(Bram
Stoker’s Dracula, 1992)
Director:
Francis Ford Coppola
Que el título del film aluda
al autor de la novela original no significa que el primero le guarde una
completa o parcial fidelidad a la segunda. Se trata, más bien, de uno de los
tantos homenajes o referencias que esta
versión coppoliana - que a su manera revive la leyenda de la Bella y la Bestia -
incluye a lo largo de sus intensas dos
horas de duración. Y hablamos de homenajes literarios y, más precisamente,
cinematográficos, porque así lo
explicita un prólogo que entre amores apasionados, sombras chinescas,
rojos encendidos y sangre a raudales se reclama deudor de la épica
eisensteniana o de las inspiradas composiciones visuales del mejor Kurosawa.
Sin duda, Coppola ha ido,
como en sus proyectos mayores, hasta el corazón de las tinieblas. Para ello ha
recurrido al mito cinematográfico, a un personaje poderoso y violento, capaz de
desafiar a Dios y, sin embargo, incapaz de dominar su terrenal sufrimiento por
la pérdida de la mujer amada. Y es esta incapacidad - transformada en una
obsesión por la búsqueda del pasado feliz del cual fue expulsado - la que lo impulsará a convertir el mundo en
una suerte de preámbulo del infierno.
“Deje algo de la felicidad que trae”, le dice el Conde (Gary Oldman) a Jonathan
(Keanu Reeves) a manera de presentación y ello define a cabalidad la
personalidad torturada de este Drácula,
que a la par que su oponente, el Dr. Van Helsing (Anthony Hopkins), forman
parte de esa galería de héroes o antihéroes coppolianos cuyo sino es quemarse
en el fuego de sus propias obsesiones.
Por otra parte, no es casual
que el desarrollo y descenlace de esta historia demencial transcurra en los
años finales del siglo XIX, cuando el fonógrafo y la máquina de escribir
(objetos de registro de la palabra) ya habían sido inventados y el cine
inauguraba la captura de las imágenes en
movimiento de la realidad más inmediata o empezaba a albergar en su frágil soporte historias salaces o descabellladas. La
perennización del pasado como el más obstinado anhelo a conseguir, el duelo
inacabable entre la luz y las sombras, la posibilidad de recreación de la
existencia, la inmortalidad y lo inasible de las imágenes, permiten que la
leyenda de Vlad, el romántico y feroz guerrero transformado en Nosferatu, según
la visión de Coppola, se confunda con el cine, sus avatares, sus contingencias,
su esencia misma.
Secuencias como el prólogo
mencionado, la seducción de Jonathan Harker por las vampiresas, la posesión de
Lucy (Sadie Frost) en su variante zoofílica y “voyeurista”, el encuentro del
conde Drácula y Mina (Winona Ryder) en el cinematógrafo o el final redentor,
contienen una gran carga sensual y alucinante que, sin embargo, poco tiene que
ver con el clásico cine de terror.El Drácula...
de Coppola basa su estética en un refinado acabado visual que acentúa el
cromatismo pictórico en el dominio de los colores cálidos - los rojos y
amarillos, especialmente- en unos movimientos de cámara largos, rápidos y
exuberantes, en la variedad de recursos expresivos que no desdeñan aquellos del
cine del pasado (como los cierres o aberturas en iris que se transforman en
túneles o retratos del ser querido y distante, las sobreimpresiones de los
rostros de los personajes o esos ojos en el cielo que espían a Johnathan y que nos recuerdan las fantasías de Meliés), y
en la tradición cinematográfica misma.
Con todo ello, Drácula... nos sumerge en una atmósfera
onírica o de irrealidad, nos fascina con su construcción operática de seres
atormentados y apasionados hasta el delirio y nos encanta con sus imaginativos
guiños cinéfilos. Porque, inevitablemente, esos rojos intensos y grandes
efusiones de sangre nos remiten a los predios scorsesianos (cuyo origen, a su
vez, se remonta a las fantasías de
un Michael Powell o un Vicente
Minnelli), pero las fotografías que eternizan el añorado pasado, la pasión que
hace presa de Mina y que se exterioriza en la lectura en voz alta del diario y las
cartas interminables que el mar transporta, sólo pueden llevarnos a esos
magníficos personajes truffautianos -cuya máxima expresión es Adela H. - capaces, en su arrebato
destructor, de enloquecer o morir por el ser amado.
Rogelio
Llanos Q.
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