un mejor resumen de Las Mil Noches y Una Noche? Una síntesis
hermosa que, al mismo tiempo, nos da los detalles claves y nos despierta la
curiosidad por saber. Y hay aquí un efecto que
se duplica maravillosamente: curiosidad por continuar leyendo el
artículo y curiosidad impaciente por leer el libro. Y al final del resumen, el
pequeño apunte que humaniza a los personajes: “y comienza para la pareja su
verdadera luna de miel”. Más adelante, Vargas Llosa interpreta así este final:
“…pero, con sus astucias de gran narradora, desanimaliza al bárbaro que hasta
antes de casarse con ella era puro instinto y pulsión y desarrolla en él las escondidas
virtudes de lo humano”. Para concluir en el segundo párrafo con la idea central
de su texto: “Haciéndolo vivir y soñar vidas imaginarias, lo enrumba por el
camino de la civilización”.
Vargas Llosa subraya
aquí varios aspectos importantes de la historia con esa frase de hacer vivir y
soñar. Soñar con vidas imaginarias es también vivir. De allí que Luis Buñuel,
el genial cineasta español escribiera en sus memorias la validez de expresar lo
soñado como parte de una biografía en la que ya no es posible separar la
realidad de la ficción. ¿Y no es lo mismo, acaso, lo que hizo Robert Zimmerman
construyendo esa falsa historia de viajes en trenes, a manera de los viejos
buscadores de fortuna, por la
Norteamérica profunda, hasta llegar al frío y agresivo New
York que, finalmente, lo acogió y le dio cabida para grabar su primer álbum?
Y algo más, que Vargas
Llosa nos deja entrever, sin mencionarlo directamente: la mujer como guía, la mujer
como fuente de fértil imaginación; el hombre, ignorante y sometido al poder del
instinto, es amansado y luego elevado a la categoría humana gracias a ese poder
ficcionalizador de la mujer. Triunfo de la imaginación y triunfo de la mujer,
que no solo salva la propia vida, sino que, gracias a esa fantasía espoleada
por la cimitarra que la acechaba, ahora podrá disfrutar de los placeres
terrenales –vía el matrimonio con su esposo y señor – y de los finales felices
que los personajes de las novelas o cuentos anhelan. Ficción y realidad entremezclados,
unidos, indisolubles.
Vargas Llosa escribe:
“Ese peligro mortal aguza su fantasía y perfecciona su método y la lleva, sin
saberlo, a descubrir que todas las historias son, en el fondo, una sola
historia que, por debajo de su frondosa variedad de protagonistas y aventuras,
comparten unas raíces secretas, que en el mundo de la ficción es, como el mundo
real, uno, diverso, irrompible”. Es esa
capacidad de fantasear la que le permitirá a la mujer invertir los papeles. De
dominada pasará a dominadora y el rey será el prisionero feliz de las mentiras de ella. Y gracias a esa
sumisión al mundo de los sueños y las fantasías, que la ilusión renace en el
rey, haciendo aparecer en su alma los dones de la sensibilidad, generosidad y
magnanimidad, dotándolo de una condición humana antes inexistente. “Cuando el
rey Sahrigar perdona a su esposa –en verdad, le pide perdón y se arrepiente de
sus crímenes- es alguien al que los cuentos han transformado en ser civil,
sensible y soñador”.
La novela o el cuento
son géneros que nos cautivan cuanto más imaginativos y fantasiosos son. Pero
siguen siendo incomprendidos por una gran mayoría de personas, que sólo ven en
los libros unas frías frases impresas que deben decir verdades de manera
directa, negando a tales expresiones literarias valor alguno en tanto su
construcción se basa en ficciones e inventos, es decir, en mentiras. Y sin embargo, es gracias a esa ficción, que
nace de la imaginación, la que permite al hombre valorar su condición humana
desprendiéndola de sus orígenes salvajes y primitivos. Para Mario, “No existe
en la historia de la literatura una parábola más sencilla y luminosa que la de
Sherezada y Sahrigar para explicar la razón de ser de la ficción en la vida de
los seres humanos…”.
