30/11/13

DE CONTACTOS HUMANOS Y CARICIAS VITALES




Acabamos de leer una nota titulada Condicionantes Sociales en una Experiencia Táctil cuyos autores son Gema Hoyas y Miguel Molina, ambos profesores de la Universidad Politécnica de Valencia. Interesante. Habla, precisamente, de uno de los asuntos que nos preocupa y, quizás, nos obsesiona: la necesidad de tocar en el ser humano y la represión de que es objeto debido a los convencionalismos sociales o morales imperantes en la sociedad judeo cristiana.

Tocar o no tocar

El tocar, tocarse o tocar a los otros, ya lo dice el texto en el resumen, es fundamental para el desarrollo normal del ser humano. Tocando aprendemos a conocernos, a conocer el mundo y a conocer a los demás. Sabremos así cómo somos y qué nos semeja o nos diferencia de los demás. Sabemos que es así y, sin embargo, nos reprimimos y reprimimos a los demás, empezando con nuestros hijos, dejando pasar la gran oportunidad de experimentar el placer –y que los otros también lo tengan, del conocer. La consecuencia inmediata a esta inhibición es la incomunicación.

Decimos, por otro lado, que es la sociedad la que condiciona la conducta de los seres humanos. Sin embargo, somos nosotros los que hemos construido la sociedad en la que vivimos. Peor aún, con nuestras inhibiciones y aceptaciones de esas imposiciones morales, permitimos que ese tipo de sociedad represiva y frustrante, continúe perpetuándose. Como bien sabemos, la sociedad –un producto del hombre, una creación nuestra-, ha establecido con casi total impunidad lo que debemos y no debemos tocar o tocarnos. Así es cómo han surgido aquello que llamamos tabúes y también aquello que algunos especialistas conocen con el nombre de “hambre de piel”.

Empieza el texto con la inclusión de una nota en la que se reconoce que el mundo en el que vivimos es un mundo de intocables, de extraños y de desconfiados. Y todo ello a pesar de aquella experiencia diaria en la que vemos cómo el niño toca, agarra los objetos, se los lleva a la boca y juega con ellos. Vemos cómo se inicia el aprendizaje, pero no somos capaces de asimilar esta enseñanza de la propia naturaleza. Por el contrario, la reprimimos de inmediato. La experiencia sensorial de inmediato es amputada, como más adelante la experiencia visual y auditiva sufrirán en cierta medida los efectos de una represión que se pone en marcha tan luego el individuo empieza a crecer.

Todo se prohibe

Al niño se le prohíbe tocar objetos utilizando todo tipo de razones o sinrazones: porque están sucios o porque puede hacerse daño. Al niño se le prohíbe tocarse los genitales porque ellos son sucios o porque es pecado o porque es de mal gusto que los demás vean cómo efectúa sus primeros movimientos de autoestimulación.  Al niño se le prohíbe tocar a otros niños de su mismo sexo porque podría desarrollar tendencias homosexuales. Al niño se le prohíbe tocar a otros niños de sexo diferente porque hay que evitar que vaya a convertirse en un mañoso o en un pervertido. Y junto con esta práctica anti sensorial, empieza también la represión visual: no debe ver a sus mayores o a sus padres besándose o acariciándose, mucho menos, por cierto, haciendo el amor. Tales prohibiciones van asociadas, generalmente, con el castigo, el maltrato o simplemente el alejamiento físico del niño. Si a ello le sumamos el concepto extendido en muchos adultos de que las manifestaciones de cariño entre padre e hijo es poco o nada masculino, pues tendremos el cuadro casi completo de una educación cuyo horizonte es la incomunicación y la frustración antes mencionadas, pero también la reproducción indeseable en los seres humanos de conductas en las que el individualismo, egoísmo e insensibilidad son intensamente exacerbadas.

Dicen los entendidos que existen cuatro distancias de interrelación entre los seres humanos: íntima, personal, social y pública. Las relaciones táctiles, según estos estudiosos, se dan en la distancia íntima (de 0 a 45 cm) y en la distancia personal (de 45 a 122 cm de separación). En la primera, es posible imaginarlo, se ubica el acto sexual, pero también la lucha, el combate de las personas. Asimismo, cuando se trata de expresar solidaridad o felicitación llegamos a la distancia mínima. Y por ello, es que en tales momentos la posibilidad de un encuentro íntimo es mayor. El baile es la gran oportunidad de acercarse. El tacto, el contacto visual, los gestos permiten ese acercamiento. Por ello, es importante que los niños practiquen el baile, pero sin que los mayores interfieran con sus chanzas o burlas en esta privilegiada práctica sensorial. Los niños deben aprender a explorarse desde ese momento, de manera natural, libre y gozosa.

