Escribe: Rogelio Llanos Q.
A Gaby Q, Fanny R., Susy R.
por su correspondencia
afectuosa.
Pocahontas, Smith,
Rolfe. En torno a estos tres personajes, el gran director norteamericano, Terrence
Malick, desarrolla una historia de descubrimiento –del amor o de la nueva
tierra-, de fascinación ante la inmensidad y belleza del gran hallazgo, pero
también una historia crepuscular, un canto de cisne por un universo y un tiempo
a punto de desaparecer por obra de una civilización hecha de armas de fuego,
barcos de guerra y curiosos inventos promovidos por la expansión colonial
europea y la incipiente, pero ya imparable acumulación de capital que
caracterizó el siglo XVII. Sí, en este último film de Terrence Malick, El Nuevo Mundo, como ya lo adelantara
en La Delgada Línea Roja (1999),
asistimos a la visión de una civilización, cuyo sino es llevar a cabo una labor
de degradación de un mundo primordial, mundo en el que la belleza y lo salvaje,
la convivencia y la violencia, la vida y la muerte se han venido entrelazando y
equilibrando merced a aquellas normas no escritas que la propia naturaleza ha establecido
de manera sabia y armoniosa y que el director contempla con ánimo celebratorio.
Los inicios de la gran
epopeya de la conquista del suelo americano –que a la postre significaría uno
de los mayores genocidios que la Historia oficial ha intentado vanamente
eludir- son abordados por Malick acudiendo
a la pequeña anécdota, teniendo como fondo la impresionante geografía americana
y estableciendo nexos sólidos entre una y otra. El deslumbramiento de Smith a
la vista de Pocahontas tiene puntos comunes con el efecto que causa entre los conquistadores la visión del lugar
paradisíaco a donde han llegado en busca de refugio y de fortuna. La
desconfianza, la audacia y la curiosidad de la que están embebidos tanto la
actividad exploratoria del suelo que
ahora pisan los soldados como los intentos de comunicación entre los recién
llegados y los nativos, son también los elementos motores de la relación entre
Smith y Pocahontas. Y, más adelante, la inserción de Pocahontas, de mano de
Rolfe, en el ámbito de la civilización (atuendos, jardines, retorno imposible
al amor que alguna vez fue) es también el signo de una decadencia acelerada de
un mundo para el que la cuenta regresiva se inició desde que las extrañas
imágenes de las naves tripuladas por los hombres blancos se recortaron sobre el
horizonte.
Panorámicas que se
solazan en la belleza de la luz natural y en el paisaje infinito, planos
envolventes que nos acercan a los personajes y dan cuenta de sus conflictos y
de sus pasiones, voces atenuadas que apelan a la reflexión o al pensamiento en
voz alta y que se intercalan con los sonidos naturales o los acordes sinfónicos
de estirpe romántica que reproduce James Horner en la banda sonora, son algunos
de los recursos de los que se vale Malick para transmitirnos su profundo
sentimiento de tristeza por la virginidad e inocencia perdidas de aquel mundo
amado y desaparecido o contaminado por la ambición humana.
El film de Malick
deslumbra tanto por las imágenes vigorosas que se suceden con ritmo lento y
contenido, como por su apuesta, a contracorriente, por la defensa de ese salvaje
territorio americano que más tarde sería visto por los pioneros como la anhelada tierra prometida. De allí que lejos
de finales y conclusiones tranquilizadoras, el film de Malick llega a su término
con la muerte de su entrañable protagonista. La muerte de Pocahontas se
convertirá, entonces, en el recuerdo nostálgico de un mítico paraíso que alguna
vez existió entre ríos indómitos e interminables, praderas verdes e incitantes
y aquellos árboles gigantes e inaccesibles, capaces de ocultar el sol.
Lima, 15 de julio de
2006
Texto para la revista digital La Ventana Indiscreta.
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