8/12/13

UNA VIEJA NOTA SOBRE EL CINE PERUANO

Hola a todos:

Aún no he visto la última película peruana, aunque sí he visto el trailer. Y escuchar a Gustavo Bueno pronunciar "....mas polvo enamorado" con una entonación y un gesto que quieren ser graciosos, y luego vociferar un carajo en un tono copiado de una actuación anterior, he experimentado una sensación de lejanía mezclado con un sentimiento de vergüenza ajena que, indudablemente, deberé intentar vencer antes de acudir a ver la película de Barrios. 

Lo de crónica de una trillada película anunciada se puede advertir desde esta pequeña muestra. Ya sé que me dirán que las películas debemos verlas sin prejuicio alguno. Pues bien, debo decir que habiéndome retirado de la crítica cinematográfica (¿alguna vez fui crítico? creo más bien que siempre fui un cinéfilo apasionado del cine clásico americano, de Truffaut y Scorsese y...nada más), no tengo ningún empacho en sumarme al cargamontón de este último y miserable cine peruano. Y que lluevan sobre mí los denuestos de toda clase. Bienvenidos sean.

Y claro, aunque no tengo vocación de polemista y reconozco estar en el lado conciliador, bien me hubiera gustado batirme por al menos una escena de película peruana que me hubiera causado una gran emoción. Un plano, aunque sea un sólo un plano hubiera querido que se salvara del naufragio. Reconozco el profesionalismo de Lombardi, su ¿dedicación? al cine, su intento por abordar temáticas de interés nacional apuntando hacia una realidad compleja y difícil, aún cuando Ojos Que No Ven resulte más bien esquemática y hecha con trazos extremadamente gruesos. 

Reconozco, asimismo, su intento bastante serio por crear un universo muy particular, muy personal. Pero aquí se da aquello de "en el país de los ciegos...". Y es una lástima que sólo podamos hablar de Lombardi. En los últimos tiempos, ni siquiera podemos entrar a una discusión del tipo cine urbano versus cine campesino, que fue la polémica que alborotó el cotarro décadas atrás. Hoy Federico García es un cadáver viviente, Chicho Durant hace cine sólo para decirse a él mismo y a sus amigos que es cineasta, Mariane Eyde está en la escuela de párvulos, Cartucho Guerra –lástima porque buenas intenciones no le faltan- está más cerca de los bodrios televisivos (le robo la idea a mi amigo Jaime Luna Victoria con el convencimiento de que no se molestará conmigo) que a los bodrios cinematográficos. Y no hay más, porque Robles Godoy nunca superó sus hábitos masturbatorios.

Que ahora Ricardo Bedoya diga que estamos dando vueltas en redondo, no es una novedad. Hace rato que ello viene ocurriendo. Sin duda alguna, creemos que es necesario volver a hablar del cine peruano. Y es importante hacerlo ahora. No hay una época mejor que otra para discutir sobre lo que fue, lo que es y lo que pensamos que puede ser en el futuro inmediato. Lo que sí creo es que aquí, en nuestro país, ha faltado coraje para hacer un cine realmente combativo, alternativo. Porque como en alguna ocasión manifestó el siempre cáustico Ronnie Temoche, no sólo es cuestión de dinero, es sobre todo la falta de imaginación y sensibilidad. 

La cultura cinematográfica está ausente en nuestros "cineastas", el compromiso social y político (disculpen que joda con un término setentero, hoy despreciado por la generación X, críticos incluidos), si alguna vez existió, se resuelve ahora convirtiéndose en asalariados del gobierno democrático de turno, no importa si alguna vez hubo declaración mariateguista de por medio. Y hablo de compromisos porque si en algún momento el cine en Latinoamérica adquirió una gran presencia fue precisamente en aquellos años cuando las papas quemaban, cuando los tiempos estaban cambiando y las respuestas empezaban a flotar en el viento (Dylan dixit): cinema novo, Jorge Sanjinés, el mismo Adolfo Aristaraín.

Me acusarán de pasatista, anacrónico y otras sandeces, pero no me importa. He visto emocionado el cine de aquellos años. Y es precisamente esa emoción la que echo en falta en el cine peruano. ¿Alguna escena del cine peruano me ha despertado siquiera una vez la emoción de algunos de los planos de El Coraje del Pueblo, de Jorge Sanjinés? No, definitivamente no. ¿Algún plano o secuencia de film peruano se podría equiparar a cualquiera de los de Vidas Secas? Un no rotundo es inevitable. ¿Alguna idea, buena idea, en nuestras películas podría ser reivindicada como un equivalente a lo que hizo a lo largo de su filmografía Glauber Rocha? Sin sonrojos, por favor.

Lo que intento decir es que el cine, en su concepción más noble, es una manifestación de una actitud ante la vida, ante lo que nos rodea. Pero una manifestación espontánea, audaz, sincera, apasionada, aguerrida. Implica, por lo demás y extremando las cosas, el llevar esta actitud hasta las últimas consecuencias o fracasar en el intento. No hay alternativa alguna. O es el cine o es otra cosa. 

No se puede hacer un buen cine si se está pensando por qué perdió el Cristal su último partido. No es posible llamar cineasta a quien en los setenta balbulceó sobre un supuesto cine campesino y ahora comercializa manzanitas del diablo o ve extraterrestres de pacotilla. Como tampoco se puede confiar en la sinceridad de quien en el pasado habló de Brecht y sobre la necesidad de distanciarse de las imágenes, cuando jamás se ha prestado atención a las importantes muestras de cine que en no pocas ocasiones programó la filmoteca de Lima. Y , por supuesto, jamás se reconocerá un cine social digno en mamarrachos que muestran de manera burda el enfrentamiento de buenos y villanos.

Habrá que empezar, pues, por definir qué cine queremos ver y exigir a quienes tienen posibilidades de hacerlo, trabajos que vayan más allá de los simples méritos comerciales. Que es difícil hacer cine en el Perú, lo sabemos. Que la imaginación se eche a volar, que la pelea por arrancarle al gobierno márgenes propicios para la realización cinematográfica no signifique claudicación de posiciones contestatarias, provocadoras. Que la taquilla sea buena, no porque se muestren las siliconas de la Astengo o las tetas de la Urbina, por más arrechantes que ellas sean, sino porque la emoción que las imágenes generan es capaz de arrastrar a un público que se pasa la voz uno a otro para no perderse unos diálogos sabrosos y unas escenas capaces de conmover al espectador. Y si no, que lo diga Aristaraín y la dupleta de films que hace unos cuantos años llamaron la atención de cinéfilos y profanos (Un lugar en el mundo, Martín (Hache)).

Y, finalmente, llego a los críticos de ahora. He recibido dos correos que me han sublevado. En ambos se dice algo así como: Ricardo, coincido plenamente en lo que dices. Algo así como " un coincido en todo, todo, todo" (con musiquilla de fondo). Basta, por favor. ¿Así se es crítico, ahora? Vamos, Ricardo, a jalarles las orejas a los muchachos. Está bien. Yo sé que les gusta el cine, y espero que sean tan apasionados como para ir hasta la punta del cerro (y no a la tienda de vídeos más a la mano) por una buena película y de sufrir como un condenado y llorar de impotencia cuando una película se escapa y el cerebro no deja de torturar con un "No la ví, mierda, no la ví". Hasta ahora recuerdo cuando con 40 grados encima, lloraba no por el maldito dolor de cabeza que me tenía postrado sino porque era la segunda vez que se me pasaba Jules et Jim, dolor por una película que cual estrella fugaz pasaba velozmente por las salas cineclubísticas.

Sí pues, Ricardo, un flaco favor te hacen y se hacen a sí mismos los críticos que coinciden contigo y no esgrimen argumentos de peso para sustentar sus opiniones y valoraciones. Hay que incentivar la disidencia, la rebeldía, la polémica. Por supuesto sin llegar al insulto o a las bajezas tipo Judith de la Matta (¿así se escribe el nombre de esta arpía, digo, de esta aprista?). 

