30/11/13

DRÁCULA DE BRAM STOKER

(Bram Stoker’s Dracula, 1992)

Director: Francis Ford Coppola


Que el título del film aluda al autor de la novela original no significa que el primero le guarde una completa o parcial fidelidad a la segunda. Se trata, más bien, de uno de los tantos homenajes o referencias  que esta versión coppoliana - que a su manera revive la leyenda de la Bella y la Bestia -  incluye a lo largo de sus intensas dos horas de duración. Y hablamos de homenajes literarios y, más precisamente, cinematográficos, porque así lo  explicita un prólogo que entre amores apasionados, sombras chinescas, rojos encendidos y sangre a raudales se reclama deudor de la épica eisensteniana o de las inspiradas composiciones visuales del mejor Kurosawa.

Sin duda, Coppola ha ido, como en sus proyectos mayores, hasta el corazón de las tinieblas. Para ello ha recurrido al mito cinematográfico, a un personaje poderoso y violento, capaz de desafiar a Dios y, sin embargo, incapaz de dominar su terrenal sufrimiento por la pérdida de la mujer amada. Y es esta incapacidad - transformada en una obsesión por la búsqueda del pasado feliz del cual fue expulsado -  la que lo impulsará a convertir el mundo en una suerte de  preámbulo del infierno. “Deje algo de la felicidad que trae”, le dice el Conde (Gary Oldman) a Jonathan (Keanu Reeves) a manera de presentación y ello define a cabalidad la personalidad  torturada de este Drácula, que a la par que su oponente, el Dr. Van Helsing (Anthony Hopkins), forman parte de esa galería de héroes o antihéroes coppolianos cuyo sino es quemarse en el fuego de sus propias obsesiones.

Por otra parte, no es casual que el desarrollo y descenlace de esta historia demencial transcurra en los años finales del siglo XIX, cuando el fonógrafo y la máquina de escribir (objetos de registro de la palabra) ya habían sido inventados y el cine inauguraba la captura de  las imágenes en movimiento de la realidad más inmediata o empezaba a albergar en su frágil  soporte historias salaces o descabellladas. La perennización del pasado como el más obstinado anhelo a conseguir, el duelo inacabable entre la luz y las sombras, la posibilidad de recreación de la existencia, la inmortalidad y lo inasible de las imágenes, permiten que la leyenda de Vlad, el romántico y feroz guerrero transformado en Nosferatu, según la visión de Coppola, se confunda con el cine, sus avatares, sus contingencias, su esencia misma.

Secuencias como el prólogo mencionado, la seducción de Jonathan Harker por las vampiresas, la posesión de Lucy (Sadie Frost) en su variante zoofílica y “voyeurista”, el encuentro del conde Drácula y Mina (Winona Ryder) en el cinematógrafo o el final redentor, contienen una gran carga sensual y alucinante que, sin embargo, poco tiene que ver con el clásico cine de terror.El Drácula... de Coppola basa su estética en un refinado acabado visual que acentúa el cromatismo pictórico en el dominio de los colores cálidos - los rojos y amarillos, especialmente- en unos movimientos de cámara largos, rápidos y exuberantes, en la variedad de recursos expresivos que no desdeñan aquellos del cine del pasado (como los cierres o aberturas en iris que se transforman en túneles o retratos del ser querido y distante, las sobreimpresiones de los rostros de los personajes o esos ojos en el cielo que espían a Johnathan y  que nos recuerdan las fantasías de Meliés), y en la tradición cinematográfica misma.

Con todo ello, Drácula... nos sumerge en una atmósfera onírica o de irrealidad, nos fascina con su construcción operática de seres atormentados y apasionados hasta el delirio y nos encanta con sus imaginativos guiños cinéfilos. Porque, inevitablemente, esos rojos intensos y grandes efusiones de sangre nos remiten a los predios scorsesianos (cuyo origen, a su vez,  se remonta a las fantasías de un  Michael Powell o un Vicente Minnelli), pero las fotografías que eternizan el añorado pasado, la pasión que hace presa de Mina y que se exterioriza en la lectura en voz alta del diario y las cartas interminables que el mar transporta, sólo pueden llevarnos a esos magníficos personajes truffautianos -cuya máxima expresión es Adela H. - capaces, en su arrebato destructor, de enloquecer o morir por el ser amado.

Rogelio Llanos Q.


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