A Gaby LL. que ama Kill Bill y a Gaby Q. que la detesta.
Uma Thurman es Black
Mamba o La Novia. Es la mujer sin nombre, un personaje animado por el deseo implacable
de venganza. Su boda no sólo fue brusca y sádicamente interrumpida y su novio e
invitados vilmente masacrados, sino que
ella misma fue puesta al borde de la muerte, con tiro de gracia incluido, por
el hombre que alguna vez fue su jefe y amante.
Para ella, como para
muchos, el retiro, la vida rutinaria en las aparentemente apacibles ciudades de
la frontera, del norte del río Grande o del exótico lejano Oriente, no es
posible. No hay pasados que se puedan ocultar ni deudas de sangre que no se
tengan que pagar. Así lo entenderán Hattori Hanzo (Sonny Chiba), el virtuoso
hacedor de espadas, y también los
asesinos Vernita Green (Vivica A. Fox) –su efímera vida en familia feliz concluyó con un cuchillo en el pecho- y Budd
(Michael Madsen), convertido en un borrachín refundido en un rincón oscuro del
paisaje americano. Y así lo entenderá también, Bill (David Carradine), el criminal
enamorado, ritualista obseso y diestro asesino, que espera ahora su turno al final del camino.
Para entonces, las malévolas
O-Ren Ishii (Lucy Liu) y Elle Driver (Daryl Hannah, cuya muerte en su
desesperación e impotencia nos recuerda su otro célebre fin en Blade
Runner), verdaderas máquinas de matar, han mordido el polvo de la
derrota en medio de torrentes de sangre de propios y extraños ante una Novia
que, privada de sus posibilidades maternales, decide apelar a ese poderoso
instinto salvaje y venenoso que esconde tras su delicada figura y que la
convierte en la temible guerrera de pelo dorado y ojos azules.
Sinfonía de violencia en
dos movimientos –vibrante, épico y enérgico el primero; reposado, contemplativo
y de un acusado lirismo el segundo- Kill
Bill no concede respiro alguno al espectador y lo acorrala, reclamando de
él su repudio o su adhesión total. Tarantino, más scorsesiano que nunca, llena
de rojo la pantalla y potencia a niveles extremos el periplo mortífero de su
personaje.
La agresión ha sido terrible
y descomunal será la venganza. No hay tiempo que perder ni nada que explicar:
sólo el golpe o el tajo mortal para acabar con el enemigo o con los obstáculos
que impiden llegar al objetivo. Tarantino hace acopio de una gran variedad de
recursos (split screen, anime, primerísimos planos, flash backs, virados a blanco y negro, etc.) para apuntalar
con brío este primer movimiento, esencialmente visual. Matar o morir es la
regla del juego: la Novia merece su venganza y los asesinos merecen morir,
apunta uno de ellos sabiendo que su hora final está cerca.
Entramos, entonces, al
segundo movimiento del film, el de la reflexión y la espera, y donde las
palabras, lejos de conjurar el peligro, contribuyen más bien a hacer evidente
que el momento decisivo, que el ajuste de cuentas, ha llegado.
Epopeya de venganza, –de caracteres fantásticos e hiperrealistas- Kill Bill transita, en su dinámica y
temperamento, por aquellas vías que en el pasado recorrieron –con desiguales
resultados- muchos films que hicieron de la violencia su razón de ser: el
spaghetti western (Leone, sin duda, su predilecto), el film de artes marciales,
las películas de samurais. Violencia entendida como la única vía posible para
saciar la sed vindicativa de seres golpeados y ultrajados sin compasión, pero
siempre dispuestos a presentar combate en una lucha sin cuartel.
En el universo de
Tarantino la piedad y el sentimentalismo son
desconocidos y la única forma de relación entre los seres que lo habitan
es a través del cruce de espadas, de la laceración corporal, del tiro certero o
de la inquietante y mortal espera. El duelo, con su intensa carga emocional que
deriva del cotejo de fuerzas poderosas que se mueven con sigilo, ponen a prueba
los reflejos vitales básicos, minimizan el efecto de las palabras y exaltan la
destreza con el arma y la precisión del golpe mortal, es la máxima expresión de lealtad de este
grupo de antihéroes a un mundo en el que el honor y los valores de la
solidaridad y la generosidad, si alguna vez existieron (Hattori Hanzo, sería un
viejo recuerdo), han sido completamente olvidados.
Con Tarantino, el
tiempo de la violencia se ha instalado definitivamente en la pantalla, a pesar
de los acordes nostálgicos de Zamfir y su flauta de pan, el country intenso y visceral
de Johnny Cash, la trompeta juguetona de Al Hirt, la levedad de la melodía de
Meiko Kaji y los sonidos crepusculares de Ennio Morricone. Pero, tras las
vertiginosas coreografías de sangre y muerte, vienen la reflexión y la
espera, como en los viejos westerns de Sergio Leone. Movimiento de la ironía y
el sarcasmo, del cotejo de caracteres y de la redención final, su epígrafe bien
podría ser ‘Matar para poder amar’.
Rogelio Llanos Q.
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