Alguna vez fui testigo de las discusiones entre Ricardo y Emilio. No recuerdo qué película o películas desencadenaron el intercambio de opiniones (disculpen la mala memoria, pero 48 años no pasan en vano). Apasionados ambos defendieron sus posiciones, como si de esa discusión dependiera el destino de un país. Vamos, podía uno decirse, no es para tanto. Total, se trata de una película, sólo de una película. Así lo pensé de inmediato, mientras observaba en un silencio cada vez más incómodo a dos personas cuyos textos siempre he leído con fruición. 

Sin embargo, en varias ocasiones, el recuerdo recurrente de este enfrentamiento que me ha robado algunas horas de sueño, ha sido la causa de una reflexión: si tal vez esa actitud –que se origina y tiene como centro aquellas pequeñas cosas que aparentemente carecen de importancia y que se manifiestan a través de la revisión apasionada de detalles demasiado simples en medio de un vivir cada vez más complejo y excluyente - repito, si tal vez esa actitud no es sino el impulso obligatorio e indispensable, que se requiere para sacar adelante cualquier proyecto. Como la vida misma, pero asumiéndola con rebeldía, empeño y pasión. Sí, definitivamente, concluí, vale la pena pelearse por una película, sufrir por ella, asumir su defensa cerrada, pues en ella, en ese romper lanzas, en esa argumentación sólida que intenta prevalecer sobre otros puntos de vista, reside en último término nuestra posición moral.

Pues, entonces, ¡cómo interpretar esas notas de sometimiento, de aceptación casi incondicional! Vamos Ricardo, todos sabemos que te has convertido en el padre de una nueva generación de críticos, has sido su profesor, y ejerces –tal vez a tu pesar, o quizás disfrutándolo- una enorme influencia sobre ellos. Pero yo creo que sería mucho más saludable la discrepancia, no al estilo de Pimentel, que es un "Hablemista" vergonzante (con toda seguridad que se sabe de memoria las críticas de Fico) y un post modernista posero, sino más bien, por poner un ejemplo y rendir un pequeño homenaje que se lo debía, en esa onda de Emilio: estoy con ustedes, pero opino distinto. Y es que, a no dudarlo, si hay un crítico ni tan joven ni tan viejo, inteligente, original y apasionado, ese es Emilio Bustamante. Por eso, precisamente, no lo aguantaron en el semanario desde donde fustigó sin compasión a tirios y troyanos. En medio de la mediocridad, la inteligencia no es bienvenida.

Digo todo esto porque la nueva generación de críticos tiene una gran responsabilidad ahora. La cinefilia está cada vez más en retirada, a despecho de las revistas de cine que han aparecido. Tengo la impresión que ella se nutre más de vídeos y formatos electrónicos que del cine mismo. La filmoteca está cada vez más desierta. Y creo que su futuro es incierto. ¿Dónde iniciar la polémica sobre el cine peruano? ¿A través de los correos electrónicos? ¿Solo para un grupito de amigos? ¿Y por qué esperar que Ricardo inicie la polémica? Dentro del grupo de críticos, leo los nombres de Joel Calero y Miguel Rivero. 

En alguna ocasión escuché las opiniones de Joel; por un momento me recordó a mi viejo amigo Pancho, siempre inconforme, siempre discrepante. A Miguel lo sigo a través de sus textos de crítica literaria, que debería publicar con mayor continuidad. Pues bien, si Ricardo les diera un espacio en su programa ¿podrían ellos iniciar el incendio de la pradera o es que sólo se busca entretenimiento mientras afuera el cine peruano continúa su penosa agonía?

Bueno, después de esta excursión a aquellos predios que me han dado no pocos momentos de alegría y satisfacción, vuelvo al mundo de los números y los planos, a ese mundo racional que contribuyó también a la invención del cine y de la fotografía y que hizo posible el desarrollo de este aparatito que todos manejamos con placer (lástima Chachito, la máquina de escribir y el tiempo de espera de las cartas fueron desplazados irremediablemente): la computadora. Aquí, en este mundo de los cálculos y proyecciones, créanme, también hay pasión. Y hay broncas, obsesiones y también risas y alegrías. Pero nada de ello se equipara a la emoción que en el pasado nos embargó cuando con las luces apagadas el écran nos devolvió la mirada de Jean Pierre Leaud a través de los barrotes de un carro celular o la magnífica imagen de un John Wayne solitario recortada en el marco de la puerta al final de The Searchers. Solo allí intuimos, en medio del dolor de los protagonistas, lo que puede ser la felicidad. Y por ello seguiremos yendo al cine.

Un abrazo para todos.

Rogelio Llanos

Lima, mayo de 2003


A propósito de una nota de homenaje: TRAS LAS HUELLAS DE CONSTANTINO CARVALLO



Para hoy domingo tenía programado efectuar algunas tareas relacionadas con los proyectos en los que estoy comprometido. Algo avancé ayer, con lo cual encontré la justificación suficiente para olvidarme de mis obligaciones de hoy y entrar a Internet a investigar, una vez más, sobre Constantino Carvallo, filósofo, educador y crítico de cine entre otras títulos que, seguramente, en su modestia innata y auténtica (a tenor de quienes lo conocieron de cerca), habría rechazado por lo pomposo que pudiera parecer o sonar.

Pues bien, encontré una nota redactada en homenaje a él, por Nicolás Tarnawiecki, filósofo también, antiguo alumno de Constatino, y luego compañero de carpeta en la Universidad Católica y, finalmente, colega, en el colegio Los Reyes Rojos, que Constatino dirigió en el Barranco de Eguren.

Podría haber recurrido al fácil expediente de adjuntar la nota o dar la dirección electrónica para que los interesados entraran y leyeran el texto muy sentido que el autor dedica hacia el amigo ausente, y escribir sobre algún tema de actualidad pero, tratándose de un artículo sobre Constantino, el amigo que no conocí, prefiero utilizar mis palabras para dar cuenta, a través del comentario de la referida nota, de algunos hechos que contribuyen a enriquecer la imagen del hombre bueno y justo que fue Constantino Carvallo.

Está pendiente aún la nota que me he propuesto escribir abarcando no sólo la trayectoria de Constantino como educador, sino también la del crítico de cine que destilaba pasión por las películas y erudición. Reitero, esa nota está pendiente y estoy documentando mis archivos para hacerla con el conocimiento debido y, claro está, con el afecto creciente por una persona que dedicó su vida a moldear –con respeto y amor- aquella materia sensible y delicada como es la niñez y la juventud. Su libro El Diario Educar es absolutamente revelador de ese noble quehacer.

Lamento, sí, que la nota de Tarnawiecki: La Despedida de un Maestro: Constantino Carvallo, no esté bien escrita. Fue incluida en .edu, publicación de la Pontificia Universidad Católica del Perú y, se aprecia con meridiana claridad que allí faltó un editor, Sin duda, la nota transmite afecto, gratitud y emoción y, en honor a ello, es digna de ser tomada en cuenta, pero, como debe ocurrir con todo material destinado a la imprenta, debió ser revisado y corregido. No pretenderé en este texto señalar los errores, porque no quiero extenderme en  una nota que, por lo demás, se plantea un objetivo distinto. Rescato, entonces, algunos aspectos y anécdotas que allí aparecen.

Cuenta Tarnawiecki de las asambleas que se desarrollaban en Los Reyes Rojos en las que estaban presentes desde los más pequeños hasta los mayores. Sin duda, y eso lo documenta bien Constantino en su libro, una de sus grandes preocupaciones fue la integración. Allí, en su colegio, el blanco y el negro, el bajo y el alto, el creyente y el no creyente, el rico y el pobre, tuvieron su espacio, tuvieron voz, tuvieron afecto. Me habría gustado que Tarnawiecki hubiera profundizado en la naturaleza de esas asambleas, pero prefiere cambiar de tema y contar aquella anécdota en la cual Constantino interpelaba, de manera ‘sui-generis’, a los alumnos que iban a pasar de la primaria a la secundaria, como cuando le tocó evaluar a los más ‘chancones’ pidiéndoles que bailaran una lambada para ver cómo enfrentaban tal desafío. Sonrío en este momento porque habiendo sido yo un ‘chancón’, maldita la gracia que me habría hecho rendir tal prueba. Constantino poseía una mentalidad que estaba más allá de las ortodoxias y formalismos mutiladores de la educación tradicional.

