(2009, Claudia Llosa)
Escribe: Rogelio
Llanos
Inquietante, provocador, audaz, fueron los términos con los que definimos
en su momento Madeinusa, film con el que debutó en el largometraje Claudia Llosa.
Tales términos pueden aplicarse también a La
Teta Asustada, con lo cual queremos poner de relieve las virtudes y el
talento de una directora que es capaz de continuar auscultando el universo
andino con su mirada curiosa, su gusto por el detalle, su propensión a los
símbolos, su atracción por los rituales y su enorme sensibilidad. La Teta Asustada muestra, una vez más,
a una directora fascinada con sus personajes, capturada por una historia y una
anécdota que proceden de un mundo ancestral que ella se empeña por descubrir,
por interiorizar, y cuyas manifestaciones de alegría o de tristeza, de paz o de
violencia, la estremecen, la enternecen o la sublevan. Y ese estremecimiento,
esa ternura o esa rebeldía que nacen del conocimiento, las percibimos, a través
de sus imágenes sentidas, legítimas y sinceras.
Un primer plano extenso y sostenido sobre
el rostro de una anciana que narra en su canto final la tragedia vivida años
atrás sirve de nexo entre el pasado y el presente. Nos ubica de inmediato en el
origen de la historia, dándonos al mismo tiempo la explicación del trauma que
padece Fausta (Magaly Solier), la protagonista principal, que ahora escucha de
su madre mientras agoniza, el relato de una agresión, de una violación de la
que ella ha sido fruto, como muchas mujeres de su tierra invadida, de su tierra
arrasada. Plano hermoso y terrible a la vez, nos pone en contacto con la
oscuridad, la violencia y la muerte. La cámara fija capta, con ánimo
ritual, los últimos momentos de una
mujer que se apura en su historia combinándola con advertencias y consejos para
la joven, para que desconfíe, para que esté alerta ante el agresor cuyas armas
no son únicamente las de fuego sino aquellas que provienen de su violenta
naturaleza viril.
Historia personal y a la vez historia
colectiva la que relata la anciana. Un país desangrado, violado, dividido. Un
país en el que el miedo y el temor se transmiten de generación en generación.
Un plano que en la sobriedad de la mirada y en la crudeza de su texto, contiene
esa rara mezcla de belleza y consternación que es propia de las grandes obras
de arte. La cámara inmóvil, como si no fuera capaz de dejar de mirar a la
anciana, como si fuera imposible dejar de escuchar su testimonio, acentúa esa
impresión y captura de inmediato nuestro interés. La emoción fluye y, como diría
Francois Truffaut, el cine reina. La Teta
Asustada, muy lejos del panfleto y de las películas políticamente
correctas, nos da en éste, su primer plano, el testimonio más conmovedor y
fascinante de aquellos años de violencia
que asolaron al Perú. Claudia Llosa es de aquellas que apunta a que la verdad
–esta dura e implacable verdad- no debe ser jamás olvidada, y este inspirado
plano inaugural de su film es su mejor
tarjeta de presentación.
De la oscuridad a la luz. Del tiempo
detenido en el pasado (quizás la violencia permanente así lo hizo parecer) a la
dinámica de un presente enigmático, y quizás esperanzador. De la mirada fija y
consternada en aquellos fantasmas portadores de dolor y desgracia hacia la observación curiosa de una realidad
variopinta y multicolor. La Teta
Asustada, desde sus primeros planos, nos advierte cuál es su sendero.
Efectivamente, la cámara cambia ahora de posición y nos muestra al destinatario
del canto de la madre. Vemos a Fausta, pero también a una ventana abierta que
deja pasar la luz y nos permite atisbar el exterior. La oscuridad ya no es tal,
hay soledad, pero quizás hay una salida. En ese tránsito entre ambos hitos,
Fausta superará su pasado de temor, su trauma original y empezará a ver la luz.
Claudia Llosa, en un cambio reconfortante respecto al pesimismo y perversidad
de Madeinusa, se abre paso hacia una salida que, premonitoriamente desde el
inicio del film - y ese movimiento y enfoque de la cámara lo sugieren- se
avizora optimista e ilusoria.
