- I -
Me gustan los sábados. Amo los viernes
por la noche y los sábados todo el día. Así empezaba la extensa nota que
escribí a una amiga muy querida en la que le contaba muchos pasajes de mi
infancia, momentos alegres, inquietantes, melancólicos. Anécdotas evocadas en
medio del silencio y la soledad de algunos días en que la pequeña familia me
abandona y la casa está triste y vacía sin ella. Recuerdos que atraigo a la
memoria una vez más para acompañarme, para decirme una vez más que valió la
pena vivir esta vida aún cuando el presente sea duro, desilusionante o
frustrante. Recuerdos que vienen nuevamente a la memoria también para volver a
encontrarme con aquellas niñas, jóvenes o mujeres que despertaron en mí el
poderoso deseo de conocer el atractivo universo femenino. Sí, fascinante,
maravilloso, misterioso y cruel, también.
Los viernes suelo llegar a casa a las
seis de la tarde y muy a menudo la encuentro vacía: mi esposa en el trabajo o
en alguna reunión amical, mi hija en el hogar de sus abuelos o en
casa de una de sus amigas. Nunca me gustó la soledad. Las casas vacías convocan
no los viejos temores de la infancia por la oscuridad, sino la melancolía por
la ausencia de voces, de ruidos domésticos, de la vida cotidiana acunada por el
calor familiar. La soledad me causa mucha tristeza y no siempre estoy con el
ánimo de afrontarla. Sin embargo, debo admitir que sí hay ocasiones en que
yendo a contracorriente de la melancolía paralizante, intento sobreponerme
iniciando de inmediato alguna de las pocas actividades que me causan alegría,
que me ponen de buen humor o que, en todo caso, me predisponen hacia la tarea
creativa. Si no decido ir al cine (que es todo un placer hacerlo los viernes),
suelo dejar los jeans a un lado, sintiendo un gran placer de quedarme desnudo
por unos momentos antes de enfundarme el cómodo pijama. Sí, permanecer desnudo
es todo un placer, es una suerte de encuentro conmigo mismo, de explorarme y de
sentir esa gran libertad de poder mirar mi cuerpo sin sentir vergüenza alguna y
más bien agradeciéndole por las alegrías y placeres sentidos a lo largo de mi
existencia.
En una ocasión Yola me expresó su
sorpresa por el placer que yo sentía al liberarme de mi ropa. "Te gusta
desnudarte", me dijo con ojos entre burlones y divertidos. "Sí, me
encanta", le respondí manteniendo el tono de la conversación. Sí, sacarse
la ropa es todo un alivio que muchas personas sienten y que se convierte en una
extensión del deseo de liberarse de todas las ataduras o convencionalismos
sociales, religiosos, morales. Pensemos, si no, en lo que ocurre con todas
aquellas multitudes que se desnudan al llamado de aquel fotógrafo cuyos
cánones estéticos se deslizan entre multitudes de cuerpos de hombres y mujeres
que, venciendo el temor al qué dirán, las inclemencias del tiempo, los
prejuicios de una educación represiva y las leyes moralistas que los propios
hombres han creado para su infelicidad, muestran su belleza o lo que aún
supervive de ella (siempre habrá belleza en el cuerpo humano) como un
testimonio de ese deseo irrefrenable de vivir en completa libertad,
compartiendo, sin hipocresía alguna, con el amigo, el vecino, el
conocido, los secretos de su materialidad física e íntima.
Amo, pues, los viernes y los sábados
porque, puedo hacer sin preocupación aquellas actividades que me causan un
profundo placer: leer, escuchar música, tomar un buen vino, ver una película,
pero también desnudarme por algunos instantes y reencontrarme gozoso con mi
cuerpo sin la presión del quehacer laboral diario.
- II -
Cuando somos niños solemos explorarnos
de manera inconsciente, instintiva. Gozamos con ello, pero apenas si nos damos
cuenta de cuánto placer obtenemos de esa aventura diaria que es el adentrarse
en los misterios de la evolución del cuerpo humano. El niño en sus primeros
años de vida empieza a descubrir su cuerpo y el mundo a través de sus manos y
de su boca. Se toca todo el cuerpo y todo lo lleva a la boca. Es un grave error
interrumpir estas acciones cognoscitivas, interrupciones que en su reiteración
contribuyen a modelar el comportamiento, visión del mundo y carácter de las
personas. Sin ánimo de entrar en el ámbito de la psicología o de la salud
humana, es bueno sugerir el reemplazo de la labor represiva por una de vigilancia
mesurada que asegure la limpieza del cuerpo y de los objetos que utilizados en
la actividad lúdica, con toda seguridad, el niño llevará a su boca.
De mi infancia recuerdo algunas cosas
relacionadas con este contacto. No mucho, pero si algunos aspectos vitales.
Recuerdo, por ejemplo, que mientras yo dormía mi madre -mi querida mamá- se
levantaba en horas de la madrugada para ir a verme a mi cuarto. Me acariciaba,
me conversaba, me rezaba cuando yo le decía que no podía dormir y, luego,
velaba mi sueño hasta el momento en que yo empezaba a dormir profundamente. Y
también recuerdo que apartaba con delicadeza mis manos de mis genitales cuando
me quedaba dormido en medio de una exploración instintiva e inocente. Yo me
despertaba al sentir que ella me reacomodaba en mi cama para que no volviera a
tocar aquellas partes cuya limpieza o belleza estaban en entredicho. Sí,
nuestros padres siempre consideraron como algo malo, inmoral o feo tocarse
conscientemente los genitales. Hacia esa parte prohibida, tabú e invariablemente
sucia, sólo era posible acercarse jabón en mano. Y con toda seguridad que aún
después de un lavado exhaustivo, el pene o la vagina seguirían tan sucios como
al comienzo. Los genitales fueron siempre -para hombres y mujeres- aquellas
partes vedadas a las que entre sonrojos, desagrado e incomodidad se
accedía para la necesaria excreción, la obligada procreación o la
inevitable y muchas veces repulsiva tarea de calmar el impulso animal del
hombre.
Siento mucha pena cuando reflexiono
sobre este punto, pensando en cuán infelices tal vez fueron las mujeres en el
pasado. He reunido información para escribir una pequeña historia sobre el amor
a través de los tiempos. Hace poco terminé de leer un libro que se titula
Historia Íntima del Orgasmo, libro del cual me interesó saber cómo eran las
relaciones sexuales en el pasado, deseando hallar, al mismo tiempo, aquel
momento en el que las mujeres dejaron de gozar sometidas a leyes, criterios o
puntos de vista injustos y machistas.
Parafraseando a Vargas Llosa, nos hemos
preguntado muchas veces, ¿cuándo se jodieron las mujeres? Y la pregunta es
pertinente porque creo que no siempre las mujeres ocuparon un lugar secundario
o fueron relegadas a una dependencia o sumisión al todopoderoso macho a quien,
en no pocas oportunidades históricas, debía la mujer rendirle pleitesía. Pero,
además, hay muchas preguntas relacionadas a la dualidad mujer-sexo, de las
cuales nos interesa por su vigencia aquellas que tienen que ver con los puntos
de vista de aquellas sociedades que miran el placer sexual como algo malo, feo
o desagradable, así como aquellas interrogantes que se entretejen en torno al
papel cumplido por aquellas formaciones sociales que han mantenido una actitud
agresiva e intolerante respecto al placer femenino, y más específicamente al
orgasmo femenino, del cual aún persisten falsas creencias, mitos y
manifestaciones negativas, siempre de la mano del varón y su vocación por esas
actitudes castradoras e infelices.
Sexo – mujer, sexo – vida, son temas
claves en el desarrollo de la humanidad y que demandan un tiempo apreciablemente
extenso para su abordaje debido. He crecido yo en una sociedad muy represiva
que ha condicionado nuestra manera de pensar, reflexionar y actuar, labor que
insensiblemente ha tenido y tiene lugar desde nuestros primeros años de vida,
precisamente en aquellos años que modelan nuestro espíritu y dejan en él
profundas marcas que semejan hitos o puntos de referencia en ese diario
quehacer que nos conduce ineluctablemente hacia las otras fases (¿superiores?) de
nuestro itinerario vital.
¿Cómo
fui cuando niño en el terreno sexual? ¿qué impresiones tuve acerca de las
relaciones afectivas? ¿cómo fue mi relación con mi cuerpo? Evocaré, pues, aquellos episodios de mi niñez
que, de una u otra manera me marcaron a hierro y determinaron sin duda alguna a
la persona que soy ahora.
- III-
Fui feliz en mi niñez. Sí, mamá me
cuidaba, me prodigaba un inmenso cariño, me sobreprotegía. Cuando niño recibí
de mis progenitores muchos besos y muchos abrazos. Papá y mamá me quisieron con
todo su corazón y siempre me lo hicieron saber con sus palabras, sus gestos,
sus actitudes, pero, como todos los papás de esa época -hablo de los años
sesenta en esa pequeña y lejana ciudad de Talara- sus ideas sobre el sexo y
todo lo que tuviera que ver con él quizás eran negativas. Digo quizás, porque
nunca tocamos ese tema. Pero sí tengo en mi memoria la sorpresa y desagrado de
la mamá cuando me encontraba en medio de mi sueño acariciando mis genitales
o apresando de manera compulsiva entre mis piernas a mi querida
almohada. Supongo yo que el roce de la almohada con mis genitales me causaba
mucho placer porque era una actividad reiterada a pesar de que la mamá me
cambiaba de posición.
En esos años yo no tenía la menor idea
de cómo se hacían los niños y, mucho menos, de la actividad sexual de los
adultos. El pequeño pene servía para orinar y eso era todo. Del placer que
obtenía durante el sueño con mis tercas caricias a las zonas prohibidas nunca
fui consciente a esa edad, pero indudablemente que debía ser algo placentero ya
que -repito- tornaba a tales menesteres una y otra noche. Ni siquiera
sabía los nombres de mis genitales. Tales palabras estaban proscritas, así que
el término "pipí" servía para denominar de manera vergonzosa
y bochornosa a todo el aparato genital así como a la micción misma, pero,
además, era una palabra dicha en susurros, con vergüenza, y lo que nunca supe
fue cómo se le llamaba a los genitales femeninos. Es decir, en
mi recortado mundo sólo existían los genitales masculinos, más no los
femeninos. A esa edad infantil, en aquellos tiempos, nuestra curiosidad y el
ámbito de la fantasía e imaginación eran, quizás, muy limitados. Por lo menos
en el medio en el que yo crecí, la curiosidad sobre tales temas fue siempre
amputada con el criterio de que se trataba de temas restringidos al mundo de
los adultos. No había razones. Sólo la fuerza y el autoritarismo para que el
niño no hiciera preguntas complicadas o incómodas.
Creo que nunca hice preguntas incómodas,
pero sí recuerdo aquella noche en la que sin desearlo pronuncié una palabra
prohibida con el natural desconcierto de todos los adultos que se encontraban
en la sala de la casa de las tías, a donde yo fui en búsqueda de la mamá y
terminé siendo reprendido por mi desatinada expresión. En verdad no recuerdo
quiénes eran las visitantes. No recuerdo la presencia de hombre alguno en dicha
reunión, una de tantas que nunca faltaban en aquellas tardes y noches que los
habitantes de Talara solían prodigar como una manera de pasar agradablemente el
tiempo en una ciudad en la que, precisamente, parecía que el tiempo se había
detenido.
Una de las bromas que siempre solían
hacerme, y que yo siempre la tomaba a mal, era referida a con quién me iba a
casar cuando fuera grande. Y recuerdo que había una sobrina de una profesora,
vecina del barrio, rubiecita para más señas, con la que todas solían
emparejarme. Niño al fin, no soportaba tales ultrajes; pero esa noche, con
mejor humor mi respuesta fue preguntarle a todas “¿cuando te casas?” Mierda, en
una de esas no me salió bien la pregunta y disparé, sin conocer su significado,
“cuando te cachas?” A la risita burlona o nerviosa de una de las presentes
–nunca supe quién fue- siguió un silencio sepulcral cuando yo repetí la frase
animado por la solitaria risita escuchada que hacía eco de la frase de marras.
Y tras el silencio llovió azufre porque el enérgico llamado de atención que me
gané, sin entenderlo, motivó mi desafuero e la sala entre llantos y gritos.
Nunca sabría qué hice o qué dije que pudiera tomarse como una malcriadez. Lo
cierto es que intuí que la palabra
“cachas” –ya que no sabía que se provenía del famosísimo como impertinente y
apreciable verbo cachar – tenía que proscribirla al igual que carajo, mierda y
cojudo que eran las expresiones más procaces que por entonces yo conocía, por
haberlas escuchado, y jamás expresado.
De la sobrina de aquella profesora, por
entonces muy amiga de la familia –y que años más tarde se convertiría en
enemiga acérrima- tengo un recuerdo muy vago. Creo que era una niña bonita,
blanquiñosa y rubiecita, ya lo he dicho. Mi memoria no posee más información, y
sólo guardo esa sensación de desagrado que solía tener cada vez que la llevaban
a casa durante aquellas visitas vespertinas o nocturnas. Había un detalle, sin
embargo, que me llamaba la atención: el cabello largo y ondulado de la niña.
Creo que más que el color del cabello, me impresionaba su tamaño. Pero esa
impresión, me parece no influyó grandemente en mis gustos posteriores por el
tamaño de los cabellos, pero sí despertó mi interés en esa parte fundamental
del aspecto femenino. Y quizás lo que me impresionó más fue su abundancia, pero
en esos años, cuando quizás tenía cinco o seis años, esa fascinación no era
consciente en absoluto.
- IV -
Lo cierto es que me encanta mirar el pelo de una mujer. Me gusta ver cómo
ellas pasan horas ante el espejo mirándose, acariciándose y arreglándose el
pelo. La pilosidad femenina es, para mí,
un poderoso atractivo. Me gusta el pelo largo o corto, rubio o negro, pardo o
rojizo, pero siempre natural. Mirarlo, tocarlo, olerlo es todo un placer y todo
un rito. Y, reitero, ver a una mujer peinándose o arreglándose el cabello me
fascina por la gracia y el empeño con que suelen hacerlo y porque es parte de
esa intimidad coqueta con que a veces suelen generosamente regalarnos. Y, de
paso, digámoslo claramente, es, tal vez, uno de los poquísimos quehaceres
íntimos que nos permiten observar en detalle.
Siempre me ha gustado mirar el cabello femenino. De niño me llamaba la
atención el pelo largo de una joven vecina que vivía frente a mi pequeña casa
de Talara. En aquellos años, los sesenta, Talara era una ciudad absolutamente
tranquila, próspera y cuidada. Había muchos jardines, trabajo bien
remunerado y un orden verdaderamente envidiable. La delincuencia se
reducía a sectores ubicados en la periferia de la ciudad y, por tanto, en la
ciudad misma, la gente podía vivir sin el peligro de ser agredido. Los niños
podíamos acostarnos muy tarde y desplazarnos por las calles sin peligro alguno.
La vida familiar se desarrollaba a puertas abiertas, teniendo en cuenta las
altas temperaturas que se alcanzaban en la zona, especialmente en los meses de
verano.
Yo solía sentarme en las dos pequeñas gradas que permitían el acceso a la
puerta falsa o postigo como solíamos llamar a la puerta trasera y, desde
allí, veía a la gente pasar mientras conversaba o jugaba con mis pequeños
amigos del barrio, pero en otras ocasiones, solitario y entretenido, solía
tirarme al suelo del comedor, debajo de la mesa, a jugar con mis muñequitos de
plástico con los cuales armaba ardorosos partidos de fútbol, que casi
siempre terminaban con la victoria de los aliancistas sobre los siempre
temibles jugadores de Universitario.
Estos juegos que a veces los reemplazaba por lecturas de cuentos, en los
que fantaseaba aventuras y acciones heroicas, se veían interrumpidos
cada día al atardecer cuando un volkswagen se detenía junto a la
puerta de la familia vecina que vivía frente a nuestra casa. Desde el lugar
donde yo estaba apostado -debajo de la mesa- podía ver algo de lo que
sucedía en ese volkswagen, cuyo conductor era un joven oficial del ejército.
Creo que era teniente.
La llegada de este carro bastaba para que mi corazón empezara a latir con
mucha fuerza. Y es que de inmediato, se abría la puerta de la casa vecina y
aparecía una joven muy guapa, radiante de felicidad, y cuyos detalles físicos,
ciertamente, en su mayor parte se han borrado de mi mente, pero hay dos
detalles que aún permanecen en mi memoria: su boca, amplia de labios carnosos
que ella solía pintar de un rojo intenso y su cabello largo, oscuro y
ligeramente ondulado. Ella entraba en el volkswagen y de inmediato sus brazos
se cerraban en torno al cuello del oficial al tiempo que su rostro se acercaba
al de él. Sus besos eran largos, muy largos. Yo sólo podía ver la cabeza de
ella y sus hombros. Las manos de él oscilaban entre la caricia de los hombros
de ella y su cabello. Podía ver como las manos de él se deslizaban por el pelo
de ella como si tratara de alisarlo, mientras su rostro continuaba pegado al de
la joven. Luego de los besos, veía cómo él hundía su rostro en el cabello de la
chica, solazándose en esa caricia. Tengo la impresión de que hablaban poco
y pasaban la mayor parte del tiempo tocándose y besándose.
A pesar de los años transcurridos, aún recuerdo algunas de las
extrañas sensaciones que en ese tiempo se apoderaban de mi frágil humanidad de
apenas ocho o nueve años, quizás. Mi corazón latía con fuerza y sentía una gran
incomodidad que recorría todo mi cuerpo, una suerte de hormigueo que no sabía
como calmar o atenuar. Había una sensación de placer en esta observación
secreta, en este espionaje casi diario que yo ya había asumido como parte de mi
actividad diaria; pero, también había cierto dolor, y no poco
resentimiento, que me inquietaba y desazonaba. En aquellos años, no encontraba
explicación alguna acerca de por qué el oficial me caía tan mal. Lo único que
yo sabía es que el tipo me desagradaba, pero contradictoriamente, sentía un
goce muy intenso cuando veía cómo sus manos acariciaban el cabello de la joven.
Ella, en cambio, me simpatizaba mucho. Creo que me enamoré de la joven. Esto lo
digo ahora, porque en ese tiempo tal sentimiento era para mí totalmente
desconocido. Lo cierto es que, con toda la inocencia del niño que fui, me
gustaba mirarla, y su imagen con aquellas faldas anchas y largas, que llegaban
a mitad de sus piernas, todavía permanece en mi memoria.
Solía, pues, mirarla arrobado, especialmente aquellos labios carnosos y
jugosos, con la esperanza de descubrir en ellos el secreto del amor. Yo quería,
tal vez, que aquellos labios revelaran el misterio de aquellos besos
larguísimos que solía prodigar diariamente. Yo quería, quizás, encontrar en su
rostro las huellas del amor correspondido, del amor apasionado. Y, por ello,
cuando en cierta ocasión me acerqué a ella para entregarle una pequeña torta
que mi madre le remitía, creo que por su cumpleaños, quedé como
hipnotizado viendo como la pareja se encontraba fundida en un abrazo y un beso
apasionadísimos. Sí, de pronto me vi, silencioso, parado casi junto a ellos,
fascinado ante el espectáculo de una pareja en pleno arrebato amoroso. Estaban
tan concentrados el uno en el otro que no se dieron cuenta de mi presencia,
hasta que yo hablé llamándola por su nombre. Se llamaba Carmela. Al escuchar su
nombre, ella volteó azorada, confusa y con una sonrisa nerviosa -sí, la
recuerdo con nitidez- se inclinó hacia mí y me agradeció el obsequio con palabras
amables para mi madre y un beso en mi mejilla. Un beso en mi mejilla de
esos labios rojos que tanto atraían mi atención, de esos labios que hacía unos
instantes habían estado dando y recibiendo amor. Y su pelo, su largo pelo, rozó
mi rostro como una leve caricia durante unos brevísimos segundos. Una vez más,
evoco no sin cierta nostalgia, esos sentimientos cruzados y antagónicos que
hicieron presa de mí: amor y dolor, placer y sufrimiento. Pero en aquellos
momentos, para el niño que vivía tales experiencias, todo se resumía en una
sola palabra: desconcierto.
Siempre vuelvo a esos recuerdos de infancia y de juventud. En ocasiones,
cuando tengo muchas preocupaciones, suelo ahuyentarlas repasando aquellos
episodios de mi vida que me marcaron, que dejaron en mí una profunda huella y
que, ahora, con las experiencias vividas puedo interpretarlas, entenderlas y
escribirlas. Sí, Carmela, fue la primera mujer que entró en mi vida para
quedarse. Carmela, la de los besos apasionados, la de besos largos e intensos.
Carmela, la de besos ajenos, tal vez a estas alturas de la vida, quizás ni
ella misma los recuerde. En cambio yo, a pesar de que no
los recibí, sí los recuerdo y atesoro con placer. Y por ello,
siento como que tengo cierto derecho a sentirlos como
míos. Sí, porque, además, los hice un poquito míos a través de la
imaginación y de los sueños. Y porque ese beso en la mejilla, de esos labios
con las huellas frescas del amor, me colmaron de un sentimiento
agridulce que se posó para siempre en mi corazón.
- V -
Cuando Carmela se casó, partió con su
marido a un lugar desconocido. Nunca más supe de ellos. Los olvidé rápidamente.
Quizás fue un alivio no volverlos a ver. No experimenté dolor alguno por su
ausencia. Al menos, no lo recuerdo. Tal vez, en el fondo me sentía culpable por
lo que hacía: espiarlos horas tras horas, mientras jugaba con mis muñequitos de
plástico. Intuía, quizás, que esta labor de espionaje estaba reñida con la
moral, con las buenas costumbres que mis padres se esmeraban en enseñarme.
Probablemente, la ausencia de aquellas escenas de amor liberaron a mi cuerpo
del fastidio e incomodidad al que diariamente fue sometido. Era una turbación
que no encontraba paz porque desconocía cómo procurarme alivio alguno.
A pesar de lo anterior, mi infancia fue
feliz. Mis padres me daban todo lo que yo quería y, sobre todo, me sentía
querido y protegido. Mis amigos del barrio eran mis compañeros de juegos y de
aventuras. Todos eran hombres, no había mujer alguna en el grupo. Niños
inocentes que repetían no pocas veces el lenguaje procaz de los adultos, sin
conocer su significado. Su agresividad la canalizaban a través de las peleas o
de la palabra grosera. Yo no entendía el significado de aquellos términos que
en mi casa estaban totalmente proscritos y yo, por supuesto, bajo amenaza de no
repetirlos porque era un pecado grave.
Tenía entonces diez años cuando
descubrí en el cine Grau de Talara a una linda niña de rizos pardos que reía
maravillosamente ante el desmadre de El Mundo está Loco, Loco, Loco. Por
momentos me desentendía de la trama de la película para ver su rostro redondo,
sus ojos claros, su tez blanca y una boquita roja como una manzana. Sí, la
recuerdo aún muy bien. Ella estaba sentada en la butaca de adelante, por lo
cual no tenía inconveniente alguno en fijar en ella mi mirada sin ser
descubierto. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al día siguiente descubrí que
esta niña vivía a dos puertas de mi casa. Al parecer recién se habían mudado
de alguna parte del Perú a la cálida Talara. Desde ese día empecé a mirarla con
placer, pero era incapaz de acercarme a ella y hacerme su amigo. Siempre fui
tímido, lo soy aún ahora, a pesar de que muchas amigas se ríen cuando les
confieso mi timidez. Soy tímido e inseguro y lo era más cuando niño. Así pues,
aprendí en aquellos años de infancia a disfrutar con la mirada, los recuerdos y
la imaginación. En mis fantasías, yo era amigo de la niña y me encantaba
escuchar su voz y su sonrisa, pero, una vez más, tales placeres no los
vinculaba con el amor, con el enamoramiento, temas que pertenecían al mundo de
los adultos y que los atisbaba sólo a través de las películas a las que solía
ir los fines de semana. Era impensable que un niño se enamorara o que se
refiriera al amor, y cuyo significado real no estaba aún a su alcance.
Bueno, eso era lo que yo creía. La
realidad, sin embargo, tenía otros matices. Mi amigo de infancia, César, sí
tuvo las agallas suficientes para acercarse a la niña de los rizos pardos y
declararle su amor. Me contaron los amigos que vieron tal hazaña, que el precoz
César -un niño de facciones regulares y bien acogido por las niñas del barrio-
le dio un beso a la pequeña Gina. Recuerdo haber sentido algo parecido a los
celos y, creo que fue desde entonces que me negué a continuar mirando a la
niña. Al evocar mis sentimientos de esos años identifico términos como cólera o
resentimiento. Creo que también a partir de allí perdí a un amigo.
En el verano siguiente, en los albores
de mis once años, seguía pensando en Gina, pero sin la obsesión de los meses
anteriores. Mis diversiones favoritas eran el cine (siempre ocupó un lugar
privilegiado en mi vida), la playa, el fútbol y los juegos de salón (que los
tenía en cantidad considerable, gracias a la generosidad de mis padres y de las
hermanas de mi madre, unas tías adorables). Mi casa era el centro de diversión
del grupo de niños que constituía mi "patota" del barrio. Y solíamos
sentarnos junto a la puerta falsa de mi casa desde donde veíamos pasar a la
gente mientras conversábamos o hacíamos planes para la tarde o la noche en que
nos enfrentábamos en un ardoroso partido de fulbito o nos íbamos -con el
permiso paterno- a gozar de la aventura que nos deparaba la película de turno.
- VI -
Y de pronto otro giro del destino vino
a alterar mi paz infantil. Ya he contado que hasta ese momento mi
genitalidad sólo era el "pipí" expresado en susurros. No había más.
Incluso cuando iba a la playa, la diversión estaba en el agua y en el
aprendizaje forzoso de los movimientos básicos de la natación. Por esa época el
cuerpo femenino nunca atrajo mi atención. Un día, poco antes del mediodía,
ocupé mi lugar habitual junto a la puerta falsa de mi casa a la espera de la
llegada de los amigos. Tardaban en llegar y, de pronto, ví que la mamá de Gina,
una señora que frisaba los treinta y tantos años, salía en ropa de baño junto
con su familia para abordar su carro y dirigirse a la playa. Su paseo casi se
frustró porque el carro no arrancaba. Me puse a observar con detenimiento todo
lo que allí sucedía, donde la señora era la que llevaba la voz cantante (dicho
sea de paso, al esposo nunca lo conocí, pues según parece viajaba
constantemente). De pronto, mi atención se vio centrada en la imagen de la
mujer. Lo que recuerdo de ella era su rostro descolorido, su gesto siempre
adusto -no era guapa- y sus piernas desnudas y blancas. Creo que su voz era
medio chillona. Me impresionó, sin embargo, la blancura de su piel que
contrastaba con el traje de baño de color celeste. No había sentimiento alguno
de atracción, afecto o admiración. Era pura curiosidad. Primera vez que veía de
manera consciente las piernas desnudas de una mujer. O quizás, era la primera
vez que veía unas piernas tan blancas.
