Escribe: Rogelio
Llanos Q.
A
Yolanda, Ronnie, Verónica, Nelson, Mario
Pancho,
Carolina, Valia, Alejandro, Yorka, Lourdes,
Efraín,
Teresa, Delfor, Hernán, Miguel y Gonzalo.
Por
aquellos mágicos años de sueños e ilusiones.
-
I -
Hubo
una vez un género cinematográfico llamado Western,
que entusiasmaba a niños y adultos a mediados del siglo pasado, y que trataba
de revivir una y otra vez el capítulo más apasionante del nacimiento de la
nación norteamericana: la conquista del Oeste. Cazadores de bisontes, vaqueros,
pistoleros, soldados e indios, sus personajes paradigmáticos, representaban en
cada film, a manera de un ritual, el diario quehacer y la lucha por la
supervivencia de unos hombres sencillos y primitivos, en contacto directo con
la naturaleza. Así, estos hombres, aprovechando el poder de la imagen
cinematográfica, recomponían y sustituían más allá de su voluntad una historia
oficial, no siempre ejemplar,
adquiriendo al mismo tiempo la altura del mito. De allí esa ya clásica
afirmación de André Bazin: <>.
La
pradera americana, los pueblos fantasmas, el gran cañón o los áridos desiertos
servían de marco imponente a la aventura humana. A los grandes espacios que
configuraban el centro geográfico y dramático del western le correspondían los
amplios movimientos de la cámara cinematográfica dispuesta a captar con la
máxima fidelidad esa sensación de libertad que emanaba de una existencia vivida
con intensidad y premura y, tal vez por ello mismo, efímera y entrañable.
Las
precarias caravanas hacia el oeste, la lucha de los pioneros contra los indios,
la formación de ciudades, la Guerra de Secesión, la fiebre del oro en
California, las grandes campañas del ejército contra los indios rebeldes, pero
también los primeros atisbos de la modernidad y la extinción del oeste, fueron
las líneas temáticas que el western abordó desde diferentes perspectivas y
según la imaginación y estilo de sus realizadores. John Ford, Howard Hawks,
Raoul Walsh, Anthony Mann, Budd Boetticher, Sam Peckinpah diseñaron un oeste a
la medida de sus sueños e ideales, contando para ello –aunque muchas veces a un
elevado costo moral- con los ingentes recursos de una industria volcada a hacer
del cine el gran medio de distracción y consumo.
Por
nuestra parte, aún recordamos con cariño y entusiasmo aquellas matinales en que
el eco de los certeros disparos y las polvorientas cabalgatas de cowboys - convertidos en magníficos
héroes de leyenda- nos hicieron vibrar de emoción y alegría. Nombres como John
Wayne, Henry Fonda, James Stewart, Gary Cooper, Randolph Scott o Glen Ford
contribuyeron a darle un rostro a lo que en la práctica se constituyó como el
más moderno y eficaz cantar de gesta de un pueblo en formación.
Para
la presente nota, hemos querido recordar a través de once películas, uno de
nuestros géneros predilectos, género que recorrió buena parte de la historia
del cine, pero que hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado entró en
decadencia, no sin antes brindarnos muchas imágenes memorables que, de vez en
cuando, la televisión por cable se anima a volver a mostrar.
-
II -
La
saga del comisario Wyatt Earp, encarnado por el mítico Henry Fonda, en Pasión de los Fuertes (19..., John
Ford) nos trasladó al viejo Oeste americano en construcción. Allí la acción se
combinaba con el romance y la amistad, pero lo que más recordamos de aquella
película es al comisario recostado en su silla viendo el diario transcurrir de
la vida en las agitadas calles de un Tombstone extraído más que nada del
imaginario fordiano, imágenes que se superponen a aquellas otras en las que el
tímido y galante sheriff saca a bailar a la hermosa Clementine, reposo sentimental
en la agitada historia vindicativa del legendario personaje.
