No importa
cómo eran en la realidad. El cine creó, décadas atrás, algunos tipos de mujer
imposibles de imaginar haciendo piruetas en la cama: Doris Day (aún cuando se
convirtió en el motivo para que James Cagney perdiera los papeles en Amame o Déjame), Debbie Reynolds (que
incluso vistió los hábitos en Dominique)
o Julie Andrews (que a pesar de su arrebato en S.O.B. jamás pudo borrar su imagen de novicia recatada). El modelo
fue superado y rostros bonitos e inocentes, como el de Winnona Ryder o Juliette
Binoche, dejan atisbar esa chispa
escondida, capaz de encender los deseos de los más fríos o de los más
formalitos (vean si no, el Drácula de
Coppola y, aunque sea un fiasco, Obsesión
de Louis Malle). Ya no hay más inocencia, se acabó la falsa pureza. A punto de
culminar el siglo, el cine ha terminado por descorrer los velos que cubrían los
secretos de los cuerpos de los amantes y, de manera curiosa y audaz, ha
extendido su mirada hacia ese quehacer delicioso y violento, placentero y
angustiante que llamamos formalmente coito o de manera graciosa, simple y con
desparpajo: polvo.
En la
actualidad muy pocas películas dejan ya de aludir a la relación carnal. Ya sea
sugiriendo o mostrando, los cineastas han comprendido que a veces, a falta de
ideas, tales imágenes, sirven para
vender mejor su película. No se lo digas
a nadie de Francisco Lombardi es un buen ejemplo. Pero, otras veces, las
imágenes de un coito se tornan urgentes y necesarias para redondear el sentido
del film, como ese inolvidable polvo en el desierto de nuestra amada Debra
Winger y el suertudo John Malkovich en Refugio
para el amor o ese otro, espléndido en su inocencia y descubrimiento de
Emily Watson y Stellan Skarsgard en Contra
viento y marea. Y no olvidamos, claro está, ese polvo aguerrido e
impactante de una Jessica Lange insinuante y un afiebrado Jack Nicholson en la
última versión de El Cartero llama dos
veces.
Sin duda, para muchas actrices resulta difícil
despojarse de sus ropas interiores y, peor aún, simular la relación carnal.
Imaginamos, por ejemplo, cuánto le habrá costado a Juliette Binoche realizar
esas piruetas gimnásticas que exhibe en Obsesión,
de las cuales rescatamos sólo ese momento que ocurre después de la cena
familiar. Allí hay dos centros de interés: la forma cómo Juliette se las
arregla para no mostrar gran cosa de sus partes íntimas y el contraste turbador
de la blancura de sus piernas, llenitas y apetecibles y las medias oscuras y
corridas. Hay otras actrices, en cambio, para las cuales no resulta problema alguno
mostrar sus audaces protuberancias o sus
edénicos valles. Así, para la guapa y agresiva Victoria Abril, el hacer el amor
ante cámaras se convirtió en algo
completamente natural y apasionante. Atame, el film de Almodóvar así lo
confirmó.
La secuencia
amorosa de la Abril y Antonio Banderas en Atame
está plasmada en un prólogo, cinco planos y un epílogo. El prólogo, resuelto en
un sólo plano fijo muestra a la muchacha curando, frente a un espejo, las
heridas sangrantes de un maltrecho Banderas, cuya nostalgia sirve de detonante
a la pasión amorosa. Bruscamente, se pasa a un plano en picado que muestra a
los dos cuerpos colocados de costado y frente a frente, ella temiendo rozar sus
heridas y él sobreponiendo la urgencia del deseo al dolor. Sin pérdida de
tiempo, la cámara se ubica en un ángulo inusual: a la altura de la cabeza de
los amantes y mirando cómo los cuerpos (barbillas, pechos y, hacia el fondo,
insinuados, los genitales) se van uniendo al tiempo que Banderas requinta por
la paliza recibida que le impide estar a tono con el momento anhelado. La
visión, ahora, cambia hacia un ángulo más convencional, de costado y a la
altura de los cuerpos, incidiendo en el rostro ansioso de la mujer cuyos manos
oscilan entre los barrotes de la cama y el cuerpo de Banderas, indecisa aún y
desesperada en sus intentos de lograr un acoplamiento más enérgico. De repente,
Almodóvar, contagiado de la pasión de sus actores, nos sorprende con un plano
extrañísimo: la cámara ubicada junto a los amantes y mirando hacia los espejos
del techo del dormitorio, que
multiplican las imágenes de la pareja y captan con sabrosa impudicia los agitados movimientos de las piernas
abiertas de una Victoria Abril esplendorosa y vital. El último plano es
antológico. Ambos, sin separarse, se dan la vuelta. Ella, llevando la
iniciativa, sentada sobre él, a horcajadas, inicia un movimiento frenético de
sube y baja. Todo se entremezcla: alientos, sudores y los gemidos de placer,
angustia y dolor que derivan en una risa nerviosa y triunfal, que anuncia la
cercanía del final. La secuencia se corta tan bruscamente como empezó para dar
paso a una Victoria Abril cansada, ojerosa y más linda que nunca.
Rogelio Llanos Q.
Lima, agosto de 1998
Texto para La Gran Ilusión
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