Rogelio Llanos Q.
A
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brumado por el cansancio y deseoso de
aspirar el aire puro del lugar, me senté
sobre una enorme piedra que, con toda seguridad, en un pasado no muy lejano,
rodó desde lo alto del cerro que dominaba el soleado paisaje. Las aguas del río
discurrían apaciblemente por entre las numerosas piedras desperdigadas a lo
largo y ancho de su lecho. Eran piedras grandes y poderosas, que allí
permanecían tras su eterna lucha con las
aguas del envejecido río, como proclamando su victoria, desafiantes y
tenaces.
Sentado, pues, sobre una de ellas miraba desde allí a los
niños que corrían y hacían equilibrio sobre las piedras. Trataba de no
perderlos de vista, aparentando tranquilidad, pero alerta para evitar que se
hicieran algún daño o que se extraviaran camino del bosquecillo que se
insinuaba a unos cuantos metros de la
margen izquierda del río. Alejados de las miradas de sus padres, los pequeños se
regocijaban a borbotones de esta inesperada libertad. Algunos, diestros y
arrojados, saltaban sin ningún reparo entre las piedras, retando a los otros a
que hicieran lo mismo.
En medio de esta invasión de gritos, murmullos y carreras,
Gabriela, con su frágil y pequeña humanidad intentaba superar sus miedos y
temores ancestrales. Sí, mis temores, los de su madre y los de nuestros
antepasados seguramente también estaban con ella. Sin embargo, no podía impedir
que ella participara del jolgorio. Como todos los seres humanos, sentía la
necesidad de afirmarse ante los pequeños obstáculos que el medio le presentaba.
La veía avanzar con dificultad e imitar lo que su amiguita
Fiorella hacía. El peligro estaba a la vista. Un resbalón y algo más que una
simple herida se habría producido. Un desgarrón en nuestros corazones. El dolor
multiplicado por la impotencia, las culpas y las indecisiones.
Afiladas piedras rompían la superficie del agua y se erguían
amenazantes. Los pies inseguros de la niña, intentaban trabajosamente afirmarse
sobre las piedras. Hubiera querido correr hacia ella, abrazarla y decirle que
no importaba que no pudiera hacer lo que sus compañeros mandaban. Hubiera
querido decirle cuánto la amaba y que no quería verla lastimada. Su mirada, sin
embargo, anhelante y firme, me detuvo a tiempo. Comprendí, entonces, que no
podía robarle su infancia, sus juegos, sus peligros. Comprendí, además, no sin
cierto dolor, que una etapa de mi vida, hecha de angustias por biberones
rechazados y resfríos alevosos, alegrada por travesuras incipientes, y
enternecida por canciones de cuna improvisadas, se había clausurado definitivamente.
Las horas transcurrieron y mis temores no se cumplieron. Con
alegría mal disimulada me acerqué al grupo. Allí estaba la pequeña Gaby, dando
rienda suelta a sus sus monólogos inventados y a sus fantasías aventureras.
Me sentí
orgulloso de mi hija. Orgulloso de su terquedad, de su empuje infantil, de sus
pequeñas victorias. Y en esos minúsculos detalles reconocí, una vez más que,
sin renunciar a sus maneras tranquilas y delicadas, mi dulce Gaby exhibe por
momentos una fuerza de voluntad y un empeño que reflejan fielmente la
influencia materna. Así lo percibí ahora mientras la veía correr, saltar y
gritar en medio de esas grandes piedras que el río bañaba con suavidad.
Me siento feliz
de verla crecer día a día. Y mientras la veía concentrada en sus juegos, volví
a recordar su carita de alegría el día que acepté traerla de paseo al campo.
Estar juntos cada día se ha convertido para mí en el más poderoso motivo para
vencer las tristezas y los abatimientos. Esta cercanía diaria nos ha llevado a
compartir muchas cosas amadas: la música de Bob Dylan y Lou Reed, los acordes
virtuosos de Eric Clapton, el ingenioso fraseo de Sabina.
Pero también
las historias y los cuentos. El sueño no puede llegar si no hay un cuento de
por medio. Ficción o realidad, fantasía o historia familiar, la narración oral
ha adquirido para ambos un carácter de compromiso, de acercamiento jubiloso de
nuestros corazones. Y así entre Cenicientas y Blancas Nieves, entre magos,
hadas y brujas, entre abuelitos que nos dieron sabias lecciones, hermanos que
derrocharon travesuras y perritos que nos regalaron sus entrañables lealtades,
voy cargando su corazón de raíces y afectos, de ternuras y emociones.
Quisiera, entonces, que mi Gaby
creciera fuerte como esas piedras que vimos en el paseo campestre, fuerte para
soportar la adversidad y los embates de los malos tiempos. Pero también quisiera que esa fuerza no le
haga perder en modo alguno su dulzura y su sensibilidad.
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