El correo de Vitucho
sólo decía ‘triste noticia’. Me quedé frío. El correo interrumpió el trabajo
que estábamos haciendo el grupo de Proyectos. Mi computadora estaba conectada
al proyector y sobre el écran estaba el titular del correo que encerraba por
ahora un enigma para mí. No sabía si abrirlo o desconectar primero el equipo
del proyector. Me decidí por lo primero ante la gran expectativa que se
despertó en el grupo. Un silencio que pesaba. ¿Y qué sucedió ahora, me dije,
con el corazón latiendo aceleradamente? Si fuera alguien muy cercano, me
habrían llamado por teléfono, me consolé antes de abrir el correo, que todos
leyeron de inmediato. El primo Domingo se murió. Hacía muchos años que no lo
veía, pero me golpeó la imagen que en ese momento cruzó rauda por mi cerebro.
La imagen de una anciana desconsolada ante la muerte de su hijo. Se me oprimió
el corazón, pero tuve que disimular todo atisbo de pena. No sé por qué, no me
explico por qué los seres humanos tenemos que ocultar algunos sentimientos.
Quizás sea una reacción primaria, atávica, que viene desde nuestros orígenes:
nunca mostrar el lado débil en un grupo que, a pesar de ser gente amiga, no
sabes cómo va a actuar. Tal vez en aquellos tiempos, el cuchillo o el hueso
asesino estaba escondido esperando el menor descuido para ir directo hacia su
destino letal. Creo que por ello somos desconfiados, temerosos, pudorosos y
nuestros sentimientos más íntimos solemos relegarlos al desván más escondido de
nuestro cerebro.
La imagen de la tía
Teodora me ha perseguido todo el día de manera terca y obsesiva. ¡Diablos!!!,
no es justo, no corresponde al proceso evolutivo normal. La muerte de un hijo
es una agresión de la naturaleza. Es,
quizás, la experiencia más cruel que puede vivir el ser humano. Es haber
luchado en vano toda una vida dedicada a ver crecer con satisfacción lo que más
amamos. Es la aparición repulsiva e
implacable de la parca que llega para arrebatarnos no sólo el bien más preciado
que podemos tener sino, además, nuestras ilusiones. Como lo dijera Clint
Eastwood en Los Imperdonables: “La muerte es algo terrible, te quita lo que
tienes y todo lo que podrías llegar a tener”. Si para el muchacho fue el fin
del camino, para la madre, imagino, es un dolor para el cual no hay cura alguna,
es una muerte en cada amanecer y cuyo efecto lacerante se multiplica por los
recuerdos que vuelven una y otra vez, martillando el cerebro y los
sentimientos, recuerdos tanto más penosos cuanto más feliz fue la realidad vivida.
La partida del hijo bienamado es la
pérdida de aquellas raíces o lazos que atan al ser humano a este mundo. Sin
ilusiones, la vida carece de sentido.
Como siempre me sucede
en estos casos, nunca sé que hacer. ¿Llamar a la tía o no llamarla? ¿Y para
qué? Siempre creí inútil llamar por teléfono a alguien a quien no hemos visto
en muchos años. También he sentido que es inútil ir a velorios de viejos amigos
o de familiares a quienes dejé de frecuentar durante tanto tiempo. Me duele sí
saber de su muerte. Toda muerte me subleva, me hiere, me toca muy a fondo. Y me
desconcierta. Y en medio de un velorio, siempre me pregunto, ¿qué hago yo allí?.
Y si me encuentro lejos de la tragedia ¿qué fin tiene mi llamada telefónica? El
dolor de los deudos, de aquellos que realmente quisieron a quien ya partió, es
inconsolable. Nada lo puede calmar sino el tiempo y la presencia de una luz en
medio de las tinieblas que permitan que el que sufre pueda tener una nueva ilusión. Siempre creí
que acercarme a los dolientes no era más que la ejecución de una formalidad
que, guardando ciertas distancias, equivale a cumplir fríamente con un
compromiso o rito social. ¿No han sentido acaso satisfacción y alivio luego de
haber abandonado un velatorio o después de haber dado el pésame por teléfono?