Y cómo no mencionar ese párrafo del texto de Tarnawiecki donde habla de aquellos gustos y preferencias musicales que yo al compartirlas, al saber que también son los míos, me alegra y emociona porque esa música que disfruto cada día, los libros en los que me sumerjo cada noche  o las películas por las que me apasiono, se convierten ahora, además, en una suerte de recuerdo y homenaje particular y permanente a este hombre sabio, al maestro que nunca abandonó su hermosa tarea de educar. Recuerda, pues, Tarnawiecki “el equipo de sonido de su camioneta donde escuché por primera vez a Bob Dylan, Leonard Cohen, y a Lou Reed cantar “Walk on the Wild Side”; una vez que nos invitó a su casa en Chorrillos, donde pensé: “Además de estante de libros, tiene estante de discos”. En retrospectiva diría que le agradezco, no tanto la música que nos mostró, los libros que nos hizo leer o su fascinación por el cine, sino las ganas que nos transmitió de disfrutar de estas cosas.”

Luego de contar otras reconfortantes experiencias que vivió al compartir carpeta con Constantino  en la Universidad Católica, Tarnawiecki concluye su nota expresando su gratitud por enseñarle a pensar en sí mismo y en el hombre y a amar la vida. Lástima, a Constantino la vida se le acabó muy pronto, apenas a los cincuenta y cinco años, pero, sus textos, su historia, su entrañable historia sembrada de anécdotas en las que se entremezcla el humor y la amabilidad, la tolerancia y la ternura, contada por aquellos que lo conocieron o que trabajaron en su entorno, revelan al hombre bueno, sensible y generoso que fue. Que Constantino siga viviendo en el corazón de quienes deseamos un mundo más solidario y más justo.

Rogelio Llanos

Lima, 11 de enero de 2008




Un héroe y un villano: SHANE, EL DESCONOCIDO


(1953, George Stevens)


Alan Ladd es Shane, un pistolero venido de un lugar desconocido, sin rumbo fijo y con un destino fatal quizás ineludible. El jinete solitario cuya imagen se pierde en el horizonte, mimetizado con la naturaleza salvaje del desierto o la colorida pradera, podría ser uno más de los tantos cowboys o pistoleros que incendiaron con su pasión o violencia la pantalla cinematográfica. Sin embargo, la imagen limpia que proyecta Alan Ladd, cuando pasamos de la panorámica al plano medio, es muy distinta de la que alguna vez configuraron los rudos y ambiguos John Wayne, Henry Fonda o Randolph Scott. Desde su llegada al rancho de Starrett (Van Hefflin), la diferencia queda claramente establecida: Shane es un hombre rubio, de mirada franca, modales gentiles, y amable con las mujeres. De movimientos nerviosos y palabra fácil, evita el licor y los ambientes sórdidos de las cantinas. Su prédica, a lo largo de la película, es la de un hombre pacifista,  preocupado por la felicidad de la familia que le da cobijo y trabajo y por el futuro de los rancheros atenazados por la violencia del mandamás del pueblo que quiere adueñarse de todas las tierras de la región. A cambio de ello recibe de su entorno inmediato, un afecto y comprensión tanto más gozosos y entrañables por los largos años de carencias y soledad.

Al igual que Shane, Wilson (Jack Palance), su principal antagonista en el film, es un pistolero solitario, sin derrotero definido y que, sin duda, avizora un final infeliz, con el que juega en cada desafío que acepta. A diferencia de Shane, sin embargo, no le interesa asentarse en ningún sitio y hace de su vida un desafío permanente al peligro. De allí que sus crímenes, en duelos no siempre tan equilibrados, pero sí aparatosos y exhibicionistas, como cuando le dispara a quemarropa al granjero Torrey (Elisha Cook, Jr.), buscan la recompensa monetaria del poderoso o la admiración sumisa de sus secuaces.  A Wilson,  Stevens le ha dotado de grandes dosis de cinismo, una crueldad contenida y fuertes resonancias maléficas. En su atuendo, en el que sobresale su chaleco y sombrero negros, resaltan, como si formaran parte natural de su cuerpo,  dos enormes revólveres cuyas blancas cachas están cubiertas de manchas oscuras y el cinto repleto de balas. Sus sórdidas intenciones son  inequívocas, como indudable es la imagen bienhechora de Shane.

Efectivamente, George Stevens nos presenta a Shane como un ángel protector o como un caballero andante medieval en tierras del oeste americano, que ha decidido dejar de lado la chamarra de cuero y colores terrosos,  el revólver de relucientes e impolutas cachas blancas y los grandes espacios abiertos de la pradera americana, para asumir los colores grises azulinos de los granjeros y refugiarse en el sentimiento afectuoso del calor hogareño. La cámara de Loyal Griggs lo privilegia con sus mejores ángulos, ya sea a la altura del hombre o enalteciéndolo con ligeros contrapicados, permaneciendo fija y permitiéndole lentas y sorpresivas entradas de campo o deleitándose en el detalle de su habilidad con el revólver. La partitura incidental de Víctor Young le destina a Shane una melodía de acordes suaves y dulces, que la sección de cuerdas de la orquesta desliza con acierto durante el tenaz y finalmente frustrado intento del personaje de integrarse a la comunidad. Si bien impredecible en cuanto al derrotero a seguir, el destino del pistolero está marcado por la impronta de su rapidez con las armas. Ya sea que alguien quiera probar lo contrario o por aquél  ineluctable sentido del deber que lo acompaña, este hombre del oeste no podrá eludir por mucho tiempo aquellas angustiantes bombeadas de adrenalina de las que hablaba Andrés Caicedo cuando se refirió a la aventura azarosa y criminal del Billy The Kid de Peckinpah. Y, entonces, al angelical  Shane, la fatalidad se le materializa en la figura perversa de Jack Wilson, con quien tendrá que saldar diferencias y revivir el viejo código del del Oeste.

Parco, de movimientos lentos y mirada fría, Wilson, en su espera,  tampoco bebe licor. A su manera, es un hombre cuidadoso de su apariencia, y siempre alerta ante el peligro. Es, por tanto, un consumidor incansable de café.  Su pulcro y oscuro atuendo, así como sus calculados gestos, por momentos lo hacen parecer más la de un siniestro director de pompas fúnebres que la de un rudo bandolero. El conjunto, sin embargo, compone en su sentido más profundo la imagen de la misma muerte. La música, con predominancia de los vientos y los cellos, subraya o anuncia su presencia adquiriendo graves tonos ominosos; la cámara, por su parte, subraya el perfil sádico del pistolero, preparando el encuentro ritual final. Llegado éste, el plano contraplano define a cabalidad la moral de los duelistas, exaltando a Shane y aplastando con ligeros contrapicados al hombre de negro, cuya muerte, es sin embargo, el comienzo de la nueva huida de Shane: el retorno al paisaje telúrico de donde vino y del que jamás podrá apartarse.  

ROGELIO LLANOS  Q.
















LOS MEJORES VILLANOS


Actor Película Director Año
Paul Muni Scarface Howard Hawks 1932
Orson Welles Sed de Mal Orson Welles 1957
Henry Fonda Érase una vez en el Oeste Sergio Leone 1968
Jack Palance Shane George Stevens 1953
Robert Mitchum La Noche del Cazador Charles Laughton 1955
Robert Mitchum Cabo de Miedo J. Lee Thompson 1962
James Mason North by Northwest Alfred Hitchcock 1959
James Cagney The Roaring Twenties Raoul Walsh 1939
John Garfield El Cartero llama dos veces Tay Garnett 1946
Marlon Brando Apocalypse Now Francis F. Coppola 1979
Kevin Spacey Sospechosos Comunes Bryan Singer 1995

Selección de Películas 2006


 Lo mejor del año:

1. El Niño (Jean-Pierre y Luc Dardenne)
2. Una Historia Violenta (David Cronenberg)
3. Los Infiltrados (Martin Scorsese)
4. Volver (Pedro Almodóvar)

La sorpresa del año y mejor película peruana: Madeinusa (Claudia Llosa)

Otras películas de interés:

El Nuevo Mundo (Terrence Malick), Vuelo 93 (Paul Greengrass), El Aura (Fabien Bielinsky), Paraíso Ahora (Hany Abu-Assad), Munich (Steven Spielberg), Secreto en la Montaña (Ang Lee).


