(1995)
Director:
Claude Chabrol
A pesar de los muchos años
transcurridos, aún recordamos aquellos planos que registran el lento vuelo de
una cometa y su caída final precisa, impertinente, posándose sobre la preciosa
humanidad desnuda de Julie (Romy Schneider) o esas imágenes inquietantes de la
obsesiva Why (Jacqueline Sassard), espiando a la pareja Frédérique (Stephane Audran) - Paul
(Jean-Louis Trintignant). Tampoco olvidamos aquella apacible campiña que sirve
de fondo a la relación imposible de Helene (Stéphane Audran) y el carnicero
asesino Popaul (Jean Yanne) o los
inefables aprestos de los amantes (Stéphane Audran y Michel Piccoli) por
deshacerse de sus respectivos cónyuges (Claude Piéplu, Clotilde Joano). Nos
estamos refiriendo a los films Inocentes
con las manos sucias (Les innocents aux mains sales, 1975), Las dulces amigas (Les biches, 1967), El carnicero (Le boucher, 1969), y Bodas sangrientas (Les noces rouges, 1972).
Humor burlón, corrupción, conducta criminal, infidelidad son algunos de los
términos que forman parte del universo cinematográfico de Claude Chabrol, viejo
conocido nuestro, cuya evocación nos devuelve a aquellas tardes cineclubísticas
de décadas pasadas donde aprendimos a disfrutar o a sufrir con sus personajes
enormes o miserables, adúlteros o asesinos y, especialmente con sus mujeres sensuales, deliciosas, posesivas,
perversas.
Sin duda, el estreno de La Ceremonia (1995) resulta
gratificante, porque no es habitual que las películas de Chabrol se exhiban
comercialmente en nuestro país. Inocentes
con las manos sucias se estrenó en Lima en 1978. Desde esa fecha no llegó
ninguna otra cinta de Chabrol a nuestras pantallas por vía comercial. Películas
como El caballo del orgullo (Le cheval
d’Orgueil, 1980), Pollo al vinagre (Poulet au vinagre, 1985), Madame Bovary
(1991) y otras sólo han podido ser vistas gracias al trabajo de difusión
cultural de la embajada francesa y en coordinación con la Filmoteca de Lima.
Pero, volviendo a lo que nos ocupa, la satisfacción es mayor al encontrarnos
con un film maduro, intenso y, a no dudarlo,
provocador. El viejo maestro francés ha construido en La Ceremonia un universo y unos
personajes fieles a sus términos y que mantienen características o conductas
que los asocian inevitablemente a los diseños de cintas precedentes,
enriqueciéndolos en algunos casos a la par que estableciendo claramente y sin
vacilación alguna el destino final de los conflictos personales o de clase
sugeridos o patentizados en muchas de sus películas anteriores.
Una
extraña normalidad
La
Ceremonia es una cinta basada en una novela policial cuyo título original es “A judgement in stone” que pertenece a
la escritora inglesa Ruth Rendell. De arranque, nos encontramos con un género
muy típico y del agrado de Chabrol - el
policial- donde, en realidad, no hay
policías, pero en el que se impone la
presencia de conductas y hechos delictivos en medio de una atmósfera
enrarecida por un malestar creciente y una violencia final desbocada. El
comienzo y parte del desarrollo del film, sin embargo, tienen la apariencia de
lo normal o habitual. No diríamos que se trata de una intriga policial, salvo
por la sensación de extrañeza que parece presidir el comportamiento de Sophie
(Sandrine Bonnaire). Así es el quehacer del francés, envolvente, sugerente y,
sobre todo, de una sorprendente
sobriedad.
La apariencia de normalidad
y la ambigüedad que el film evidencia son parte del juego de relaciones que se
establecen entre los personajes. Chabrol nos sorprende retratando a sus
personajes en medio de situaciones cotidianas cuyo acento trágico final nadie puede predecir.
Hay, sin embargo, ciertas sospechas de que algo anda mal y que las
imágenes nos lo sugieren a través de los silencios, de las frases escuetas o de
la mirada dura de la protagonista. Efectivamente, nada sospechoso parece haber
en la cita inicial de Catherine (Jacqueline Bisset) y Sophie. La primera en su
papel de mujer de la alta burguesía de Saint Malo, la segunda como doméstica
contratada para servirla. Decimos, que nada raro aparenta este encuentro, salvo
que desde esta primera secuencia, más allá de la urdimbre propia del género, se
muestra el germen de un proceso
destructivo que condiciona los comportamientos de sus protagonistas: las
diferencias de clase.
