29/11/13

LAS IMÁGENES DE LA CIENCIA FICCIÓN


Escribe: Rogelio Llanos Q.



A Gaby, por las imágenes compartidas.


La literatura y el cine han sido dos de los principales medios de los que se ha valido el hombre para dar curso a su imaginación. Allí han tenido cabida las más descabelladas ideas, los sueños más espantosos o las más hermosas utopías. Así nació el género de la ciencia ficción cuyos principales momentos convertidos en imágenes revisaremos en las siguientes líneas.

 

Los orígenes cinematográficos


El Viaje a la Luna de Julio Verne, llevado a la pantalla en 1902 por Georges Méliès fue el punto de partida del género. Con la ingenuidad y escasos recursos de la época, este prestidigitador de feria, vio en el invento de los Hermanos Lumiére, la posibilidad de arrancar al cine del realismo con el que había nacido para incorporarlo al mundo del espectáculo. Los temas relativos a los viajes fantásticos, a la invisibilidad o a la llegada de seres extraterrestres,  fueron abordados de muchas maneras en los primeros años del presente siglo, constituyendo de paso un motivo importante de evasión en un mundo que era conmovido por la hecatombe de la Gran Guerra. Sin embargo, la realidad se imponía, y el cine, entonces, advirtió sobre la amenaza que se cernía sobre la humanidad. El Gabinete del Doctor Caligari (1919, Robert Wiene), era una metáfora expresionista de la locura y propósitos de la emergente clase gobernante alemana cuyo embrión se había gestado en la capitulación de Versalles. La sombría Metrópolis (1926, Fritz Lang) y su mundo robotizado que aludía sin ambages al nacionalsocialismo contribuyó a revelar hacia donde se encaminaba la Alemania de los años 20.
                                              
En la década siguiente, tanto Frankenstein (1931) como La Novia de Frankenstein (1935), dirigidas por James Whale, pusieron en escena la historia del científico obsesionado por la creación de una nueva raza, asunto que hoy pareciera cobrar visos de realidad  debido a los últimos experimentos en fertilización y clonación. El tema romántico de la bella y la bestia alcanzó uno de sus puntos más altos con la definitiva versión de King Kong (1933, Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack), y el imaginario popular  se alimentó con el nacimiento de las seriales, siendo la más célebre la del héroe Flash Gordon (1936, Frederic Stephani).

Fantasía, terror y realidad


En 1951 Christian Nyby reactivó con  El enigma de otro mundo el temor a lo desconocido, el miedo al visitante extraterrestre. Ultimátum a la tierra (1951, Robert Wise), por el contrario, mostró que es el hombre mismo el que está atentando contra su propia estabilidad al potenciar cada vez más su capacidad destructiva. Empero, ambas películas, así como La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (1956, Don Siegel) aludieron desde ópticas diferentes y de manera velada, al clima de intolerancia política de la norteamérica del senador McCarthy y el inicio de la llamada Guerra Fría. Tarántula (1955, Jack Arnold) y La mosca (1958, Kurt Neumann) encarando cada una a su manera la irresponsabilidad del científico, El monstruo de la laguna negra (1954, Jack Arnold) y los extraños accidentes de la evolución de las especies, 20000 leguas de viaje submarino (1954, Richard Fleischer) y los temores ancestrales a los fondos marinos, así como El increíble hombre menguante (1957, Jack Arnold) y los peligros de la radiación atómica, fueron algunas de las muchas películas que en esta década abordaron las diversas variantes de un género en constante renovación.

A fines de los sesenta llegó 2001: Odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick), en donde el juego audiovisual, suerte de ballet espacial, encubre una especulación filosófica acerca del hombre y su evolución. Esta década de cambios profundos albergó también otros títulos de interés que alertaron sobre el grado de deshumanización a que el mundo podría arribar como en la sociedad sin libros de Fahrenheit 451 (1966, Francois Truffaut) o que afilian, además, en vísperas del mayo del 68, a los postulados existencialistas en boga (Alphaville, 1965, J.L. Godard).

