Muy lejanos están los días en que las
piernas de Marlene Dietrich perturbaron hasta la locura a Joseph von Sternberg
en El ángel azul o fascinaron inevitablemente a Gary Cooper en Marruecos.
Sin olvidar a las lascivas Gloria Swanson, Hedy Lamarr y otras que la
antecedieron en los agradables menesteres de hechizar a los hombres dentro y
fuera de la pantalla con sus naturales atributos, desde ese entonces las
imágenes no han dado tregua a nuestros instintos “voyeuristas”de cinéfilos,
deseosos de mirar una y otra vez aquellas partes femeninas -no importa si
flacas o rellenas, largas o cortas, torneadas o musculosas, porque la cámara
sabrá cómo mostrarlas para que parezcan las mejores del mundo- que se erigen
como las columnas que soportan la entrada a misteriosos y placenteros encantos
mayores.
Francois Truffaut es quien mejor las ha
filmado, desde aquella ocasión en que Bernardette Lafont nos las mostró
generosamente, mientras montaba en bicicleta y el viento le levantaba
graciosamente la falda en Les Mistons hasta esos momentos, en su última
película Vivamente Domingo, en que Fanny Ardant, calculadora y coqueta,
pasa y repasa por la ventana al borde del piso, sabiendo que en el cuarto
inferior Jean-Louis Trintignant levantará la mirada para disfrutar de lo que
ella sabe será el hechizo definitivo e ineludible: aquellas piernas que
Depardieu en La Mujer de al lado y Truffaut en la vida real amaron hasta
la saciedad.
Sin duda, por unas lindas piernas se
puede perder la vida. Charles Denner no
pudo evitar su fascinación, las quiso tener de todo tipo y, con dulzura y
humor, se inmoló por ellas en El Hombre que Amaba a las Mujeres. Sin
embargo, esta fascinación, y de ello queremos hablar por su violenta descarga
erótica, puede llevar al desequilibrio total como el padecido por John Garfield en 1946, cuando
entró en un bar y sólo salió de allí para ir a la cámara de gas. El film: El
Cartero llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, Tay Garnett).
Todo empezó con Garfield buscando trabajo
en un bar al borde de una carretera solitaria en California y el ruido hecho
por un lápiz de labios al caer al piso y rodar hacia él. El ligero movimiento
que la cámara inicia en ese momento desde el objeto caído se convierte en una
suerte de emisario hacia la fatalidad.
La cámara, en toma subjetiva, avanza
misteriosa y captura un pie, se eleva como respondiendo a la virilidad
furiosamente despertada de Garfied, se regodea en las piernas, firmes,
torneadas, que encuentra a su paso y se detiene en las rodillas. El rostro del
hombre no puede ocultar su sorpresa. Y no es para menos, el contraplano general
de Lana Turner, parada, provocativa y desafiante es capaz de liquidar cualquier
defensa, entre ellas, la nuestra.
Garfield recoge el lápiz labial y, en
plano de conjunto para apreciar la distancia entre ambos, se lo extiende. Ella
agradece y también extiende el brazo. Ambos están estáticos. Ninguno se anima a
dar el primer paso. El, más bien, se apoya en el mostrador. Su mirada intenta
ser fría, pero el deseo es apabullante. Está derrotado. El primer plano de
LanaTurner, arrechura y perversidad en la mirada, es devastador. Ella está
segura, ahora, de su victoria. Ya tiene a su hombre. Entonces, implacable, se
acerca, toma el lápiz labial, lo abre y mirándose en un espejito de mano,
vanidosa y malvada, procede a pintarse la boca. Desde su olímpica altura, la
mujer vuelve a mirar a Garfield y cierra la puerta.
La escena concluye con Garfield volviendo
a la realidad. La hamburguesa en el asador se ha quemado mientras tanto, el
letrero “se necesita un hombre”, también arde, sobrante, inservible. Pero el
fuego iniciado por las piernas de la Turner continuará ardiendo durante muchos
días al influjo de la pasión amorosa, los celos, las iras, las provocaciones,
el asesinato y la propia muerte.
Rogelio Llanos Q.
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