Rogelio
Llanos Q
Alguien me
manifestó en una ocasión que el cine peruano le disgustaba, que lo hacía sentir
mal y que, finalmente, era deprimente. Aludía principalmente a filmes como La
Boca del Lobo (1988), Días de Santiago (2004) o Paloma de Papel
(2003). En cambio, films como Mañana te Cuento (2005) o Un Día
sin Sexo (2005), le parecían, en su relajo y en las situaciones cotidianas
que ocurrían en la gran urbe limeña, divertidas y más cercanas a ese concepto
que casi siempre se ha tenido del cine: medio exclusivo de evasión y de
entretenimiento.
Tal vez para una gran mayoría el cine no es
más que eso. Tras muchas décadas de sometimiento a los cánones narrativos del
peor cine norteamericano, no resulta extraño que el gusto del espectador medio
peruano se haya decantado hacia aquellos géneros que lo conducen sin
complejidad alguna hacia esos universos donde la vida es un espectáculo de
fuegos artificiales, vehículos destrozados, donde la tinta roja corre a
raudales porque hay un asesino suelto que no tiene cuándo saciarse o la risa es
la respuesta inmediata a un humor que nace de la estolidez de los personajes,
de su lenguaje procaz o del chistecillo barato.
Un buen número de
películas peruanas ha sido rechazado por la opinión pública con el argumento de
presentar mensajes nada edificantes y una imagen deleznable del país. Sin
embargo, el recuerdo de la violencia vivida en los ochenta, la frustración de
los noventa y la incertidumbre de los años actuales, no configuran, precisamente
un panorama donde la imagen del optimismo sea la predominante. Incluso, una
película como Mañana te Cuento, con su humor chapucero y su abordaje
ligero de un tema que siempre es atrayente como es la iniciación sexual de los
adolescentes, tiene un descenlace teñido por la desilusión y el desencanto.
El cine, como
todas las artes, no escapa pues al signo de los tiempos. Las historias de las
películas peruanas son recogidas de lo cotidiano o de lo extraordinario, del
personaje heróico o del hombre común y corriente, de la anécdota simple y
directa o de la historia inventada a partir de algo que ocurrió en el pasado,
lejano o próximo, del referente literario o de los conflictos y contradicciones
de tipos y grupos humanos que se mueven por nuestra agitada y convulsa
geografía. De hecho, unas y otras historias provienen del mismo origen: la
sociedad peruana y sus innumerables avatares, sociedad a la que pertenecemos y
reconocemos de manera inmediata, o también aquella que desconocemos y que se
encuentra perdida en los Andes y que se nos aparece como un lugar muy lejano e
inaccesible y, por lo tanto, extraño y ajeno. El cine peruano, pues, se ha nutrido de ella y, hay que reconocerlo,
aún en sus malos momentos y con sus defectos expresivos, siempre nos da algunas
pistas o arroja luces sobre la problemática que vive el país.
Algunos hechos
registrados tanto por la crónica periodística como por la historia oficial
fueron abordados por cintas cuyos resultados mostraron una gran disparidad.
Así, asumiendo la información básica como un pretexto más que como un asunto
central –una radiografía, a través de la diferente tipología de los personajes,
de la sociedad peruana de los cincuenta- Lombardi recreó las últimas horas del
‛Mounstruo de Armendáriz’ en Muerte al Amanecer (1977). Entre la ironía
y el efecto dramático, Lombardi mostró, que a pesar de sus defectos de
principiante, estaba en condiciones de encarar proyectos mayores, si bien su
siguiente largo, Muerte de un Magnate (1980) que también se basaba en un
hecho real –la muerte del industrial Banchero Rossi- fallaba por su
indefinición y grosero esquematismo. Sin embargo, más allá de las cualidades
expresivas de cada film, lo que ambos evidenciaban eran ciertas condiciones de
clase enfrentadas que transparentaban un Perú cada vez más fraccionado y, como
bien señala Ricardo Bedoya, al borde de una explosión social que luego
derivaría en el “baño de sangre que inundó al país desde 1980, cuando Sendero
Luminoso emprendió su larga marcha“.
