30/11/13

Entre disparos y persecuciones: HUBO UNA VEZ EL OESTE



Escribe: Rogelio Llanos Q.

A Yolanda, Ronnie, Verónica, Nelson, Mario
Pancho, Carolina, Valia, Alejandro, Yorka, Lourdes,
Efraín, Teresa, Delfor, Hernán, Miguel y Gonzalo.
Por aquellos mágicos años de sueños e ilusiones. 

- I -

Hubo una vez un género cinematográfico llamado Western, que entusiasmaba a niños y adultos a mediados del siglo pasado, y que trataba de revivir una y otra vez el capítulo más apasionante del nacimiento de la nación norteamericana: la conquista del Oeste. Cazadores de bisontes, vaqueros, pistoleros, soldados e indios, sus personajes paradigmáticos, representaban en cada film, a manera de un ritual, el diario quehacer y la lucha por la supervivencia de unos hombres sencillos y primitivos, en contacto directo con la naturaleza. Así, estos hombres, aprovechando el poder de la imagen cinematográfica, recomponían y sustituían más allá de su voluntad una historia oficial, no siempre ejemplar,  adquiriendo al mismo tiempo la altura del mito. De allí esa ya clásica afirmación de André Bazin: <>.

La pradera americana, los pueblos fantasmas, el gran cañón o los áridos desiertos servían de marco imponente a la aventura humana. A los grandes espacios que configuraban el centro geográfico y dramático del western le correspondían los amplios movimientos de la cámara cinematográfica dispuesta a captar con la máxima fidelidad esa sensación de libertad que emanaba de una existencia vivida con intensidad y premura y, tal vez por ello mismo, efímera y entrañable.

Las precarias caravanas hacia el oeste, la lucha de los pioneros contra los indios, la formación de ciudades, la Guerra de Secesión, la fiebre del oro en California, las grandes campañas del ejército contra los indios rebeldes, pero también los primeros atisbos de la modernidad y la extinción del oeste, fueron las líneas temáticas que el western abordó desde diferentes perspectivas y según la imaginación y estilo de sus realizadores. John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, Anthony Mann, Budd Boetticher, Sam Peckinpah diseñaron un oeste a la medida de sus sueños e ideales, contando para ello –aunque muchas veces a un elevado costo moral- con los ingentes recursos de una industria volcada a hacer del cine el gran medio de distracción y consumo.

Por nuestra parte, aún recordamos con cariño y entusiasmo aquellas matinales en que el eco de los certeros disparos y las polvorientas cabalgatas de cowboys - convertidos en magníficos héroes de leyenda- nos hicieron vibrar de emoción y alegría. Nombres como John Wayne, Henry Fonda, James Stewart, Gary Cooper, Randolph Scott o Glen Ford contribuyeron a darle un rostro a lo que en la práctica se constituyó como el más moderno y eficaz cantar de gesta de un pueblo en formación.

Para la presente nota, hemos querido recordar a través de once películas, uno de nuestros géneros predilectos, género que recorrió buena parte de la historia del cine, pero que hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado entró en decadencia, no sin antes brindarnos muchas imágenes memorables que, de vez en cuando, la televisión por cable se anima a volver a mostrar.

- II -

La saga del comisario Wyatt Earp, encarnado por el mítico Henry Fonda, en Pasión de los Fuertes (19..., John Ford) nos trasladó al viejo Oeste americano en construcción. Allí la acción se combinaba con el romance y la amistad, pero lo que más recordamos de aquella película es al comisario recostado en su silla viendo el diario transcurrir de la vida en las agitadas calles de un Tombstone extraído más que nada del imaginario fordiano, imágenes que se superponen a aquellas otras en las que el tímido y galante sheriff saca a bailar a la hermosa Clementine, reposo sentimental en la agitada historia vindicativa del legendario personaje.

Ese mismo Henry Fonda, siempre a las órdenes de John Ford, crearía un personaje totalmente opuesto en Fort Apache: el coronel Thursday, terco e intransigente, incapaz de integrarse al grupo humano que lidera el capitán York (John Wayne), pero sí dispuesto a llevar a la muerte a su escuadrón en su loca ambición de poder y gloria. Los periódicos dirán, sin embargo, que fue un valiente y un héroe. El mito se impondrá a la historia real y a partir de ese momento ésa será la única e incomparable verdad.  Años después, tocando directamente las raíces  tan violentas como ocultas del pueblo norteamericano, Ford haría otro hermoso film – El hombre que mató a Liberty Valance -que subrayaría con lirismo y emoción contenida aquella frase propia y recurrente del universo fordiano: cuando la leyenda es más hermosa que la realidad, que se imprima la leyenda.

Río Rojo y Río Bravo fueron los otros westerns que alumbraron nuestra imaginación infantil. Ambas cintas dirigidas por Howard Hawks nos hablaron de la conformación del grupo, de los lazos de la amistad y la labor de equipo. Nadie como Hawks para tratar, de manera emotiva y no exenta de humor, los temas relativos al cumplimiento del deber y la fuerza del compromiso.  Tomando como pretexto un hecho histórico en Río Rojo (el descubrimiento de una ruta fundamental en la conducción del ganado) o apelando a la fábula sencilla y directa, Hawks reivindica una posición moral cuya materialización en imágenes se sustenta en una posición de cámara a la altura del hombre y donde toda planificación extraña o espectacular que rompa la sencillez de la narración queda totalmente descartada.

Es, sin embargo, una película como Los centauros del desierto (The searchers, John Ford), que nos cautivó por su dureza y lucidez respecto a un tema siempre controvertido: el racismo. Nuestra adhesión y admiración por el viejo John Wayne, de repente encontraba una fisura ante su radical e irracional odio a los indios, fisura que se suturaba hacia el final de la película donde el sentimiento y la recomposición familiar dulcificaban, sin erradicarla, la triste soledad del héroe.



