30/11/13

EL NUEVO MUNDO



Escribe: Rogelio Llanos Q.

A Gaby Q, Fanny R., Susy R.
por su correspondencia afectuosa.

Pocahontas, Smith, Rolfe. En torno a estos tres personajes, el gran director norteamericano, Terrence Malick, desarrolla una historia de descubrimiento –del amor o de la nueva tierra-, de fascinación ante la inmensidad y belleza del gran hallazgo, pero también una historia crepuscular, un canto de cisne por un universo y un tiempo a punto de desaparecer por obra de una civilización hecha de armas de fuego, barcos de guerra y curiosos inventos promovidos por la expansión colonial europea y la incipiente, pero ya imparable acumulación de capital que caracterizó el siglo XVII. Sí, en este último film de Terrence Malick, El Nuevo Mundo, como ya lo adelantara en La Delgada Línea Roja (1999), asistimos a la visión de una civilización, cuyo sino es llevar a cabo una labor de degradación de un mundo primordial, mundo en el que la belleza y lo salvaje, la convivencia y la violencia, la vida y la muerte se han venido entrelazando y equilibrando merced a aquellas normas no escritas que la propia naturaleza ha establecido de manera sabia y armoniosa y que el director contempla con ánimo celebratorio.

Los inicios de la gran epopeya de la conquista del suelo americano –que a la postre significaría uno de los mayores genocidios que la Historia oficial ha intentado vanamente eludir-  son abordados por Malick acudiendo a la pequeña anécdota, teniendo como fondo la impresionante geografía americana y estableciendo nexos sólidos entre una y otra. El deslumbramiento de Smith a la vista de Pocahontas tiene puntos comunes con  el efecto que causa  entre los conquistadores la visión del lugar paradisíaco a donde han llegado en busca de refugio y de fortuna. La desconfianza, la audacia y la curiosidad de la que están embebidos tanto la actividad exploratoria  del suelo que ahora pisan los soldados como los intentos de comunicación entre los recién llegados y los nativos, son también los elementos motores de la relación entre Smith y Pocahontas. Y, más adelante, la inserción de Pocahontas, de mano de Rolfe, en el ámbito de la civilización (atuendos, jardines, retorno imposible al amor que alguna vez fue) es también el signo de una decadencia acelerada de un mundo para el que la cuenta regresiva se inició desde que las extrañas imágenes de las naves tripuladas por los hombres blancos se recortaron sobre el horizonte.

Panorámicas que se solazan en la belleza de la luz natural y en el paisaje infinito, planos envolventes que nos acercan a los personajes y dan cuenta de sus conflictos y de sus pasiones, voces atenuadas que apelan a la reflexión o al pensamiento en voz alta y que se intercalan con los sonidos naturales o los acordes sinfónicos de estirpe romántica que reproduce James Horner en la banda sonora, son algunos de los recursos de los que se vale Malick para transmitirnos su profundo sentimiento de tristeza por la virginidad e inocencia perdidas de aquel mundo amado y desaparecido o contaminado por la ambición humana.

El film de Malick deslumbra tanto por las imágenes vigorosas que se suceden con ritmo lento y contenido, como por su apuesta, a contracorriente, por la defensa de ese salvaje territorio americano que más tarde sería visto por los pioneros como la  anhelada tierra prometida. De allí que lejos de finales y conclusiones tranquilizadoras, el film de Malick llega a su término con la muerte de su entrañable protagonista. La muerte de Pocahontas se convertirá, entonces, en el recuerdo nostálgico de un mítico paraíso que alguna vez existió entre ríos indómitos e interminables, praderas verdes e incitantes y aquellos árboles gigantes e inaccesibles, capaces de ocultar el sol.

Lima, 15 de julio de 2006

Texto para la revista digital La Ventana Indiscreta.


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