El día convenido Catherine
va a recoger a Sophie a la estación. En vano se afana en buscarla en los trenes
que llegan. De repente, la imagen misteriosa de Sophie se dibuja en la calle de
enfrente. Sus explicaciones de cómo llegó, sus silencios prolongados y, sobre
todo, su rostro impasible e inescrutable contribuyen a crear el ambiente de extrañeza y de fatalidad
aludidos. Posteriormente, la falsa cita con el oftalmólogo y, de manera
concluyente, la singular amistad de Sophie con Jeanne (Isabelle Huppert) alimentan
esa extrañeza que en parte había encontrado una explicación cuando se descubre
que Sophie no sabe leer. Chabrol conduce con pulso seguro su film. Nos da
pistas que abonan la intriga y, al mismo tiempo, ahonda la brecha que separa
los universos expuestos. Bastaría, sin embargo,
que Sophie reconociera ante la familia su carácter de iletrada para
deshacer el nudo formado, pero, desconfiando de su entorno, opta por el
ocultamiento primero y la respuesta violenta después, encontrando, eso sí, una
cierta solidaridad en la desaprensiva y locuaz Jeanne, que como ella es
asalariada e inculta.
La
familia burguesa en la mira
Para Claude Chabrol el
blanco preferido de sus ironías, más que de sus iras, siempre fue la burguesía
provinciana francesa, la familia al borde de la ruptura o de la muerte. Chabrol
se introduce, esta vez, en el mundo de
los Leliévre -Georges (Jean-Pierre Cassel) y Catherine y sus hijos Melinda
(Virginie Ledoyen) y Gilles (Valentin Merlet)- una familia acomodada y, a
primera vista, sin preocupaciones mayores. Chabrol observa y retrata en
detalle, sus costumbres y conflictos derivados de la necesidad de servidumbre,
de la conducta dudosa de la doméstica, del servicio deficiente del correo, o de
los problemas laborales. Las inquietudes u opiniones de allí derivadas son
expuestas mientras la familia está reunida tomando sus alimentos (igual cosa realizan Jeanne y
Sophie mientras intercambian confidencias) lo que es aprovechado por el
director para hacer esos apuntes
sutiles, no exentos de cierto sarcasmo, que definen con suma precisión a sus
personajes y a su entorno.
Georges es un empresario con
una fábrica a punto de sufrir una huelga, que hace gala de un gusto refinado
por la música culta, especialmente de Mozart y que nunca termina por confiar en
la doméstica, a quien acepta por complacer a su esposa. Su mayor dolor de
cabeza está, sin embargo, en su correspondencia reiteradamente violada por
Jeanne, la empleada del correo, que no duda en
manifestar abiertamente su desprecio por él, a quien considera un vil
explotador. Catherine, es una esposa de quien sabemos poco, tan sólo que
trabaja en actividades vinculadas al arte, siempre dispuesta a disculpar las
fallas de Sophie y que, en opinión de Jeanne, su trabajo sirve de pantalla a
sus infidelidades. Esta alusión a sus comportamientos, ya sea mediante la
violación de las cartas, a través de los chismes, o más directamente,
entreabriendo las puertas cuando el acceso a la casa ha sido posibilitado (por
los comentarios de Sophie o por la intrusión de Jeanne en la casa) permite que,
a despecho de esa imagen de
normalidad aludida o de bienestar, la
duda esté sembrada.