Rogelio Llanos Q.

La Pandilla Salvaje: LA HORA DE LA REDENCIÓN



It´s not dark yet, but it’s getting there.
Dylan

Por: Rogelio Llanos

Éramos muy jóvenes cuando vimos La Pandilla Salvaje (1969). Adolescentes, casi unos niños. Un “western” sobrecogedor que nos hizo preguntarnos una y otra vez el por qué de esa violencia desmesurada y el por qué de esos personajes que siendo bandoleros, sus imágenes - adquiriendo dimensiones heroicas- quedaban fijadas firmemente en nuestra memoria.

Años después la reencontramos y la emoción persistía, pero esta vez los planos certeros de Ben Johnson, Warren Oates, William Holden y Ernst Borgnine, caminando por las calles polvorientas y atiborradas de soldados de un olvidado pueblo mexicano de la frontera, nos descubrieron el universo crepuscular de estos pistoleros en retirada, fieles a la amistad y a su propia moral.

Holden, Johnson y Oates salen del burdel. Una mirada, un gesto, una sonrisa y ya está con ellos, Borgnine, de pie, decidido, también, a morir. Armas en la mano, caminan con paso firme y la mirada en alto en busca del amigo (Ángel) que Mapache –el jefe de la soldadesca-tiene prisionero. En la banda sonora, una ranchera y un redoble. El ambiente se llena de tensión.

La cámara sube y pasa rápidamente por el rostro de Oates, entrando luego en cuadro el rostro de Holden y luego el de Borgnine. Estatura de héroes en la épica peckinpahiana. Ahora los cuatro giran y se detienen. En el contraplano, Mapache muestra su disgusto por la llegada de los cuatro. Pike-Holden no está dispuesto a transar, quiere que Mapache le entregue a su amigo. Dignidad y amistad no se negocian.

Hay un cuchillo amenazador en las manos de Mapache que, sin embargo,  parece ceder a la exigencia de la Pandilla. Un ligero endurecimiento en el rostro de Borgnine anticipa el descenlace trágico: Ángel degollado cobardemente por Mapache. No hay, entonces, vacilación de parte de Pike-Holden, que desenfunda su revólver rápidamente y hiere de muerte al asesino. Borgnine dispara su rifle. Efusiones de sangre del cuerpo del villano que se estremece acribillado por las balas. Descarga catártica. Venganza estremecedora.


Y luego, un silencio mortal y el olor a pólvora en el ambiente. Rostros endurecidos, cuerpos al descubierto, armas en la mano y el gesto decidido en cada miembro de la Pandilla. Desconcierto entre la soldadesca descabezada. Pero, para la Pandilla ya es muy tarde para seguir huyendo. Los tiempos están cambiando, pero ellos no. Es el final de la ruta, de la cabalgatas con la ley pisando sus talones, de la soledad, de las traiciones. Es aquí y ahora donde han de decidir su destino trágico, violento y de cara al sol. Finalmente, ha llegado la hora de la redención.

RESCATANDO AL SOLDADO RYAN

(Saving Private Ryan, 1998)


“Territorio comanche...es el lugar donde los caminos
están desiertos y las casas son ruinas chamuscadas; donde siempre
parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia
los tiros que suenan a lo lejos...y aunque no ves a nadie sabes que
te están mirando. Donde no ves los fusiles, pero los fusiles
sí te ven a tí”.

Arturo Pérez-Reverte. “Territorio Comanche”, 1994

 Playa de Omaha, Normandía. 6 de junio de 1944. El capitán John Miller (Tom Hanks) y sus hombres desembarcan en medio del fuego mortífero de las baterías alemanas. Con un alto costo en vidas humanas, la invasión ha comenzado. Conseguido el objetivo, el alto mando norteamericano ordena a Miller, en gesto simbólico, encontrar al soldado James Ryan (Matt Damon), cuyos tres hermanos han muerto en diferentes frentes de batalla, y llevarlo de vuelta a casa. La primera parte de la misión -ubicar a Ryan- se cumple luego de varias peripecias, pero la segunda es postergada por decisión del propio Ryan para defender un punto que los aliados estiman de alto valor estratégico. Miller y sus hombres se unen al pelotón de Ryan para enfrentar al batallón alemán que, superior en hombres y armas, intenta desalojarlos del puente donde están parapetados. Tras una defensa heroica y al borde de la catástrofe, la aviación y el ejército aliados - como la caballería en los filmes de antaño- hacen su aparición para decidir a su favor la suerte del combate.

El film, perteneciendo al género bélico en su variante de cinta sobre comandos, afilia por momentos al cine de horror por la impresionante cuota de violencia y sangre que sorprende al espectador y  lo conduce al borde de la angustia. El tratamiento, planteado dentro de tales coordenadas,  le permite a Spielberg remarcar la presencia del hombre en un medio extraño y despiadado, que lo obliga a luchar para conservar la vida. En lo formal, la cinta tiene tres partes bien marcadas (el desembarco, la búsqueda de Ryan y la defensa del puente) estructuradas dentro de un extenso “flash back”, además de un prólogo y un epílogo que tienen lugar en el tiempo presente.

Un prólogo innecesario


Acerca del prólogo es necesario hacer una precisión. Las conclusiones inmediatas que de allí se desprenden son dos: el relato es la memoria del capitán John Miller o bien la de uno de los soldados que estuvo presente en el lugar de los acontecimientos. El fundido en negro sobre el rostro del viejo soldado en el cementerio y su encadenamiento - con el tiempo pasado - con la mano temblorosa de Miller agarrando la cantimplora en los momentos previos al desembarco, hace posible llegar a ellas de manera indudable. Ryan no estuvo presente en el lugar porque, según nos enteramos más adelante, fue lanzado en paracaídas detrás de las líneas alemanas. Por lo tanto, descubrir al final, en el viejo soldado que entra al cementerio al Ryan de la historia, es, sorpresa aparte, una jugada tramposa y  un mal planteamiento del punto de vista del film.

Una crítica adicional:  el tono llorón impreso, el carácter melodramático de la situación, están en completo desacuerdo  con la dureza de la historia y revela con facilidad su carácter impostado. Una vez más, lamentablemente, Spielberg muestra una tendencia peligrosa hacia el desborde sentimental o al apunte fuera de cuadro. Sin embargo, tanto el prólogo como el epílogo, son absolutamente prescindibles, en tanto no afectan el sentido del film. La eliminación de ambos, si ello fuera posible, lo beneficiaría: se mantendría la unidad de tono y se evitaría poner en evidencia el cambio del punto de vista.

¿Un film patriotero?

Rescatando al Soldado Ryan ha sido acusada por ciertos sectores de ser una película patriotera. Creo, en mi modesto parecer, que Spielberg en esta cinta no es más patriotero que el John Ford acusado de tal por Truffaut en sus épocas de crítico, como tampoco lo es más que el Raoul Walsh de la admirable Objetivo Birmania (Objective, Burma!, 1945). No estamos de acuerdo, pues, que el término patriotero sea usado de manera apresurada para quitar validez al film. Unas cuantas escenas sensibleras no pueden empañar el resto de la cinta.

De otro lado, como ya lo ha señalado Federico de Cárdenas, una bandera deslucida en primer plano al comienzo y al final no significa precisamente una alabanza al ejército norteamericano. En todo caso, su sentido es muy ambiguo. Bien podría ser esa bandera que los soldados plantaron esforzadamente en Las Arenas de Iwo Jima (Sands of Iwo Jima, 1949, Allan Dwan) o también aquella bandera del infame intervencionismo para la que lucharon los soldados de Las Boinas Verdes (The Green Berets, 1968, John Wayne, Ray Kellogg). Bien podría representar los ideales de los héroes impolutos de John Ford o Anthony Mann como los de los soldados desilusionados de Oliver Stone, De Palma o Kubrick. ‘Esa es la bandera norteamericana de hoy, pero yo quiero recordar aquella bandera por la que lucharon los soldados de los cuarenta’ , pareciera decirnos Spielberg, haciendo aparecer, inmediatamente después, a todo color la bandera de las estrellas flameando...en un cementerio.

