30/11/13

LA TORMENTA DE HIELO

(The ice storm, 1997)


Director: Ang Lee


Escribe: Rogelio Llanos Q.


- I -

Estamos en el otoño de 1973  y el mal tiempo empieza a azotar la Costa Este norteamericana. Un tren que hace la ruta New York - New Canaan está varado por el corte de energía eléctrica a causa de una gran tormenta de hielo. Restituida la energía, retorna el movimiento y Paul continúa su lectura de Los Cuatro Fantásticos, un “cómic” muy popular de la época. En la banda sonora, Paul, establece una similitud entre los personajes de la historieta y la familia: “...Cuanto más poder tenían, más daño se podían hacer el uno al otro...”, señalando así el derrotero por el que la historia va a transitar. Y mientras Paul sale a la estación y observa con sorpresa a su familia esperándolo, la acción se detiene y, entonces,  una intensa como dilatada mirada hacia atrás nos sitúa en los días previos al Día de Acción de Gracias, en los que tendrá lugar los acontecimientos que muestra el film.

Ben (Kevin Kline) y Elena Hood (Joan Allen) conforman el matrimonio norteamericano típico: él, un ejecutivo de saco y corbata y ella, una neurótica ama de casa, ambos sometidos a una terapia psicológica (lo sabemos por el comentario de los hijos) y padres de dos hijos adolescentes (Wendy-Christina Ricci y Paul-Tobey Maguire). Sus vecinos, los Carver (Jim-Jamey Sheridan y Janey- Sigourney Weaver), son amigos suyos que también tienen dos hijos (Mikey-Elijah Wood y Sandy-Adam Hann-Byrd) y poseen, al igual que ellos, una fachada honorable de familia bien constituida.

La vida es un aparente transcurrir apacible de los días, entre las pequeñas discusiones familiares, las celebraciones nocturnas de las parejas de amigos y las inquietudes de los jóvenes adolescentes que empiezan a mirar hacia el mundo de los adultos. Todo ello es retratado por un Ang Lee sobrio y contenido, con una cámara de movimientos largos y pausados. Sin embargo, tras la calma que las primeras imágenes nos muestran, es posible entrever que hay agitadas corrientes ocultas tras la estéril rutina diaria.


- II -

El aburrimiento se ha instalado tanto en  el hogar de los Hood como en el de los Carver y mientras Elena se niega a la relación marital, Ben se acuesta con su vecina Janey, aprovechando las continuas ausencias de Jim. Absorbidos por sus propias ocupaciones y ausente todo sentido de responsabilidad, los adultos mantienen una frialdad y distanciamiento con sus respectivos hijos, los cuales, a su vez intentan encontrar vías alternativas de comunicación y afecto. La situación retratada es la de una división generalizada, de una carencia total de sentimientos afectuosos y de una incomprensión extrema. Desintegración de la pareja, ruptura generacional.

Y es esta ruptura  de afectos y sentimientos entre adultos y jóvenes la primera señal de extrañeza que se percibe en La Tormenta de Hielo. Lejos de cualquier efectismo el cineasta incursiona de manera alterna en ambos universos. Observa con ánimo esclarecedor, pero no es impertinente. Ang Lee no es de aquellos que levanta la voz para criticar o para acusar y, es tal vez por ese motivo, que con injusticia se le ha acusado de ser demasiado frío o poco comprometido con el tema entre manos.

Interesado en la relación familiar, su preocupación es auscultar las razones que llevan a la ruptura y a la disensión. Sus imágenes, directas y duras, ensambladas en una estructura que muestra su filiación oriental, nos descubren el fondo hipócrita y moralista sobre el que se levanta la organización familiar norteamericana, siempre precaria y siempre al borde de la destrucción. Unas cuantas pinceladas le bastan al director para retratar esta brecha entre padres e hijos, entre adultos y jóvenes. Si Wendy ve en el padre a un símbolo del autoritarismo, Paul, a su vez, ve en él a un desconocido que oscila entre el fingimiento y la incapacidad de comunicación. Para Mikey y Sandy Carver, en cambio, la figura de los padres es la de la ausencia, la del abandono, y peor aún, la de la indiferencia.

Que estos conflictos se desarrollen durante esa suerte de celebración de la unidad familiar norteamericana -el Día de Acción de Gracias- no es más que una gran ironía que Ang Lee se permite deslizar sin contemplación alguna y con impavidez oriental. Lo que estas imágenes revelan, en su fugacidad, es una crisis que va más allá del ámbito familiar para instalarse en el centro nervioso de toda una generación.



- III -

Para los adultos, la existencia está muy lejos de ser lo sencilla y tranquila que se anuncia al comienzo de la cinta. Hay muchas máscaras que ponerse, además de la de respetabilidad. Hay que fingir ante la pareja, los hijos y los amigos que todo marcha sobre ruedas. La comunicación se ha cerrado, el sexo es la única vía de evasión y el espacio para la autenticidad prácticamente se ha reducido a la nada. En cambio, lo que va ganando de manera casi imperceptible a los personajes es un deseo inconsciente de autodestrucción. Y por ello es que Ben se aferra a Janey a pesar de sus humillaciones, Elena roba en la farmacia o se obliga a participar en el juego de intercambio de parejas. Existe el deseo expreso de tocar el fondo, de agudizar los conflictos, como una forma, tal vez, de sentirse vivos. Hay por otra parte, un gran desencanto en los personajes, como si no tuvieran mayor horizonte que la realidad más inmediata.

De hecho ese desencanto de los protagonistas de La Tormenta de Hielo está ligado con el contexto político en el que se desenvuelve el relato. Y es que el año en el que transcurre la historia, no ha sido una elección gratuita del cineasta taiwanés. 1973 fue el año del Watergate de Richard Nixon, el año en que se puso en evidencia una de las mayores mentiras de la democracia norteamericana y que marcó a toda una generación aún conmocionada por el desastre de Vietnam.

Y es obvio que una de las intenciones del director de La Tormenta de Hielo es enlazar este acontecimiento, que significó un trauma para los norteamericanos, con el ámbito más reducido de la sociedad: la célula familiar. Clara referencia a una época y a un estado de ánimo: no fue fácil para el ciudadano común aceptar  que el principal responsable de los destinos de la nación, a semejanza del padre, descubriera públicamente, a despecho de su declarada inocencia, sus fisuras y su inmoralidad. Pero, al director no le interesa abordar el contexto político, y sólo hace alusiones muy rápidas a Nixon, dos a través de la televisión y una tercera mediante la máscara que Wendy se coloca, precisamente en el momento en que se dispone a iniciar un juego amoroso con Mikey. Sin embargo, no hay impostación alguna en ese simbolismo sutil, que alude a la farsa y a la simulación. El cineasta se las arregla muy bien para componer una situación inquietante y provocadora, de tal suerte que las imágenes se ven perfectamente integradas al curso de la narración.


- IV -

Hay dos asuntos que Lee ha abordado en su cinta con acierto: el descubrimiento del sexo por parte de los adolescentes y las relaciones sexuales, alejadas de cualquier asomo vital, como una expresión fiel de unos comportamientos influidos y moldeados por un estado de cosas dominado por el egoísmo y la vaciedad, y del cual  no es posible avizorar escape alguno.

El sexo para los adolescentes en La Tormenta de hielo se expresa como una necesidad de afirmación y sobre todo de comunicación, aquella que precisamente está faltando en sus hogares y cuya carencia es recordada una y otra vez por el medio en el que se desenvuelven. Paul quiere ligar a una chica y no puede. Ante la imposibilidad de manifestar sentimientos, la droga es un medio que está a la mano como fuente evasiva.

El sexo para Wendy, Mikey y Sandy  es la preocupación central de su edad y es intuido como una posibilidad de manifestación recurrente de afecto. Ellos construyen un trío en el que teniendo como centro a la primera, ensayan un juego de relaciones hecho de continuas provocaciones femeninas, persistentes miradas indiscretas y tímidos acercamientos físicos. Con inteligencia Ang Lee se acerca a este mundo que con ingenuidad y torpeza pretende a su manera emular el comportamiento adulto.

Hay en los adolescentes (casi niños) una urgencia por reconocerse mutuamente y compartir la marginalidad de la que son objeto. Por eso, esas imágenes de Wendy y Sandy desvistiéndose bajo las sábanas y explorando su naturaleza constituyen la lógica respuesta a un mundo adulto que los reprime, imprimiéndoles su sentido pecaminoso del sexo, o que los tiene franca y persistentemente olvidados. Sin embargo, al intentar reproducir ese mundo adulto que le sirve de paradigma, lo que se puede prever hacia el futuro no resulta nada optimista.

A su vez los adultos, rotas las barreras familiares, intentan disfrazar el aburrimiento y la frustración con un retorno al campo de adolescencia y su carácter lúdico: el intercambio de parejas. Sólo que allí ya no hay inocencia, la alegría está ausente y el vacío es aún mayor. La experiencia de los cuatro adultos, protagonistas centrales de La Tormenta de Hielo, es devastadora. Por que aún antes de que la tragedia se haga presente, ellos han logrado percibir la miseria de su existencia. Ese gesto de asco de  Jim luego de copular desesperadamente con Elena es brutal y patético al mismo tiempo. La imagen de Ben, alcoholizado y desmoralizado, tras su puesta en ridículo en la fiesta o la de Janey, deprimida y enrollándose en posición fetal asumen también el mismo carácter elegíaco. Tras la mentira, la nada, el vacío absoluto.


