(Lolita,
1962)
Director:
Stanley Kubrick
Mientras aparecen los créditos iniciales,
observamos las imágenes de unas manos desconocidas que pintan con gracia y
delicadeza las uñas de un pie femenino. La música de suaves armonías y los
lentos movimientos de las manos que insinúan la caricia secreta al fetiche
anhelado, sugieren las intenciones del director Stanley Kubrick: hacer un film
que hable de la perversidad del deseo, de la obsesión extenuante, o de las
impredecibles manifestaciones del erotismo.
Sin embargo, del erotismo anunciado, no
sólo por las imágenes inaugurales del film, sino también por la fuente
literaria que le dio origen (la obra de Vladimir Nabokov), queda
lamentablemente muy poco. La relación entre el profesor Humbert (James Mason) y
la adolescente Lolita (Sue Lyon) será insinuada más por la conducta paranoica del
primero que por la permisividad o el comportamiento salaz de la segunda.
Aunque, hay que reconocer que resulta eficaz – y lo recordamos con placer- aquel episodio en que el profesor Humbert
(James Mason), descubre la presencia de la joven, que en actitud provocadora
refresca sobre el pasto su ardor juvenil. El rostro sorprendido del profesor y
su paso del gesto aburrido al súbito interés permiten atisbar la irrupción
violenta del deseo que lo conducirá luego al fingimiento, los celos, la
humillación y el crimen.
Sin duda, la censura de la época tuvo
mucho que ver en el tratamiento que Kubrick le dio al film. Empezando por la
renuncia a una actriz más joven que se adecuara mejor al personaje de la novela
y, luego, por la inevitable estructura elíptica de la cinta que nos obliga a
suponer o adivinar los devaneos eróticos
de la inefable Lolita, una Sue Lyon, que, probablemente electrizó a la
norteamérica puritana de los sesenta, pero que vista a la distancia nos parece
demasiado contenida.
Sea como fuere, el film logró rozar el
mito. Y es que Kubrick fue un director de muchos recursos. Precisamente, uno de
sus méritos en Lolita es haberle impreso
una dosis de misterio que hace derivar
el interés de la cinta hacia las fronteras de la investigación policial. Para
ello, el director organiza su film a partir de la búsqueda obsesiva en la que
se empeña Humbert, cuyo objetivo trazado es matar a Quilty (Peter Sellers), culpable,
según él, de la pérdida de Lolita.
El extenso “flash-back” que explica
la decisión fatal de Humbert nos
descubre con apuntes precisos los avatares a los que su pasión incontrolable lo
empuja con ferocidad. Pero, además, Kubrick
trabaja con cuidado la caracterización de sus personajes y, de manera inteligente, aborda la
naturaleza complementaria de los dos roles masculinos: siendo escritores ambos,
la imagen de hombre reflexivo y pausado de Humbert contrasta con la audacia y
la extroversión de Quilty. Los dos, sin
embargo, comparten un lado perverso que los motiva a engañar a la madre –una
Sra Haze (Shelley Winters) ilusa y neurótica – a fin de disfrutar de los
encantos de la hija. Su enfrentamiento arribará, entonces, a un final cuya necesidad nace de la misma
fuerza de las circunstancias y que Kubrick descubre en la secuencia inicial de
su película: la destrucción física o
moral de todos sus personajes.
Lolita es un film de un deliberado humor negro y donde el sarcasmo preside
el universo en decadencia en el que se desenvuelven sus habitantes. Utilizando
al sexo como anzuelo, el cineasta nos obliga a mirar un mundo sórdido, lleno de
disfraces y dobles sentidos, y en el cual todos son perdedores y prisioneros de
sus propias y bajas pasiones. Una vez
más Kubrick nos inquietó con su espíritu transgresor y su crueldad.
Rogelio
Llanos Q.
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