29/11/13

Clint Eastwood: De Los Imperdonables a Los Puentes de Madison


Escribe: Rogelio Llanos Q.


Entre 1992 y 1995 Clint Eastwood hizo tres películas memorables: Los Imperdonables (1992), Un mundo perfecto (1993) y Los puentes de Madison  (1995). De repente, en Estados Unidos y al sur del río Grande este hombre, que antes sólo fue la imagen de un pistolero invencible y luego la de un policía con métodos nada ortodoxos y pocos escrúpulos, adquirió la estatura de un creador cinematográfico y, entonces, la América tradicional  se rindió a sus pies con un Oscar que, de manera excepcional y contra lo habitual, fue justo y magnífico.

Sin embargo, William Munny, Butch Haynes y Robert Kinkaid, no partieron de la nada. Tras ellos, en concepción estética e ideológica, en embrión o en bocetos, en gestos y motivaciones, están las imágenes de El Manco, Harry Callahan, Josey Wales o el Jinete Pálido. Sobre esas imágenes, Eastwood ha ido elaborando una reflexión sobre la violencia y el medio en que vive y ha concluido, ahora en los años noventa, por dar forma a un universo particular hecho de personajes marginales en una Norteamérica conservadora y represiva, personajes cuya efervescencia interior o en todo caso espíritu transgresor se manifiesta compulsivamente como respuesta a un estado de cosas apreciado como injusto y, sobre todo,  obedeciendo a un código moral no escrito, pero sí aplicado con vehemencia y lucidez.

Y es precisamente ese conflicto entre personajes y entorno el que permite definir con rasgos nítidos a cada uno de los protagonistas.  Signados por un pasado de derrota o fracaso, estos protagonistas se enfrentan a una suerte de segunda oportunidad que el destino les ofrece. Una segunda oportunidad para adquirir dignidad, reconciliarse con ellos mismos o afirmarse como seres humanos.  Con dolor, sin embargo, han de reconocer que sus planes van a contracorriente de la sociedad en que viven, y de allí la evidencia de su extraña naturaleza de caballeros errantes. Con amargura deberán admitir que no es posible cambiar el propio derrotero vital ni los fundamentos del orden social en el que les ha tocado vivir o actuar. Y con no poca tristeza tendrán que aceptar la necesidad de una lucha, que al margen de los resultados que se puedan derivar para el entorno, la saben portadora del fin del ahora y de las ilusiones. De allí que el cine de Eastwood tenga un tinte crepuscular muy consciente y que la violencia desatada por sus protagonistas esté dotada de un marcado acento purificador.

Nadie mejor que el viejo Clint para encarnar al imperdonable William Munny cabalgando tras su última aventura, al agónico Red Garnett persiguiendo obsesivamente a Haynes y a su pasado, y al perplejo Robert Kinkaid viviendo con intensidad juvenil su entrañable episodio amoroso final. Arrugas, canas, miradas fijas, movimientos pausados y un singular tic nervioso en el rostro fueron compartidos por estos y otros personajes que Eastwood ha eternizado, y cuya singularidad descansa en esa permanente e intransigente afirmación de un individualismo conscientemente asumido y marcado a fuego por el paso iniciático a través del frondoso e irresistible jardín del bien y del mal.       


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