Que Spielberg quiera reivindicar al ejército que hizo posible la derrota del nazismo, es algo incuestionable y está en su pleno derecho. Que para ello recurra a una cierta caracterización que implica acentuar las virtudes personales o marciales de los combatientes en un medio extremadamente duro y deshumanizante, es también su opción. Sin embargo, el objetivo de Spielberg trasciende el mero efecto propagandístico.

Horror y desencanto

Rescatando al Soldado Ryan resume el espíritu de los tantos films de guerra que Spielberg ha visto y ha admirado. Es una suerte de homenaje a esas cintas de guerra que Spielberg ha deseado realizar desde sus años formativos, empezando por Sin novedad en el frente (1930, Lewis Milestone). Para Spielberg. la guerra es un hecho único, intenso y cruel. Pero, quiérase o no la guerra, a través del cine, ha devenido en un motivo espectacular, con reglas muy precisas de las cuales Spielberg no intenta escapar. Por el contrario, se ciñe a ellas y, desde allí, con su realismo exacerbado, provoca en el espectador una mezcla de fascinación y repulsión.

El desembarco en las playas de Omaha, por ejemplo, adquiere caracteres paradigmáticos. Spielberg remarca desde el plano inicial de la secuencia, que los soldados que van a entrar en batalla no son los superhéroes invencibles e indestructibles que se  enfrentan sonriendo al peligro como tantos films norteamericanos del pasado nos lo hicieron creer en algún momento. Son, por el contrario, muchachos que entran en combate arrastrando sus miedos y  sus angustias: el “tic” nervioso del capitán, el vómito de algunos, la señal de la cruz de otros. La tensión llega a su clímax cuando abiertas la puertas de las lanchas,  la violenta descarga de las baterías alemanas convierte rápidamente a estos seres humanos en guiñapos, autómatas o masas informes. Spielberg, en un registro memorable, acude a la técnica del documental para captar en detalle, cámara en mano, todo lo que acontece en el campo de batalla. Alternando con los planos generales o de conjunto que muestran el penoso avance de los soldados, los planos de detalle muestran vísceras pugnando por escapar de cuerpos reventados y miembros sangrantes desgajados de cuerpos inútiles. Las playas de Omaha se convierten en el mismo infierno, donde no hay otro parapeto que los cuerpos mismos de los compañeros muertos. El horror de la guerra está plasmado en todos sus matices en este inmenso fresco de casi media hora de duración.

Tras la invasión, llega la orden de buscar a Ryan. Miller y sus hombres son designados para cumplir la misión. ¿Sacrificar varios hombres para salvar a uno?. Es la pregunta que se hacen todos los miembros del pelotón. Es, sin embargo, la orden del general Marshall (Harve Presnell) que, desde su cómoda oficina,  intenta, con fines propagandísticos, darle un matiz humano a la guerra, inspirado en un viejo recuerdo del ex-presidente Lincoln. Que esta orden sea convertida por Spielberg en un motivo de crítica descarnada  o de abierta burla, es inconcebible. El cine de Spielberg no va por allí, aunque sí es evidente la toma de posición de Spielberg respecto a la guerra y a quienes las declaran. En esas imágenes de la guerra que el cineasta se empeña en mostrar, lo que encontramos es la explicitación de los rasgos de la muerte de cada uno de los integrantes del pelotón: soledad, desesperación, dolor. Este Spielberg, sin regateo alguno, es allí categórico: nada justifica la pérdida de vidas humanas. Y si hay que llevar adelante la misión, es porque, para quienes la viven, es la única manera de ganarse el derecho a volver a casa.

Una preocupación adicional que se desprende del film de Spielberg es  la relación violenta de los hombres con el medio hostil en el que se desenvuelven, relación que, bajo los condicionamientos de la misión, resume un único sentido: matar para sobrevivir y volver cuanto antes a la normalidad, a esa dulce rutina que Miller añora o que Ryan recuerda. Si bien el cineasta aborda, una vez más, los temas de su predilección: la vuelta al mundo primitivo, el entorno amenazante, las tensiones internas del grupo y el combate como elemento probatorio del valor del hombre, un profundo sentimiento de desasosiego invade al film. La larga marcha por la campiña francesa convertida en verdadero territorio comanche, la captura del soldado alemán y el conflicto que a partir de allí se genera o el encuentro sorpresivo con los alemanes al derrumbarse una pared, ejemplifican bastante bien los motivos del cineasta.

El sello Spielberg

Sin duda, la secuencia final relativa a la defensa del puente lleva inequívocamente el sello de Spielberg. Allí, todo está encadenado, milimétricamente concebido como para no dar respiro al espectador. La dinámica de la caza, viejo recurso del  director, que se remonta a Reto a Muerte (Duel, 1971), toma lugar en su película, una vez más. Unos soldados persiguiendo a otros, las miras de las armas reemplazando a los espejos y parabrisas amenazantes de su primer film. Las acciones discurren como pequeños episodios que se van engranando rápidamente, en cascada, como ya lo hiciera en la célebre secuencia inicial de Los cazadores del Arca Perdida. Spielberg sabe dónde colocar su cámara, conoce a la perfección el tiempo que le debe dar a cada suceso, el matiz que debe presidir cada momento (temor, exaltación, dolor). La épica de Spielberg llega a grandes alturas devolviéndole al cine su condición de fábrica de sueños.

El universo de Spielberg está bien delimitado: la aventura, el gran espectáculo, el cine clásico. Resulta inútil tratar de enfrentar sus films, buscando complejidades  que no existen y que, valgan verdades, tampoco le hacen falta a sus películas. Su cine, a través de los mecanismos anotados (la acción, el humor, la violencia, el melodrama) está destinado a producir en el espectador risas, lágrimas, angustia, euforia. Catarsis y evasión. Sus películas, al decir del mismo Spielberg, intentan reflejar la imaginación colectiva de una sociedad sometida a una realidad cada vez más opresiva.

En tal sentido, los personajes de Rescatando al Soldado Ryan, que presentan las mismas peculiaridades de sus otros films, resultan fácilmente accesibles al espectador. Sus diseños están realizados con trazos muy generales, incidiendo en alguna habilidad o rasgo de carácter, sin intentar profundizar en su psicología. Importan en la medida en que se favorece el relato y  se definen en función de  las situaciones vividas: el viaje, la aventura, la incertidumbre del día siguiente. Para conceptuarlos, Spielberg apela a ciertos estereotipos: el sargento leal, el rebelde Reiben, el cobarde Upham, el sereno Miller, el certero Jackson, el traidor alemán, etc. No hay mayor complejidad. El cine de géneros así lo permite, siempre y cuando ellos estén perfectamente engranados en la historia y posean el suficiente espesor dramático que los humanice. Spielberg, en términos amplios y siendo fiel al cine con el que creció, logra construir unos personajes creíbles y desencantados; en todo caso, héroes, por la fuerza de las circunstancias, más que por vocación.

Sin embargo, todo hay que decirlo, algunos personajes tienen un diseño bastante tosco, lo que determina, en algunos momentos, unas salidas poco afortunadas. Los cambios abruptos en la conducta de Upham no están justificados en el film por ejemplo. Es un personaje no sólo falto de autenticidad. Es totalmente ridículo. Y tampoco nos parece bien volver a presentar al soldado alemán liberado por Miller. Su retorno hacia el final del film, dando muerte al mismo hombre que le salvó la vida, es de un esquematismo grosero que nos molesta y apena a la vez, porque empaña la extraordinaria secuencia final.

Con todo, Rescatando al Soldado Ryan es un film importante y sobrecogedor. Allí están plasmadas las intenciones básicas del realizador: ese afán de emocionar, pero a la vez de golpear al espectador. La guerra, cualquiera que ella sea, no es un juego de niños. La guerra, como muchas de las experiencias extremas que nos muestra Spielberg en sus películas, destruye la inocencia en el hombre, lo saca de su tranquilidad diaria y lo pone frente a un mundo de pesadilla y donde no hay más gloria que el simple retorno al hogar. La guerra, no importa lo que ella defina o determine, es un monstruo que causa, destrucción, sufrimiento, muerte. Así lo refleja el film, así lo hemos entendido nosotros.