Fausta padece de un trauma que en el
mundo andino se conoce como ‘la teta asustada’. El terror vivido, la tristeza
inocultable, la frustración castrante se transfieren durante el amamantamiento, es decir, a través
de la leche materna. Ese trauma condiciona el carácter, la actitud y los
movimientos de una Fausta que oscila entre la fragilidad y la melancolía y que
le confiere a su imagen silenciosa y observadora, la apariencia de un ser
perdido y desconcertado en medio de un universo bullicioso y pintoresco, pero
poblado de amenazas y peligros. Ha
vivido varios años bajo la protección de su madre, pero también bajo sus
imposiciones. Ahora que ella no está debe enfrentar una libertad que ella
desconoce y que, por ello mismo, la atemoriza, la inhibe.
La única valla tendida contra el agresor
es una papa insertada, por decisión propia, en su vagina, entendida ésta como
órgano de reproducción, como puerta de ingreso a la fuente de la vida. Ella
sabe que dicha fuente fue violada en el pasado, en aquellos años de oscuridad y
horror. Ahora, ella se torna temerosa ante la posibilidad de que esa fuente –la
suya, aún intocada - pueda ser objeto de esa violencia humillante, interminable.
Por tanto, y mientras el miedo a esa violenta invasión persista, esa vía debe
ser clausurada. Fausta decide usar una papa como elemento de contención más que
de protección. La papa nace dentro de la tierra. La mujer, como la tierra
misma, hace posible la existencia. Intuye,
entonces, que la papa debe enraizarse ahora en el cuerpo femenino para evitar
dar vida, para contener al agresor, para negar el placer y, quizás, para
empezar a morir.
Fausta padece de desmayos, malestares y
sangrados. Nadie sabe por qué, pero todos asumen que es porque padece del mal
de la teta asustada. Ahora que la madre ha muerto, su melancolía es mayor, pero
sabe que tiene que asumir el deber de llevar el cadáver a su tierra natal. Los
muertos no descansan en paz si no retornan a su origen, tal es su creencia. Y
mientras consigue los recursos para trasladar el cuerpo debe conservarlo en su
cuarto y debe continuar haciendo su vida rutinaria y observando distante las
ceremonias del entorno en el que se mueve. El cuerpo de la madre deviene en una
suerte de pasado o carga sentimental, afectiva o histórica que empieza ahora a
transportar mientras deambula por las calles del pueblo abiertas en medio del
desierto costeño, mientras trabaja para Aída –la artista depredadora- o
mientras acude silenciosa y tímida a las coloridas fiestas rituales de
familiares y conocidos.
La impregnación del cadáver de sustancias
conservadoras, la pedida de mano de la novia, la fiesta del matrimonio con sus
comparsas, bailes y música propios del medio, son aquellos rituales comunitarios
en los que Claudia Llosa se solaza mostrando con minuciosidad. Su mirada siempre
está cargada de curiosidad y no poco placer. Llosa disfruta descubriendo,
mostrando aquellas expresiones de lo popular, que jamás parecen impostadas. Es
su manera de participar en ese universo marginal al que se acerca con respeto y
cariño. Imágenes como la de esa cola del vestido de novia levantada por globos
o los comparsas desfilando con trago y comidas a lo largo de las calles tienen
la gracia, el humor y la fuerza de lo verosímil.
Para Fausta que vive encerrada en su
propio mundo, todas esas manifestaciones de alegría, así como esos intentos de
los hombres de ligar con ella o de acercarse para conocerla tienen un carácter
de extrañeza y conllevan un riesgo elevado. La presencia del hombre en su
entorno la pone a la defensiva, la atemoriza. La fotografía del militar en la
casa de Aída, para quien Fausta trabaja, la sorprende, la turba. No sólo es el
hombre, poseedor de un falo con el que la puede penetrar; es el uniforme que
ella reconoce, símbolo de la violencia del poder, de la violencia de las armas
de fuego que ella, probablemente vio y escuchó cuando niña allá en esa tierra a
la que pretende volver para enterrar el cadáver de su madre, para terminar
–claro, ella no lo sabe, aunque quizás lo sospecha- con ese pasado que la
agobia.
Ante esos temores que la agarrotan, que
la oprimen, que la hace cerrar los puños con desesperación, Fausta canta. Es un
canto que le sale del alma. Y su canto se escucha aún cuando está en silencio.
Es su canto prisionero, es su canto melancólico, es su canto de vida. Es el
canto que viene de un pasado lejano, que se alimentó de esa comunión armoniosa
del hombre y la naturaleza y de la añoranza de la vida en el campo en días soleados y cielos azules. Y es esa
música la que Aída –la dueña de casa- sensible al arte, la conmueve, la
estimula y la hace suya. Aída, habitante de otro mundo en el que la soledad, la
penumbra y la neurosis componen la rutina diaria, encuentra en el arte de
Fausta, el medio para dar salida a su propia expresión artística, y se ve
obligada a comprar lo que falta a su inspiración. Compra canciones y obtiene
éxito. Fausta canta para ella y obtiene unas perlas que, como los pequeños
recuerdos aretes y muñecas de Madeinusa, son los señuelos ilusorios de sus pequeñas
fugas hacia esos otros mundos en los que, quizás, Fausta quisiera vivir.
