(1985, The purple rose of
Cairo)
Director: Woody Allen
Al comienzo y al final de La Rosa Púrpura del Cairo el rostro de
Cecilia (Mia Farrow) experimenta una
extraña transformación. Del hastío, la duda o la incredulidad pasará a la
fascinación, a la sonrisa. Los ojos
brillantes y la mirada atenta a lo que sucede en la pantalla cinematográfica
por la que desfilan los personajes más dispares y se desborda la enriquecedora
fantasía, descubren la cinefilia tantas veces declarada por Allen (Bergman,
especialmente) y puesta en evidencia por sus personajes subyugados por Bogart
(Sueños de Seductor) o los Marx (Hannah y sus hermanas).
Es, pues, ese mismo hechizo el que la imagen
cinematográfica ejerce sobre la protagonista. El sueño romántico y la aventura
extraordinaria se convierten en la más cercana posibilidad para olvidar la dura
realidad familiar y social. Para Cecilia, un marido sinvergüenza y abusivo y un
trabajo abrumador y frustrante pueden ser sobrellevados si hay de por medio la
evasión o la descarga emocional compensatoria que las imágenes cinematográficas
motivan.
Que Tom Baxter-Jeff Daniels, se
salga del blanco y negro de la cinta que está protagonizando, para tener un
affaire amoroso con Cecilia en medio del
desconcierto de sus compañeros de reparto y de los atónitos espectadores
de la sala cinematográfica, nadie se lo
espera. Lo extraordinario irrumpiendo en lo cotidiano y en abierto desafío a lo verosímil nos causa asombro y risa al mismo
tiempo. Sin embargo, la originalidad de la idea es mayor en razón directa
a la audacia del cineasta, que no pierde
el tiempo en explicaciones inútiles. No hay racionalidad en el asunto ni
tampoco es necesaria. El sueño, afirma tajante, es parte de la vida. Sólo que
este sueño, como todas las cosas de las que se compone la vida, tiene un final
que no siempre es el más feliz. Ni Tom Baxter puede ser admitido en la
realidad, ni Cecilia en la ficción.
Para Allen las situaciones duras
no están reñidas con el humor. La ambición de Gil Shepherd-Jeff Daniels lo
lleva a no reparar en las ilusiones de Cecilia ni en el ropaje romántico de su
propia creación. Monk (Danny Aiello) se aprovecha de la fragilidad de su mujer
para explotarla y divertirse. Los dos constituyen prototipos de un universo
real, aburrido, feo e intolerante, que contrasta con el excitante y perturbador
mundo de la ficción. Gran parte del humor del film deriva de los contrastes entre
ambos universos. Pero, también hay en la cinta un cierto aire de desilusión y pesimismo, a
pesar de la fascinación final de la protagonista.
Y es que la anécdota de esta
película conserva inevitablemente sus aristas violentas. El maltrato a Cecilia
por el marido, el dueño del restaurante y, finalmente, por el actor Tom
Baxter-Jeff Daniels, son estaciones que ella recorre sin esperanza alguna. El
cariño que Allen siente por su personaje no lo libra de estas sucesivas
humillaciones. Lo que sucede es que este cariño, por contradictorio que
parezca, está hecho de altas dosis de ironía, de una casi tácita ternura y,
claro está, de cierta perversidad. La crueldad, en el cine de Allen no está muy
lejana y La Rosa... es un claro
ejemplo de lo que manifestamos. Si hay algún exceso hay que atribuirlo a esa
tremenda capacidad que tiene el cineasta para burlarse de sí mismo, para
afrontar los riesgos de la propia ingenuidad ante un mundo que se revela
insensible y manipulador. No hay que olvidar, finalmente, que sus criaturas
están impregnadas, por lo general, de su propia personalidad. Pasiones y
obsesiones incluidas.
ROGELIO LLANOS Q.
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