(1980, Kagemusha, Akira Kurosawa)
La
obra de Kurosawa está surcada por varias obras maestras, algunas llenas de
ternura como Vivir o Dersu Uzala, otras cargadas de un
singular aliento épico; todas, sin embargo, están rubricadas por ese profundo
sentido humanista que caracterizó el quehacer de este cineasta al que el
desaliento y la incomprensión abrumaron hasta llevarlo al borde del suicidio. Kagemusha, perteneciendo al segundo
grupo de esas obras maestras aludidas, es un film histórico y desesperanzado,
que roza la perfección y al cual Kurosawa se entregó con intensidad como si de
su testamento fílmico se tratara. La interpretación estilizada de los actores,
la composición visual de cada uno de los planos en donde se revela el eficaz
uso del espacio, el impresionante cromatismo y sensualidad de las imágenes, el
ritmo armonioso del film que se deriva de las alternancias de la acción con los
momentos de reposo así como la riqueza de temas y significados, que tienen como
motivo principal la identidad del ser humano, y que anidan en los detalles que
la cinta descubre, permiten llegar a esa conclusión definitiva.
La
anécdota que Kurosawa nos cuenta en Kagemusha,
ambientada en el siglo XVI, aborda la lucha por la supremacía entre el clan
de Shingen Takeda, defensor fiel de los
valores del Japón feudal y la alianza de
Tokugawa y Nobunaga, éste último promotor
ideológico de los valores
occidentales y cristianos. La muerte de Shingen, sin embargo, obliga a los generales del clan Takeda a usar
un kagemusha (un sosia o doble) a fin de
mantener el poder. Un ladrón, de físico parecido a Shingen, cumplirá el difícil
papel a cambio de su libertad. El ejercicio del poder se convierte, entonces, en
una representación teatral y son estos temas –el poder y el espectáculo, la realidad y la ficción,
entrelazados- los que Kagemusha aborda apasionadamente.
Si
bien la elección del doble de Shingen resulta precisa y exitosa en los primeros
momentos, la estabilidad, empero, es aparente. La precariedad de la situación
creada, magnificada por los conflictos intestinos y la amenaza exterior,
desemboca en dos hechos fundamentales: el descubrimiento del fraude y expulsión
del doble a causa de una imprudencia generada por el afecto surgido entre el kagemusha
y el nieto de Shingen, y el fin del clan desencadenado por la ambición de
Katsuyori, a quien se le ha negado el derecho de sucesión. La representación,
entonces, concluye. El poder o su ilusión, imposible de perpetuarse, estalla
inevitablemente. Como toda creación humana, ha
mostrado su debilidad esencial. Y en su fin ha arrastrado a todos, a
actores y a espectadores, a hombres y a animales.
La
vocación de Kurosawa por el espectáculo no lo hace renunciar a la reflexión
propuesta en el film. La complacencia es sustituída por la sutileza. Kurosawa
omite mostrar adrede las batallas, las cuales son sugeridas al espectador a
partir de una concepción eisensteniana de las imágenes puntuadas, en algunos
casos, por una música que despierta algunas remembranzas “westernianas”. En la
banda sonora se instala el ruido de las armaduras y del galope de los caballos, al mismo tiempo
que las figuras de los guerreros son
enmarcadas por la oscuridad de la noche o por los rojizos destellos del fuego
destructor. La fuerza dramática que recorre todo el film, encuentra su máxima
expresión en el final del clan Takeda, el que contemplamos a través del humo de
los disparos de los arcabuces o de la mirada angustiada del que fuera la sombra
del guerrero. El horror del combate, sin
embargo, quedará magníficamente plasmado en esos planos inolvidables de los
hombres y caballos agonizantes, pugnando por levantarse y cayendo nuevamente,
mientras el estandarte, y el kagemusha detrás de él, se hunden definitivamente
en las serenas aguas del lago que cobija los restos de su antiguo y poderoso
señor.
ROGELIO LLANOS Q.
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