Escribe: Rogelio
Llanos Q.
En sus inicios el cine fue un mero instrumento
de registro de la realidad cotidiana. Las primeras imágenes de los hermanos
Lumière daban cuenta de diversos grupos humanos en su actividad diaria y normal. La
salida de los obreros de la fábrica Lumière, La llegada del tren, La demolición
de un muro, etc fueron algunos de los títulos que compusieron la
primera muestra exhibida aquél 28 de diciembre de 1895, en el sótano del Grand Café parisino, ante un público
sorprendido y perplejo por la fidelidad
de la reproducción, y que compensaban la falta de una tercera dimensión con la
materialización del movimiento.
Estas imágenes configuraban desde ya, y
de manera involuntaria, la definición de lo que años después se llamaría cine
documental, cuyas bases se encontraban en la apelación permanente a una
realidad dinámica y cambiante. Las películas de Lumière así como las que por
entonces empezaron a proliferar poseían un realismo exacerbado para la
mentalidad del público de fin de siglo, que asumía sin controversia alguna el
punto de vista de la cámara, de tal suerte que lo que veía en la pantalla era
–para este espectador- la realidad fiel, inequívoca y transparente.
Tendría que venir Georges Méliès para darle el
impulso imaginativo y mágico que el cine necesitaba para su desarrollo. Este
desarrollo se inició a través de la exploración de las innumerables
posibilidades de la manipulación del nuevo invento (sobreimpresiones, virados
al color, apariciones y desapariciones, etc.) vía la conjunción de recursos
propios de la escena teatral y de aquellos relativos al trucaje del medio
fotográfico.
La posición de los intelectuales
A partir de la obra de Méliès, el cine
evolucionó rápidamente incursionando por los innumerables caminos de la ficción
y el documental. Aparecieron los grandes maestros como David W. Griffith (El
Nacimiento de una nación), Charles Chaplin (La Quimera del Oro),
Fritz Lang (Metrópolis), F. Murnau (Nosferatu), etc., que le dieron
impulso al cine vía la introducción de nuevos elementos a un lenguaje aún en
formación. Sin embargo, su crecimiento
como arte no fue a la par que su desarrollo industrial y comercial. En el
ámbito intelectual, muchos se resistieron a aceptar la naturaleza artística del
cine, en parte por la producción masiva de películas cuya finalidad era
declaradamente lúdica y con afán de lucro, pero también por la presencia de un
colectivo que regía los criterios de una producción masiva de acuerdo a los
gustos de un público ávido de emociones y evasiones y apostaba por el uso
repetitivo de fórmulas que empezaban a ser fácilmente aceptadas por un espectador aún sin respuesta válida
ante los estímulos de las imágenes en movimiento.
La obra de arte siempre estuvo vinculada tanto
al esfuerzo individual como a criterios de clase. El cine, en tanto producción
colectiva y origen popular alentaba, más bien, opiniones adversas. Diversión
plebeya, el cine fue inicialmente despreciado por los intelectuales, nos dice
Román Gubern en su Historia del Cine. El público que acudía al cine no era el
mismo que presenciaba conciertos, se emocionaba ante la pintura o aplaudía en
el teatro. Georges Duhamel resumió la posición de los intelectuales en la
frase: placer de ilotas, pasatiempo para criaturas miserables...
A contracorriente de lo opinado por Duhamel, en
las líneas que siguen se resume las primeras impresiones de cuatro escritores
que vivieron el nacimiento del cine en diferentes partes del mundo. Su
deslumbramiento inicial no les impidió luego efectuar una reflexión sobre el
medio y sus circunstancias. Variados fueron sus motivos de acercamiento al
mundo de las imágenes. Lo que rescatamos de todos ellos, sin embargo fue la
pasión con la que encararon su relación con este invento maravilloso sobre el
cual empezaron a correr ríos de tinta y que, en palabras de Román Gubern, ha
contribuido a crear al hombre de hoy.
Máximo Gorki y el tren de las sombras
A menos de un año de la creación del
cinematógrafo, el escritor ruso Máximo Gorki descubrió su punto de vista que
oscilaba entre la sorpresa y el escepticismo. Deslumbrado por el movimiento al
interior de la imagen, no pasa por alto la calidad de vida al interior del
cuadro. Allí, según sus propias palabras, hay una vida gris, muda, desolada,
lúgubre. Y entonces llega a la conclusión de que lo que se mueve no son más que
sombras y fantasmas, producto de un acto de magia que ha empequeñecido a la
gente y la ha reducido a la mudez absoluta. Y de repente, un tren que amenaza
salirse de la pantalla y arrasar con los espectadores. Pero no, al igual que
los demás seres y objetos, se trata de un tren de sombras, que desaparece una
vez transpuestos los límites del cuadro.
