8/12/13

POLVO


No importa cómo eran en la realidad. El cine creó, décadas atrás, algunos tipos de mujer imposibles de imaginar haciendo piruetas en la cama: Doris Day (aún cuando se convirtió en el motivo para que James Cagney perdiera los papeles en Amame o Déjame), Debbie Reynolds (que incluso vistió los hábitos en Dominique) o Julie Andrews (que a pesar de su arrebato en S.O.B. jamás pudo borrar su imagen de novicia recatada). El modelo fue superado y rostros bonitos e inocentes, como el de Winnona Ryder o Juliette Binoche,  dejan atisbar esa chispa escondida, capaz de encender los deseos de los más fríos o de los más formalitos (vean si no, el Drácula de Coppola y, aunque sea un fiasco, Obsesión de Louis Malle). Ya no hay más inocencia, se acabó la falsa pureza. A punto de culminar el siglo, el cine ha terminado por descorrer los velos que cubrían los secretos de los cuerpos de los amantes y, de manera curiosa y audaz, ha extendido su mirada hacia ese quehacer delicioso y violento, placentero y angustiante que llamamos formalmente coito o de manera graciosa, simple y con desparpajo: polvo.

En la actualidad muy pocas películas dejan ya de aludir a la relación carnal. Ya sea sugiriendo o mostrando, los cineastas han comprendido que a veces, a falta de ideas, tales imágenes,  sirven para vender mejor su película. No se lo digas a nadie de Francisco Lombardi es un buen ejemplo. Pero, otras veces, las imágenes de un coito se tornan urgentes y necesarias para redondear el sentido del film, como ese inolvidable polvo en el desierto de nuestra amada Debra Winger y el suertudo John Malkovich en Refugio para el amor o ese otro, espléndido en su inocencia y descubrimiento de Emily Watson y Stellan Skarsgard en Contra viento y marea. Y no olvidamos, claro está, ese polvo aguerrido e impactante de una Jessica Lange insinuante y un afiebrado Jack Nicholson en la última versión de El Cartero llama dos veces.

Sin duda,  para muchas actrices resulta difícil despojarse de sus ropas interiores y, peor aún, simular la relación carnal. Imaginamos, por ejemplo, cuánto le habrá costado a Juliette Binoche realizar esas piruetas gimnásticas que exhibe en Obsesión, de las cuales rescatamos sólo ese momento que ocurre después de la cena familiar. Allí hay dos centros de interés: la forma cómo Juliette se las arregla para no mostrar gran cosa de sus partes íntimas y el contraste turbador de la blancura de sus piernas, llenitas y apetecibles y las medias oscuras y corridas. Hay otras actrices, en cambio, para las cuales no resulta problema alguno mostrar sus audaces protuberancias  o sus edénicos valles. Así, para la guapa y agresiva Victoria Abril, el hacer el amor ante cámaras se convirtió  en algo completamente  natural y apasionante. Atame, el film de Almodóvar así lo confirmó.

La secuencia amorosa de la Abril y Antonio Banderas en Atame está plasmada en un prólogo, cinco planos y un epílogo. El prólogo, resuelto en un sólo plano fijo muestra a la muchacha curando, frente a un espejo, las heridas sangrantes de un maltrecho Banderas, cuya nostalgia sirve de detonante a la pasión amorosa. Bruscamente, se pasa a un plano en picado que muestra a los dos cuerpos colocados de costado y frente a frente, ella temiendo rozar sus heridas y él sobreponiendo la urgencia del deseo al dolor. Sin pérdida de tiempo, la cámara se ubica en un ángulo inusual: a la altura de la cabeza de los amantes y mirando cómo los cuerpos (barbillas, pechos y, hacia el fondo, insinuados, los genitales) se van uniendo al tiempo que Banderas requinta por la paliza recibida que le impide estar a tono con el momento anhelado. La visión, ahora, cambia hacia un ángulo más convencional, de costado y a la altura de los cuerpos, incidiendo en el rostro ansioso de la mujer cuyos manos oscilan entre los barrotes de la cama y el cuerpo de Banderas, indecisa aún y desesperada en sus intentos de lograr un acoplamiento más enérgico. De repente, Almodóvar, contagiado de la pasión de sus actores, nos sorprende con un plano extrañísimo: la cámara ubicada junto a los amantes y mirando hacia los espejos del techo del dormitorio,  que multiplican las imágenes de la pareja y captan con sabrosa impudicia  los agitados movimientos de las piernas abiertas de una Victoria Abril esplendorosa y vital. El último plano es antológico. Ambos, sin separarse, se dan la vuelta. Ella, llevando la iniciativa, sentada sobre él, a horcajadas, inicia un movimiento frenético de sube y baja. Todo se entremezcla: alientos, sudores y los gemidos de placer, angustia y dolor que derivan en una risa nerviosa y triunfal, que anuncia la cercanía del final. La secuencia se corta tan bruscamente como empezó para dar paso a una Victoria Abril cansada, ojerosa y más linda que nunca.

Rogelio Llanos Q.

Lima, agosto de 1998
Texto para La Gran Ilusión


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