30/11/13

KILL BILL



A Gaby LL. que ama Kill Bill y a Gaby Q. que la detesta.

Uma Thurman es Black Mamba o La Novia. Es la mujer sin nombre, un personaje animado por el deseo implacable de venganza. Su boda no sólo fue brusca y sádicamente interrumpida y su novio e invitados vilmente masacrados,  sino que ella misma fue puesta al borde de la muerte, con tiro de gracia incluido, por el hombre que alguna vez fue su jefe y amante. 

Para ella, como para muchos, el retiro, la vida rutinaria en las aparentemente apacibles ciudades de la frontera, del norte del río Grande o del exótico lejano Oriente, no es posible. No hay pasados que se puedan ocultar ni deudas de sangre que no se tengan que pagar. Así lo entenderán Hattori Hanzo (Sonny Chiba), el virtuoso hacedor de espadas,  y también los asesinos Vernita Green (Vivica A. Fox) –su efímera vida en familia feliz  concluyó con un cuchillo en el pecho- y Budd (Michael Madsen), convertido en un borrachín refundido en un rincón oscuro del paisaje americano. Y así lo entenderá también, Bill (David Carradine), el criminal enamorado, ritualista obseso y diestro asesino,  que espera ahora su turno al final del camino.

Para entonces, las malévolas O-Ren Ishii (Lucy Liu) y Elle Driver (Daryl Hannah, cuya muerte en su desesperación e impotencia nos recuerda su otro célebre fin en Blade Runner), verdaderas máquinas de matar, han mordido el polvo de la derrota en medio de torrentes de sangre de propios y extraños ante una Novia que, privada de sus posibilidades maternales, decide apelar a ese poderoso instinto salvaje y venenoso que esconde tras su delicada figura y que la convierte en la temible guerrera de pelo dorado y ojos azules.

Sinfonía de violencia en dos movimientos –vibrante, épico y enérgico el primero; reposado, contemplativo y de un acusado lirismo el segundo- Kill Bill no concede respiro alguno al espectador y lo acorrala, reclamando de él su repudio o su adhesión total. Tarantino, más scorsesiano que nunca, llena de rojo la pantalla y potencia a niveles extremos el periplo mortífero de su personaje.

La agresión ha sido terrible y descomunal será la venganza. No hay tiempo que perder ni nada que explicar: sólo el golpe o el tajo mortal para acabar con el enemigo o con los obstáculos que impiden llegar al objetivo. Tarantino hace acopio de una gran variedad de recursos (split screen, anime, primerísimos planos, flash backs,  virados a blanco y negro, etc.) para apuntalar con brío este primer movimiento, esencialmente visual. Matar o morir es la regla del juego: la Novia merece su venganza y los asesinos merecen morir, apunta uno de ellos sabiendo que su hora final está cerca.

Entramos, entonces, al segundo movimiento del film, el de la reflexión y la espera, y donde las palabras, lejos de conjurar el peligro, contribuyen más bien a hacer evidente que el momento decisivo, que el ajuste de cuentas, ha llegado.

Epopeya de venganza,  –de caracteres fantásticos e hiperrealistas- Kill Bill transita, en su dinámica y temperamento, por aquellas vías que en el pasado recorrieron –con desiguales resultados- muchos films que hicieron de la violencia su razón de ser: el spaghetti western (Leone, sin duda, su predilecto), el film de artes marciales, las películas de samurais. Violencia entendida como la única vía posible para saciar la sed vindicativa de seres golpeados y ultrajados sin compasión, pero siempre dispuestos a presentar combate en una lucha sin cuartel.

En el universo de Tarantino la piedad y el sentimentalismo son  desconocidos y la única forma de relación entre los seres que lo habitan es a través del cruce de espadas, de la laceración corporal, del tiro certero o de la inquietante y mortal espera. El duelo, con su intensa carga emocional que deriva del cotejo de fuerzas poderosas que se mueven con sigilo, ponen a prueba los reflejos vitales básicos, minimizan el efecto de las palabras y exaltan la destreza con el arma y la precisión del golpe mortal,  es la máxima expresión de lealtad de este grupo de antihéroes a un mundo en el que el honor y los valores de la solidaridad y la generosidad, si alguna vez existieron (Hattori Hanzo, sería un viejo recuerdo), han sido completamente olvidados.

Con Tarantino, el tiempo de la violencia se ha instalado definitivamente en la pantalla, a pesar de los acordes nostálgicos de Zamfir y su flauta de pan, el country intenso y visceral de Johnny Cash, la trompeta juguetona de Al Hirt, la levedad de la melodía de Meiko Kaji y los sonidos crepusculares de Ennio Morricone.  Pero, tras las vertiginosas coreografías de sangre y muerte, vienen la reflexión y la espera, como en los viejos westerns de Sergio Leone. Movimiento de la ironía y el sarcasmo, del cotejo de caracteres y de la redención final, su epígrafe bien podría ser ‘Matar para poder amar’.


Rogelio Llanos Q.

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