Siempre me he
preguntado qué es lo que más me atrae de las mujeres, si todo en ella resulta
encantador, fascinante. Será tal vez, pienso, la mirada enigmática o la actitud
desafiante con la que algunas veces encubren su ternura o su pasión. Será tal
vez la voz dulce o las palabras amables que ocultan actitudes férreas y
voluntades inquebrantables. Será, en todo caso, el misterio que siempre las
rodea o ese don inasible que ellas poseen y que nos lleva a ilusionarnos con el
deseo de alguna vez tenerlas y jamás alcanzarlas. Y porque además, jamás
podremos entenderlas si las miramos a través de la lupa de la racionalidad.
Dice Sabina en una de
sus descargas rockeras dedicadas al objeto de su pasión: “Hay mujeres que dicen
que sí cuando dicen que no”. Sí, es una
forma de interpretarlas, de incidir en su naturaleza contradictoria y, repito,
misteriosa. La femme fatale, la mujer capaz de amarnos y de llevarnos
insensiblemente a la perdición. No es
una regla, pero sí es una regla que ellas imponen su voluntad. Y el mundo,
créanlo o no, se ha hecho según su
voluntad, talante y capricho.
La naturaleza es
esencialmente femenina: es singularmente hermosa, nos proporciona el alimento
diario, de ella venimos y hacia ella vamos, entramos en íntimo contacto con sus
formas físicas para construir y crecer y, a veces, como nos lo recuerda Mishima
en El Pabellón de Oro, la destruimos porque su belleza nos resulta
insoportable. Contradicción y misterio, felicidad y nostalgia, exaltación y
depresión, pasión y muerte.
Pues, definitivamente,
estamos convencidos de que la naturaleza tiene el corazón de mujer. Pero
también tiene sus formas, sus movimientos, sus estados de ánimo. Es caprichosa y se agita cuando menos lo
pensamos, es la pradera apacible que nos
invita al cálido paseo matutino o al agitado encuentro crepuscular o son
las aguas del río que pasan inasibles e inconmovibles frente a nuestra mirada,
ilusa y desconcertada.
Debemos admitir, sin
embargo, que ante las mujeres siempre nos hemos mostrado torpes, sin recursos,
sin palabras. Jamás hemos podido descifrar las claves que esconden sus frases,
sus miradas, sus gestos. Y es que ellas, las mujeres – las de nuestras vidas y
las que vemos pasar- tienen un lenguaje propio, exclusivo, hecho de palabras,
gestos y actitudes y cuyo significado , la más de las veces va más allá de
nuestra limitada comprensión.
Sólo una mujer
comprende a otra mujer, es una frase que la he leído ya varias veces en
aquellos textos que hablan de la búsqueda del placer femenino y cómo alcanzarlo.
Se parte del lenguaje de los cuerpos para efectuar tal afirmación pero en
esencia se trata de una forma de búsqueda y encuentro, de una vía que trascendiendo
lo físico, se apoya en la exploración permitida, en la sintonía alcanzada, en
la afirmación motivada y en el éxtasis compartido. Se abre así, por un momento fugaz,
aquellas puertas que nos dan el acceso a ese universo secreto, tan fascinante
como inasible, tan deslumbrante como efímero.
Entre la leyenda y la
realidad, debo admitir que muchas veces opto por aquello que me hace vivir la
ilusión de la felicidad. Fantaseo e invento historias en las que ellas son las
protagonistas. Me divierto creando historias con ellas y para ellas. Y tal vez
sea eso lo que las mujeres desean: que las imaginemos, que las inventemos a
cada momento, y que nuestras vidas giren eternamente en torno a ellas. Si eso
es la felicidad, entonces diremos como John Ford en The man who shot Liberty
Valance, que se imprima la leyenda.
Rogelio Llanos Q.
Lima, noviembre 2004
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