También por esa
época, comienzos de los ochenta, Felipe Degregori realizó su primer
largometraje, Abisa a los compañeros (1980) trayendo a colación un hecho
político real que forma parte ya de la historia de los agitados sesenta: el
robo al Banco de Crédito efectuado en 1962 por un grupo de muchachos
izquierdistas que apoyaban las revueltas campesinas lideradas por Hugo Blanco
en la Sierra Sur del país. El desarrollo del film surcaba con cierta pericia el
territorio del género policial, desligándose de su materia política original,
pero al igual que en las películas de Lombardi, mostraba un Perú en
efervescencia y en el cual el estado de cosas no era precisamente para generar
una visión optimista de nuestra sociedad.
Hacia el año 81
Federico García estrenó una película que, debatiéndose entre el panfleto y el
documento histórico, revelaba a través de la recreación de los detalles del
ajusticiamiento ritual ocurrido en una hacienda andina, la situación de
injusticia e incomprensión en la que vivía un gran sector de nuestra población.
El film se llamó El Caso Huayanay: Testimonio de Parte (1981). A pesar
de ese acabado desigual y defectuoso que fue la marca de fábrica de las cintas
de García –aunque es bueno indicar que El Caso Huayanay... y, antes Kuntur
Wachana (1977), son las dos únicas cintas valiosas de este cineasta,
perdido en estos últimos años entre el desconcierto y lo anodino- su película
trascendía lo anecdótico para situarse en un motivo importante de discusión
política acerca de ese mundo campesino y serrano permanentemente olvidado y
negado. Lamentablemente, pecando de didactismo y sin abandonar la carga
panfletaria de que estaban imbuidas sus cintas, las dos nuevas incursiones de
García en la historia oficial de nuestro país fueron sendos fracasos: tanto Melgar:
Poeta Insurgente (1982) como Túpac Amaru (1984) , fueron
convertidos en una serie de cromos
escolares que pasaron sin pena ni gloria por nuestras pantallas.
Mejor recepción
tuvo, una década después, la película de Danny Gavidia, Reportaje a la
Muerte (1993), cuyo referente fue un hecho sacado de las páginas de la
crónica roja limeña: el cruel motín que protagonizaron los presos del penal El
Sexto en 1984. Y es que Gavidia, de pronto, descubrió sus dotes de narrador y
su capacidad para resolver con acierto los momentos de tensión y violencia del
film. Pero, además, Gavidia se lanzó a tratar un tema controvertido: el papel
de la televisión en el registro de la realidad y su manipulación de los
sangrientos acontecimientos que transmitía en directo. Y si bien la mirada
crítica del film se diluía por momentos al alejarse de su centro de acción, no
por ello Reportaje a la Muerte dejó de ser un testimonio importante de
otro de los problemas medulares de una sociedad cada vez más adicta a la imagen
televisiva.
No llegaremos al
extremo de decir que se ha entrado a saco en nuestra historia, como sí ocurrió
con la gran mayoría de cortometrajes que se hicieron a la sombra de la ya
fenecida y olvidada ley 19327, pero sí diremos que uno de los motivos
principales por los que se desempolvó detalles de nuestro pasado histórico
–generalmente reciente- se debió a la búsqueda de un soporte comercial que
permitiera al film llegar con facilidad al público peruano, buscando su
identificación, pero tanbién de cara a la taquilla. Que a partir de allí se
intentara reflexionar sobre la sociedad peruana y la cruda violencia en la que ella se debate, y que,
además, se hiciera con cierta destreza y habilidad para mantener la atención
del espectador, ello sólo ha sido posible en un pequeño número de películas,
como algunas de las que hemos citado y cuyo exponente mayor es La Boca del
Lobo, a pesar según algunos – o tal vez gracias a ello, según otros - de su
declarado intento de convertir el hecho real en una ficción mucho más cercana
al gran cine de aventuras norteamericano, con ruleta rusa incluida.