Ese
mismo Henry Fonda, siempre a las órdenes de John Ford, crearía un personaje
totalmente opuesto en Fort Apache:
el coronel Thursday, terco e intransigente, incapaz de integrarse al grupo
humano que lidera el capitán York (John Wayne), pero sí dispuesto a llevar a la
muerte a su escuadrón en su loca ambición de poder y gloria. Los periódicos
dirán, sin embargo, que fue un valiente y un héroe. El mito se impondrá a la
historia real y a partir de ese momento ésa será la única e incomparable
verdad. Años después, tocando
directamente las raíces tan violentas
como ocultas del pueblo norteamericano, Ford haría otro hermoso film – El hombre que mató a Liberty Valance
-que subrayaría con lirismo y emoción contenida aquella frase propia y
recurrente del universo fordiano: cuando la leyenda es más hermosa que la
realidad, que se imprima la leyenda.
Río Rojo y Río
Bravo fueron los otros westerns que alumbraron nuestra imaginación
infantil. Ambas cintas dirigidas por Howard Hawks nos hablaron de la
conformación del grupo, de los lazos de la amistad y la labor de equipo. Nadie
como Hawks para tratar, de manera emotiva y no exenta de humor, los temas
relativos al cumplimiento del deber y la fuerza del compromiso. Tomando como pretexto un hecho histórico en Río Rojo (el descubrimiento de una ruta
fundamental en la conducción del ganado) o apelando a la fábula sencilla y
directa, Hawks reivindica una posición moral cuya materialización en imágenes
se sustenta en una posición de cámara a la altura del hombre y donde toda
planificación extraña o espectacular que rompa la sencillez de la narración
queda totalmente descartada.
Es,
sin embargo, una película como Los
centauros del desierto (The searchers, John Ford), que nos cautivó por su
dureza y lucidez respecto a un tema siempre controvertido: el racismo. Nuestra
adhesión y admiración por el viejo John Wayne, de repente encontraba una fisura
ante su radical e irracional odio a los indios, fisura que se suturaba hacia el
final de la película donde el sentimiento y la recomposición familiar
dulcificaban, sin erradicarla, la triste soledad del héroe.
- III -
Años después, un
western violento e inaudito remeció nuestra juvenil concepción de la vida que
dividía esquemáticamente a los hombre entre los arquetipos del bien y el mal: La Pandilla Salvaje (19.. , Sam
Peckinpah). De repente los héroes puros e impolutos ya no existían, la ley no
era más que una banda de buitres a la caza del botín, México no era la parcela feliz de charros
cantándole a la mujer amada sino más bien el último refugio de una banda de
desesperados que encontraban su reivindicación
apostando por la lealtad al amigo asesinado por el dictador de
turno. Este encuentro gratificante con
un cineasta por cuyas venas corría sangre india y grandes dosis de alcohol no
sería el último y, más bien nos abría, con su complejidad, a un universo
fílmico construido por inolvidables perdedores, un Oeste en franca decadencia y
una irreversible incomprensión de parte de los dueños de la industria.
Juramento de venganza (Major Dundee) y Billy the Kid completan el trío de preferencias nuestras en la obra
de este director. Ambas fueron masacradas por los respectivos productores que
nunca llegaron a sintonizar con Peckinpah. Si a pesar de ello las películas
siguen siendo notables, se trata, sin duda alguna de un quehacer extraordinario
sustentado en imágenes poderosas y emotivas y en un estilo inconfundible que
posibilita la permanencia de unas ideas originales a despecho de aquellos
cortes radicales a las que fueron sometidas. Juramento... es un film sobre un militar incapaz de adaptarse a los
tiempos de paz posteriores a la guerra de Secesión. Su empecinamiento en
marchar tras un indio rebelde adquiere ribetes de obsesión y locura. Para él no
existe obstáculo alguno: el amor de una bella mujer o las escaramuzas con los
soldados mexicanos son sólo una anécdota en su violento itinerario vital. El
final –la muerte del indio- fue obra de los productores del film. Nosotros,
fieles a Peckinpah, seguimos pensando en una persecución sin final y sin
esperanza alguna.