La distancia personal se enraíza a partir de las prohibiciones que vienen desde la niñez. En tales acercamientos el cuerpo se pone a la defensiva, aunque aquí es importante tener en consideración los componentes culturales de cada lugar o país, componentes que, por otra parte, han sido creados por el hombre mismo, incentivando al mismo tiempo ese sentido de propia territorialidad que excluye terminantemente el tacto como una fuente enriquecedora de experiencias, de conocimientos y una singularísima forma de comunicación.

Temor al placer

La tradición judeo.cristina, dicen los autores de la nota, ha potenciado el temor al placer. Por ende, siendo lo sensorial una fuente fundamental de placer, tal experiencia ha sido declarada pecaminosa, inmoral, sucia y, finalmente proscrita. El tocarse entre los seres humanos es, entonces, un tabú. Las organizaciones sociales, en consecuencia, han establecido dentro de sus códigos morales de conducta aquellas partes del cuerpo que se pueden tocar así como aquellas partes que obligatoriamente tienen que cubrirse. El vestido, entonces, pasó a ser un objeto producto de la necesidad de protección ante la agresividad del medio ambiente a objeto necesario para mantener la moral y las buenas costumbres. En suma, el cuerpo como fuente de pecado, el cuerpo como residencia de aquellas fuerzas diabólicas capaces de conducir al hombre a la perdición. Aquellas ideas de que el cuerpo es un lugar sagrado que hay que cuidar o conservar no fue sino una coartada para privar al hombre y, especialmente a la mujer del placer, del goce, de la fantasía, de la ilusión.

Es curioso, por ejemplo, los tabúes desarrollados por algunas sociedades: cuentan los autores que en las islas Fiji está prohibido tocar el cabello de las mujeres, como en Japón es impensable tocar la nuca de una joven, por lo menos públicamente. Sabemos, además, que en los países árabes, las mujeres deben cubrirse el cabello y en algunas  partes del mundo islámico es norma que la mujer vista ropas que disimulen sus formas anatómicas. En el siglo pasado aún existía en muchas partes del orbe la concepción inmoral del coito. El coito era necesario para la procreación, pero el placer debía ser excluido. Ahora, sólo la iglesia católica –y dentro de ella algunos sectores recalcitrantes- mantiene en alto tales banderas. 

Hacia una sociedad autista

En la actualidad, sometidos a la vorágine de una sociedad competitiva y liberal, donde ya no se vive sino se sobrevive, la evasión y la incomunicación se han aposentado de manera muy significativa. La gente ahora se recluye en el Internet, el correo electrónico y los chats para conversar o simular las relaciones sexuales, amparándose en la soledad y en el silencio. Estamos cada día sentando las bases de una sociedad autista, alejándonos de nuestro cuerpo y viendo con mayor extrañeza a los demás. Cada vez más perdemos la oportunidad de gozar de aquello que la naturaleza nos brinda y que está al alcance de nuestras manos: la posibilidad de acariciarnos a nosotros mismos y a los demás, la posibilidad de gozar y de conocer juntando nuestras manos, dando y recibiendo besos, compartiendo abrazos y palabras afectuosas, disfrutando de la visión esplendorosa de la belleza del cuerpo humano, del nuestro y el de los otros.

La nota concluye con una afirmación, que es a la vez un llamado de atención: necesitamos tocar y ser tocados. Necesitamos reconocer nuestros cuerpos y el de los demás. Necesitamos volver la mirada a nosotros mismos y empezar por admirar nuestra geografía humana  y la de los demás, como si de un nuevo amanecer se tratara. Como si de repente hubiéramos vuelto al jardín edénico. Necesitamos la mirada del niño, necesitamos volver a la inocencia primera, a la maravillosa ingenuidad de los años aurorales. Pero, lástima, ese amanecer aún está lejano. Nos espera todavía un largo y doloroso invierno.

 Rogelio Llanos                                         Lima, 24 de abril de 2008

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