Lo cierto es que desde ese día que
descubrí a la señora G. en traje de baño o mejor dicho desde ese momento en que
me fueron reveladas las piernas de aquella mujer, ya no pude dejar de
observarlas con curiosidad. Día a día la espiaba, aunque sin llegar a la
obsesión con que solía mirar a la bella Carmela. Sin embargo, un día el traje
de baño pasó del color celeste a un verde claro, bastante ceñido, más ceñido
que el anterior. Esta vez lo que me llamó la atención fue el abultado vértice
que se formaba entre las piernas de la señora G. Esa fue la primera vez que me
pregunté qué es lo que las mujeres tenían allí donde nosotros teníamos el
pequeño "pipí". Luego de mucho elucubrar, pues no había forma de
efectuar pregunta alguna a nuestros mayores, sabiendo que esas partes eran
consideradas feas o sucias, llegué a la conclusión de que el bultito que allí
veía era porque las mujeres tenían algo parecido a los genitales nuestros.
Recuerdo haber pensado por primera vez que jamás había visto orinar parada a
una mujer. Supuse, entonces, que tal vez tenían algunos órganos similares a los
testículos, pero que carecían de "pipí". Lo cierto es que entré en
tal estado de confusión que cada noche antes de dormir intentaba resolver el
enigma de aquel bultito que mostraba ahora día a día la señora G.
Mi curiosidad fue tan grande que un día
no aguanté más y le pregunté a mi buen amigo Chepo (no sé por qué le decían
así, siendo Julián su nombre de pila), qué era ese bultito que tenía la señora
G, entre sus piernas. Su respuesta me sorprendió y me dejó aún más
desconcertado. Dijo lacónico y tajante: "son los pendejos". La palabra
era totalmente desconocida para mí y, además, su sonoridad y la forma como lo
expresó me hizo temer que se tratara de una vulgaridad. Le di a entender que
había comprendido y cambié de tema, pero el término me siguió dando vueltas en
la cabeza.
Acabó el verano y yo seguí sin
comprender acerca de la palabreja aquella y el bultito de la mujer de piernas
blancas continuó siendo el mayor enigma de mi infancia a punto de concluir.
1966 fue el último año que viví plenamente en Talara. Al año siguiente mis
padres, haciendo un gran esfuerzo económico y con una enorme tristeza en su
corazón decidieron enviarme a Trujillo para que llevara a cabo allí mis
estudios secundarios. Y una tarde de marzo de 1967 partí sólo, con lágrimas
en los ojos y con mis recuerdos de infancia al encuentro de mi nuevo
destino. Carmela y sus besos apasionados, Gina y sus rizos pardos, la Sra. G.,
sus piernas blanquísimas y el misterioso bultito del sur de su cuerpo,
empezaron a ser los gratos y amados recuerdos de un pasado que tenía que aprender
a olvidar si quería sobrevivir en el nuevo universo al que iba ahora acceder.
Cada recuerdo era como una herida lacerante en mi corazón que convocaba al
llanto angustiado y consolador. Pensaba en los labios de Carmela y me maginaba
dándoles muchos besos; recordaba a Gina y volvía a las gratas imágenes de esa
sonrisa que me cautivó en el viejo cine Grau y, entonces, urdía historias de
amor con ella, la imaginaba admirándome en mis partidos de fútbol o conversando
con ella en el jardín de su casa.
Los primeros días, sólo en la pensión
de la familia A. en Trujillo, mi imaginación y fantasía trabajaron de manera
ardua para distraer mi soledad, mi tristeza, mi desesperación. Tales
ejercicios, sin embargo, hacían que extrañara aún más mi pequeña ciudad, mi entrañable
casita, mis queridos papás, mis juegos infantiles, mis días de playa, mi
querido cine Grau. Fueron días de muchas lágrimas y de mucha nostalgia. Y esa
nostalgia, durante mis cinco años de estancia en Trujillo, nunca lograron
disiparse totalmente, quizás porque al final del año escolar, retornaba con la
felicidad pintada en el rostro a la Talara de mis años de infancia. Pero el
niño que se fue de esa ciudad enclavada entre el desierto y el mar nunca más
regresó.
R.
No hay comentarios:
Publicar un comentario