Escribe: Rogelio Llanos Q.
Entre 1992 y 1995 Clint
Eastwood hizo tres películas memorables: Los
Imperdonables (1992), Un mundo
perfecto (1993) y Los puentes de
Madison (1995). De repente, en
Estados Unidos y al sur del río Grande este hombre, que antes sólo fue la
imagen de un pistolero invencible y luego la de un policía con métodos nada
ortodoxos y pocos escrúpulos, adquirió la estatura de un creador
cinematográfico y, entonces, la América tradicional se rindió a sus pies con un Oscar que, de
manera excepcional y contra lo habitual, fue justo y magnífico.
Sin embargo, William Munny,
Butch Haynes y Robert Kinkaid, no partieron de la nada. Tras ellos, en
concepción estética e ideológica, en embrión o en bocetos, en gestos y
motivaciones, están las imágenes de El Manco, Harry Callahan, Josey Wales o el
Jinete Pálido. Sobre esas imágenes, Eastwood ha ido elaborando una reflexión
sobre la violencia y el medio en que vive y ha concluido, ahora en los años
noventa, por dar forma a un universo particular hecho de personajes marginales
en una Norteamérica conservadora y represiva, personajes cuya efervescencia
interior o en todo caso espíritu transgresor se manifiesta compulsivamente como
respuesta a un estado de cosas apreciado como injusto y, sobre todo, obedeciendo a un código moral no escrito,
pero sí aplicado con vehemencia y lucidez.
Y es precisamente ese
conflicto entre personajes y entorno el que permite definir con rasgos nítidos
a cada uno de los protagonistas. Signados
por un pasado de derrota o fracaso, estos protagonistas se enfrentan a una
suerte de segunda oportunidad que el destino les ofrece. Una segunda
oportunidad para adquirir dignidad, reconciliarse con ellos mismos o afirmarse
como seres humanos. Con dolor, sin
embargo, han de reconocer que sus planes van a contracorriente de la sociedad
en que viven, y de allí la evidencia de su extraña naturaleza de caballeros
errantes. Con amargura deberán admitir que no es posible cambiar el propio
derrotero vital ni los fundamentos del orden social en el que les ha tocado vivir
o actuar. Y con no poca tristeza tendrán que aceptar la necesidad de una lucha,
que al margen de los resultados que se puedan derivar para el entorno, la saben
portadora del fin del ahora y de las ilusiones. De allí que el cine de Eastwood
tenga un tinte crepuscular muy consciente y que la violencia desatada por sus
protagonistas esté dotada de un marcado acento purificador.
Nadie mejor que el viejo
Clint para encarnar al imperdonable William Munny cabalgando tras su última
aventura, al agónico Red Garnett persiguiendo obsesivamente a Haynes y a su
pasado, y al perplejo Robert Kinkaid viviendo con intensidad juvenil su
entrañable episodio amoroso final. Arrugas, canas, miradas fijas, movimientos
pausados y un singular tic nervioso en el rostro fueron compartidos por estos y
otros personajes que Eastwood ha eternizado, y cuya singularidad descansa en
esa permanente e intransigente afirmación de un individualismo conscientemente
asumido y marcado a fuego por el paso iniciático a través del frondoso e irresistible
jardín del bien y del mal.
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