(1995, The Bridges of Madison County, Clint Eastwood)
Escribe: Rogelio Llanos Q.
I.
Los
Puentes de Madison es el décimo séptimo film dirigido por Clint
Eastwood. Y ciertamente hay que reconocer que se trata de una larga filmografía
del hombre de cine que empezó su ascenso al éxito como actor en la “trilogía
westerniana del dólar” de Sergio Leone. Luego de encarnar a Harry Callahan, el
personaje creado por Donald Siegel, pasó a la realización donde, valgan verdades,
nadie esperaba que pudiera convertirse en el autor que es ahora.
Porque, efectivamente,
desde El Fugitivo Josey Wales, su
quinta película hasta Los Puentes de
Madison, Eastwood ha ido configurando un universo propio sin abandonar sus
fuentes inspiradoras, el clasicismo norteamericano y el cine de Leone. Y para
sorpresa de no pocos críticos conocedores de sus posiciones conservadoras,
algunas de sus más entrañables películas se han situado en sectores marginales,
puntos de origen de una galería de personakes salidos de las entrañas del
“establishment”, perseguidores incansables del sueño americano y cuyo final se
encuentra entre las fronteras marcadas por la frustración y la muerte. Como
fondo de sus historias, cual baladas cantadas a media voz, el eterno paisaje
soleado, la inmensa pradera, los infinitos caminos, los caballos convertidos
ahora en vehículos motorizados que conducen a sus jinetes al encuentro de sus
destinos.
II.
Los
Puentes de Madison es una historia de amor otoñal y de aprendizaje.
Sencilla y tierna a la vez. Contenida y con algunos arrebatos de pasión. Pero
mostrada con mirada serena. Serenidad alcanzada por la madurez de un director
entregado a su tarea con la misma pasión con la que sus protagonistas viven
unos efímeros momentos de felicidad.
Basada en un best seller
de Robert James Waller, Eastwood plantea su película como una serie de largos
flashbacks a partir de la lectura que hacen Michael y Carolyn del diario
escrito por Francesca Johnson (Meryl Streep), su madre, recientemente muerta.
Así, el filme discurre entre dos historias alejadas temporalmente. Una de ellas
transcurre en la actualidad, en vísperas de los funerales de Francesca, cuyo
último deseo, para extrañeza de los hijos, es ser cremada y que las cenizas
sean arrojadas desde el puente Roseman. Una carta escrita para ser leída
después de su muerte, donde declara haber conocido a otro hombre, lleva a los
hijos a buscar entre los recuerdos dejados en un baúl. Ante ellos aparecen
objetos impensables en el universo materno por ellos conocido: una cámara
fotográfica, un libro de fotografías, bellamente impreso, una medalla, revistas
y tres diarios.
La lectura de los diarios
que inicia Carolyn y que concluye Michael nos traslada al año 1965 y aquí
empieza la otra historia. Con motivo de una feria ganadera, Richard, esposo de
Francesca, y sus dos hijos salen de excursión por cuatro días. Su partida
coincide con la llegada de Robert Kincaid (Clint Eastwood), un fotógrafo del
National Geographic, que viene a tomar unas vistas de los puentes cubiertos del
lugar. Un tanto extraviado, solicita ayuda a Francesca. Ella, aceptando a
guiarlo, se embarca en una aventura amorosa cuyo derrotero se convertirá en una
experiencia que los marcará de por vida.
III.
El encantamiento, la
atracción inevitable de los cuerpos, la urgente necesidad del contacto físico,
el ritual amoroso son mostrados por Eastwood en imágenes de colores cálidos y
de exquisita belleza. Pero también nos golpea con sus tonalidades grises lo
inasible y lo azaroso de la relación porque no siempre, como ahora, el amor
llega en el momento deseado.´
A manera de vasos
comunicantes, esta historia de Robert y Francesca alimenta el relato actual y
va motivando un conjunto de reacciones en los dos hermanos. De la sorpresa e
incredulidad iniciales pasan al rechazo, la curiosidad, la emoción, la
comprensión y, finalmente, la aceptación.
Estas variadas reacciones
de los hermanos, que responden a los diversos estados de ánimo motivados por la
actitud de su madre, van esbozando lo que viene a ser uno de los temas de la
película: el aprendizaje. A la luz de la historia leída, ambos han ido reconociendo que su madre era una
desconocida para ellos. Pero, además, han ido interiorizando los sentimientos y
las emociones que Francesca ha vivido en esta experiencia. Y entonces, surge en
ellos la necesidad de ser auténticos como parte, si se quiere dolorosa, de
llegar a la felicidad.
