(1966,
Francois Truffaut)
Escribe:
Rogelio Llanos Q.
Fahrenheit 451 hace referencia a la
temperatura a la que se queman los libros. En este caso, en una sociedad
totalitaria donde la palabra escrita está prohibida. Ciertamente, nos encontramos
en una hipotética ciudad del futuro y en el dominio de la ciencia ficción.
Basándose en la novela homónima de Ray
Bradnury, Truffaut nos introduce en un mundo poblado de antenas y pantallas de
televisión, que ejercen el control ideológico de los habitantes y donde los
bomberos no apagan los incendios sino, más bien, los provocan.
Que Truffaut haga ciencia ficción no es más
que un pretexto para llevar adelante su propósito real: rendir un cálido
homenaje al libro, haciendo de él todo un personaje. Así en la película los
libros están hasta en los lugares menos imaginables (una tostadora, por
ejemplo): muchos serán quemados y potros evocados. Y este homenaje se
prolongará hasta que los hombres se conviertan al final en libros vivientes.
Fahrenheit
451
evita exhibir la parafernalia propia del género. Truffaut instala una atmósfera
enrarecida a través de la observación de la gente que deambula por un mundo
frío –a pesar de la generosidad con que se usa el fuego- y analfabeto, pese a
la alta tecnología supuestamente alcanzada.
En el universo de Fahrenheit 451 sólo hay miedo, incomunicación, automatización y
delación. La vida se ha reducido a mirar los programas anodinos de la
televisión y al cumplimiento de los dictados de un cerebro ordenador.
Pero no hay aquí un propósito político. Fahrenheit 451 es sencillamente la
historia de un bombero, Montag (oscar Werner) que un día, por influencia de
Clarisse (Julie Christie), siente curiosidad por saber cómo son los objetos que
está destruyendo. De pronto, se encuentra leyendo, con la dificultad propia de
un niño, el David Copperfield de Dickens. Y, entonces, el deseo de leer más, de
conocer más, se apropia de él, hasta que es denunciado por su mujer y se ve
obligado a nhuir.
Imágenes inolvidables resultan la del
vehículo de bomberos, de rojo intenso, corriendo a cumplir con su misión;
también, las de la primera lectura de Montag. Pero, sobre todo, las de la vieja
dama autoinmolándose en el fuego que devora sus amados libros. Secuencia ésta
que semeja todo un rito: la caída de los libros, el descenso de la mujer por la
escalera, las páginas en movimiento de los libros y la imagen de los bomberos
cual sacerdotes de un extraño sacrificio.
El fuego es pasión, es vida, pareciera
decir Truffaut. Pero la vida no vale la pena si no hay libertad. Por ello,
mientras los libros se consumen en el fuego purificador, Montag decide ser
libre: rompe violentamente con su hogar y con su mundo, dirigiendo el
lanzallamas contra el capitán de bomberos.
Fuera de la ciudad lo espera otro mundo.
Allí en medio de la niebla, en un paisaje dominado por el gris y el blanco de
la nieve (en contraste notable con los colores fuertes con los que se retrata
el mundo de donde proviene Montag), lo reciben un grupo de hombres que hablan y
leen en voz alta. Son los hombres – libros cuya misión es hacer perdurar el
conocimiento a través del tiempo.
El final se revela inquietante. No tan
feliz como pudiera parecer a simple vista. Los libros deben ser salvados. El
conocimiento, el arte, la belleza deben ser preservados a cualquier precio.
Para lograrlo, los hombres deben inmolarse. Montag debe dejar de ser Montag.
Será Edgar Alan Poe en adelante. El dolor reside esta vez en sacrificar la
propia voz para salvar otra voz, tal vez la que más amamos: ¿Stendhal, Balzac?
Lima, segundo semestre. 1994.
No hay comentarios:
Publicar un comentario