Difícil, por lo
reducido del espacio disponible, entrar a un análisis detallado de la película,
sin embargo, a manera de conclusión diremos que la sensación de encierro y
opresión sufrida por el grupo de soldados de La Boca del Lobo, la
presencia de una amenaza inminente y desconocida que ataca a mansalva y no da
la cara, así como el paisaje terroso y agreste en el que tiene lugar la acción
de la película, reflejan bastante bien la atmósfera vivida por una gran parte
de nuestro país que estuvo a merced del terrorismo y de las mal llamadas
fuerzas del orden. Más allá de la veracidad histórica, el film de Lombardi se
imponía por cierto sentido metafórico que involucraba a la sociedad peruana en
general. Todos estábamos, finalmente, inmersos en una espiral de violencia, que
pretendíamos superar aplicando más violencia y poniéndonos la pistola en la
sien. Y sin embargo, miles de peruanos seguían sin entender el por qué de esta
violencia irracional, que a la larga dejaría alrededor de 60,000 muertos.
Pero no era
necesario acudir únicamente a los hechos históricos o a la crónica roja –con
fecha y hora definidas- para dar cuenta
de la violencia en nuestro país. En la aventura del diario vivir se podían
extraer historias que sirvieran de base para llamar la atención sobre gentes o
grupos humanos que se enfrentaban a la desilusión, la humillación o a la muerte sin un norte preciso y con el
afán instintivo de sobrevir más que con el derecho racional de organizar un
proyecto o proyectos de vida. Sin duda, en estos espacios de definición o de
redefinición de relaciones y de luchas diarias, la palabra optimismo era y es
completamente desconocida.
Así, en el
episodio Los Amigos de Cuentos Inmorales (1978), el encuentro
jubiloso en un cantina, y rociado con abundante cerveza, de un grupo de amigos,
termina en un enfrentamiento cuando la homosexualidad de uno de ellos es
descubierta. El odio hacia lo diferente, el machismo y la homofobia quedaban en
evidencia en un film que confirmaba la habilidad de un Lombardi para abordar
las conflictivas relaciones humanas en espacios cerrados.
Alberto Durant,
en cambio, se transportó a los comienzos del siglo veinte para recrear en Ojos
de Perro (1982) los turbulentos inicios de la vida sindical en las
haciendas norteñas. Más preocupado en el virtuosismo formal a lo Miklos Jancsó,
Durant evitaba el compromiso emocional con su historia, por la que desfilaban
personajes cuyo exotismo hacían pensar en el universo real maravilloso. Pocos
espectadores entendieron las intenciones de un realizador que en su siguiente
film, Malabrigo (1986), intentó continuar con ese estilo visual basado
en planos secuencia dilatados para una historia que combinaba de manera confusa
el policial (la búsqueda de un desaparecido) con las preocupaciones sociales.
Esa frialdad o distanciamiento conscientemente asumido por Durant en estos dos
films, fue dejado de lado por el cineasta en Alias La Gringa (1991), que
afluía más bien al cine de géneros (aquél que registraba los avatares de
prisioneros, sus luchas y lealtades, asi como los detalles de su evasión)
aunque sin abandonar –vía las imágenes del motín de los acusados por
terrorismo- los apuntes sobre la violenta
realidad social que circunda la prisión y que hace referencia a la tragedia
vivida por un Perú convulso e incierto.
