(1939,
Gone with the wind)
Director: Victor Fleming
En
vísperas de la segunda guerra mundial, los Estados Unidos vivían de los sueños
y fantasías que el cine les construía. La sociedad norteamericana hacía la
vista gorda ante el monstruo que se gestaba en Europa y, más bien, prefería
alimentar su ansiedad con los chismes que le llegaban a través del periódico o
de la radio acerca de la saga de Scarlett O´Hara, aquel personaje creado por la
mediocre Margaret Mitchell y que el astuto David O´Selznick, supo inyectarlo a
toda una generación ávida de historias melodramáticas y evasivas.
Era
la época del “star system”. Y entonces la búsqueda de las estrellas para el
film, el despilfarro en la construcción de los ambientes, los movimientos de
los actores y los preparativos del rodaje se convirtieron, gracias a la
publicidad desatada, en el motivo de la conversación diaria de la gente.
Precisamente, algunos críticos cuando se ofrece la ocasión, se regodean en
estos detalles y los colocan en el activo de la cinta, olvidando el análisis
riguroso que la puesta en escena requiere.
No vamos a negar que Lo que el viento se llevó es una buena película. Y lo es gracias a
su primera parte: la fiesta aristocrática que describe con hermosas pinceladas
el universo galante del sur norteamericano; la hora de la siesta de las jóvenes
en donde un director seducido por la belleza femenina comparte su gozo con el
espectador ante las escaramuzas verbales de sus personajes; el alumbramiento
del hijo de Melanie (Olivia de Havilland), que provoca la ira de Scarlett
(Vivian Leigh) y la desesperación de Prissy (Butterfly McQueen); el incendio de
Atlanta, con sus impresionantes colores rojizos que contribuyeron a que Martin
Scorsese fuera ganado para siempre por el cine. No somos ciegos ni mezquinos
como para negar el valor de estos grandes momentos que George Cuckor en su
trabajo con las actrices o William Cameron Menzies en la dirección artística de
la tragedia de Atlanta nos obsequiaron.
Pero la segunda parte, salvo el logrado final, nos
motiva a decir del film, junto con Rhett
Butler (Clark Gable): “Frankly, my dear, I don´t give a damn”. Y es que tanto
los personajes como las situaciones muestran defectos clamorosos y el film
exhibe sin pudor alguno las costuras que la superproducción no pudo disimular.
Tanto Melanie como Ashley (Leslie Howard) son tan débiles en su concepción que
desequilibran la relación entre los personajes. El maniqueísmo llega a extremos
lamentables, de tal manera que la generosidad de Melanie se convierte en
estupidez, y uno se llega a preguntar si no fue por la endeblez de gente como Ashley
que el Sur perdió la guerra. De otro lado, la conducta de Scarlett, que en la
primera parte había sido construida en base a unos caracteres ambiguos,
oscilando entre la inmadura travesura juvenil y la abierta perversidad, se
eleva en la segunda a niveles caricaturescos. El predominio de los personajes
principales, Rhett y Scarlet se acentúa haciendo prácticamente desaparecer de
escena a los secundarios y al contexto histórico en el que se mueven. Y, desgraciadamente,
este predominio no ocurre por la necesidad del relato sino, más bien, por el
capricho de un guión manipulado descaradamente para favorecer la imagen de las
estrellas de turno. La responsabilidad recayó indudablemente en O´Selznick que
tuvo bajo su control a un Victor Fleming sumiso y poco original.
La
intención de hacer una película “bigger than life” y digerible para todo tipo
de público (pensando obviamente en la taquilla), llevó a la producción a limar
todo tipo de aristas comprometedoras. Y así el Ku Klux Klan nos lo es
presentado en un corto episodio como
una partida de valientes caballeros, de la cual forma parte Ashley, herido en
una escaramuza. Y no hay mayores explicaciones, por lo que este personaje, que
no evoluciona a lo largo del film, continuó siendo únicamente el mero objeto de
interés de Scarlett o el gran
desconocido del film.
Empezado
como la gran epopeya del Sur decadente, Lo
que el viento se llevó concluye como la historia de las desventuras
domésticas de una mujer impulsiva que nunca consiguió a la persona que amó y
que fue finalmente despreciada por todos, incluyendo al viril aventurero que la
desposó. Es una suerte, sin embargo, que el largo intermedio que separa a las
dos partes del film, permita verlas como dos películas distintas. Una, a pesar del maquillaje, es un fragmento
del legado de Cuckor; la otra, el estirón de una industria dispuesta a retorcer
hasta el delirio los sentimientos del espectador. Ambas, sin embargo, una muestra de aquel
Hollywood de oropeles que el tiempo definitivamente se llevó.
Rogelio Llanos Q.
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