¿No se les ha cruzado por el cerebro el ya cumplí o ya cumplimos, la frase mágica y conciliatoria con uno mismo?
¿damos el pésame sólo para sentirnos nosotros
bien? ¿para no sentirnos en falta?
Repito, nunca sé qué
hacer o decir en situaciones como éstas. Y siento que cualquiera que sea el
paso que dé, mi estado de ánimo va a ser deplorable. Como ahora, que escribo
para calmarme, para no sentirme cada vez peor. Del primo Domingo sólo guardo la
imagen de cuando yo era adolescente. Recuerdo que era flaco y larguirucho. Creo
que era menor que yo, pero creció con rapidez y pronto fue más alto que yo.
Amable, como todos ellos, como el tío Domingo, como la tía Teodora, como Juan
Fidel, como Socorro. Esa imagen de adolescente, la única que guardo de él es la
de un muchacho sonriente, que daba la mano con mucha fuerza y que solía usar la
camisa fuera del pantalón. Eso es todo. Y eso ocurrió hace muchos años. Pero
era el hijo de la tía Teodora, a quien recuerdo con cariño por aquellas
reuniones que solía haber en casa y a la que iba acompañada del tío Domingo.
Pero era, además
hermano de Socorro, la niña guapa que conocí en una clausura del año escolar
que se llevó a cabo en el club Esso de Talara. Yo lucía en mi saco de un terno
con pantalón corto, orgulloso, mi medalla de primer lugar en ya no sé qué año
de estudios de esa primaria no tan feliz para mí, y corría de un lado a otro
por los salones de ese viejo club de tantos recuerdos, cuando de pronto, en el
pasadizo que daba al jardín, se cruzó una linda niña, cuya visión me paralizó
de inmediato. Recuerdo haberla seguido con la mirada. Ella corría de un lado
para otro también, y no sé si se fijaría en mí. En ese tiempo yo tenía el pelo
duro como solía decir Vitucho, y mis orejas de ratón Mickey eran más evidentes
por el pelo corto que mi papá me obligaba a usar. No creo, pues, que en ese
tiempo se hubiera fijado en ese niño medio ‘freak’ y chancón que lucía
huachafón una medalla dorada, pero que ni siquiera tenía una milésima de gramo
de oro. Pero era medalla de oro y era el orgullo de mis papás. Bueno, pues, mis
correrías se acabaron y sólo tuve ojos para esa niña, que momentos después me
enteraría era hija de la tía Teodora.
El primo Domingo era
hermano de Juan Fidel, el inclasificable Juan Fidel, de quien nos enteramos por
radio que había participado en una revuelta universitaria y él mismo comentaba,
tiempo después, que las balas de la represión habían pasado zumbando muy cerca
de su cabeza. Sí, cómo nos vamos a olvidar de ese Juan Fidel enamorado de la Chabu , que solía, muy
educado, tomar con delicadeza un sólo bocadito de los muchos que se le ofrecía,
al tiempo que decía: “allí no más, titíta, muchas gracias”, para, con el
transcurrir de los minutos, terminarse las rosquitas los suspiros, los alfajorcitos
que la mamá y las chicas preparaban para esas fiestas inolvidables que yo solía
mirar con agrado, disfrutando de las unidad familiar, gozando de ese ambiente
sano, juvenil y divertido.
Y el primo Domingo,
era hijo del tío Domingo. Sí, el entrañable tío Domingo, de quien siempre me
acuerdo porque cada vez que llegaba a la casa siempre tenía palabras amables
para mí. Me decía Roge y era muy hablador. Era de las personas que solía meter
letra y convencer a cualquiera. Yo lo llegué a querer mucho. A papá le decía
primo y, cuando hubo ese alejamiento por razones que no recuerdo bien y que no
vale la pena traer a colación, me sentí mal y mi corazón se llenó de tristeza.