Fausta, sin embargo, no puede acceder a esos
otros mundos o nuevas experiencias
simbolizados, además, por la presencia
de un jardinero que se siente atraído por ella, y que la halaga y le conversa
inútilmente. La carga traumática de
Fausta es demasiado fuerte y Llosa apela sutilmente al símbolo,
recordándonos que el cadáver de la madre aún sigue sin ser inhumado. Pero, el cuerpo
de Fausta pide liberarse y esta
exigencia se expresa a través de esos malestares físicos que sus familiares
identifican como huellas del trauma sufrido, mientras que los médicos explican
racionalmente lo que para ellos es la causa de los males de la joven. Hay una
falta de entendimiento entre ese mundo de creencias ancestrales y ese otro que
parte de una racionalidad fría y académica. La solución al mal que padece
Fausta, sin embargo, debe encontrarse en ambos planos.
El trauma de Fausta es un fantasma del
pasado que pugna por pervivir en el presente. El presente, a su vez, son esos
hombres y mujeres venidos de la sierra, que han construido sus precarias
viviendas en medio del arenal y que con sus fiestas, bailes y celebraciones
intentan exorcizar aquellos fantasmas provenientes no sólo de ese pasado,
muchas veces doloroso, sino también esos otros fantasmas que cada día se
materializan bajo la forma de una realidad dura y mezquina. De allí, la presión
familiar para que Fausta se lleve definitivamente el cadáver de su madre de la
casa familiar en la que ha sido acogida. De allí, también, que las expresiones
de alegría colectiva, el jolgorio, y los festejos matrimoniales, suerte de
afirmación de la vida, intenten imponerse sobre lo mórbido y lo fúnebre. De
esta tensión nace uno de los momentos logrados de la película: Fausta se acerca
a la casa y ve en el patio una gran fosa
abierta; su corazón se agita, se inquieta y camina con rapidez hacia el sitio
pensando que, quizás, allí yace ahora el cadáver de su madre. La cámara,
siempre con el punto de vista de ella, nos transmite su ansiedad, su angustia.
Al llegar al lugar se da cuenta que el foso ha sido convertido en una especie
de piscina improvisada para el placer de niños y adultos. Así, Claudia Llosa utiliza
certeramente cada uno de sus elementos de puesta en escena, trabajando con
habilidad el montaje y confiando en la fuerza de sus imágenes para transmitir
de un lado esa visión limpia e ingenua de su protagonista, y de otro, esas manifestaciones de vida de aquellos migrantes que aprenden con
rapidez a sobrevivir – reproduciendo a su manera costumbres, gestos y actitudes
- al desarraigo y a la exclusión.
La Teta Asustada no se agota con una sola visión. El guión ha sido
estructurado pensando en varias líneas de interés. Si ya la primera imagen
captura al espectador, luego hay el deseo de conocer cuál es el destino de la
joven, y se despierta el interés por saber si llega o no a enterrar el cadáver
de su madre. Hay, además, una serie de símbolos que Claudia Llosa utiliza para
enriquecer el significado de las imágenes, pero que jamás se apropian del film,
sino que, por el contrario, se insertan de manera natural en el relato, sin
entorpecerlo, sin agredir la inteligencia del espectador. Por tanto, el desenlace de la historia llega como una necesidad o consecuencia
lógica de los hechos que se han ido encadenando unos con otros.
El desmayo de Fausta, la ‘posesión’ de su
cuerpo por parte del jardinero, que la lleva al hospital para que le extraigan
la papa que obstruye la vagina, la decisión súbita de enterrar a la madre en un
punto cualquiera de la costa, frente al mar, son los hitos que marcan el giro
fundamental en la vida de la joven. Las escenas últimas de Fausta examinando
una planta de papa sembrada en la tierra subrayan, a manera de guiño cómplice
final, esa posibilidad generosa y alentadora
–y a la vez esa necesidad - de la mujer
de reconciliarse con su pasado. Y, sin duda, tales imágenes, en su serenidad, nos
abren a la esperanza en un mundo incierto y cada vez más difícil de comprender.
Lima, 1 de mayo de 2009.
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