(The Last Waltz, 1978, Martin Scorsese)
Escribe: Rogelio Llanos Q.
Noviembre de 1976. En el Día de Acción de
Gracias, The Band retorna al escenario que alguna vez los albergaría en su
momento de gloria, el Winterland de San Francisco, para ejecutar, cual rito
purificador, su último acto como grupo musical. A semejanza de las bolas de
billar que se dispersan al impulso de Rick Danko, The Band se fragmenta luego
de dieciséis años de vida musical. Una experiencia vital imposible de continuar
confiesa Robbie Robertson, líder del grupo. Los tiempos están cambiando había
profetizado Dylan en 1963 y, de repente, el universo comunitario añorado por
tantos jóvenes de la generación de Woodstock se rompió en mil pedazos.
Con el fin de The Band una época turbulenta
se desvanecía para dar paso a la leyenda. Y la leyenda empezaba a tomar cuerpo
en ese escenario donde The Band había citado por última vez a los protagonistas
de esa etapa de la historia de la música, amigos de ayer y hoy. En medio de un
decorado de ópera, con sombras chinescas, incienso y con un fondo de ensueño
prevaleciendo los rojos, azules y pardos, los intérpretes entregan su homenaje
emocionado a The Band, mientras las portentosas cámaras cinematográficas,
contagiadas del ritmo de la música, registran el momento en imágenes que nos
transmiten una entrañable mezcla de nostalgia y alegría, fervor y tristeza.
Aislando a The Band ya sus invitados del
público presente, las cámaras recorren incansablemente el escenario, en una
sentida evocación de Minnelli y los musicales de la
Metro. La euforia contagiante de Ronnie Hawkins
es captada mediante sucesivos travellings
que nos permiten gozar de sus gritos y gestos así como de la guitarra afilada
de Robertson. El feliz encuentro de Neil Young con The Band queda retratada en
unos hermosos planos de conjunto que se desplazan del vocalista a la dupla
Robertson-Danko, para concluir en el encuadre de los tres juntos en los coros
de Helpless. Bastan dos largos
planos para admirar la sabiduría de Muddy Waters en Manish Boy. La improvisación de Robertson, la serenidad de Clapton,
son detalles que las cámaras nos llaman a no perderlos. Nunca Bob Dylan fue
transportado a imágenes con tanta unción como ahora.
Y hay dos momentos inapreciables en el
filme, donde la fusión de imágenes y sonidos alcanza una rara perfección. Corresponden a las canciones The
Weight e It Makes No Difference.
En la
primera estamos ante una suerte de ceremonial religioso de voces múltiples y
armoniosas e imágenes tersas y envolventes. En la segunda, el imperceptible
movimiento de cámara y la entrada del saxofonista para remarcar el final de la
melodía, hacen que sobren las palabras cuando se habla de la precisa
sincronización de todos los elementos de la puesta en escena. El Último Rock puede ser considerado
como el concierto musical mejor filmado que se haya visto ahora. Puede
entenderse también como una revisión histórica de la música rock, un testimonio
de la época y una incursión por los predios de la soledad, la nostalgia y el
tiempo que pasó.
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