Rogelio Llanos Q.


El retorno de Sabina: DE ATOCHA A LIMA, UNA VEZ MÁS



Las encías, las nalgas, los tendones,
la rabadilla, el vientre, las costillas,
los húmeros, el pubis, los talones.

La clavícula, el cráneo, la papada
el clítoris, el alma, las cosquillas
esa es mi patria, alrededor no hay nada.

Joaquín Sabina (LXXXV, Alrededor No Hay Nada)


A Yola, ahora más que nunca,
y a Gaby por su Calle Melancolía


Escribe: Rogelio Llanos Q.

Hasta que un día amaneció con la pierna y el brazo derechos paralizados y entró en un prolongado período de depresión y angustia que lo alejó de los escenarios y de la noche interminable de tragos, cigarrillos, cocaína y mujeres. Ella estaba tocando a su puerta, pero ella no era ni la reina de los bares del puerto ni la de los ojos verdes como aceitunas que robaban la luz de la luna de miel. Tampoco era una rubia platino. Y los arreglos florales recibidos no eran precisamente por su santo. El Sabina al borde de la muerte. Frustración. Muchos temimos que nunca tendríamos la oportunidad de verlo bajo los reflectores en esta Lima gris que él se encargó de recordar que, aún siendo La Horrible, conservaba la atracción de los amores encontrados y de las amistades entrañables e inolvidables.

Pero los malos tiempos pasaron bajo el cuidado de su Jimena,  y con el sonido de guitarras y las carcajadas de los virtuosos Pancho Varona y Antonio García de Diego, bajo la inspiración de Violeta Parra, Roberto Zimmerman alias Dylan, Leonard Cohen, Almudena Grandes, y con la complicidad de John Parsons, Luis García Montero, Olga Román y otros, Joaquín Sabina volvió a las andadas con un soberbio disco, Alivio de Luto, cuya presentación en Latinoamérica, como parte de esa breve gira denominada Ultramarina, tuvo lugar en la cálida noche del 9 de marzo en Lima. No hubo, por supuesto, dificultad alguna para encontrar cómplices para la juerga: una multitud que se entregó fervorosamente a celebrar el reencuentro con el amigo extrañado y ausente por tanto tiempo, uno de los más grandes íconos de la música popular hispana.

Porque el concierto de Sabina  fue algo más que el simple recital de un artista ante su público. Fue, sencillamente, una cálida cita de amigos,  y como tal discurrió por las dos horas y veinte minutos que duró este feliz reencuentro en el que se revisitaron los predios del blues, la ranchera, el vals, el bolero y el rock. Un reencuentro que arrancando con un cadencioso y acústico homenaje a Neruda, Amo el Amor de los Marineros, apostó de inmediato por la emoción con Ahora qué, ese bolero cuya fibra rockera lleva la marca del genial Antonio García de Diego, que con la acústica o con la eléctrica demostró que estaba a la altura de los grandes guitarristas del mundo.

Pájaros de Portugal y Pie de Guerra fueron la carta de presentación del nuevo álbum de Sabina, ambos en versiones bastante fieles al original y que funcionaron muy bien como contraparte al ya clásico Ahora qué. Sin mayor preámbulo, pero con premeditación y alevosía, el retorno a las raíces, con un acústico y emotivo Calle Melancolía, que abrió muy bien los corazones para rendir de inmediato el  homenaje a los amores presentes - Rosa de Lima, su particular declaración a Jimena, la mujer que conociera en estas tierras y que lo obliga a venir secretamente, según dice, cuatro veces por año- y a los sentidos adioses en Nos Sobran los Motivos.

Y, entonces, los acordes crepusculares del Knockin´on Heaven´s Door de su Dylan inspirador que sirvió de intro al igualmente nostálgico ¿Quién me ha robado el mes de abril? con el público cantando a todo pulmón. Y allí mismo, sin pausa y compasión alguna,  Antonio, guitarra en ristre, y una poderosa descarga rockera en Conductores Suicidas que electriza el ambiente y nos llena de júbilo.

Tras un pequeño descanso en el que los impecables Pancho Varona (bajista) y Olga Román hicieron de las suyas con tres canciones, volvió Sabina con dos temas muy queridos por él y por su público,  Y sin embargo y Una canción para la Magdalena, tema, este último, que Sabina suele recrear cantando a dúo con Olga Román versos inquietantes como aquellos de “entre dos curvas redentoras, la más prohibida de las frutas te espera hasta la aurora...”, derivando luego hacia el vals criollo –Yo También Sé Jugarme la Boca- y la amable dedicatoria a su amigo Bryce, el novelista que escribe para que lo quieran cada vez más.

Que Se Llama Soledad (Sabina apunta en su libro de notas que no se llamaba Soledad), Peor para el Sol (se llamaba Andrea) y Contigo, aquella hermosa canción de versos truffautianos –ni contigo ni sin tí-  que alude a la muchacha de ojos tristes (¿Sad Eyed Lady of the Lowlands?), fueron el terceto que nos regaló emocionado con su voz rasposa y gastada por las intensas noches de juerga y perdición.

Una sentida dedicatoria a sus amigos Eslava, Tola y otros prologó esa versión electrizante e inigualable de Resumiendo, rock estremecedor que funciona a manera de exorcismo en el Alivio de Luto y que aquí, secundado por un coro de miles de voces, quiso poner punto final a la gran noche de retorno del Sabina a los escenarios latinoamericanos. Quiso, pero no pudo. El encore fue de seis canciones, empezando con aquella apasionada declaración de amor A la Orilla de la Chimenea, que empezó García de Diego, en voz y piano, y que fue concluida por un Sabina que de inmediato pasó a Peces de la Ciudad y a aquellos versos que no por ciertos –al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver – dejan de ser contradictorios, y si no que lo digan sus escenarios, Buenos Aires, Lima, Madrid.

Y nuevamente el rock inspirado y fulgurante, con un García de Diego, de pie y sacándole filo a su guitarra eléctrica, mientras en la voz, Sabina afirmaba cortante que ahora es demasiado tarde, princesa / búscate otro perro que te ladre, princesa. Y como buena fiesta de latinos, tras la rumba de 19 días y 500 noches, el final fue con rancheras, lamentos  y guitarras acústicas: Noche de Bodas, seguida sin pausa de Y Nos Dieron las Diez.

Has bajado una vez más en Atocha, Joaquín. Esperamos que vuelvas pronto....o iremos tras tus pasos a Buenos Aires o Madrid para verte y oirte cuando se ponga el sol.


Lima, 23-4-2006



ROMANCE



Directora: Catherine Breillat



Escribe: Rogelio Llanos Q.



No pocos han acusado a Romance de ser una película pornográfica. Que intenta ser audaz es verdad, y también lo es la rareza del hecho de encontrar en la pantalla, dentro de la cartelera convencional, imágenes abiertas de fellatio o cunnilingus, ciertamente tímidas y lánguidas o desesperados y deprimentes, pero al fin y al cabo imágenes que el espectador común se resiste (públicamente) a ver. 

Sin embargo, señalar como pornográfica una cinta como Romance, nos parece fuera de lugar y, en todo caso, una opinión muy apresurada, primero porque la intención de la realizadora se ubica, según propia declaración, en un ámbito alejado del desarrollo mecánico, rutinario y vacío propio del cine porno: "La consumación del sexo es agradable, y lo que muestro es una búsqueda de identidad a través del sexo”, afirma oronda la Breillat; segundo, porque la película no tiene el propósito de excitar al espectador y, dudamos, que lo consiga con sus frías y “reflexivas” imágenes y, finalmente, porque, evitando los insistentes primerísimos planos y los planos de detalle escapa de los lugares comunes y obscenos propios  de las cintas pornográficas. Sí, en cambio, la apreciamos exhibicionista y provocadora, pero nada más.

Romance quiere ser una película meditativa sobre la condición de la mujer a partir de la frustrada relación amorosa de una joven, Marie (Caroline Ducey) con un hombre que la ignora o que la maltrata. Marie, entonces, inicia un viaje exploratorio a través de una serie de experiencias de orden sexual con diferentes hombres, que responden a una molesta tipología de laboratorio (el gigoló, el violador, el sadomasoquista, etc).