- V -

La Tormenta de hielo es un film bastante áspero y, por momentos, roza la crueldad. Sin embargo, Ang Lee apuesta por la redención de sus personajes. Pero para que ello suceda, el director postula la necesidad de la experiencia traumática, aquella que permita a sus vapuleados personajes levantarse de sus escombros y asumir con sinceridad su rol familiar.

No hay peor experiencia que la muerte de un niño o un adolescente. Y el director la presenta aún más terrible, por cuanto ella se produce de manera impredecible y en uno de los momentos de mayor expresión vital: mientras Mikey juega en el hielo, deslizándose por las calles con entera libertad, desafiando a las inclemencias de la naturaleza y en abierto contraste con el encierro de los adultos.

Y tras el golpe moral, el reencuentro familiar que coincide con el fin de la tormenta y que Ang Lee lo resuelve con pequeños gestos: La mirada sorprendida y alegre de Paul, a pesar de su frustrada experiencia sentimental, el consternado silencio de Wendy (que antes sorprendió con un abrazo emotivo a Sandy a la vista del cadáver de su hermano), las lágrimas de arrepentimiento de Ben y el leve abrazo afectuoso de Elena a su marido. No hay la palabra fin, sólo la oscuridad súbita del ecran antes de que salgan los créditos finales. Y es que, finalmente, la vida, hecha de experiencias rudas y venturosas, melancólicas y alegres, continúa su marcha aunque nada es seguro y permanente.



- VI -

La Tormenta de hielo es un paso adelante en la obra de Ang Lee. Pero su éxito, sin duda se debe también al extraordinario cuadro de actores que encabeza Kevin Kline. Este actor, luego de su participación en Reencuentro (The Big Chill, 1983) , realizó una serie de películas en las que se temió que quedara encasillado como comediante, y no necesariamente exitoso. Pues bien, en esta cinta Kevin Kline demostró sus notables condiciones de actor dramático. Hay que verlo intentando vanamente  comunicarse con Paul o en su papel de macho burlado en la fiesta de los Harford, para darse cuenta de su madurez alcanzada.

Sigourney Weaver está espléndida en su  rol de amante de Ben. Y uno de sus grandes momentos es cuando pasa del gesto placentero al aburrimiento y luego al desprecio de su pareja. Su Janey resulta siendo una mujer fatal atractiva e inolvidable.

Pero, no seamos injustos con los demás actores. El conjunto, en general, es parejo y hace de la película una experiencia digna de verse. Aún cuando salgamos del cine conmocionados y perplejos. 


LA TETA ASUSTADA

(2009, Claudia Llosa)

Escribe: Rogelio Llanos

Inquietante, provocador, audaz, fueron los términos con los que definimos en su momento  Madeinusa, film con el que debutó en el largometraje Claudia Llosa. Tales términos pueden aplicarse también a La Teta Asustada, con lo cual queremos poner de relieve las virtudes y el talento de una directora que es capaz de continuar auscultando el universo andino con su mirada curiosa, su gusto por el detalle, su propensión a los símbolos, su atracción por los rituales y su enorme sensibilidad. La Teta Asustada muestra, una vez más, a una directora fascinada con sus personajes, capturada por una historia y una anécdota que proceden de un mundo ancestral que ella se empeña por descubrir, por interiorizar, y cuyas manifestaciones de alegría o de tristeza, de paz o de violencia, la estremecen, la enternecen o la sublevan. Y ese estremecimiento, esa ternura o esa rebeldía que nacen del conocimiento, las percibimos, a través de sus imágenes sentidas, legítimas y sinceras.

Un primer plano extenso y sostenido sobre el rostro de una anciana que narra en su canto final la tragedia vivida años atrás sirve de nexo entre el pasado y el presente. Nos ubica de inmediato en el origen de la historia, dándonos al mismo tiempo la explicación del trauma que padece Fausta (Magaly Solier), la protagonista principal, que ahora escucha de su madre mientras agoniza, el relato de una agresión, de una violación de la que ella ha sido fruto, como muchas mujeres de su tierra invadida, de su tierra arrasada. Plano hermoso y terrible a la vez, nos pone en contacto con la oscuridad, la violencia y la muerte. La cámara fija capta, con ánimo ritual,  los últimos momentos de una mujer que se apura en su historia combinándola con advertencias y consejos para la joven, para que desconfíe, para que esté alerta ante el agresor cuyas armas no son únicamente las de fuego sino aquellas que provienen de su violenta naturaleza viril.

Historia personal y a la vez historia colectiva la que relata la anciana. Un país desangrado, violado, dividido. Un país en el que el miedo y el temor se transmiten de generación en generación. Un plano que en la sobriedad de la mirada y en la crudeza de su texto, contiene esa rara mezcla de belleza y consternación que es propia de las grandes obras de arte. La cámara inmóvil, como si no fuera capaz de dejar de mirar a la anciana, como si fuera imposible dejar de escuchar su testimonio, acentúa esa impresión y captura de inmediato nuestro interés. La emoción fluye y, como diría Francois Truffaut, el cine reina.   La Teta Asustada, muy lejos del panfleto y de las películas políticamente correctas, nos da en éste, su primer plano, el testimonio más conmovedor y fascinante  de aquellos años de violencia que asolaron al Perú. Claudia Llosa es de aquellas que apunta a que la verdad –esta dura e implacable verdad- no debe ser jamás olvidada, y este inspirado plano inaugural  de su film es su mejor tarjeta de presentación.

De la oscuridad a la luz. Del tiempo detenido en el pasado (quizás la violencia permanente así lo hizo parecer) a la dinámica de un presente enigmático, y quizás esperanzador. De la mirada fija y consternada en aquellos fantasmas portadores de dolor y desgracia  hacia la observación curiosa de una realidad variopinta y multicolor. La Teta Asustada, desde sus primeros planos, nos advierte cuál es su sendero. Efectivamente, la cámara cambia ahora de posición y nos muestra al destinatario del canto de la madre. Vemos a Fausta, pero también a una ventana abierta que deja pasar la luz y nos permite atisbar el exterior. La oscuridad ya no es tal, hay soledad, pero quizás hay una salida. En ese tránsito entre ambos hitos, Fausta superará su pasado de temor, su trauma original y empezará a ver la luz. Claudia Llosa, en un cambio reconfortante respecto al pesimismo y perversidad de Madeinusa, se abre paso hacia una salida que, premonitoriamente desde el inicio del film - y ese movimiento y enfoque de la cámara lo sugieren- se avizora optimista e ilusoria.

Fausta padece de un trauma que en el mundo andino se conoce como ‘la teta asustada’. El terror vivido, la tristeza inocultable, la frustración castrante se transfieren  durante el amamantamiento, es decir, a través de la leche materna. Ese trauma condiciona el carácter, la actitud y los movimientos de una Fausta que oscila entre la fragilidad y la melancolía y que le confiere a su imagen silenciosa y observadora, la apariencia de un ser perdido y desconcertado en medio de un universo bullicioso y pintoresco, pero poblado de amenazas y peligros.  Ha vivido varios años bajo la protección de su madre, pero también bajo sus imposiciones. Ahora que ella no está debe enfrentar una libertad que ella desconoce y que, por ello mismo, la atemoriza, la inhibe.

La única valla tendida contra el agresor es una papa insertada, por decisión propia, en su vagina, entendida ésta como órgano de reproducción, como puerta de ingreso a la fuente de la vida. Ella sabe que dicha fuente fue violada en el pasado, en aquellos años de oscuridad y horror. Ahora, ella se torna temerosa ante la posibilidad de que esa fuente –la suya, aún intocada - pueda ser objeto de esa violencia humillante, interminable. Por tanto, y mientras el miedo a esa violenta invasión persista, esa vía debe ser clausurada. Fausta decide usar una papa como elemento de contención más que de protección. La papa nace dentro de la tierra. La mujer, como la tierra misma,  hace posible la existencia. Intuye, entonces, que la papa debe enraizarse ahora en el cuerpo femenino para evitar dar vida, para contener al agresor, para negar el placer y, quizás, para empezar a morir.

Fausta padece de desmayos, malestares y sangrados. Nadie sabe por qué, pero todos asumen que es porque padece del mal de la teta asustada. Ahora que la madre ha muerto, su melancolía es mayor, pero sabe que tiene que asumir el deber de llevar el cadáver a su tierra natal. Los muertos no descansan en paz si no retornan a su origen, tal es su creencia. Y mientras consigue los recursos para trasladar el cuerpo debe conservarlo en su cuarto y debe continuar haciendo su vida rutinaria y observando distante las ceremonias del entorno en el que se mueve. El cuerpo de la madre deviene en una suerte de pasado o carga sentimental, afectiva o histórica que empieza ahora a transportar mientras deambula por las calles del pueblo abiertas en medio del desierto costeño, mientras trabaja para Aída –la artista depredadora- o mientras acude silenciosa y tímida a las coloridas fiestas rituales de familiares y conocidos.

La impregnación del cadáver de sustancias conservadoras, la pedida de mano de la novia, la fiesta del matrimonio con sus comparsas, bailes y música propios del medio, son aquellos rituales comunitarios en los que Claudia Llosa se solaza mostrando con minuciosidad. Su mirada siempre está cargada de curiosidad y no poco placer. Llosa disfruta descubriendo, mostrando aquellas expresiones de lo popular, que jamás parecen impostadas. Es su manera de participar en ese universo marginal al que se acerca con respeto y cariño. Imágenes como la de esa cola del vestido de novia levantada por globos o los comparsas desfilando con trago y comidas a lo largo de las calles tienen la gracia, el humor y la fuerza de lo verosímil.

Para Fausta que vive encerrada en su propio mundo, todas esas manifestaciones de alegría, así como esos intentos de los hombres de ligar con ella o de acercarse para conocerla tienen un carácter de extrañeza y conllevan un riesgo elevado. La presencia del hombre en su entorno la pone a la defensiva, la atemoriza. La fotografía del militar en la casa de Aída, para quien Fausta trabaja, la sorprende, la turba. No sólo es el hombre, poseedor de un falo con el que la puede penetrar; es el uniforme que ella reconoce, símbolo de la violencia del poder, de la violencia de las armas de fuego que ella, probablemente vio y escuchó cuando niña allá en esa tierra a la que pretende volver para enterrar el cadáver de su madre, para terminar –claro, ella no lo sabe, aunque quizás lo sospecha- con ese pasado que la agobia.

Ante esos temores que la agarrotan, que la oprimen, que la hace cerrar los puños con desesperación, Fausta canta. Es un canto que le sale del alma. Y su canto se escucha aún cuando está en silencio. Es su canto prisionero, es su canto melancólico, es su canto de vida. Es el canto que viene de un pasado lejano, que se alimentó de esa comunión armoniosa del hombre y la naturaleza y de la añoranza de la vida en el campo  en días soleados y cielos azules. Y es esa música la que Aída –la dueña de casa- sensible al arte, la conmueve, la estimula y la hace suya. Aída, habitante de otro mundo en el que la soledad, la penumbra y la neurosis componen la rutina diaria, encuentra en el arte de Fausta, el medio para dar salida a su propia expresión artística, y se ve obligada a comprar lo que falta a su inspiración. Compra canciones y obtiene éxito. Fausta canta para ella y obtiene unas perlas que, como los pequeños recuerdos aretes y muñecas de Madeinusa, son los señuelos ilusorios de sus pequeñas fugas hacia esos otros mundos en los que, quizás, Fausta quisiera vivir.

Fausta, sin embargo, no puede acceder a esos otros mundos  o nuevas experiencias simbolizados, además,  por la presencia de un jardinero que se siente atraído por ella, y que la halaga y le conversa inútilmente.  La carga traumática de Fausta es demasiado fuerte  y  Llosa apela sutilmente al símbolo, recordándonos que el cadáver de la madre aún sigue sin ser inhumado. Pero, el cuerpo de Fausta  pide liberarse y esta exigencia se expresa a través de esos malestares físicos que sus familiares identifican como huellas del trauma sufrido, mientras que los médicos explican racionalmente lo que para ellos es la causa de los males de la joven. Hay una falta de entendimiento entre ese mundo de creencias ancestrales y ese otro que parte de una racionalidad fría y académica. La solución al mal que padece Fausta, sin embargo, debe encontrarse en ambos planos.

El trauma de Fausta es un fantasma del pasado que pugna por pervivir en el presente. El presente, a su vez, son esos hombres y mujeres venidos de la sierra, que han construido sus precarias viviendas en medio del arenal y que con sus fiestas, bailes y celebraciones intentan exorcizar aquellos fantasmas provenientes no sólo de ese pasado, muchas veces doloroso, sino también esos otros fantasmas que cada día se materializan bajo la forma de una realidad dura y mezquina. De allí, la presión familiar para que Fausta se lleve definitivamente el cadáver de su madre de la casa familiar en la que ha sido acogida. De allí, también, que las expresiones de alegría colectiva, el jolgorio, y los festejos matrimoniales, suerte de afirmación de la vida, intenten imponerse sobre lo mórbido y lo fúnebre. De esta tensión nace uno de los momentos logrados de la película: Fausta se acerca a  la casa y ve en el patio una gran fosa abierta; su corazón se agita, se inquieta y camina con rapidez hacia el sitio pensando que, quizás, allí yace ahora el cadáver de su madre. La cámara, siempre con el punto de vista de ella, nos transmite su ansiedad, su angustia. Al llegar al lugar se da cuenta que el foso ha sido convertido en una especie de piscina improvisada para el placer de niños y adultos. Así, Claudia Llosa utiliza certeramente cada uno de sus elementos de puesta en escena, trabajando con habilidad el montaje y confiando en la fuerza de sus imágenes para transmitir de un lado esa visión limpia e ingenua de su protagonista, y de otro,  esas manifestaciones de vida  de aquellos migrantes que aprenden con rapidez a sobrevivir – reproduciendo a su manera costumbres, gestos y actitudes - al desarraigo y a la exclusión.

La Teta Asustada no se agota con una sola visión. El guión ha sido estructurado pensando en varias líneas de interés. Si ya la primera imagen captura al espectador, luego hay el deseo de conocer cuál es el destino de la joven, y se despierta el interés por saber si llega o no a enterrar el cadáver de su madre. Hay, además, una serie de símbolos que Claudia Llosa utiliza para enriquecer el significado de las imágenes, pero que jamás se apropian del film, sino que, por el contrario, se insertan de manera natural en el relato, sin entorpecerlo, sin agredir la inteligencia del espectador.  Por tanto, el desenlace de la historia  llega como una necesidad o consecuencia lógica de los hechos que se han ido encadenando unos con otros.

El desmayo de Fausta, la ‘posesión’ de su cuerpo por parte del jardinero, que la lleva al hospital para que le extraigan la papa que obstruye la vagina, la decisión súbita de enterrar a la madre en un punto cualquiera de la costa, frente al mar, son los hitos que marcan el giro fundamental en la vida de la joven. Las escenas últimas de Fausta examinando una planta de papa sembrada en la tierra subrayan, a manera de guiño cómplice final,  esa posibilidad generosa y alentadora  –y a la vez esa necesidad - de la mujer de reconciliarse con su pasado. Y, sin duda, tales imágenes, en su serenidad, nos abren a la esperanza en un mundo incierto y cada vez más difícil de comprender.


Lima, 1 de mayo de 2009.

LA ROSA PURPURA DEL CAIRO


 (1985, The purple rose of Cairo)

Director: Woody Allen

Al comienzo y al final de La Rosa Púrpura del Cairo el rostro de Cecilia (Mia Farrow)  experimenta una extraña transformación. Del hastío, la duda o la incredulidad pasará a la fascinación, a la sonrisa.  Los ojos brillantes y la mirada atenta a lo que sucede en la pantalla cinematográfica por la que desfilan los personajes más dispares y se desborda la enriquecedora fantasía, descubren la cinefilia tantas veces declarada por Allen (Bergman, especialmente) y puesta en evidencia por sus personajes subyugados por Bogart (Sueños de Seductor) o los Marx (Hannah y sus hermanas).

Es, pues,  ese mismo hechizo el que la imagen cinematográfica ejerce sobre la protagonista. El sueño romántico y la aventura extraordinaria se convierten en la más cercana posibilidad para olvidar la dura realidad familiar y social. Para Cecilia, un marido sinvergüenza y abusivo y un trabajo abrumador y frustrante pueden ser sobrellevados si hay de por medio la evasión o la descarga emocional compensatoria que las imágenes cinematográficas motivan.

Que Tom Baxter-Jeff Daniels, se salga del blanco y negro de la cinta que está protagonizando, para tener un affaire amoroso con Cecilia  en medio del desconcierto de sus compañeros de reparto y de los atónitos espectadores de  la sala cinematográfica, nadie se lo espera. Lo extraordinario irrumpiendo en lo cotidiano y en abierto desafío a  lo verosímil nos causa asombro y risa al mismo tiempo. Sin embargo, la originalidad de la idea es mayor en razón directa a  la audacia del cineasta, que no pierde el tiempo en explicaciones inútiles. No hay racionalidad en el asunto ni tampoco es necesaria. El sueño, afirma tajante, es parte de la vida. Sólo que este sueño, como todas las cosas de las que se compone la vida, tiene un final que no siempre es el más feliz. Ni Tom Baxter puede ser admitido en la realidad, ni Cecilia en la ficción.

Para Allen las situaciones duras no están reñidas con el humor. La ambición de Gil Shepherd-Jeff Daniels lo lleva a no reparar en las ilusiones de Cecilia ni en el ropaje romántico de su propia creación. Monk (Danny Aiello) se aprovecha de la fragilidad de su mujer para explotarla y divertirse. Los dos constituyen prototipos de un universo real, aburrido, feo e intolerante, que contrasta con el excitante y perturbador mundo de la ficción. Gran parte del humor del film deriva de los contrastes entre ambos universos. Pero, también hay en la cinta  un cierto aire de desilusión y pesimismo, a pesar de la fascinación final de la protagonista.

Y es que la anécdota de esta película conserva inevitablemente sus aristas violentas. El maltrato a Cecilia por el marido, el dueño del restaurante y, finalmente, por el actor Tom Baxter-Jeff Daniels, son estaciones que ella recorre sin esperanza alguna. El cariño que Allen siente por su personaje no lo libra de estas sucesivas humillaciones. Lo que sucede es que este cariño, por contradictorio que parezca, está hecho de altas dosis de ironía, de una casi tácita ternura y, claro está, de cierta perversidad. La crueldad, en el cine de Allen no está muy lejana y La Rosa... es un claro ejemplo de lo que manifestamos. Si hay algún exceso hay que atribuirlo a esa tremenda capacidad que tiene el cineasta para burlarse de sí mismo, para afrontar los riesgos de la propia ingenuidad ante un mundo que se revela insensible y manipulador. No hay que olvidar, finalmente, que sus criaturas están impregnadas, por lo general, de su propia personalidad. Pasiones y obsesiones incluidas.

ROGELIO LLANOS Q.




LA EDAD DE LA INOCENCIA


(1993, The age of innocence)

D: Martin Scorsese

Escribe: Rogelio Llanos Q.

- I -

A semejanza de la condesa Ellen Olenska, protagonista de La Edad de la Inocencia, Martin Scorsese ha sido rechazado por la sociedad a donde aspira ser reconocido, Hollywood. Una vez más se le ha negado el Oscar a la mejor dirección. El único competidor fuerte -por lo notable que es Lo que Queda del Día- era James Ivory, pero éste también fue ignorado.

Valgan verdades, no es que nos interese este asunto de las premiaciones que, las sabemos casi siempre injustas y respondiendo a determinados intereses. Además, ya conocemos los dudosos gustos de la Academia, a tal punto que nos sorprendemos cuando una película fuera de serie como Los Imperdonables de Clint Eastwood resulta ganadora, por ejemplo. Sin embargo, Marty quería su Oscar. Y se lo negaron. Probablemente, él lo lamenta. Con seguridad, nosotros también.

- II -

La Edad de la Inocencia es una película que se inscribe, no sin ciertas dificultades para algunos, en el universo de Martin Scorsese. Empezando por la época, la “belle epoque”, la de los encajes, la de los valses de Strauss, la del romanticismo. Pero, no es cosa nueva que Scorsese viaje hacia el pasado para ambientar alguna historia. Allí tenemos Boxcar Bertha (1972) y los años de la depresión, New York, New York (1977) y el período de post-guerra, La Última Tentación de Cristo (1988) y los comienzos de nuestra era.

Asuntos como la culpa y la expiación, el enfrentamiento inevitable del hombre contra el medio en el que aspira a vivir, así como la violencia resultante están allí presentes como lo están también en Taxi Driver (1975), Toro Salvaje (1980) y Buenos Muchachos (1990), películas ambientadas en el New York contemporáneo y puntos más altos de una obra coherente y emocionante.

La puesta en escena de La Edad de la Inocencia lleva el sello inconfundible de Martin Scorsese. A ello han contribuido sus habituales colaboradores: Barbara De Fina, productora y esposa de Scorsese, que lo acompaña desde El Color del Dinero (1986) y a través de seis largometrajes; Jay Cocks, viejo amigo de Marty yco-partícipe en el guión de La Última Tentación de Cristo; Thelma Schoonmaker, editora de su primer largometraje Who’s that Knocking at my Door (1969) y que a partir de Toro Salvaje ha editado todos su largos; Michael Ballhaus, ex-director de fotografía de R. W. Fassbinder, que ha estado al lado de Scorsese desde After Hours (1985) y Elmer Bernstein, quien hizo los arreglos musicales de Cabo de Miedo (1991).

Pero lo que, definitivamente, constituye el aporte fundamental al éxito de La Edad de la Inocencia es el ‘casting’: Daniel Day Lewis, como el atormentado Newland Archer, Michelle Pfeiffer encarnando a  la encantadora Ellen Olenska, Winnona Ryder en su personificación de la inquietante May y una galería de actores secundarios que están notables en sus respectivos papeles. La entrega de todos ellos, la identificación con sus roles hace evidente una vez más el talento de Martin Scorsese para seleccionar a sus actores y modelarlos a la altura de sus sueños y fantasías.

- III -

La Edad de la Inocencia está basada en la novela del mismo nombre, ganadora del Premio Pulitzer de 1921. Su autora, la norteamericana Edith Wharton (1862 -1937), al igual que Scorsese, también fue originaria de Nueva York y, como él, desarrolló su obra teniendo como centro esa gran ciudad. Crítica muy aguda de su clase (la aristocracia), su obra ha sido reconocida como uno de los documentos más importantes que se han hecho de la alta sociedad neoyorquina. Ello no ha significado, en manera alguna, sacrificar la calidad narrativa de sus novelas que reflejan con sensibilidad las angustias y contradicciones de personajes que aman, sufren y luchan.

No es difícil, entonces, reconocer las razones por la cuales Scorsese se habría sentido motivado a hacer esta película. Además, según refiere el mismo cineasta “desde hace varios años tenía ganas de filmar una historia de amor, pero no encontraba el material adecuado” (1). Material que lo encontró luego de una crisis existencial en donde “me replegué sobre mi mismo, me casé de nuevo y le otorgué mayor aprecio a la calidad de una relación amorosa”(2). Tampoco, pues, es difícil encontrar el origen de esa simpatía que siente el director por la condesa Olenska a quien le regala unos primeros planos inolvidables y la convierte en un personaje entrañable.

Con su amigo Jay Cocks, que fue quien le regaló la novela y lo convenció para filmarla, Martin Scorsese escribió el guión de la película cuya historia se resume en lo siguiente: Nueva York. Década de 1870. La condesa Ellen Olenska ha retornado a América, abandonando a su esposo, hombre adinerado y decadente. Newland Archer, un joven aristócrata comprometido en matrimonio con May, prima de Ellen, se enamora de ella. No atreviéndose a romper con los códigos sociales y las costumbres imperantes del medio, fracasa en sus aspiraciones de unirse con la mujer amada. Se casa con May, tiene hijos y se convierte en un eterno prisionero de sí mismo y de los recuerdos.

- IV -

La Edad de la Inocencia viene inmediatamente después de la apabullante y, a ratos excesiva, Cabo de Miedo. Por ello, resalta la serenidad de la puesta en escena de La Edad de la Inocencia y, de inmediato, convoca nuestra atención. Si hay algo que exige esta cinta, es precisamente la mirada atenta para captar el detalle sugerido, la atmósfera creada, el cromatismo de la imagen, la actitud velada, las palabras no pronunciadas.

Y, por supuesto, la elegancia y el equilibrio de la puesta en escena no entra en contradicción con el virtuosismo formal del que hace gala Scorsese. Virtuosismo formal que responde perfectamente a la concepción del film.

En La Edad de la Inocencia estamos frente a un ritual, el ritual de la representación. Scorsese ha estructurado su film como para dar la impresión de que todo transcurre sobre un escenario. Cuando Newland Archer pasea por la calle y se anima a entrar a la florería, el juego de luces, la posición y los movimientos de la cámara crean esa sensación de representación, que el mismo Scorsese subraya al poner en evidencia de manera fugaz los elementos de su puesta en escena.

Realidad y representación se conjugan de manera admirable en el film. Los pasajes mostrados del Fausto de Gounod aparecen como viñetas de la historia que Scorsese nos está relatando y funcionan como motivos de reacción emocional de los protagonistas que ven reflejados allí el propio drama interior que están viviendo.

Newland, Ellen y May conforman un triángulo imposible de sobrevivir, sin afectarlos emocionalmente, sin marcarlos socialmente. Son los actores de un viejo drama que, a despecho de sus lejanos orígenes, no ha perdido vitalidad. Y ocurre que, en esta historia de amores contrariados Scorsese nos entrega, como en la ópera, pasiones intensas, pequeñas alegrías, grandes sufrimientos. Y mucho dolor.

Imposible dejar de pensar en Visconti y la concepción operática de sus films, especialmente Livia (Senso, 1954), concepción nada extraña al universo de Scorsese (de sangre italiana, al fin), quien logró fusionar con excelentes resultados el drama con la música en Calles Peligrosas (1973) y El último rock (1978). Y Max Ophuls y su Lola Montes (1955) es otra referencia obligada. Ophuls y Visconti han sido fusionados en la película de Scorsese: barroquismo, nostalgia, gusto exquisito por los decorados, apelaciones constantes a la pintura y unos deslumbrantes movimientos de cámara.

La Edad de la Inocencia  es una película emocionante, de pasiones a punto de desbordarse y donde Scorsese fiel a las reglas del espectáculo pareciera preferir como Truffaut al reflejo de la vida que a la vida misma.

- V -

Como en toda buena representación, en el film de Scorsese todos los detalles están cuidados. Los objetos (joyas, guantes, binóculos, vajilla, encajes, etc), las formas cortesanas, las recepciones, los bailes, forman parte de ese contínuo ceremonial que vive la aristocracia y del cual han hecho su razón de vivir.

Pero ello tiene reglas y hay que ajustarse a ellas si se espera sobrevivir en el gran mundo. Por eso, Larry Lefferts (Richard E. Grant) cultiva la hipocresía con elegancia y el viejo Sillerton Jackson (Alex McCowen), chismoso empedernido, es un estudioso de las andanzas de la condesa Olenska cual erudito historiador.

Scorsese nos introduce  a este mundo de la mano de sus personajes Newland y Ellen. Sendos travellings os conducen a través de escaleras y habitaciones pobladas de personajes, objetos y pinturas hasta las inmensas salas de baile, punto central de este ritual sin fin.

Scorsese ama los rituales, le gusta los ambientes recargados y, por ello no pierde la ocasión de pasear su cámara por entre los invitados, delante de las paredes atiborradas de cuadros, por sobre las mesas plagadas de objetos. Observa en detalle los platos del menú, la disposición de la vajilla, las características de los asistentes. Mientras, una voz en ‘off ’ (la de Joanne Woodward, recreando la voz de Edith Wharton) nos va describiendo con ironía y en contrapunto con las imágenes, a los personajes y las situaciones vividas.

La forma maravillosa de presentar a sus protagonistas o de hacernos ingresar a su universo no es nueva. Los referentes más importantes los encontramos en Calles Peligrosas (Johnny Boy-De Niro ingresando al bar mientras suena la música de los Rolling Stones), Toro Salvaje (el larguísimo trayecto que cubre Jack La Motta-De Niro antes de subir al ring) y Buenos Muchachos   (la entrada de Henry Hill-Ray Liotta y su pareja al club Copacabana).

Pero, indudablemente, el modelo mayor se encuentra en Los Magníficos Ambersons (1942) de Orson Welles y sus ambientes aristocráticos así como sus escenas de baile. Y algo curioso. A Scorsese le sucede lo que le pasó a Welles. Su cinta parece una rareza dentro de su filmografía y, hay que ir corriendo los velos para encontrar el universo y el sello personal que distingue su obra

- VI -

Cuando Newland Archer ingresa al salón de baile, se empiezan a descubrir las semejanzas que guarda con los demás personajes de Scorsese, Cristo incluído.

Charlie (Calles...) aspira a tener su propio negocio, Jack La Motta (Toro...) corre tras el título o el aplauso del público, Henry Hill (Buenos ...) ansía tener el poder que tanto admiró de niño en los “capos”de la mafia, Vincent (El Color....) se aplica en el aprendizaje de la trampa en el juego para ser el mejor, Rupert (El Rey de la Comedia) ensaya incansablemente y acosa a su modelo mayor (Jerry Lewis) en busca de una oportunidad que le abra las puertas de la fama, Cristo (La última...) apela a la persona divina para redimir a la humanidad.

El común denominador de estos personajes es su aspiración de alcanzar un nuevo “status” o el poder que emana de una situación de privilegio. Newland no es ajeno a esta aspiración. Desea consolidar su alta posición social casándose con la mejor y más linda mujer de la aristocracia neoyorquina. “Lo más puro”que pudo encontrar Newland en esta sociedad de hipócritas, nos lo hace saber en algún momento la voz de la narradora. Y como las demás creaturas de Scorsese, sufrirá tentaciones y padecerá el fracaso personal.

Newland Archer se debate entre la pasión (la libertad) y el respeto al orden constituído (el encierro). La opción asumida porque no se siente capaz de enfrentar los crueles efectos de una ruptura matrimonial (daño moral a May y rechazo de su organización social), lo lleva por los caminos de la angustia y la culpa en una suerte de doloroso viacrucis.

Ellen es un personaje que también padece dolor a causa de su decisión de ser libre y actuar en consecuencia. Inicialmente, ve en New York la posibilidad de desligarse de sus ataduras, al mismo tiempo que aspira al amor despojado de convencionalismos e imposiciones. Una vez más, el sueño americano hecho trizas por una realidad completamente diferente a la pensada. El engaño, la hipocresía, el rechazo, la marginación, los condiocionamientos sociales y morales se imponen de manera poderosa e implacable para derrotar al amor subversivo, para separar esta nueva versión de Lya Lis y Gaston Modot, los amantes frustrados de La Edad de Oro (1930) de Luis Buñuel.

Europa, New York, Washington, Boston y, otra vez Europa, son algunas de las estaciones que tiene que recorrer contra su voluntad y a manera de expiación este personaje itinerante antes de llegar a aceptar la soledad como destino final, arrastrando a Newland en este destino compartido, pero compartido a lo lejos y, por lo tanto, aún más doloroso.

Y, nuevamente, en este destino final encontramos a la gran galería de personajes “scorsesianos”: La Motta, despojado del título de campeón mundial, arrojado a la cárcel y buscando a través de sus monólogos el reconocimiento del público, Jimmy Doyle y Francine Evans (NEW YORK...) rehaciendo sus vidas solitarias, Henry Hill (Buenos...) purgando en el exilio y el anonimato su delación, The Band (El Último Rock) despidiéndose de sus amigos antes de extinguirse como grupo musical.

- VII -

Desde los tramos iniciales de La Edad la Inocencia, Scorsese nos da pautas de lo que va a ocurrir con Newland. Permanecer al lado de May y, desde allí contemplar con nostalgia, no exenta de angustia, a Ellen. Lo que ocurre después, no es sino una terca y contínua persecución de este amor fugitivo, siempre observado de lejos porque aún cuando están juntos y en los momentos apasionados, el conflicto se apodera de ellos. En el universo de Scorsese no existe la calma prolongada, no hay espacio para la paz duradera.

Sin embargo, como para hacer más penosa la separación, como para remarcar la sensación de pérdida, Scorsese nos muestra con el pudor de un verdadero moralista algunos momentos de breve felicidad de la pareja Newland-Ellen. Secuencia muy hermosa, de un erotismo encubierto, se desarrolla en el coche, de regreso de la estación a donde Newland la ha ido a esperar. Ellen agarra la mano de Newland. En sobreimpresión aparecen imágenes de los cuerpos abrazándose y, luego, se juntan las manos. El, se saca el guante como si empezara a desvestirse, le abre el guante a Ellen como si la estuviera despojando de sus ropas y le besa el brazo descubierto. Concluye el momento con un beso apasionado. Después, la vuelta a la fiera realidad.

New York y su organización tribal les ha tendido un cerco difícil de romper. A Newland sólo le queda soñar e imaginar. Y sueña que Ellen lo abraza, se imagina que adelantando la boda con May exorcisará la pasión por Ellen, piensa maléficamente que May podría morir y dejarle el campo libre, sueña que puede huir con Ellen y ser feliz. De repente toma conciencia que es un prisionero de las circunstancias y, entonces, se refugia en los recuerdos, en la nostalgia por los amores vividos y, hacia el final de su vida, en la conformidad y la justificación.

El caos urbano del New York contemporáneo y la violencia que de allí se desprende  ha sido esta vez reemplazado por el orden social, un orden construido de apariencias y de velos y que ofrece comodidad y posición social a cambio de la renuncia de todo aquello que atente contra la tradición y la familia. La violencia que de allí se deriva es una violencia soterrada, disimulada por las buenas formas y, por tanto, no menos cruel que la que se exhibe en los otros films de Scorsese.

Si hay algo que acaracteriza por igual a los personajes de La Edad de la Inocencia, es la contención. Hay una violencia que jamás llega a desbordarse, pero que golpea a los personajes con similar fuerza y revestida de otros nombres: desaire, represión, exclusión.

Ya Scorsese lo explicitaba desde Calles Peligrosas: “En nuestra comunidad la violencia está integrada en las actividades sociales, familiares, conyugales; en todos esos rituales que dan la impresión de una gran familia unida”. Cita que es perfectamente aplicable a LA Edad de la Inocencia, en cuanto explica la naturaleza de una violencia aceptada socialmente como un arma elegante y necesaria para perennizar un estado de cosas, aceptado como natural y perfecto.

- VIII -

El mejor producto de este orden tribal es May. Joven aristócrata, a cuya belleza se une una extraña mezcla de ingenuidad e inteligencia. Inocencia y fragilidad son términos que caen como anillo al dedo.

May se da cuenta muy bien del drama interior que viven Newland y Ellen. Es más, motiva y hace posible los encuentros de ambos. Scorsese, en una vuelta de tuerca verdaderamente notable, la convierte en la protagonista principal de su película que, entonces, empieza a bordear los terrenos de lo tenebroso, de lo oculto.

La actitud de May se desliza entre la comprensión y el juego fríamente calculado. Uno llega a preguntarse si se trata de una mujer de sentimientos elevados o, por el contrario, de la perfidia en su expresión más acabada. No sabemos si tras la inocencia con la que entrega a Newland la nota de despedida de Ellen se esconde un ángel de maldad o si, simplemente, ha llegado a la conclusión de que, aparentando indiferencia, podrá tener a Newland y conservar su rango social.

El triunfo de May, celebrando con la puesta del vestido matrimonial con el que asiste a la ópera –otro gran momento del film- significa, en última instancia, la derrota lacerante de Newland, el exilio final de Ellen.

Winona Ryder, en un rol estupendo, conjuga en su ambigüedad y contención muchas posibilidades y hace de su May un personaje venido de las tinieblas que, más allá del guiño cinéfilo, bien podría haber sido transplantado del Drácula de Bram Stoker (bram Stoker’s Drácula, 1992) de Coppola.

- IX -

Como en toda obra de Scorsese, los decorados, las actuaciones y el color han sido estilizados logrando un conjunto realmente notable.

Es interesante observar el tratamiento visual de la cinta, que remite a la pintura de la época. A Winona Ryder le aclara más el rostro dándole una blancuracon un ligero toque fantasmal. Incluso un buen número de escenas donde ella aparece están concebidas en tonos claros (grises, blancos y verdes), en contraste con las escenas donde reina Michelle Pfeifer, escenas plenas de calidez dominadas por los tonos pardos, rojos y amarillos.

Pero no se crea que la belleza visual de la película estriba en una concepción meramente pictórica. Dejando de lado los gustos del cineasta por la pintura (hay referencias pictóricas en buena parte de su obra) y fiel a su manera de hacer las cosas, Scorsese ha recurrido a todos los elementos cinematográficos a su alcance. Desde viejos recursos como los iris, los cierres en negro (o en rojo) o las sobreimpresiones, hasta sus fascinantes desplazamientos de cámara que semejan, eso sí, las pinceladas de un pintor.  Enamorado de sus protagonistas y atento a sus reacciones se solaza acosándolos con el plano – contraplano u observándolos con la discreción de sus delicados movimientos de cámara.

El montaje elíptico del film, nada ajeno a la obra de Scorsese, engrana perfectamente con el largísimo travelling  circular que resume más de veinte años de historia, trasladándonos prodigiosamente de New York a París, cerrando así el círculo vital de los personajes: Ellen vino de Europa y regresó allí. Newland llegó a Europa, pero se irá de allí. Ambos solos.

- X -

Finalmente, y a pesar de que Scorsese no lo ha mencionado, esta película tiene una deuda y no pequeña, con el cine de Francois Truffaut.

Allí están las cartas, abundantes en número, convertidas en motivo de sufrimiento y que causan dolor: las voces en off que luego derivan hacia imágenes de los personajes que recitan el contenido de sus cartas (como en Las Dos Inglesas y el ContinenteLes Deux Anglaises et le Continent, 1971 – o La historia de Adele H., 1975), los libros desparramados mientras se escucha la voz de la narradora “esa noche no sintió placer de su envío de libros de Londres”, las manos de May modeladas en mármol y sus resonancias con el El Cuarto Verde (Le Chambre Verte, 1978). También ese momento en el cual Newland saca una estilográfica para que Ellen escriba y la agita para hacer fluir la tinta. Allí bien podría parafrasearse lo que Muriel le dice a Claude en Las Dos Inglesas y el Continente: “… esta tinta es mi sangre. Escribe fuerte para que penetre”.

E, indudablemente, seguimos encontrando a Truffaut hacia el final de la película: Newland Archer admirando los cuadros del Louvre, es la imagen correspondiente al Claude Roc ( Jean Pierre Leaud) de Las Dos Inglesas y el Continente admirando la estatua de Balzac. Ambos están viejos y solitarios.

Notas
  1. Ciment, Michel. “Scorsese habla de La Edad de la Inocencia”. La República, Suplemento Domingo, Lima, 26.XII.1993, p. 30.
  2. Loc. Cit.
  3. Ciment, Michel y Henry, Michel. Calles peligrosas. En. Conversaciones con Martin Scorsese. Madrid, Plot Ediciones S.A, 1987.



LA DELGADA LÍNEA ROJA



(THE THIN RED LINE, 1998)

Director: Terrence Malick



EL PARAISO


En el principio la luz descorrió el velo de tinieblas que cubría al mundo. El agua se separó de la tierra y los animales y la vegetación empezaron a poblarla. Más adelante, apareció el hombre, ese ser racional y punto más alto en la escala de los organismos vivientes, para gozar de los frutos del paraíso en el que fue puesto.

Tal es la primera afirmación con la que Terrence Malick abre su último film, La Delgada Línea Roja. Esa imagen en picado del cocodrilo, animal de apariencia antediluviana, sumergiéndose lentamente en el agua y, luego, aquellas otras, con la cámara a la altura del hombre, del soldado Witt (John Caviezel), remando con despreocupación en las apacibles aguas del mar u observando con curiosidad los juegos de los niños nativos, subrayan el significado inaugural que el director pretende imprimirle a estas primeras imágenes de un film que se anuncia desde ya, reflexivo y ritual.

Los niños se pelean mientras juegan, las enredaderas envuelven y tapan a los árboles para poder crecer, un animal se alimenta de otros o de despojos humanos para poder sobrevivir. Cada día es el resultado de la derrota del día anterior. Y cada mañana el sol brilla en un cielo azul intenso y los seres que moran en ese mundo disfrutan de una apariencia de orden y paz con que se recubre esas luchas intestinas y secretas que anidan en el corazón de la  naturaleza.

Se trata del paraíso de Malick, donde la belleza y la serenidad no descartan la presencia del peligro acechante encarnado en el cocodrilo que se mimetiza en la naturaleza, un peligro inherente a  un medio que crea su propio equilibrio, para definir un orden y una armonía esenciales.

Pero no sólo el cocodrilo prefigura el peligro. Una voz en off, que hace eco de la preocupación del director, pregunta con gravedad qué hace la guerra en el corazón de la naturaleza, por qué la naturaleza lucha consigo misma, por qué pelea la tierra con el mar. ¿No es posible la armonía sin la tensión de fuerzas opuestas, sin el conflicto, la muerte y la contradicción?. Tal interrogante recorre de principio a fin a La Delgada Línea Roja, tercer film en más de 20 años de carrera del gran Terrence Malick.


LOS HOMBRES


Un barco patrulla aparece en el horizonte interrumpiendo la tranquilidad del día. En la banda sonora, el ruido del motor acalla los gritos de los niños y los cantos de los nativos. Witt y su compañero, soldados desertores en esa isla de la lejana Melanesia, también se inquietan y corren temerosos. Una elipsis sorpresiva nos ahorra detalles. Han sido extraños en una tierra que han identificado como el paraíso. Ahora, prisioneros de sus mismos compañeros, también son extraños en un universo en el que están obligados a servir y a matar. Witt comprende que ya no hay espacio para el hombre en la tierra. Entiende que la única esperanza del hombre está en su sacrificio. No es raro, entonces, que se ofrezca como voluntario en un momento decisivo del combate. Y resulta del todo coherente cuando, hacia el final del film, sacrifica su vida para salvar la de sus compañeros.

Seis años en el ejército y Witt nunca llegó a cambiar. Tal fue el reproche que el duro  sargento Welsh (Sean Penn, en una actuación correctísima) le hiciera en un comienzo a Witt, en aquella ocasión en que el sargento le espetó su pesimismo: “De aquí no hay escapatoria posible. Este (refiriéndose al ejército, al barco en que navegan y a toda la violencia que los rodea) es el único mundo que existe y que se está destruyendo a sí mismo”. Sin embargo, el cinismo y la dureza del sargento no son sino máscaras inevitables a las que recurre para recubrir su vulnerabilidad. A pesar de la dura experiencia vivida, aún ahora Welsh lamenta no poder ser indiferente al dolor y desaparición de sus compañeros. Y por ello es capaz de desafiar las explosiones y las ráfagas de metralla para llevarle morfina al herido que grita su desgarro y la proximidad de su muerte. Welsh, tampoco quiere recompensas, no quiere propiedades a las cuales identifica como las causantes del dolor del hombre. No sabemos si en realidad tal fue la postura moral de los hombres que pelearon en Guadalcanal, pero sí comprobamos con emoción que así están hechos los “héroes” de Malick.

En La Delgada Línea Roja no hay ni buenos ni malos. Por ello, como film de guerra, es totalmente atípico si tomamos en consideración que el género bélico tiene unas constantes plenamente definidas e identificadas. En el film, sólo hay los que dan órdenes y los que las reciben y ejecutan. En ambos lados, sin embargo, existen unas motivaciones íntimas y profundas ligadas a actitudes éticas como la justificación, el rechazo o el compromiso, que a manera de resortes movilizan la acción de cada uno de los soldados.

¿Qué moviliza, por ejemplo, al coronel Tall (Nick Nolte) a tomar sus polémicas decisiones?. Una voz en “off “ nos da cuenta de la reflexión interior del coronel. Los años que pasó lamiéndole las botas a los generales, su estabilidad familiar, su maldito ascenso tantas veces truncado. Esta es su oportunidad, esta es su guerra y, ahora, su voluntad deberá ser cumplida a cualquier precio. La naturaleza es cruel y el hombre, como parte de ella, también lo es. La estatura del hombre es la de su ambición Tal es la filosofía del violento coronel Tall.

En el lado opuesto, se encuentra el capitán Staros (Elias Koteas), un abogado que la fuerza de las circunstancias lo ha obligado a tomar las armas.  Su mayor temor es que el miedo lo lleve a la traición y a la cobardía. Asumiendo que sus actos están en correspondencia con su fe de creyente, pide a Dios la fortaleza necesaria para cumplir su misión. Ha asumido como deber primordial la defensa de la integridad física de sus hombres. Sus muertes le recuerdan la fragilidad del ser humano, que reza, vomita o que se acobarda, sabiendo de la inminencia de la muerte.

Los abundantes textos  que se escuchan en la banda sonora en contrapunto con la notable partitura de Hans Zimmer constituyen un tramado de voces que apuntan a consolidar la reflexión de Malick. Allí se entrecruzan las voces de los personajes descritos  con la acción del film o con las visiones nostálgicas de algunos de los personajes. Así, resulta interesante observar cómo el soldado Bell, a través del recuerdo de su mujer y de los días felices, puede continuar participando de  la pesadilla que le ha tocado vivir. “¿Por qué habría de temerle a la muerte?. Te pertenezco a ti. Si muero antes, te esperaré al otro lado de las aguas oscuras”, piensa mientras en sobreimpresión evoca o imagina los abrazos y caricias de la mujer amada. La ironía que el film subraya es que, a veces,  el amor se termina antes que la vida.

Más allá del texto poético, que algunos ven como un lastre del film, opinión con la que no estoy de acuerdo, Malick sabe arrancar de sus personajes y de sus actores la fuerza suficiente para hacer creíble su universo.  Film de múltiples personajes, a los que le dedica pequeñas o grandes anécdotas, La Delgada Línea Roja centra, empero,  su mirada en estos cinco hombres que la vida, la suerte, las circunstancias o, quizás Dios, los ha puesto como testigos de un hecho vital: llegar a las fronteras del ser humano, allí, en ese línea invisible que separa la razón de la locura, la luz de las tinieblas, la belleza del horror.

EL INFIERNO

La compañía C-Charlie ha sido encargada de tomar la colina 210 de la isla de Guadalcanal dominada por los japoneses. Al mando de la invasión está el coronel Tall y el encargado de ejecutar la acción es el capitán Staros. La isla tiene una exuberante vegetación que cubre la colina y la pendiente que lleva a ella. Se trata, entonces, de la lucha del hombre contra el medio que lo rodea y contra el enemigo escondido que tiene al frente.

El trabajo visual de Malick es, una vez más, impresionante, operando sobre los contrastes para apoyar la idea de la inocencia destruida, de la armonía perdida. Los vivos colores de la vegetación se resienten de las tonalidades oscuras y grises de los soldados, la oscilación apacible de la hierba mecida por el viento se transforma en un extraño y convulsivo movimiento de hombres, tierra y follaje generado por el fuego y las explosiones.

El paraíso se ha perdido. Los hombres no se reconocen entre sí. Las lenguas están confundidas. El impulso atávico del hombre de  matar resurge con la fuerza de lo reprimido por siglos de convenciones. Es el triunfo del instinto. La bondad, la belleza, la comprensión se han convertido en cadáveres amputados o semienterrados, que denuncian la miseria del hombre que ni siquiera es capaz de soportar el olor de la propia humanidad en descomposición.

¿De dónde viene este gran mal?. Se pregunta Malick, mientras los torturados se convierten en verdugos y los asesinados en criminales. ¿Cómo es posible que aquellas visiones del soldado Bell o del soldado Witt, desbordantes de paz y sosiego, de abrazos y besos con el ser querido, se transformen luego en imágenes de destrucción, de impiedad y muerte?. Definitivamente, todo rastro de civilización se ha borrado. El hombre ha ingresado a un universo en tinieblas, que Malick remarca con la presencia invisible del enemigo,  con el paso rápido de una serpiente o con aquella oscuridad artificial creada ya por las explosiones (que oscurecen el ecran) o por los frondosos y elevados árboles, por los que apenas ingresan los rayos solares.  Estas tinieblas, finalmente, se han confundido íntimamente con ese lado oscuro y misterioso del ser humano. Es el horror conradiano el que Terrence Malick testifica de manera impresionante en La Delgada Línea Roja.


EL AMANECER


La Delgada Línea Roja es, pues,  un film de abierta crítica a la guerra. No hay el menor asomo de heroísmo, según los esquemas genéricos de los films de guerra tradicionales. El episodio del sargento Keck (Woody Harrelson), volándose los genitales por un inconcebible error al manipular una granada rompe la imagen formada momentos antes cuando incitaba violentamente a su subordinado, acobardado por el estruendo de las balas, a enfrentar al enemigo. Y, asimismo, la toma de la casamata japonesa, si bien está llena de tensión y muestra el nervio del director en las escenas de acción, sin embargo, carece al final de la emoción de la victoria. Las imágenes de los hombres fusilándose unos a otros resulta impresionante y conmovedora. Y, por ello, La Delgada Línea Roja es un film de una acusada tristeza, de una profunda melancolía.

La isla de Guadalcanal fue finalmente tomada. Pero la marcha de la tropa, silenciosa y meditabunda, parece más bien el retiro en derrota de un desilusionado grupo de hombres . Definitivamente, los soldados que regresan a casa ya no son los mismos. Todo lo bueno que pudieron haber aprendido o soñado antes de esta experiencia fue pulverizado por una guerra, que al margen de las motivaciones que la originó, extrajo del hombre su vileza y su maldad.

Y mientras los soldados se alejan, los nativos navegan tranquilamente en sus botes por el río, las aves se acarician y las plantas vuelven a florecer. La naturaleza, por ahora, está nuevamente en calma.


Rogelio Llanos Q.







LA CEREMONIA

(1995)

Director: Claude Chabrol

A pesar de los muchos años transcurridos, aún recordamos aquellos planos que registran el lento vuelo de una cometa y su caída final precisa, impertinente, posándose sobre la preciosa humanidad desnuda de Julie (Romy Schneider) o esas imágenes inquietantes de la obsesiva Why (Jacqueline Sassard), espiando a la pareja  Frédérique (Stephane Audran) - Paul (Jean-Louis Trintignant). Tampoco olvidamos aquella apacible campiña que sirve de fondo a la relación imposible de Helene (Stéphane Audran) y el carnicero asesino Popaul (Jean Yanne) o  los inefables aprestos de los amantes (Stéphane Audran y Michel Piccoli) por deshacerse de sus respectivos cónyuges (Claude Piéplu, Clotilde Joano). Nos estamos refiriendo a los films Inocentes con las manos sucias (Les innocents aux mains sales, 1975), Las dulces amigas (Les biches, 1967), El carnicero (Le boucher, 1969), y Bodas sangrientas (Les noces rouges, 1972). Humor burlón, corrupción, conducta criminal, infidelidad son algunos de los términos que forman parte del universo cinematográfico de Claude Chabrol, viejo conocido nuestro, cuya evocación nos devuelve a aquellas tardes cineclubísticas de décadas pasadas donde aprendimos a disfrutar o a sufrir con sus personajes enormes o miserables, adúlteros o asesinos y, especialmente con  sus mujeres sensuales, deliciosas, posesivas, perversas.

Sin duda, el estreno de La Ceremonia (1995) resulta gratificante, porque no es habitual que las películas de Chabrol se exhiban comercialmente en nuestro país. Inocentes con las manos sucias se estrenó en Lima en 1978. Desde esa fecha no llegó ninguna otra cinta de Chabrol a nuestras pantallas por vía comercial. Películas como El caballo del orgullo (Le cheval d’Orgueil, 1980), Pollo al vinagre (Poulet au vinagre, 1985), Madame Bovary (1991) y otras sólo han podido ser vistas gracias al trabajo de difusión cultural de la embajada francesa y en coordinación con la Filmoteca de Lima. Pero, volviendo a lo que nos ocupa, la satisfacción es mayor al encontrarnos con un film maduro, intenso y, a no dudarlo,  provocador. El viejo maestro francés ha construido en La Ceremonia un universo y unos personajes fieles a sus términos y que mantienen características o conductas que los asocian inevitablemente a los diseños de cintas precedentes, enriqueciéndolos en algunos casos a la par que estableciendo claramente y sin vacilación alguna el destino final de los conflictos personales o de clase sugeridos o patentizados en muchas de sus películas anteriores.

Una extraña normalidad

La Ceremonia es una cinta basada en una novela policial cuyo título original es “A judgement in stone” que pertenece a la escritora inglesa Ruth Rendell. De arranque, nos encontramos con un género muy típico y del  agrado de Chabrol - el policial-  donde, en realidad, no hay policías, pero en el que se impone la  presencia de conductas y hechos delictivos en medio de una atmósfera enrarecida por un malestar creciente y una violencia final desbocada. El comienzo y parte del desarrollo del film, sin embargo, tienen la apariencia de lo normal o habitual. No diríamos que se trata de una intriga policial, salvo por la sensación de extrañeza que parece presidir el comportamiento de Sophie (Sandrine Bonnaire). Así es el quehacer del francés, envolvente, sugerente y, sobre todo,  de una sorprendente sobriedad.

La apariencia de normalidad y la ambigüedad que el film evidencia son parte del juego de relaciones que se establecen entre los personajes. Chabrol nos sorprende retratando a sus personajes en medio de situaciones cotidianas cuyo  acento trágico final nadie puede predecir. Hay, sin embargo,  ciertas  sospechas de que algo anda mal y que las imágenes nos lo sugieren a través de los silencios, de las frases escuetas o de la mirada dura de la protagonista. Efectivamente, nada sospechoso parece haber en la cita inicial de Catherine (Jacqueline Bisset) y Sophie. La primera en su papel de mujer de la alta burguesía de Saint Malo, la segunda como doméstica contratada para servirla. Decimos, que nada raro aparenta este encuentro, salvo que desde esta primera secuencia, más allá de la urdimbre propia del género, se muestra el germen de un  proceso destructivo que condiciona los comportamientos de sus protagonistas: las diferencias de clase.

El día convenido Catherine va a recoger a Sophie a la estación. En vano se afana en buscarla en los trenes que llegan. De repente, la imagen misteriosa de Sophie se dibuja en la calle de enfrente. Sus explicaciones de cómo llegó, sus silencios prolongados y, sobre todo, su rostro impasible e inescrutable contribuyen a crear  el ambiente de extrañeza y de fatalidad aludidos. Posteriormente, la falsa cita con el oftalmólogo y, de manera concluyente, la singular amistad de Sophie con Jeanne (Isabelle Huppert) alimentan esa extrañeza que en parte había encontrado una explicación cuando se descubre que Sophie no sabe leer. Chabrol conduce con pulso seguro su film. Nos da pistas que abonan la intriga y, al mismo tiempo, ahonda la brecha que separa los universos expuestos. Bastaría, sin embargo,  que Sophie reconociera ante la familia su carácter de iletrada para deshacer el nudo formado, pero, desconfiando de su entorno, opta por el ocultamiento primero y la respuesta violenta después, encontrando, eso sí, una cierta solidaridad en la desaprensiva y locuaz Jeanne, que como ella es asalariada e inculta.

La familia burguesa en la mira

Para Claude Chabrol el blanco preferido de sus ironías, más que de sus iras, siempre fue la burguesía provinciana francesa, la familia al borde de la ruptura o de la muerte. Chabrol se introduce, esta vez,  en el mundo de los Leliévre -Georges (Jean-Pierre Cassel) y Catherine y sus hijos Melinda (Virginie Ledoyen) y Gilles (Valentin Merlet)- una familia acomodada y, a primera vista, sin preocupaciones mayores. Chabrol observa y retrata en detalle, sus costumbres y conflictos derivados de la necesidad de servidumbre, de la conducta dudosa de la doméstica, del servicio deficiente del correo, o de los problemas laborales. Las inquietudes u opiniones de allí derivadas son expuestas mientras la familia está reunida tomando  sus alimentos (igual cosa realizan Jeanne y Sophie mientras intercambian confidencias) lo que es aprovechado por el director  para hacer esos apuntes sutiles, no exentos de cierto sarcasmo, que definen con suma precisión a sus personajes y a su entorno.

Georges es un empresario con una fábrica a punto de sufrir una huelga, que hace gala de un gusto refinado por la música culta, especialmente de Mozart y que nunca termina por confiar en la doméstica, a quien acepta por complacer a su esposa. Su mayor dolor de cabeza está, sin embargo, en su correspondencia reiteradamente violada por Jeanne, la empleada del correo, que no duda en  manifestar abiertamente su desprecio por él, a quien considera un vil explotador. Catherine, es una esposa de quien sabemos poco, tan sólo que trabaja en actividades vinculadas al arte, siempre dispuesta a disculpar las fallas de Sophie y que, en opinión de Jeanne, su trabajo sirve de pantalla a sus infidelidades. Esta alusión a sus comportamientos, ya sea mediante la violación de las cartas, a través de los chismes, o más directamente, entreabriendo las puertas cuando el acceso a la casa ha sido posibilitado (por los comentarios de Sophie o por la intrusión de Jeanne en la casa) permite que, a despecho de esa  imagen de normalidad  aludida o de bienestar, la duda esté sembrada.

Y es que esta normalidad o tranquilidad está edificada sobre el esfuerzo de otros (hay un miembro extraño en esa familia admitido por la necesidad, para que los miembros de la familia puedan desarrollar sus actividades), contiene verdades ocultas (Melanie está embarazada y tiene temor de confesarlo) o alberga una sutil represión (Georges es intransigente en cuanto al sexo, según lo piensa Melinda). Además, la unidad familiar es precaria. Georges y Catherine han tenido compromisos anteriores, los sentimientos de Melinda hacia su padre no son de los mejores, los momentos de reunión de familiar son efímeros Chabrol incide en lo último paseando la cámara por espacios amplios y vacíos. Sin embargo, la ruptura o destrucción de la familia, en esta oportunidad, no será por motivo de un adulterio, motivo reiterado de muchas de sus películas (Bodas sangrientas, Inocentes con las manos sucias, Doble vida). Esta vez, la causa de la destrucción anida en la esencia misma de la familia en tanto elemento básico de una sociedad con diferencias sociales, culturales y económicas tan marcadas entre sus estratos, diferencias que se intentan ocultar tras las apariencias de bondad, generosidad o amabilidad, aquel discreto encanto de una burguesía que tan bien conocía Buñuel.

Universos antagónicos

Chabrol gusta de mostrar universos enfrentados, se burla de ellos, los confunde. Crueldad no le falta. Un acertado tratamiento de los espacios dramáticos sustenta su visión de las cosas. De un lado la casa familiar, amplia, ordenada, con muchas habitaciones y que convertida en el centro de la acción deviene en un lugar ceremonial donde se realizará el cruento sacrificio de la familia o, mejor aún, de la clase social que siempre estuvo en la mira del realizador. Del otro lado, la casa de Jeanne o su local de trabajo, sencillos, mediocres, despojados de todo arreglo ornamental, transformados en lugares de confabulación o manipulación. Chabrol maneja estos espacios con mucha contención, alejándose de visiones deformadas o de ángulos rebuscados, contraponiéndolos y haciendo certeramente de la mansión de los Leliévre un lugar de misterio o de acechanzas. 

Entre ambos espacios, la campiña, la carretera, los caminos. Lugares de transición, de conocimiento, de acercamiento y también de resolución. En el carro de Catherine, mientras se dirigen al hogar de los Leliévre, se produce el primer encuentro de Jeanne con Sophie; dos caracteres distintos unidos desde ya por las circunstancias o el azar. Jeanne prefiere caminar sola para evitar poner en evidencia sus limitaciones. Melinda se detiene en el camino para arreglar el coche de su victimaria; así sabremos que se trata de un vehículo viejo y no nos llamará la atención que por ello no arranque en el momento culminante del film.

De la polarización establecida, no se vaya a creer que Chabrol cae en la fácil salida que siginifica dividir el mundo en buenos y malos. Sus personajes, como es habitual en su cine, si bien tienen un sello de clase que los marca de manera indeleble, son bastante complejos. Chabrol no toma partido por ninguno de ellos, los compromete, más bien, dentro de la dinámica del film y, sin duda, “les observa con una perspectiva crítica que no entorpece su propia vida como entes. Los deja vivir y al mismo tiempo que él los conoce nos lo muestra tal como son (de allí su gran autenticidad)  y con una dimensión crítico-moral implacable (origen del aspecto de marionetas que frecuentemente asumen)”, al decir del crítico español Segismundo Molist (1).

El tema de la dominación

Esta complejidad se pone en evidencia si analizamos, por ejemplo la relación Sophie - Jeanne. Esta relación se basa no solo en una solidaridad de clase, sino también en la posesión de secretos que ambas comparten, aparte de la atracción sutil que hay entre ambas y que, Chabrol, inteligente, sugiere más que muestra. Tanto Sophie como Jeanne tienen un pasado oscuro, lleno de ambiegüedades y de verdades terribles. Ambas son distintas en su carácter y, por ello, se atraen hasta conformar una unidad en la cual, como ya sucedía en Las dulces amigas, una (Jeanne) termina por devorar a la otra (Sophie). Este proceso de apropiación de una personalidad, tema tan caro al realizador, no resulta gratuito. Es vital para el desarrollo de los acontecimientos posteriores. Sophie, solitaria y limitada, intenta mantener su puesto mediante una ayuda foránea, busca integrarse a un medio que no le signifique humillación o reproches. La televisión, a la que es adicta por cuanto puede seleccionar aquellos programas que no le demanden mayor esfuerzo de comprensión, le permite evadirse del mundo que la rodea, pero no le sirve de apoyo para resolver sus problemas domésticos (2). De allí que la presencia de Jeanne se manifieste como alternativa a sus necesidades. Sophie intenta aprovecharse de Jeanne para salir del embrollo en el que se encuentra. Jeanne aprovecha la oportunidad que le brinda Sophie para entrar en su vida, manipularla, entrar en el hogar de los Leliévre y ejecutar lo que siempre deseó hacer, destruirlos. No hay escapatoria alguna. Los roles de los protagonistas han sido claramente definidos y, de allí esa atmósfera agobiante que se crea desde el comienzo del film y que perturba, sin tregua, al espectador.

La Ceremonia es, pues,  una historia que tiene como uno de sus ejes fundamentales el tema de la dominación. Dominación de una persona sobre la otra, dominación de una clase sobre otra. Lo que se insinúa como una relación normal -vínculo de amistad o contrato de trabajo según el caso- termina por conceptualizarse como una usurpación de personalidad o como un enfrentamiento feroz. Bajo la forma de un policial Chabrol teje unas historias de amistad perversa y de ruptura del núcleo familiar, advirtiendo que es imposible prever los límites que puede alcanzar este proceso, devenido en ritual macabro. Si, en cambio es categórico en afirmar que es tan violento como ineluctable.

Visión pesimista, pero cargada de intensidad, la que Chabrol nos impone en plenos años noventa, años de optimismo recalcitrante y huachafo, en los que los mesías de la modernidad, con su ímpetu conquistador y soberbio nos golpean incesantemente con términos como globalización, nuevos liberalismos y derrota de ideologías. Desde su pequeña parcela cinematográfica, a riesgo de parecer anacrónico, el gran realizador de El Carnicero explicita un discurso político implacable, que no por evidente deja de ser lúcido  y eficaz. Una vez más, Chabrol reelabora furiosamente el tema de su predilección: la burguesía con sus contradicciones y su metafórico como estruendoso final.

Un universo femenino

Finalmente, el cine de Chabrol, fiel a sí mismo, insiste en girar en torno a un universo dominado por las mujeres. Los hombres, según el realizador, resultan poco interesantes y ello queda, una vez más en evidencia en La Ceremonia. Georges, por ejemplo, es un personaje dependiente de su entorno femenino. Sometido a los deseos de su mujer Catherine, acepta, a pesar de sus desatinos, la presencia de Sophie; pierde la compostura y el refinamiento ante una Jeanne, cuya perfidia y cinismo quedan a cubierto en el incidente del correo; vejado, actúa violentamente a instancias de la doble revelación de Melinda (su embarazo y el chantaje de Sophie). Más allá de las ambivalencias inocencia - culpabilidad, bondad - maldad, locuacidad - parquedad, los personajes femeninos de Chabrol parecieran arrastrar un sino fatal, que las enfrenta a un proceso destructivo, del cual nadie consigue salvarse. Sin duda, resulta difícil imaginar el sesgo trágico de un mundo dominado por la exquisita madurez de Jacqueline Bisset, el espléndido desparpajo de Isabelle Huppert o el porte misterioso de Sandrine Bonnaire; pero, tal vez por ello es que el descenlace, tan audaz como sorprendente, con algunos apuntes hitchcockianos, como lo señala Federico de Cárdenas (3),  nos parece terrible, abrumador, desazonante.

ROGELIO LLANOS Q.

Notas:

(1) Molist, Segismundo. Claude Chabrol o la locura de la razón. Hablemos de Cine, No. 49, Setiembre-Octubre, 1969, pp. 43 - 51.

(2) Chabrol no oculta su vena irónica lanzando sus dardos más venenosos contra el medio televisivo, al que usa también como elemento distanciador entre ambos mundos: Jeanne y Sophie miran aburridos programas musicales o de concurso; los Leliévre, una opera de Mozart o, guiño burlón del francés, una película de amores adúlteros del mismo Chabrol (Bodas sangrientas).


(3) Cárdenas, Federico de. La Ceremonia. Domingo. Suplemento del diario La República, Lima, 27.IV.1997, pp. 26 y 27.