Precisamente
sobre esa convulsión social, sobre la ruptura de un orden pacífico y natural,
ese sentirse atrapado entre dos fuegos que experimentan el personaje central y
la comunidad en donde habita, trató La Vida es Una Sola (1993), un film
de Marianne Eyde que, superando en gran parte el grosero esquematismo de Los
Ronderos (1987), su film anterior, enfrentó con decisión y franqueza el drama vivido desde comienzos de
los ochenta por los campesinos de una de las tantas regiones olvidadas de
nuestro país. Su punto de vista –expuesto en los años iniciales de un
fujimorismo victorioso- y que se sustentaba en la intención de entender y
retransmitir lo que acontecía en los Andes peruanos fue, sin embargo,
incomprendido por muchos –incluida la Comisión de Promoción a la Cinematografía
(COPROCI) , que acusó injustamente a la cinta de ser pro senderista.
Una década
después, Fabrizio Aguilar tomaba también como asunto central la ruptura del
estado de cosas en una comunidad campesina, como producto del cruento ingreso
en ella de una columna de Sendero Luminoso. En Paloma de Papel, el
personaje central era un niño que pasaba súbitamente de los juegos infantiles y
la observación atenta de su entorno a la militancia obligada en las filas
terroristas, experiencia que lo llevó conocer al mounstruo por dentro y que
concluyó con un período dilatado por los ambientes de la correcional y la
prisión. Si bien Aguilar estuvo guiado por unas buenas intenciones y un cierto
dominio del lenguaje cinematográfico haciendo que su película tuviera fluidez y
buen ritmo- sin embargo, ésta se resentía tanto por los diálogos elementales y
didácticos de sus personajes como por esa visión ingenua que lo llevaba a
mostrar idílicamente –y como en tarjeta postal- el paisaje andino. El resultado
final de este honesto intento de Aguilar
de registrar el drama de las comunidades enfrentadas al senderismo, era una
película fallida en la que se atenuaba la violencia primitiva y el salvajismo
inclemente que fueron las características predominantes de una época oscura en
la historia del país.
Por el contrario,
Días de Santiago, la ópera prima de Josué Méndez, es dura y agresiva en
el relato quebrado del deambular del personaje por una ciudad que, en sus
diferentes ambientes y situaciones, conspira a favor de la desintegración e
incomunicación. Méndez recrea un universo carente de afectos y armonía. La
supervivencia dentro de él implica apostar por el desorden, la marginalidad y
la aplicación de una violencia que sobrepasa a los mismos protagonistas. La
visión de un país que no sólo le niega oportunidades a su gente sino que además
es capaz de ir contra el orden preconizado por sus propias instituciones y
también contra la gente que, en algún momento se batió (la lucha contra Sendero
o contra el invasor fronterizo) para
mantener el estado actual de cosas, hizo de Días de Santiago un
film desgarrador y con una fuerte carga cuestionadora, que no fue del agrado de
los bienpensantes y moralistas. Por nuestra parte, sin embargo, esta cinta nos motivó a esperar con gran expectativa el
próximo film de este joven cineasta.
Aunque sea ocioso
decirlo, la violencia es consustancial al cine peruano. Hoy mismo estamos ante
una coyuntura política en la que, juego democrático aparte o tiempos de
carnaval populista, se puede sentir ya
la efervescencia social que se viene, precisamente porque los abismos sociales,
al margen de los éxitos macroeconómicos del gobierno actual, son cada vez más profundos.
El Perú es un país de realidades muy contrastadas. Sus películas también lo
son. Y de allí esa visión que puede encontrarse en el lado más excesivo,
expresionista y virulento como en la interesante Bala Perdida (2001) de
Aldo Salvini o en el lado más ”light“ con colorines y sexo a flor de piel como
en el Django (2002) de Ricardo Velásquez. Empero, ambos extremos nos
ofrecen pistas inquietantes de esas verdades que a tenor de las „insuficiencias
del desarrollo nuestro como sociedad política“ expresara en algún momento y con
meridiana claridad Salomón Lerner: “En mi país la ciudadanía, que es
fundamental, no llegó a todos los peruanos”. Por ello no sería extraño que el
Perú se embarcara una vez más en una aventura autoritaria. Y, sin duda, con
todas sus dificultades, defectos y taras, el cine peruano dará cuenta de ella.
Lima, 20 de marzo de 2006.
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