- III -

Años después, un western violento e inaudito remeció nuestra juvenil concepción de la vida que dividía esquemáticamente a los hombre entre los arquetipos del bien y el mal: La Pandilla Salvaje (19.. , Sam Peckinpah). De repente los héroes puros e impolutos ya no existían, la ley no era más que una banda de buitres a la caza del botín,  México no era la parcela feliz de charros cantándole a la mujer amada sino más bien el último refugio de una banda de desesperados que encontraban su reivindicación  apostando por la lealtad al amigo asesinado por el dictador de turno.  Este encuentro gratificante con un cineasta por cuyas venas corría sangre india y grandes dosis de alcohol no sería el último y, más bien nos abría, con su complejidad, a un universo fílmico construido por inolvidables perdedores, un Oeste en franca decadencia y una irreversible incomprensión de parte de los dueños de la industria.

Juramento de venganza (Major Dundee) y Billy the Kid completan el trío de preferencias nuestras en la obra de este director. Ambas fueron masacradas por los respectivos productores que nunca llegaron a sintonizar con Peckinpah. Si a pesar de ello las películas siguen siendo notables, se trata, sin duda alguna de un quehacer extraordinario sustentado en imágenes poderosas y emotivas y en un estilo inconfundible que posibilita la permanencia de unas ideas originales a despecho de aquellos cortes radicales a las que fueron sometidas. Juramento... es un film sobre un militar incapaz de adaptarse a los tiempos de paz posteriores a la guerra de Secesión. Su empecinamiento en marchar tras un indio rebelde adquiere ribetes de obsesión y locura. Para él no existe obstáculo alguno: el amor de una bella mujer o las escaramuzas con los soldados mexicanos son sólo una anécdota en su violento itinerario vital. El final –la muerte del indio- fue obra de los productores del film. Nosotros, fieles a Peckinpah, seguimos pensando en una persecución sin final y sin esperanza alguna.

Billy The Kid es una balada ejecutada en tonos elegíacos, crepusculares, cuyo ritmo moroso y concepción ritual se ajustan al planteamiento temático, recurrente en la obra de Peckinpah: la amistad de dos pistoleros, compañeros de ruta y de juerga, y cómo esta relación amical se rompe al cambiar los puntos de vista, influidos por un tiempo en transición, un mundo que se acaba (el Oeste) y otro que empieza (la modernidad). El tiempo resulta implacable para ambos y mientras Billy se aferra fielmente a sus viejos principios (“los tiempos están cambiando, pero yo no”), Pat Garret –su antiguo camarada- se pone al servicio de los poderosos de turno que le piden la cabeza de su amigo. Film fronterizo, juega de manera sutil con las contradicciones y la intercambiabilidad del orden y el crimen, la ley y la proscripción, mientras en la banda sonora Bob Dylan desgrana con tristeza el adiós por un Oeste que ya fue.

Si bien Billy The Kid es una suerte de canto del cisne de un género en extinción, ello no fue un obstáculo para que en 1980, Michael Cimino intentara hacer su propia versión de lo que significó para él el Oeste americano: Las puertas del cielo. Título irónico que encierra con amargura el planteamiento del film: la contraposición del crimen, la segregación y la guerra al viejo sueño americano de tierras y prosperidad.  El liberalismo de Cimino, que lo llevó a desempolvar de los viejos libros de historia las listas negras que los ganaderos de Johnson County  elaboraron para asesinar a cientos de inmigrantes, fue reprimido de manera inmisericorde por una prensa y una crítica claramente influenciadas por la política belicista de un Reagan triunfador. La película fue un fracaso económico. A pesar de los cortes, sin embargo, Las puertas... con sus elegantes movimientos de cámara, su lirismo evocador y su planteamiento audaz sigue siendo una obra mayor en la irregular y corta carrera de Michael Cimino.

Cuando el género parecía ya sepultado definitivamente, Clint Eastwood, el viejo protagonista de los llamados spaghetti westerns (Por unos dólares más, Lo bueno, lo malo y lo feo) de los años setenta, reapareció esta vez en su doble papel de director y actor para poner en escena la historia de un viejo pistolero retirado que acuciado por la necesidad de dinero vuelve a tomar las armas yendo tras una recompensa en compañía de dos personajes marginales, un negro y un pistolero casi ciego. El film, Los Imperdonables,  llega a las alturas de una obra maestra con su diseño de personajes caracterizados por su ambigüedad, su carga emotiva y sentimental, y sobre todo por su predisposición a aplicar la violencia sin mesura alguna. Eastwood contrasta con inteligencia la belleza de la pradera y el paisaje soleado con unos interiores mortecinos apenas entrevistos a través de la débil luz de las lámparas, como estableciendo la ruta hacia el escenario de la tragedia final, como anticipando el paso irracional del humor a la violencia visceral que anida en el corazón de sus personajes. Que luego sepamos que ese pistolero se convirtió en un rico propietario del Oeste está en perfecta coherencia con el sarcasmo con que Eastwood suele concluir sus cintas.

Como toda selección, la presente es discutible e injusta. Hubiéramos querido incluir muchas otras películas más como Los siete magníficos (John Sturges) y su notable partitura a cargo de Elmer Bernstein, Los hijos de Katie Elder (Henry Hathaway) y su clásica composición de los jinetes recortados en el horizonte, Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh) y su  controvertida leyenda sobre el general Custer. En fin, nos hubiera gustado hablar de las intensas aventuras épicas de Anthony Mann, del humanismo de las cintas de Delmer Daves o de los westerns polvorientos de Budd Boetticher, pero la hora del crepúsculo, con su melancolía y emoción, finalmente ha llegado.











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