Escribe: Rogelio Llanos Q.
A Gaby, por las imágenes
compartidas.
La literatura y el
cine han sido dos de los principales medios de los que se ha valido el hombre
para dar curso a su imaginación. Allí han tenido cabida las más descabelladas
ideas, los sueños más espantosos o las más hermosas utopías. Así nació el
género de la ciencia ficción cuyos principales momentos convertidos en imágenes
revisaremos en las siguientes líneas.
Los orígenes cinematográficos
El Viaje a la
Luna de Julio Verne, llevado a la pantalla en 1902 por Georges Méliès fue
el punto de partida del género. Con la ingenuidad y escasos recursos de la
época, este prestidigitador de feria, vio en el invento de los Hermanos
Lumiére, la posibilidad de arrancar al cine del realismo con el que había
nacido para incorporarlo al mundo del espectáculo. Los temas relativos a los
viajes fantásticos, a la invisibilidad o a la llegada de seres
extraterrestres, fueron abordados de
muchas maneras en los primeros años del presente siglo, constituyendo de paso
un motivo importante de evasión en un mundo que era conmovido por la hecatombe
de la Gran Guerra. Sin embargo, la realidad se imponía, y el cine, entonces,
advirtió sobre la amenaza que se cernía sobre la humanidad. El Gabinete del Doctor Caligari (1919,
Robert Wiene), era una metáfora expresionista de la locura y propósitos de
la emergente clase gobernante alemana cuyo embrión se había gestado en la
capitulación de Versalles. La sombría Metrópolis
(1926, Fritz Lang) y su mundo robotizado que aludía sin ambages al
nacionalsocialismo contribuyó a revelar hacia donde se encaminaba la Alemania
de los años 20.
En la década siguiente, tanto Frankenstein (1931) como La
Novia de Frankenstein (1935), dirigidas por James Whale, pusieron en escena
la historia del científico obsesionado por la creación de una nueva raza,
asunto que hoy pareciera cobrar visos de realidad debido a los últimos experimentos en fertilización
y clonación. El tema romántico de la bella y la bestia alcanzó uno de sus
puntos más altos con la definitiva versión de King Kong (1933, Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack), y el
imaginario popular se alimentó con el
nacimiento de las seriales, siendo la más célebre la del héroe Flash Gordon (1936, Frederic Stephani).
Fantasía, terror y realidad
En 1951 Christian Nyby reactivó con El
enigma de otro mundo el temor a lo desconocido, el miedo al visitante
extraterrestre. Ultimátum a la tierra (1951,
Robert Wise), por el contrario, mostró que es el hombre mismo el que está
atentando contra su propia estabilidad al potenciar cada vez más su capacidad
destructiva. Empero, ambas películas, así como La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (1956, Don Siegel) aludieron
desde ópticas diferentes y de manera velada, al clima de intolerancia política
de la norteamérica del senador McCarthy y el inicio de la llamada Guerra Fría. Tarántula (1955, Jack Arnold) y La mosca (1958, Kurt Neumann) encarando
cada una a su manera la irresponsabilidad del científico, El monstruo de la laguna negra (1954, Jack Arnold) y los extraños
accidentes de la evolución de las especies, 20000 leguas de viaje submarino (1954, Richard Fleischer) y los
temores ancestrales a los fondos marinos, así como El increíble hombre menguante (1957, Jack Arnold) y los peligros de
la radiación atómica, fueron algunas de las muchas películas que en esta década
abordaron las diversas variantes de un género en constante renovación.
A fines de los sesenta llegó 2001: Odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick), en donde el juego
audiovisual, suerte de ballet espacial, encubre una especulación filosófica
acerca del hombre y su evolución. Esta década de cambios profundos albergó también
otros títulos de interés que alertaron sobre el grado de deshumanización a que
el mundo podría arribar como en la sociedad sin libros de Fahrenheit 451 (1966, Francois Truffaut) o que afilian, además, en
vísperas del mayo del 68, a los postulados existencialistas en boga (Alphaville, 1965, J.L. Godard).
La década Lucas-Spielberg
Entrando a la década del setenta, sobresalieron tres
películas: La Amenaza de Andrómeda
(1971, Robert Wise), sobre la presencia de un virus mortal procedente del
espacio; Solaris (1972, Andrei Tarkowski),
film soviético que aborda el enfrentamiento del hombre con sus propias
visiones, sueños y frustraciones en un planeta lejano; y, por último, Naves Misteriosas (1971, Douglas Trumbull),
y su angustioso alegato ecológico ante un mundo definitivamente perdido. La
segunda mitad de los setenta significó la revalorización tanto del cine de
aventuras como de los personajes de las antiguas seriales, en un contexto que
oscilaba indefinidamente entre un pasado mítico y un futuro fantástico. Ello
fue posible a partir de La Guerra de las
Galaxias (1977, George Lucas) y El Imperio Contraataca (1979, Irvin Kershner),
cuya visión optimista iban notoriamente a contracorriente de las líneas
críticas o alarmistas de las cintas que predominaron a comienzo de los años
setenta. Y junto con esa “nueva” óptica, entró al cine, como por asalto, la
alta tecnología y toda la parafernalia cibernética. Steven Spielberg apeló al
género para hacer un llamado a la coexistencia pacífica en Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1977), en clara oposición a
una tradición marcada por el terror a la invasión marciana de los años
cincuenta y respondiendo a una realidad distinta que se beneficiaba de la
recién instaurada política exterior norteamericana basada en el respeto a los
derechos humanos, que puso en práctica Jimmy Carter. Alien, el Octavo Pasajero (1979, Ridley Scott) supuso una notable
excepción en el panorama delineado por la dupla Lucas-Spielberg. Fue como decir
que las cosas no andaban del todo tranquilas y que el monstruo podía haber anidado
en el interior del ser humano. David Cronenberg con su film La Mosca (1986) reafirmaría este
concepto, extendido luego en su notable filmografía a aquella otra idea
relacionada con la monstruosidad derivada de la propia descomposición física
del hombre.
Un film brillante y la decadencia
En los años ochenta la abundancia de efectos
especiales, el sometimiento del guión al componente espectacular de las
películas no contribuyó, precisamente, al desarrollo de un género cuya continuidad se sostuvo gracias a
la extraordinaria Blade Runner (1982,
Ridley Scott) y su búsqueda angustiosa de los orígenes de la condición
humana. Ni la recreación del mundo totalitario imaginado por Orwell en Brazil (1984, Terry Gilliam), ni los sueños infantiles de Spielberg
hechos realidad a través del cine en E.T
(1982), como tampoco los desbordes violentos y guerreros de Terminator (1984, James Cameron) y
mucho menos las secuelas de la saga de
La Guerra de las Galaxias y de Viaje
a las Estrellas lograron remontar el
nuevo hito colocado por Blade
Runner. Sin embargo, hacia el final de este período, un joven cineasta, Tim
Burton, abordó con inteligencia el género, trabajando con mucha originalidad
las luces y las sombras y encausándolo ya sea por la línea de la recuperación del
“comic”, como en el caso de Batman
(1989) y Batman retorna (1992) o por la subyugante derivación del cuento
fantástico en El Joven Manos de Tijeras
(1990).
En los noventa, el género pareció haber entrado en una
profunda crisis. Tal es el caso de Star Wars: La amenaza fantasma (1999,
George Lucas): narración mecánica y subordinada a un apabullante despliegue
de efectos especiales. Jurassic Park
(1993, S. Spielberg), fue relativamente exitosa, pero la continuación de
esta cinta, El mundo perdido (1997),
careció de toda importancia, en tanto que Matrix
(1999, Andy y Larry Wachowsky), luego de un comienzo prometedor, se
sumergió en la indefinición del universo virtual al que apeló. Y es que en el cine lo que cuenta finalmente
es el grado de emoción que las imágenes están en capacidad de transmitir. Esa
emoción, no lo olvidemos, reside en la autenticidad de los personajes y sus
relaciones con sus semejantes y su entorno, en la sencillez de su estructura
narrativa y en la originalidad de la puesta en escena. Esa emoción es la que
encontramos en los mejores momentos del género, aquellos en los que, como dice
Desiderio Blanco a propósito de 2001:...,
el espectáculo alcanza los límites de lo sublime a través de esa fascinante “música de la luz”
que soñaron los teóricos de la vanguardia francesa.
(Nota escrita para la revista Hablemos de Quimpac, abril 2000)
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