Joseph Conrad,
escritor polaco nacionalizado inglés, y que desarrolló buena parte de su obra
literaria en las postrimerías de la era victoriana (1819-1901) suele utilizar
en sus novelas a personajes cuyo papel es contar historias. La historia de Lord
Jim, por ejemplo, la conoceremos gracias a Marlowe: “ Y siempre, desde la
primera palabra pronunciada acerca de Jim, el cuerpo de Marlowe, tendido
descansadamente sobre el sillón, quedábase más quieto que nunca, como si su
espíritu volara hacia un espacio de tiempo más o menos lejano, y estuviera
hablando, por sus labios, desde el pasado”. Lo que hace Conrad es hacer explícita, la
necesidad también de evocar a través de las historias o cuentos, aquellos
personajes o situaciones con las que nos cruzamos en el pasado. Y en esa
evocación, quizás, embellecer ese pasado para hacerlo cada vez más suyo y cada
vez más inolvidable,
Contar historias,
imaginar, fantasear, soñar. Siempre ha sido un placer el contar historias y
este gusto por el relato se remonta hasta los orígenes del hombre siendo, como
anota Vargas Llosa, “una de las más antiguas formas de relación desarrolladas
entre los seres humanos, una vez que tuvieron que agruparse en comunidades para
defenderse mejor de la fiera, las inclemencias del tiempo, las tribus enemigas
y procurarse el sustento”. Se apela al relato para recordar, para distraer,
para matar el rato, para ejemplificar una enseñanza, para establecer una
perspectiva futurista, para recrear una anécdota o un hecho histórico sencillo
o grandioso. En cualquiera de sus opciones, el contar implica el llamado
inevitable de la imaginación. De allí que cada relato contenga su propia
verdad. De allí que el relato, tanto como la imaginación tiene posibilidades
infinitas.
Como bien sostiene
Vargas Llosa las historias que se contaban en torno al fogón en las cavernas
del hombre primitivo, constituyen “el despuntar de la civilización el punto de
arranque de ese prodigioso camino que llevaría a los seres humanos, al cabo de
los siglos, a los grandes descubrimientos científicos, a la conquista de la
materia y del espacio, a la creación del individuo, de los derechos humanos, de
la democracia, de la libertad, ay, de los más mortíferos instrumentos de
destrucción que haya conocido la historia”. Sí, ese vuelo imaginativo, está
representado en el hueso devenido en instrumento de muerte y que lanzado por el
mono al espacio se convirtió en una impresionante nave espacial y en la más
hermosa elipsis cinematográfica de la historia que condensa siglos de evolución
del pensamiento humano (2001, Odisea del
Espacio, de Stanley Kubrick), cuyo correlato ha sido el increíble y
desbocado avance tecnológico que ahora vivimos.
Esa capacidad del
hombre de inventar historias y narrarlas fue, pues, también el germen dialéctico
de estos agitados tiempos que nos ha tocado vivir. Sí, porque ahora, con
aquellos avances científicos y tecnológicos al alcance de nuestras manos,
tenemos también las armas con las cuales nos angustiamos e inquietamos,
transformándonos, entonces, en víctimas y verdugos al mismo tiempo. Sin
embargo, sean cuales fueren las condiciones en las que el hombre vivió y vive,
siempre hubo y habrá un espacio para la imaginación, y me viene a la memoria,
uno de los personajes de Saló, en
las escenas finales del terrible film de Pasolini, cantando y bailando,
liberándose mentalmente de la opresión vivida, trascendiendo las rejas de la
prisión. El contar historias, gracias a la imaginación y la fantasía nos hace
posible recrear la realidad anhelada y nos convierte en creadores de aquellos
universos o mundos en los cuales podemos ejercer de manera irrestricta nuestro
derecho a la libertad y a ser felices. O como concluye Mario refiriéndose a la
literatura: “Un permanente desagravio contra los infortunios y frustraciones de
la vida”.
Lima, 29 de junio de 2008.
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