(Artículo para la revista La Gran Ilusión)
Las primeras imágenes
cinematográficas del campesino fueron realizadas por los cineastas de la
llamada Escuela del Cusco (1955 - 1966). En ellas encontramos al hombre del
campo realizando sus actividades comunales (fiestas, ceremonias, trabajo) como
también aceptando los desafíos de su entorno (lucha contra la naturaleza y los
animales). Frescura en el
descubrimiento, sentida reivindicación, encuentro vital con las raíces y los
rituales caracterizaron estos primeros cortos documentales de la vida
campesina, principalmente a LUCERO DE NIEVE (1956, Víctor y Manuel Chambi y
Eulogio Nishiyama) y ESTAMPAS DEL CARNAVAL DE KANAS (1956, Víctor y Manuel
Chambi), que recibieron reconocimiento internacional. Lanzados a la aventura
del largo de ficción, KUKULI (1961, Eulogio Nishiyama, Luis Figueroa, César
Villanueva) y la fallida cinta JARAWI
(1966, César Villanueva, Eulogio Nishiyama), entre la ingenuidad y la poesía,
lo artesanal y ciertas pretensiones estéticas, reafirmaron, aunque sin la
trascendencia de otras manifestaciones artísticas, la filiación de los
cineastas a la corriente indigenista.
Con las ventajas de la Ley
de Cine 19327 dada en el año 1972, se inició lo que poco tiempo después
significaría para muchos, a través del corto y mediometraje, un verdadero
saqueo de imágenes provenientes del pasado histórico, del diario acontecer y de
la realidad nacional en general. Si bien es cierto que la imagen del campesino
no salió tan bien librada de este masivo asalto a la pantalla, hubo excepciones, entre ellas DANZANTE DE
TIJERAS (1974, Manuel Chambi, Jorge Vignati), que en un insólito plano
secuencia registraba la danza ritual y,
RUNAN CAYCU (1973, Nora de Izcue), que mezclando las imágenes fijas con
documentales de archivo mostraba hitos importantes de la lucha reivindicativa
del campesinado.
En el campo del
largometraje, Federico García inauguró con KUNTUR WACHANA (1977), su frustrado
proyecto de cine campesino. Tributario del reformismo del General Velasco, el
film se identificaba con las históricas luchas del campesino cusqueño que
tuvieron como colofón el proceso de Reforma Agraria. Las virtudes de esta cinta
(el lirismo de algunos de sus pasajes aunado al decidido tono documental de
otros momentos), hizo abrigar las esperanzas de contar con un genuino
observador o cronista del mundo andino.
Lamentablemente, ni LAULICO
(1980) ni EL CASO HUAYANAY (1981) pudieron superar un nivel de elementalidad en
la puesta en escena, revelando a un García panfletario en su discurso político
y primitivo en su quehacer cinematográfico. El campesinado continuó siendo
observado con gran benevolencia o tratado como mero instrumento político, visto
como masa carente de identidad o como ciego seguidor de mitos ancestrales,
capaz de actos heróicos y, dogmáticamente, siempre con la razón de su parte.
Esta visión maniquea fue
extremada en su ingenuidad en LOS RONDEROS (1987, Marianne Eyde) y llevada al colmo de la inconsistencia en UN
CLARIN EN LA NOCHE (1983, José Luis Rouillón). Sin embargo, la ingenuidad en la
observación de Marianne Eyde hacia el universo campesino fue reemplazada por el
coraje al enfrentar, en una coyuntura bastante difícil, el tema de la violencia
terrorista y las comunidades campesinas de la Sierra en LA VIDA ES UNA SOLA
(1993).
Del campo de la literatura
se extrajeron dos títulos, LOS PERROS HAMBRIENTOS (1976) y YAWAR FIESTA (1986),
ambos pertenecientes a Luis Figueroa. Los dos films adolecen de los mismos
defectos (debilidad en su estructura narrativa, pobreza en los diálogos, malas
actuaciones), pero también, como apunta Ricardo Bedoya, ambos, aunque
especialmente el primero, permiten por breves instantes apreciar “una real
autenticidad aportada por el carácter documental de su observación
cinematográfica” y, es allí, tal vez, bajo este leve registro documental que la
imagen del campesino y su entorno (naturaleza, tierra, rituales, etc.)
encuentran una justa expresión fílmica que impiden el olvido total de estas
cintas.
ROGELIO
LLANOS Q.
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