Billy The Kid es una balada ejecutada en tonos elegíacos,
crepusculares, cuyo ritmo moroso y concepción ritual se ajustan al
planteamiento temático, recurrente en la obra de Peckinpah: la amistad de dos
pistoleros, compañeros de ruta y de juerga, y cómo esta relación amical se
rompe al cambiar los puntos de vista, influidos por un tiempo en transición, un
mundo que se acaba (el Oeste) y otro que empieza (la modernidad). El tiempo
resulta implacable para ambos y mientras Billy se aferra fielmente a sus viejos
principios (“los tiempos están cambiando, pero yo no”), Pat Garret –su antiguo
camarada- se pone al servicio de los poderosos de turno que le piden la cabeza
de su amigo. Film fronterizo, juega de manera sutil con las contradicciones y
la intercambiabilidad del orden y el crimen, la ley y la proscripción, mientras
en la banda sonora Bob Dylan desgrana con tristeza el adiós por un Oeste que ya
fue.
Si bien Billy The Kid es una suerte de canto
del cisne de un género en extinción, ello no fue un obstáculo para que en 1980,
Michael Cimino intentara hacer su propia versión de lo que significó para él el
Oeste americano: Las puertas del cielo. Título
irónico que encierra con amargura el
planteamiento del film: la contraposición del crimen, la segregación y la
guerra al viejo sueño americano de tierras y prosperidad. El liberalismo de Cimino, que lo llevó a
desempolvar de los viejos libros de historia las listas negras que los
ganaderos de Johnson County elaboraron
para asesinar a cientos de inmigrantes, fue reprimido de manera inmisericorde
por una prensa y una crítica claramente influenciadas por la política belicista
de un Reagan triunfador. La película fue un fracaso económico. A pesar de los
cortes, sin embargo, Las puertas... con
sus elegantes movimientos de cámara, su lirismo evocador y su planteamiento
audaz sigue siendo una obra mayor en la irregular y corta carrera de Michael
Cimino.
Cuando el género
parecía ya sepultado definitivamente, Clint Eastwood, el viejo protagonista de
los llamados spaghetti westerns (Por unos
dólares más, Lo bueno, lo malo y lo feo) de los años setenta, reapareció
esta vez en su doble papel de director y actor para poner en escena la historia
de un viejo pistolero retirado que acuciado por la necesidad de dinero vuelve a
tomar las armas yendo tras una recompensa en compañía de dos personajes
marginales, un negro y un pistolero casi ciego. El film, Los Imperdonables, llega a
las alturas de una obra maestra con su diseño de personajes caracterizados por
su ambigüedad, su carga emotiva y sentimental, y sobre todo por su
predisposición a aplicar la violencia sin mesura alguna. Eastwood contrasta con
inteligencia la belleza de la pradera y el paisaje soleado con unos interiores
mortecinos apenas entrevistos a través de la débil luz de las lámparas, como
estableciendo la ruta hacia el escenario de la tragedia final, como anticipando
el paso irracional del humor a la violencia visceral que anida en el corazón de
sus personajes. Que luego sepamos que ese pistolero se convirtió en un rico
propietario del Oeste está en perfecta coherencia con el sarcasmo con que
Eastwood suele concluir sus cintas.
Como toda
selección, la presente es discutible e injusta. Hubiéramos querido incluir
muchas otras películas más como Los
siete magníficos (John Sturges) y su notable partitura a cargo de Elmer
Bernstein, Los hijos de Katie Elder
(Henry Hathaway) y su clásica composición de los jinetes recortados en el
horizonte, Murieron con las botas
puestas (Raoul Walsh) y su
controvertida leyenda sobre el general Custer. En fin, nos hubiera
gustado hablar de las intensas aventuras épicas de Anthony Mann, del humanismo
de las cintas de Delmer Daves o de los westerns polvorientos de Budd
Boetticher, pero la hora del crepúsculo, con su melancolía y emoción,
finalmente ha llegado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario