28/11/13

BOOGIE NIGHTS: JUEGOS DE PLACER (1997)


Director: Paul Thomas Anderson

Escribe: Rogelio Llanos Q.


Alguien podría pensar que tras esta película  - inquietante, provocadora - se ubica un director experimentado y con una buena cantidad de años encima. Estaría totalmente equivocado. Paul Thomas Anderson ni siquiera llega a los treinta años. En 1977, fecha en la que se inicia la historia de la película, apenas contaba con siete años y éste viene a ser su segundo largometraje (el anterior, realizado en 1996, se llamó Hard Eight, film espléndido que inaugura la obra de un joven cineasta que, con toda seguridad, nos seguirá sorprendiendo).

 

Un plano secuencia revelador


Boogie Nights es una película con muchas historias, casi tantas como personajes hay en ellas. La historia central nos muestra la carrera hacia el éxito de un joven, Eddie Adams o Dirk Diggler (Mark Whalberg) como prefiere ser llamado. Esta carrera tiene una trayectoria circular. Pasa por una serie de hitos que marcan la personalidad de Dirk, haciéndolo conocer la frustración, el éxito, la decadencia, el envilecimiento  y la redención.

Las diferentes estaciones por las que pasa el personaje nos suenan familiares. Son los recorridos vitales de los personajes scorsesianos: La Motta, Henry Hill y tantos otros. Como ellos, Eddie llega a conocer la dulce embriaguez del éxito. La oportunidad se la brinda  Jack Horner (Burt Reynolds), un director de cine pornográfico. Y Anderson, en un alarde de virtuosismo, plantea la situación desde el notable plano secuencia inicial.

Este plano secuencia, que comienza en la marquesina de un cine donde se lee el título de la película, resulta multifuncional: nos introduce directamente en el ruidoso mundo del espectáculo y nos sitúa rápidamente en el punto de partida de la historia, sin prólogo alguno. De otro lado, esa cámara que fluye armoniosamente entre los personajes, anotando pequeños detalles, espiando sus conductas, captando sus conversaciones y que concluye su avance en el rostro del sorprendido Eddie Adams, asume el silencioso y sutil papel del destino que va al encuentro ineludible de su objetivo. El plano-contraplano que clausura la secuencia opone las miradas de Jack y Eddie revelando las intenciones del director: la oportunidad ha tocado las puertas de Eddie, Jack ha encontrado al protagonista para las películas que quiere realizar.

Este impresionante comienzo, seguido de esa sintética y precisa mirada al hogar de Eddie (el padre silencioso, la .madre violenta, el cuarto cubierto de afiches y un espejo grande para vivir la fantasía) nos convencen sin demora alguna de la habilidad de Anderson para estructurar una narración ardua y compleja, pero totalmente controlada. A pesar de su corta edad, Paul Thomas Anderson, reivindica con firmeza su papel de demiurgo, ordenando, clasificando y estableciendo con entera libertad  los caminos por donde van a discurrir las vidas de sus personajes.

Evasiones  decisivas


De lavaplatos de un restaurant a estrella del cine porno es la trayectoria seguida por Eddie Adams. Pero, este cambio de situación en su vida no es gratuito. Dos elementos actúan como resortes fundamentales de una toma de decisión que cambiará totalmente su mediocre existencia. De un lado, un hogar que no lo siente suyo, con una madre dominante y neurótica, que le reprocha constantemente su conducta y, de otro, el descomunal tamaño de su órgano viril, motivo de orgullo y medio para agenciarse unos dólares más.

Su camino al éxito tiene a 1977 como fecha inicial, año del estreno de Fiebre de Sábado por la Noche (Saturday Night Fever, John Badham), cinta que trajo como consecuencia, el lanzamiento al estrellato de John Travolta y la difusión masiva de la llamada música disco. Eddie, que admira a Bruce Lee, tiene, sin embargo, una aspiración similar a la de Toni Manero: el muchacho pobre que quiere salir del barrio, el mundo del espectáculo como medio para hacer realidad sus sueños. Pero, su opción será una vía alterna o subterránea. No será el triunfo sano y con moraleja final. Será el triunfo en el mundo de la pornografía, con droga, sexo y violencia de por medio.

A fines de los setenta, además, Norteamérica vivía aún la humillación de Vietnam. Jimmy Carter y su política blanda proclive al diálogo y a la transacción era vista como un sinónimo de debilidad. Anderson no pretende en Boogie Nights hacer un discurso político, pero sí se plantea documentar su historia y recrear la atmósfera de la época: las fiestas, las drogas, la música.  Todo ello como un medio de evasión de una realidad nada grata para el americano medio. No es casual, por tanto, esa imagen del padre silencioso y de esa madre vociferante. Tampoco es casual, entonces, la decisión de un Eddie carente de afecto, reacio a terminar sus estudios y en búqueda permanente de un lugar donde ser aceptado. Por ello, la ubicación de Eddie dentro del universo que dirige Jack Horner se realiza de manera natural, sin roce ni estridencia alguna y corresponde al punto de partida en su ascenso a la fama anhelada, al éxito buscado. El deseo de cambiar de nombre, precisamente, conjuga el resentimiento por un pasado inmerso en el anonimato y la aspiración por un futuro emocionante que lo equipare a los ídolos que poblaban las paredes de su pequeña habitación.

La fragilidad del triunfo


Dirk Diggler conocerá el éxito de mano de Jack Horner. El tipo de película que ellos realizan tiene su dosis de audacia: rompe los esquemas simples y previsibles del porno típico y lanza a su personaje por los caminos del “thriller”, haciendo de él un campeón en la lucha y en la cama. Dirk jamás recibirá un Oscar por su trabajo, pero el trofeo y el reconocimiento que la organización le tributa en su ceremonia anual le permitirá adquirir lo que siempre deseó tener: prestigio, casa y automóvil deportivo. En su medio Dirk ha llegado a ser alguien. Sin embargo, la vanidad, la neurosis y la paranoia son la otra cara del éxito alcanzado. Y para ello, la droga es el remedio más a la mano. El paso siguiente:  la frustración, la pérdida y el fracaso.

Anderson sigue de cerca a su personaje en su itinerario vital y anota con sutileza y en paralelo los cambios producidos en él y en su entorno. A los ambientes luminosos, aireados y llenos de gente le suceden las atmósferas opresivas, vacías y nocturnas. A las relaciones francas, abiertas y divertidas del comienzo se oponen los encuentros turbios, tensos y violentos del final. Los planos largos, los “travellings” hacia adelante o los movimientos circulares que predominan en Boggie Nights surgen como una necesidad de la historia. Descubren a los protagonistas en el frenesí de su diversión (fiestas o bailes), subrayan el aislamiento del personaje y nos anuncian la gravedad del momento (Little Billy en su decisión final) o envuelven a los personajes en la complicidad del delito (Dirk y sus amigos preparando la estafa).

Ya para entonces, han arribado los años ochenta y con ellos el autoritarismo de un  Reagan vencedor. Son los años también en los que el vídeo desplaza al cine y la imagen recortada pretende reemplazar el espectáculo de la pantalla grande por la mediocre experiencia en directo.

No son, pues,  tiempos para soñar. La calle se ha tornado aún más violenta. Y Eddie ha escogido el peor momento para abandonar a su familia adoptiva. Ya sea expulsado sin contemplaciones de los estudios de grabación,  golpeado en el piso hasta la impiedad o huyendo como un estafador de pacotilla, Diggler comprenderá que ha tocado fondo: humillado, sometido, derrotado. Sin embargo, el descenlace con Diggler preparándose para salir a escena, como Jack La Motta en su camerino al que Anderson alude abiertamente, subraya con no poca ironía, la posibilidad de una segunda oportunidad. En el universo de Anderson, la redención también es posible.

Una extraña familia


Jack Horner, a despecho del “porno” duro que realiza, es un director de cine que bien podríamos tildar de honesto. De maneras amables, sabe o intuye lo que quiere y su insatisfacción lo lleva a pensar, con cierta osadía, en realizar un cine de calidad. Jack Horner es una suerte de Ed Wood, ese cineasta “naif” convertido en personaje por Tim Burton y cree como él en la seria posibilidad de que sus películas sean reconocidas por sus valores artísticos. Jack ama al cine, y su fiel creencia en el oficio de cineasta lo lleva a oponerse hasta donde le es posible a la sustitución de la cámara cinematográfica por la del vídeo.

Pero, además, Jack es una persona bonachona y comprensiva, que lidera  a un grupo de personajes que se han aposentado en su residencia y han constituído una suerte de familia de características muy especiales, donde todo está permitido y la lealtad de sus miembros es la mejor garantía para disfrutar de su protección. Estos personajes tienen su propia historia y el propósito de Anderson es dar cuenta también de ellas.

Amber Waves (Julianne Moore) tiene dentro de esta “familia” el rol maternal. Sirve de guía en el debut cinematográfico de un Eddie nervioso y esperanzado, debut que inicia una relación afectiva e incestuosa, sustituta del cariño hacia el hijo alejado por una ley que encuentra incompatible su forma de vida con las buenas costumbres. No es nada inocente, entonces, que en el comparendo ante el juez entre Amber y su marido,  varias fotos de Reagan aparezcan en la pared de la sala. Nada que vaya contra la familia y los valores tradicionales puede triunfar. Y Amber estará condenada a perder la tutoría de su hijo y a continuar con el tipo de vida que tiene.

Eddy encuentra, entonces, en Amber el afecto maternal del que careció hasta hace poco. Ellos, son sólo la punta del iceberg de un mundo que está poblado de seres cuya falta de amor se manifiesta de diferentes maneras y en diversos momentos (la patinadora le pide a Amber Waves que sea su madre, Scotty vive permanentemente enamorado de Eddie sin esperanza alguna de retribución, el viejo coronel en prisión desea escuchar de Jack la palabra amistad). Incluso, el mismo Jack es un tipo solitario que necesita la compañía permanente de todo ese gentío del que se vale para hacer cine.

Tarea difícil la de Anderson, la de encarar un mundo estigmatizado con la inequívoca clasificación X, que relega a sus personajes a la categoría de seres anormales, enfermos o corruptos. Sin embargo, está lejos del ánimo del cineasta la mirada escandalosa o el juicio apresurado. El trabajo de esta gente es visto como parte de su diario vivir, asumido con naturalidad y sin prejuicios. Pero, Anderson tampoco cae en la mirada complaciente. La cámara, incisiva, nerviosa, con sus largos movimientos y sus evoluciones circulares, registra con una mirada que oscila entre la impertinencia y la ironía los comportamientos de sus personajes a los que persigue sin tregua en su aventura cotidiana. Tal vez por la recurrente apelación a los mínimos detalles y por el maniático deseo de registrar los pequeños gestos o conductas de sus protagonistas,  es que  en cierto momento se siente que el film se alarga ligeramente y el ritmo decae.

Una galería de personajes


Sin embargo, en el film de Anderson, abundan las ideas originales y el diseño de sus personajes - complejos, inolvidables y difíciles de encasillar dentro de los moldes morales habituales - es inmejorable. Aparte de Jack - un Burt Reynolds maduro, estupendo en su rol de cineasta y lejos del ridículo protagonista de Striptease - está la “Roller girl” (la patinadora), una joven que ha decidido ponerle ruedas a sus pies y reemplazar el paso normal y aburrido del transeunte común y corriente por el deslizamiento permanente sobre la pista de un mundo que oscila entre la fascinación y la sordidez.

Y también está el tímido y desfasado Buck (Don Cheadle), émulo del Jon Voigt de Perdidos en la noche, frustrado una y otra vez en sus intentos de establecer un negocio propio. Rechazado por las instituciones formales (el comercio, la banca), el estigma sigue siendo el mismo que el de Amber: la sociedad decente no le hace sitio a un actor pornográfico.Y, entonces, Anderson, a quien no parece gustarle los finales infelices, permite que un golpe de suerte, violentísimo y sangriento como en las películas de Tarantino, favorezca al pobre Buck  para conseguir el dinero  que haga realidad sus deseos.

Little Bill (William Macy) es otro secundario bien apuntalado por Anderson: un tipo que nunca sonríe, eficiente en su oficio y fiel a  Jack. El cineasta subraya en este personaje el tono del film: burlón y ligero cada vez que la cámara lo sigue en sus pesquisas de las infidelidades de su mujer o dramático y violento en la decisión final de terminar con la burla de que es objeto. Un balazo en la boca y la sangre cubriendo la pared de la habitación es el final impresionante de la fiesta que inaugura la década de los ochenta.

Exito y violencia. Diversión y tragedia. Apariencia y realidad. Dos caras de una misma moneda que Anderson grafica sin cargar las tintas, intentando comprender a los personajes y al momento histórico acotado entre las fechas que abren y cierran sus múltiples historias (1977 a 1984). Anderson, a despecho de su juventud, trabaja con la seguridad del cineasta avezado, teniendo eso sí como arma principal una cinefilia que se nutre de los temas, virtuosismos y rojos scorsesianos, de los desbordes del mejor Tarantino y de unos  caracteres que recuerdan la marginalidad burtoniana. Sus próximas cintas deberán confirmar su talento, ahora entrevisto en lo que también Boogie Nights esconde: un homenaje al cine y a los que tercamente se empeñan en hacerlo.



Rogelio Llanos Q.

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