El reparo que le hacemos a la película tiene que ver con el gratuito congelamiento del accionar y conducta de los protagonistas, buscando de manera forzada en el campo visual, una composición estética que responda a la particular y cuestionable concepción de la belleza de la realizadora. Los planos largos, el ritmo moroso, el acercamiento, entre curioso e impertinente, a los amantes pretenden vanamente, con acciones muy estudiadas, llevar a la práctica la tan mentada influencia de El Imperio de los sentidos de su admirado Nagisa Oshima.  

Hay, además, en la película de la francesa un afán demostrativo que le resta espesor dramático a la historia y calor humano a sus personajes. En ese afán, la cineasta instala en la banda sonora una imprudente voz en off  de la protagonista, con un discurso que oscila entre el rebuscamiento y la grandilocuencia, aspirando a dotar al film de un carácter reflexivo e intentando allí revelar lo que las imágenes por sí solas son incapaces de descubrir. Un ridículo desenlace, con maternidad satisfecha (¿era todo eso lo que buscaba el personaje?) y feliz impunidad criminal (¿le parece muy original a la directora?), pone punto final a una película cuya impostación corre pareja con el grado de pretensión de autora que tiene la Breillat.

Según parece, a esta directora lo que le atrae es la polémica y la provocación. Por lo que sabemos hoy nuevamente se está enfrentando a las juntas censoras de su país. Qué tan original y auténtica sea su posición, francamente no lo sabemos. Sin embargo, a la luz de lo realizado en Romance, con sus historias e imágenes que nos dejan poco menos que indiferentes, debemos sospechar que hay mucho de lo que aquí llamamos con la expresión “posero”. 

Y si de erotismo se habla, recordemos mejor la mirada indiscreta – legítima y sutilmente libidinosa - de Rohmer sobre los cuerpos de sus actrices en Cuento de Verano. Nuestra gratificación, entonces, será plena y saludable.



Texto de Cecilia Méndez: REVISIÓN DEL TEXTO “INCAS SÍ, INDIOS NO: APUNTES PARA EL ESTUDIO DEL NACIONALISMO CRIOLLO EN EL PERÚ”



A mi Gaby,
buscando raíces,
buscando la luz

Revisión y edición: Rogelio Llanos Q.

-1-

El texto de Cecilia Méndez parte de una constatación: El país vive una situación difícil con la aparición del terrorismo y la violenta represión de las fuerzas del orden. Ante tal situación, presenta una disyuntiva: tratar de encontrar en la propia realidad los nutrientes que renovarán nuestro pensamiento o resolver que el país no tiene remedio.

A partir de allí, aborda el reconocimiento de ese ‘algo nuevo’ que está surgiendo en el país, por encima  de aquellas concepciones ideológicas o posturas intelectuales como el pesimismo anclado en el rechazo o desprecio por lo propio y, consecuentemente, en la admiración por lo ‘otro’, es decir lo extranjero, es decir lo que llegó a ser lo que nosotros no pudimos ser.

Ese algo nuevo que Cecilia Méndez menciona tiene varias denominaciones: cholificación del país, desborde popular, andinización de las ciudades. Lo cierto, dice la autora, es que estamos frente a un proceso, de carácter masivo, de fusión cultural e integración apoyados de manera esencial, tanto por el desarrollo de las comunicaciones como por el proceso cada vez más intenso de la migración. Estaríamos, concluye entonces, frente al nacimiento de una nueva nación.

Este proceso que ha alterado el viejo orden ha implicado el derrumbamiento de viejos mitos devenidos en ideologías, principalmente el denominado “nacionalismo criollo” o mito criollo del indio, que estuvo vigente como ideología de la clase dominante hasta el gobierno de Velasco (1968-1975).

Luego, la historiadora se detiene largamente en el análisis de esta ideología, que se perfiló en el contexto de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y que se consolida tras su debacle. Y advierte del desprecio de esta etapa por la historiografía marxista –dependentista, que la definió de manera simplista como una sucesión de enfrentamientos irracionales de caudillos ávidos de poder y en la que hubo una ausencia de nacionalismo tanto de los grupos criollos que participaron en la independencia como de los caudillos de la época.

Como también advierte de la postura oscurantista de la historiografía oficial que asumió la Confederación como una ‘invasión’ en lugar de lo que realmente fue, es decir, un proyecto político alternativo para el Perú, obviando un hecho real: que fue el propio gobierno peruano liderado por Orbegoso, quien llamó a Santa Cruz y que encumbrados liberales y amplios sectores de los departamentos del sur hicieron suyo el proyecto de la Confederación.

Cecilia Méndez plantea su punto de vista histórico como una suerte de reconocimiento, confrontándolo con otra forma de hacer historia: la de la idealización del pasado o ‘utopía andina’, que, en el lado opuesto de esa visión pesimista de la historia, idealiza o exalta el pasado, en compensación por lo negado en el presente. La utopía andina, dice Cecilia Méndez, se plantea como una lectura del pasado en función del futuro, pero no toma en cuenta los elementos constructivos que pudieran estarse gestando en el presente.

“No estoy criticando a un historiador tanto como a una forma de hacer historia”, se defiende la autora, al recordar la obra del entrañable Alberto Flores Galindo, a quien le reconoce su calidad humana e intelectual pero cuya forma de encarar la historia conlleva el riesgo de subordinarla a la política. Y cuando menciona el término política, se refiere al movimiento del intelectual al pueblo, donde la historia es más instrumento que conocimiento; instrumento de un cambio anhelado vagamente por los intelectuales y en función del cual, precisamente, se inventan, recrean, glorifican los héroes, los tiempos dorados y los mitos. Esta defensa historiográfica del mito, afirma Cecilia Méndez, contribuye a preservar el statu quo.

Hay que empezar por admitir que nuestro pasado no es precisamente glorioso. Por lo menos gran parte de él. Es una tarea difícil, pero, reitera, hay que ser capaces de admitir antes que negar, de enfrentar antes que ludir o lamentar. Y termina el Capítulo I – Ideas Preliminares: La Historia Como Reconocimiento- invitándonos a trascender la ilusión del mito.

-2-

Puesta ya a desarrollar el análisis sobre la Confederación Perú-Boliviana, marco dentro del cual se perfiló la ideología conocida como nacionalismo criollo, empieza afirmando que el proyecto de Santa Cruz fue crear un estado confederado sobre la base de un mercado interno que integraba los territorios históricamente unidos del Perú y Bolivia, proyecto que tuvo una considerable acogida en los departamentos del sur peruano, pero que recibió una fuerte oposición – movimiento armado incluido- de las élites comerciales de Lima y de la costa norte del Perú, cuyos intereses económicos estaban muy vinculados al comercio con Chile, utilizando la vía del Pacífico.

La guerra por los intereses comerciales tuvo un cargado matiz ideológico que, por el lado del discurso antisantacrucista, pasó por una definición de lo “nacional-peruano” partiendo de la exclusión y desprecio del indio, simbólicamente representado en Santa Cruz.

Insultado y despreciado por los criollos peruanos, a Santa Cruz se le enrostró su condición de extranjero, pero más por ser indio que por ser boliviano. La idea de nacionalidad peruana, que ya aparecía en las sátiras de Felipe Pardo y Aliaga, implicaba un rechazo primordial al elemento indígena. Y, de manera categórica, la historiadora afirma que este rechazo era un requisito de nacionalidad.

A Santa Cruz también se le incriminó con el término de conquistador o invasor, términos despectivos en los versos de Pardo, basados en la idea de que un indio se hubiera atrevido a convertirse en tal. Inaceptable a los ojos y oídos de los criollos era la actitud de un Santa Cruz haciendo alarde de sus conocimientos de francés y de aquellas condecoraciones obtenidas del gobierno francés. El criollo jamás iba aceptar esa imagen de la conquista invertida, y su vocero más conspicuo, Pardo, a través de su sátira racista clamaba para que el indio volviese a su lugar.