Sus bigotes me hacían asociarlo a los charros mexicanos, y esa imagen se
fortalecía por la voz firme y alta con que hablaba. Y cuando se reía lo hacía a
mandíbula batiente y con una risa contagiante. Y con ese humor juvenil nos
enseñó a manejar el Volvo a Liliana y a mí. A la sazón tenía yo trece años, y
mientras mis amigos se esforzaban con la bicicleta o con la moto (siempre me
caíste mal, Lelis, impresionabas a las chicas del barrio con tus chalecos de
motivos andinos, tus jeans y tu poderosa moto), yo empezaba a torturar al pobre
Volvo, que resistió bastante bien mi impericia y mis desatinos de principiante.
Pero el tío Domingo
nunca perdió los papeles. Llegaba a las diez de la mañana, arrancaba el carro y
mientras hacía los cambios y manipulaba el timón, nos explicaba los conceptos
teóricos del manejo. Siempre sereno, nos conducía hacia el camino que iba a Las
Peñitas, esa playa tan ligada a nuestra infancia (¿verdad Lili?). Allí había
una pista abandonada. Detenía el carro y cambiábamos de ubicación. Me ponía al
volante y empezaba a hacer rodar el Volvo. Al comienzo era un movimiento torpe
y lento, pero luego de un par de días de dar vueltas y vueltas, fui adquiriendo
una mayor confianza. Yo ya no sé si fue al quinto día o al séptimo que el tío
aburrido de tanta vuelta y vuelta, decidió que ya estábamos listos para entrar
a manejar en pista. No tuvo mejor idea que conducirnos hasta la pista que une
Talara con Lobitos, zona militar ubicada a veinte minutos de Talara y cuyo
atractivo era el paso a través de un serpentín bastante sinuoso y unas
pendientes muy pronunciadas. Decía que era atractivo porque en mis juegos
infantiles, cuando simulaba manejar carro me imaginaba que manejaba por esa
pista llena de peligros que sorteaba con gran pericia. Ahora, la realidad era
distinta: la pista tenía sus riesgos (¿verdad, hermano?) y el pequeño piloto
como que no las tenía todas consigo.
El tío Domingo, me dio
confianza y me alentó a manejar sin temor alguno. Sin embargo, mi corazón latía
con fuerza y me ponía nervioso cuando veía las pendientes por donde tenía que
pasar, pero, sobre todo, cuando hacían
su aparición vehículos a gran velocidad
que venían en sentido contrario y me motivaban a pensar en qué pasaría si me
desviaba unos centímetros del sendero por donde yo marchaba. Ya no recuerdo
cuántos días hicimos ese recorrido, de ida y vuelta. Lo que sí evoco con no
poca nostalgia es la alegría que bañaba a mi corazón al sentir cómo cada día me
volvía más diestro en el manejo. Hasta que un día, el tío Domingo, me demostró
que siempre hay algo más por aprender: me apagó el carro en una pendiente en ascenso.
Con mucha calma y tino, el tío Domingo me enseñó a dominar el vehículo en tales
situaciones difíciles. Ah, tío Domingo, si supieras que cada vez que he hecho
viajes interprovinciales, subiendo y bajando pendientes a ciento cincuenta o
más (ahora ya no lo hago, para tranquilidad de la pequeña familia), me he
acordado de tus enseñanzas, me he acordado de lo feliz que me sentí con el
nuevo juguetito que pusiste en mis manos, me he acordado de tu imagen bonachona
y del cariño recíproco que nos teníamos.
Ah, tío Domingo, hoy
recibí la mala noticia, la triste y terrible noticia de la muerte de tu
muchacho. Cuánto habrías sufrido, seguramente, como ahora sufre la tía Teodora.
Quise exorcizar mi tristeza, recordándolos, recordándote. Y a pesar de que llamar
a la tía para darle el pésame lo considero un acto inútil porque no puedo hacer
nada para remediar su dolor, porque me siento impotente ante el espectáculo de
la muerte, levanté el teléfono y le dije no sólo que sentía mucha pena por el
terrible presente; le dije con el corazón embargado por la emoción, el aprecio
y el cariño que siento por ella, tan cercana al corazón de las tías y de la
mamá; y por aquellos primos, cuyas imágenes juveniles y joviales, continúan
viviendo en mi memoria en los años felices de la vieja Talara.
Rogelio Llanos
Lima, 8 de junio de
2008
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