Gorki presumía que este invento podría tal vez
tener un futuro en el campo de la ciencia, contribuyendo al desarrollo
intelectual del hombre. Presumía, pero no podía sustentar tal presunción. Y
resaltaba el abierto antagonismo entre lo que sospechaba podría ser una
alternativa educativa y el medio en el cual funcionaba el cine: la barraca de
feria y su fauna habitual. Ni las atmósferas grises ni las escenas felices eran
congruentes con los colores chillones y picarescos de los ambientes en los que
eran exhibidos. En la Rusia de su época, Gorki no admitía ni lo bucólico ni lo
idílico. El cine, era una evidente
contradicción.
León Tolstoi y el entusiasmo por la imagen
Para el autor de La Guerra y la Paz, el
cine fue un motivo de entusiasmo, pero también de preocupación. Tolstoi vio en
el cine a un instrumento capaz de revolucionar la literatura y el teatro. Al
decir que el cine estaba más cerca de la vida, el escritor no ocultaba su
atracción por el nuevo medio de expresión, del cual subrayaba su particular
capacidad para los cambios de escena y, sobre todo su fuerza para transmitir
con convicción las emociones y sensaciones. De todo ello, Tolstoi infería la
necesidad que tenían ahora los escritores de ponerse a tono con los tiempos.
Las insuficiencias y limitaciones del teatro quedaban a la vista ante el paso
arrollador y maravilloso de las películas.
El entusiasmo de Tolstoi lo llevó en más de una
ocasión a prometer la elaboración de un guión cinematográfico. Su promesa iba
acompañada de la narración oral de los detalles de la historia. Planteado el
argumento, se apasionaba con el desarrollo de los personajes y los entresijos
anecdóticos. Su fantasía crecía conforme avizoraba las múltiples posibilidades
abiertas por los diversos hilos narrativos que su fértil capacidad creativa
esbozaba sin desmayo. Sin embargo, tras el desborde imaginativo venía el
silencio y el olvido. Al desenfreno creativo, le sucedía la desidia y la
despreocupación. Tolstoi nunca llegó a escribir para el cine.
Jean-Paul Sartre: el cine y la ilusión
En una ocasión dijo Sartre que amaba lo mágico.
Y lo mágico eran las películas. Allí en ese reino del blanco y negro, donde era
posible la visión de lo invisible y en donde todo se reducía a la nada, Sartre
tuvo una infancia feliz. No importaba si los héroes no tenían voz, lo que
contaba era el poder comunicarse con ellos. Y el medio de comunicación era la
música convertida en el sonido de su vida interior.
El sufrimiento, el placer, el miedo eran
vividos por el Sartre niño gracias a esos acordes premonitorios que bajo la
forma de marchas, disonancias o dulces melodías lo envolvían de manera
liberadora transportándolo hacia un mundo donde era posible tenerlo y
alcanzarlo todo, un mundo donde los héroes se imponían a los villanos y las damas
eran siempre el más preciado trofeo del vencedor. Y tal vez, por eso mismo,
cuánto dolor y decepción cuando las
luces de la sala hacían que se esfumara la ilusión y el mundo se partiera en
mil pedazos. Categórico Sartre concluía su reflexión: en la calle me parecía
estar de más.
José C. Mariátegui: cine y circo
En 1928 se estrenó en Lima la película de
Charles Chaplin, El Circo. Por ese
entonces, José Carlos Mariátegui escribía en la revista Variedades, lo cual
aprovechó para publicar su famoso texto “Esquema de una explicación de
Chaplin”, basado en dos películas del cómico norteamericano: En
pos del oro y El circo. Más allá de las
referencias cinematográficas, el texto descubre el acercamiento serio y
riguroso a la naturaleza esencial del cine, ligándolo con inteligencia a ese
entrañable espectáculo popular –“arte bohemio por excelencia”- como es el
circo. Muchos años después, Federico Fellini concordaría con tales opiniones a
través de sus imágenes sentidas y desbordadas.
Mariátegui hacía hincapié en la cercana
relación de cine y circo a través del movimiento, sin dejar de reconocer que
ambos tenían su propia técnica y esencia. Y apuntaba que si bien el cine había
terminado por matar al teatro burgués, no había podido eliminar al circo,
recuperando en Chaplin, “artista de cinema, espíritu de circo”,... todo lo que
de bohemio, de romántico, de nómada hay en el circo”.
Así pues, muchas razones se han esgrimido a
favor y en contra del reconocimiento del cine como arte. En medio de muchas
opiniones adversas, algunos fueron realmente visionarios y adelantaron la vena
artística e intelectual del cine y el placer de la mirada ante la imagen en
movimiento; otros, probablemente, vivieron el tiempo suficiente como para
lamentar sus apresuradas y radicales afirmaciones lapidarias acerca de un medio
de expresión que, en un relativo corto tiempo, llegaría a ser la manifestación
artística más importante del siglo XX.
Referencias:
Ø Gubern, Roman – Historia del Cine.
Barcelona, Baber, 1992
Ø Los escritores frente al cine.
Madrid, Fundamentos, 1981
Ø Bedoya, Ricardo - 100 años de cine
en el Perú: una historia crítica. Lima, Universidad de Lima, 1992.
Nota escrita en
diciembre 2001 para Hablemos de Quimpac
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