Lo que Pardo y los conservadores ponían de lado era el hecho de que Santa Cruz inició su campaña militar luego de un llamado del presidente Orbegoso y tras un acuerdo de la Convención Nacional. Sectores importantes de Cusco, Puno y Arequipa así como liberales de la talla de Luna Pizarro y Riva Agüero, apoyaban la Confederación, que se erigió como una esperanza para poner fin a la ola de anarquía, tan crítica en esos momentos, en el Perú.

El discurso antisantacrucista buscó legitimar su nacionalismo con alusiones a la memoria de los incas. Para este discurso no había contradicción alguna con su tono despectivo hacia lo indígena y tampoco con la alianza con Chile. El indio era aceptado en tanto paisaje y gloria lejana, dice la autora, y apelaba a la memoria de los incas para despreciar y segregar al indio de ahora.

¿Cómo era la correlación de fuerzas en ese entonces? Hacia 1833 Orbegoso asume la presidencia del Perú. Pardo fustiga duramente a los liberales agrupados en el entorno de Orbegoso. Salaverry en 1835 da un golpe de estado contra Orbegoso y Pardo es su mejor aliado intelectual que lucha incansablemente para derrotar el proyecto de Santa Cruz. Muerto Salaverry, Pardo apoya a Gamarra, tan conservador y autoritario como Salaverry,  convencidos ambos de la necesidad de una aristocracia para el gobierno del país. De allí que los conservadores siempre aludieron a su eventual triunfo sobre la Confederación como una ‘segunda independencia’.

En la lucha ideológica, Santa Cruz y los liberales, más predispuestos a propiciar alianzas con los sectores populares, estaban en desventaja frente a los conservadores cuya punta de lanza era la afilada pluma de Pardo. Pobreza literaria y dificultad para expresar sus contenidos ideológicos, caracterizaron los textos que defendían a la Confederación, aún cuando –como en el caso del medio cusqueño, La Aurora Peruana- explicitaban las ventajas de una liberalización de las barreras aduaneras entre Perú y Bolivia, y de los tratados de libre comercio con potencias como Inglaterra y Estados Unidos y de las posibilidades y beneficios  propios de un cambio del orden existente. Sostiene Cecilia Méndez que en el proyecto de Santa Cruz había una vocación de futuro, que fue combatida encarnizadamente por los sectores más aristocráticos, criollos y blancos, del Perú.

La década de 1840 representó, sin duda, una etapa de auge, sin precedentes del pensamiento conservador en el Perú. Y lo que se consolidó ideológicamente, con la derrota de la Confederación, fue un nacionalismo de raigambre elitista y autoritaria. La definición de lo nacional derivó no tanto hacia el rechazo xenófobo a lo extranjero (según el sentir de Gamarra) sino, fundamentalmente hacia el desprecio o segregación de lo indio, según la óptica de Pardo. Tal es la constatación categórica de Cecilia Méndez.

Para comprender el sentido de esta consolidación ideológica, la historiadora hace hincapié en dos hechos que para ella son esenciales y que ocurrieron en 1839, el mismo año de la derrota de la Confederación: el pacto de Yanallay, de un gran valor simbólico, firmado por las comunidades iquichanas (tradicionalmente rebeldes al gobierno, y que apoyaron a Santa Cruz), sometiéndose a la Constitución y las leyes; y la fundación de El Comercio, que tras un comienzo pluralista, pasó propiciar en 1871 la candidatura de Manuel Pardo, preclaro exponente de una oligarquía que por cien años gobernaría el Perú. El Comercio, como bien lo indica la autora, ha pasado a ser un hito importante en la formación de una ‘conciencia’ sobre el Perú, contribuyendo a la formulación de una determinada imagen de lo que era o debía ser el país.

En la década de 1850 el país experimenta una apertura al liberalismo. El estado liberal se funda con Castilla y se afianza con Manuel Pardo - a despecho de su origen literalmente conservador- enrumbando hacia un proceso de modernización tradicionalista, es decir una modernización capitalista limitada por una profunda resistencia por parte de las élites a modificar las jerarquías tradicionales. Así, el liberalismo peruano perdió su cariz popular. Las ideas decimonónicas de progreso, el positivismo y el desarrollo de la biología al servicio del racismo permitieron dar `solidez científica’ a esa ideología de desprecio y segregación del indio tan bien expresada en Pardo y Aliaga. El lema del progreso era una república sin indios.

Sobre tales cimientos se fundaría más tarde la llamada República Aristocrática (1895-1919). Ese estado oligárquico cuyas bases serían severamente resquebrajadas recién con Velasco, y de cuyo desmoronamiento viene emergiendo una realidad, que como todo parto –violento, sangriento- pareciera estar marcando los síntomas de la construcción de una nueva nación.

-3-

El texto de Cecilia Méndez incide de manera preponderante en el papel que Felipe Pardo cumplió en el perfil y consolidación del nacionalismo criollo, ideología que permanecería vigente en el Perú a lo largo de cien años. Pardo era un literato vinculado a sectores políticos conservadores y su texto literario tenía la capacidad de llegar con mayor facilidad a niveles difícilmente alcanzables a través de un texto puramente histórico.

Pero, sobre todo, Pardo interesa –dice la historiadora- no sólo porque su producción encierra un discurso ideológico, sino porque expresa una sensibilidad que está asociada a él: el desprecio. El desprecio surge por la convicción de la inferioridad de aquél a quien se desprecia.

Y quizás se podría pensar que este desprecio se remonta a la conquista, pero ello no es del todo cierto, puesto que indio, si bien para los españoles fue sinónimo de colonizado, no siempre fue el equivalente de ser inferior, degradado o bruto. El segregacionismo paternalista no le impidió al estado colonial reconocer en los indios cualidades y habilidades que intentaron luego explotar vía la concesión de ciertos privilegios. Las cosas cambiarían, sin embargo, luego de la derrota de Túpac Amaru en 1781, que fue seguida por la paulatina extinción de la nobleza incaica y su deslegitimación.

La rebelión de Túpac Amaru endureció la postura relativa al indio de toda una generación de peruanos ilustrados. Los criollos eran quienes disputaban a los indios no sólo la legitimidad del liderazgo en la lucha anticolonial sino, y sobre todo, el lugar que le correspondería a cada quien en una nueva, potencial, nación. Las ideas de la ilustración, con su afán clasificatorio, regulador y jerarquizante, contribuyeron a moldear las percepciones de los criollos sobre los indios.

Los criollos asumieron, entonces, la reproducción de las tradiciones y la simbología incas, las cuales fueron estilizadas, modificadas y moldeadas en función de sus propios intereses, neutralizando el contenido político de los elementos culturales de origen indio.

La retórica de glorificación del pasado inca apropiada por los criollos convivía con una valoración despreciativa del indio en el presente. Y apelar a estas glorias pasadas para defender al Perú de una invasión (como fue lo de la Confederación u otros intentos liderados por sectores indígenas), era una manera de establecer el carácter ‘ya dado’ (o ya existente) de la nacionalidad y, sobre todo, de negar la posibilidad de que ésta se fuera forjando desde, y a partir de, los propios sectores indígenas, los mestizos, la plebe.

En el discurso historiográfico del siglo veinte, se usó mucho el término arcaico para encubrir los adjetivos despectivos dirigidos hacia lo indígena. Los criollos se reservaron para sí los atributos de la modernidad –suerte de despotismo ilustrado- que sólo podía lograrse con el mantenimiento de las jerarquías sociales.

El nacionalismo criollo es una ideología en crisis. Y esta crisis expresa el fin de un largo ciclo: el de la normatividad oligárquica. Y la mejor expresión de esta crisis es la emergencia en el Perú de los últimos veinte años (tomar nota cuándo fue escrito el texto de Cecilia Méndez), de procesos sociales que justamente cuestionan y desafían esa normatividad. La autora se permite hablar, casi al final de su estudio, que la conquista del Perú por el indio es justamente lo que se ha producido en los últimos veinticinco años.

La palabra indio ha entrado ahora en desuso. La historiadora habla, entonces, de la conquista de la ciudadanía y de una ‘invasión’  que es justamente el punto de partida de un proceso de construcción de nuevas identidades, de un proceso en el cual estas identidades se están construyendo y forjando, proceso que se mantiene hasta el día de hoy.

Lima, 12 de septiembre de 2010.