Y es que esta normalidad o
tranquilidad está edificada sobre el esfuerzo de otros (hay un miembro extraño
en esa familia admitido por la necesidad, para que los miembros de la familia
puedan desarrollar sus actividades), contiene verdades ocultas (Melanie está
embarazada y tiene temor de confesarlo) o alberga una sutil represión (Georges
es intransigente en cuanto al sexo, según lo piensa Melinda). Además, la unidad
familiar es precaria. Georges y Catherine han tenido compromisos anteriores,
los sentimientos de Melinda hacia su padre no son de los mejores, los momentos
de reunión de familiar son efímeros Chabrol incide en lo último paseando la
cámara por espacios amplios y vacíos. Sin embargo, la ruptura o destrucción de
la familia, en esta oportunidad, no será por motivo de un adulterio, motivo
reiterado de muchas de sus películas (Bodas
sangrientas, Inocentes con las manos sucias, Doble vida). Esta vez, la
causa de la destrucción anida en la esencia misma de la familia en tanto
elemento básico de una sociedad con diferencias sociales, culturales y
económicas tan marcadas entre sus estratos, diferencias que se intentan ocultar
tras las apariencias de bondad, generosidad o amabilidad, aquel discreto
encanto de una burguesía que tan bien conocía Buñuel.
Universos
antagónicos
Chabrol gusta de mostrar
universos enfrentados, se burla de ellos, los confunde. Crueldad no le falta.
Un acertado tratamiento de los espacios dramáticos sustenta su visión de las
cosas. De un lado la casa familiar, amplia, ordenada, con muchas habitaciones y
que convertida en el centro de la acción deviene en un lugar ceremonial donde
se realizará el cruento sacrificio de la familia o, mejor aún, de la clase
social que siempre estuvo en la mira del realizador. Del otro lado, la casa de
Jeanne o su local de trabajo, sencillos, mediocres, despojados de todo arreglo
ornamental, transformados en lugares de confabulación o manipulación. Chabrol
maneja estos espacios con mucha contención, alejándose de visiones deformadas o
de ángulos rebuscados, contraponiéndolos y haciendo certeramente de la mansión
de los Leliévre un lugar de misterio o de acechanzas.
Entre ambos espacios, la
campiña, la carretera, los caminos. Lugares de transición, de conocimiento, de
acercamiento y también de resolución. En el carro de Catherine, mientras se
dirigen al hogar de los Leliévre, se produce el primer encuentro de Jeanne con
Sophie; dos caracteres distintos unidos desde ya por las circunstancias o el
azar. Jeanne prefiere caminar sola para evitar poner en evidencia sus
limitaciones. Melinda se detiene en el camino para arreglar el coche de su
victimaria; así sabremos que se trata de un vehículo viejo y no nos llamará la
atención que por ello no arranque en el momento culminante del film.
De la polarización
establecida, no se vaya a creer que Chabrol cae en la fácil salida que
siginifica dividir el mundo en buenos y malos. Sus personajes, como es habitual
en su cine, si bien tienen un sello de clase que los marca de manera indeleble,
son bastante complejos. Chabrol no toma partido por ninguno de ellos, los
compromete, más bien, dentro de la dinámica del film y, sin duda, “les observa
con una perspectiva crítica que no entorpece su propia vida como entes. Los
deja vivir y al mismo tiempo que él los conoce nos lo muestra tal como son (de
allí su gran autenticidad) y con una
dimensión crítico-moral implacable (origen del aspecto de marionetas que
frecuentemente asumen)”, al decir del crítico español Segismundo Molist (1).
El
tema de la dominación
Esta complejidad se pone en
evidencia si analizamos, por ejemplo la relación Sophie - Jeanne. Esta relación
se basa no solo en una solidaridad de clase, sino también en la posesión de
secretos que ambas comparten, aparte de la atracción sutil que hay entre ambas
y que, Chabrol, inteligente, sugiere más que muestra. Tanto Sophie como Jeanne
tienen un pasado oscuro, lleno de ambiegüedades y de verdades terribles. Ambas
son distintas en su carácter y, por ello, se atraen hasta conformar una unidad
en la cual, como ya sucedía en Las
dulces amigas, una (Jeanne) termina por devorar a la otra (Sophie). Este
proceso de apropiación de una personalidad, tema tan caro al realizador, no
resulta gratuito. Es vital para el desarrollo de los acontecimientos
posteriores. Sophie, solitaria y limitada, intenta mantener su puesto mediante
una ayuda foránea, busca integrarse a un medio que no le signifique humillación
o reproches. La televisión, a la que es adicta por cuanto puede seleccionar
aquellos programas que no le demanden mayor esfuerzo de comprensión, le permite
evadirse del mundo que la rodea, pero no le sirve de apoyo para resolver sus
problemas domésticos (2). De allí que la presencia de Jeanne se manifieste como
alternativa a sus necesidades. Sophie intenta aprovecharse de Jeanne para salir
del embrollo en el que se encuentra. Jeanne aprovecha la oportunidad que le
brinda Sophie para entrar en su vida, manipularla, entrar en el hogar de los
Leliévre y ejecutar lo que siempre deseó hacer, destruirlos. No hay escapatoria
alguna. Los roles de los protagonistas han sido claramente definidos y, de allí
esa atmósfera agobiante que se crea desde el comienzo del film y que perturba,
sin tregua, al espectador.