La década Lucas-Spielberg


Entrando a la década del setenta, sobresalieron tres películas: La Amenaza de Andrómeda (1971, Robert Wise), sobre la presencia de un virus mortal procedente del espacio; Solaris (1972, Andrei Tarkowski), film soviético que aborda el enfrentamiento del hombre con sus propias visiones, sueños y frustraciones en un planeta lejano; y, por último, Naves Misteriosas (1971, Douglas Trumbull), y su angustioso alegato ecológico ante un mundo definitivamente perdido. La segunda mitad de los setenta significó la revalorización tanto del cine de aventuras como de los personajes de las antiguas seriales, en un contexto que oscilaba indefinidamente entre un pasado mítico y un futuro fantástico. Ello fue posible a partir de La Guerra de las Galaxias (1977, George Lucas) y El Imperio Contraataca (1979, Irvin Kershner), cuya visión optimista iban notoriamente a contracorriente de las líneas críticas o alarmistas de las cintas que predominaron a comienzo de los años setenta. Y junto con esa “nueva” óptica, entró al cine, como por asalto, la alta tecnología y toda la parafernalia cibernética. Steven Spielberg apeló al género para hacer un llamado a la coexistencia pacífica en Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1977), en clara oposición a una tradición marcada por el terror a la invasión marciana de los años cincuenta y respondiendo a una realidad distinta que se beneficiaba de la recién instaurada política exterior norteamericana basada en el respeto a los derechos humanos, que puso en práctica Jimmy Carter. Alien, el Octavo Pasajero (1979, Ridley Scott) supuso una notable excepción en el panorama delineado por la dupla Lucas-Spielberg. Fue como decir que las cosas no andaban del todo tranquilas y que el monstruo podía haber anidado en el interior del ser humano. David Cronenberg con su film La Mosca (1986) reafirmaría este concepto, extendido luego en su notable filmografía a aquella otra idea relacionada con la monstruosidad derivada de la propia descomposición física del hombre.

Un film brillante y la decadencia


En los años ochenta la abundancia de efectos especiales, el sometimiento del guión al componente espectacular de las películas no contribuyó, precisamente, al desarrollo de un  género cuya continuidad se sostuvo gracias a la extraordinaria Blade Runner (1982, Ridley Scott) y su búsqueda angustiosa de los orígenes de la condición humana. Ni la recreación del mundo totalitario imaginado por Orwell en Brazil (1984, Terry Gilliam), ni los sueños infantiles de Spielberg hechos realidad a través del cine en E.T (1982), como tampoco los desbordes violentos y guerreros de Terminator (1984, James Cameron) y mucho menos las secuelas de la saga de La Guerra de las Galaxias y de Viaje a las Estrellas lograron remontar el  nuevo hito colocado por Blade Runner. Sin embargo, hacia el final de este período, un joven cineasta, Tim Burton, abordó con inteligencia el género, trabajando con mucha originalidad las luces y las sombras y encausándolo ya sea por la línea de la recuperación del “comic”, como en el caso de Batman (1989) y Batman retorna (1992) o por la subyugante derivación del cuento fantástico en El Joven Manos de Tijeras (1990).

En los noventa, el género pareció haber entrado en una profunda crisis.  Tal es el caso de Star Wars: La amenaza fantasma (1999, George Lucas): narración mecánica y subordinada a un apabullante despliegue de efectos especiales. Jurassic Park (1993, S. Spielberg), fue relativamente exitosa, pero la continuación de esta cinta, El mundo perdido (1997), careció de toda importancia, en tanto que Matrix (1999, Andy y Larry Wachowsky), luego de un comienzo prometedor, se sumergió en la indefinición del universo virtual al que apeló.  Y es que en el cine lo que cuenta finalmente es el grado de emoción que las imágenes están en capacidad de transmitir. Esa emoción, no lo olvidemos, reside en la autenticidad de los personajes y sus relaciones con sus semejantes y su entorno, en la sencillez de su estructura narrativa y en la originalidad de la puesta en escena. Esa emoción es la que encontramos en los mejores momentos del género, aquellos en los que, como dice Desiderio Blanco a propósito de 2001:..., el espectáculo alcanza los límites de lo sublime  a través de esa fascinante “música de la luz” que soñaron los teóricos de la vanguardia francesa.


(Nota escrita para la revista Hablemos de Quimpac, abril 2000)


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