La
Ceremonia es, pues, una historia que tiene
como uno de sus ejes fundamentales el tema de la dominación. Dominación de una
persona sobre la otra, dominación de una clase sobre otra. Lo que se insinúa
como una relación normal -vínculo de amistad o contrato de trabajo según el
caso- termina por conceptualizarse como una usurpación de personalidad o como
un enfrentamiento feroz. Bajo la forma de un policial Chabrol teje unas
historias de amistad perversa y de ruptura del núcleo familiar, advirtiendo que
es imposible prever los límites que puede alcanzar este proceso, devenido en
ritual macabro. Si, en cambio es categórico en afirmar que es tan violento como
ineluctable.
Visión pesimista, pero
cargada de intensidad, la que Chabrol nos impone en plenos años noventa, años
de optimismo recalcitrante y huachafo, en los que los mesías de la modernidad,
con su ímpetu conquistador y soberbio nos golpean incesantemente con términos
como globalización, nuevos liberalismos y derrota de ideologías. Desde su
pequeña parcela cinematográfica, a riesgo de parecer anacrónico, el gran
realizador de El Carnicero explicita
un discurso político implacable, que no por evidente deja de ser lúcido y eficaz. Una vez más, Chabrol reelabora furiosamente
el tema de su predilección: la burguesía con sus contradicciones y su
metafórico como estruendoso final.
Un
universo femenino
Finalmente, el cine de
Chabrol, fiel a sí mismo, insiste en girar en torno a un universo dominado por
las mujeres. Los hombres, según el realizador, resultan poco interesantes y
ello queda, una vez más en evidencia en La
Ceremonia. Georges, por ejemplo, es un personaje dependiente de su entorno
femenino. Sometido a los deseos de su mujer Catherine, acepta, a pesar de sus desatinos,
la presencia de Sophie; pierde la compostura y el refinamiento ante una Jeanne,
cuya perfidia y cinismo quedan a cubierto en el incidente del correo; vejado,
actúa violentamente a instancias de la doble revelación de Melinda (su embarazo
y el chantaje de Sophie). Más allá de las ambivalencias inocencia -
culpabilidad, bondad - maldad, locuacidad - parquedad, los personajes femeninos
de Chabrol parecieran arrastrar un sino fatal, que las enfrenta a un proceso
destructivo, del cual nadie consigue salvarse. Sin duda, resulta difícil
imaginar el sesgo trágico de un mundo dominado por la exquisita madurez de
Jacqueline Bisset, el espléndido desparpajo de Isabelle Huppert o el porte
misterioso de Sandrine Bonnaire; pero, tal vez por ello es que el descenlace,
tan audaz como sorprendente, con algunos apuntes hitchcockianos, como lo señala
Federico de Cárdenas (3), nos parece
terrible, abrumador, desazonante.
ROGELIO
LLANOS Q.
Notas:
(1) Molist, Segismundo. Claude Chabrol o la locura de la razón.
Hablemos de Cine, No. 49, Setiembre-Octubre, 1969, pp. 43 - 51.
(2) Chabrol no oculta su
vena irónica lanzando sus dardos más venenosos contra el medio televisivo, al
que usa también como elemento distanciador entre ambos mundos: Jeanne y Sophie
miran aburridos programas musicales o de concurso; los Leliévre, una opera de
Mozart o, guiño burlón del francés, una película de amores adúlteros del mismo
Chabrol (Bodas sangrientas).
(3) Cárdenas, Federico de.
La Ceremonia. Domingo. Suplemento del diario La República, Lima, 27.IV.1997,
pp. 26 y 27.
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