Al interior de la historia
pasada, esta experiencia de Francesca, transmitida a sus hijos a través de los
diarios, comporta una serie de decisiones que ella tiene que tomar por primera
vez en su vida. Esta suerte de educación sentimental implica mucho dolor, pues
al llegar al cuarto día hay necesariamente que optar entre el placer y el
deber. Y si la decisión de Francesca, que conocemos desde el comienzo del
filme, es optar por continuar cumpliendo sus deberes de esposa, ello de manera
alguna significa la reprobación moralista por los días vividos al lado de
Robert. Muy por el contrario, la felicidad encontrada, aunque sea por unos
instantes, es lo que le ha permitido vivir sin rencores ni resentimientos el
resto de su existencia. Su lección es comprendida a plenitud por sus hijos y,
por ello, sus cenizas lanzadas al viento se convierte no en un final triste
sino en el gran final feliz que sólo puede ser ese emocionado homenaje a la
vida.
IV.
Clint Eastwood ha
realizado pues una película que desde ya forma parte del cine clásico
americano. Si bien es cierto existe alguna disparidad entre las dos historias
en beneficio de la narrada por Francesca –pues podría considerarse que la
evolución de Michael resulta demasiado apresurada a la vista de su violenta
reacción inicial- ello no ensombrece el resultado final. Los logros del filme
están sobre todo en esa cálida mirada que Eastwood tiende a sus personajes y en
el ritmo de la narración que jamás decae. Y esto tiene un mérito mayor en tanto
el peso del filme es soportado básicamente por dos actores, Eastwood y Streep.
Si alguna duda existió
respecto de la capacidad de Eastwood para enfrentar esta historia, esta se
desvanece desde el momento mismo en que aparece en escena Francesca Johnson,
apurada ama de casa, encantadora en su desaliño y abrumada por la rutina y el
aburrimiento. Y ni qué decir de aquellas imágenes capotadas en el puente
Roseman. Una simple visita se convierte en un proceso de mutua auscultación
física. Por entre las sombras y grietas del puente o, más tarde, a través de
las cortinas de las ventanas, Francesca observa a Robert mientras trabaja o se
asea. Este, a su vez, va derrotando las defensas de ella a través de la lente
de su cámara.
Gestos, mirada,
movimientos, pequeños roces de cuerpos, ligeras insinuaciones componen este
acercamiento inicial que Eastwood registra con delicadeza, no exenta de placer,
pasando con sobriedad del plano de conjunto al plano de detalle. Es un cine
transparente, sin complicaciones, que nos permite disfrutar sin interferencia
alguna el encanto que produce estos primeros amagos de la pasión.
Eastwood, cual
“voyeurista” consumado, nos introduce en la intimidad de francesca. La llegada
de Eros a la casa de los Johnson hace que la desaliñada Francesca se interese
por ese cuerpo tantos años descuidado, por ese cabello sin arreglar y el rostro
sin maquillar. Las imágenes, intensas y reveladoras, nos convierten en
cómplices del realizador y así podemos asistir a la transformación de Francesca
, a su preparación para su nuevo compromiso sentimental, vestido nuevo
incluido. Y lo que en otras circunstancias sería un acto de vanidad o de simple
frivolidad aquí, bajo la intensa mirada respetuosa de Eastwood, deviene en un
acto de verdadera reivindicación.
V.
Son muchos los momentos
altos de este entrañable filme. Mencionemos dos que nos impresionaron no sñolo
por su fuerte carga emotiva sino por la sabiduría con que han sido realizados.
El primero de ellos se produce en el interior de la casa de Francesca. Con su
vestido nuevo y llena de ansiedads se presenta a Robert que, sorprendido, no
sabe qué decir.La solución convencional de la situación creada pasaría cpor el
consabido abrazo y la música subrayando la acción. Eastwood opta por echar al
traste la situación romántica mediante el sonido impertinente del teléfono.
Suspenso. ¿Contestará o abrazará a Robert? Ambos se miran a l a espera de una
decisión de Francesca, quien en todo momento lleva la iniciativa. Eastwood
dilata la resolución del momento. La tensión disminuye (y produce en el
espectador un sentimiento de frustración) cuando ella se dirige rápidamente al
teléfono. Y, entonces, Eastwood nos sorprende con una salida imprevista.
Mientras escucha a la amiga que le comenta acreca del extranjero que ha llegado
a fotografiar el lugar, distraída y naturalmente, Francesca le arregla el
cuello de la camisa a Robert sentado de espaldas a ella, posando finalmente la
mano en su hombro. Lentamente, la mano de él cubre la de ella y la acaricia.
Termina la secuencia con el baile de ambos al compás del bellísimo blues que la
radio nos deja escuchar. Eastwood ha jugado con nuestras emociones, ha postergado
el descenlace para imprimirtle mayor fuerza a este momento antológico.
El otro momento importante
del filme está marcado por el dolor y la angustia de la separación. Ocurre en
exteriores. Es el día de la partida de Robert Kincaid. Una vez más la situación
es dilatada como en los filmes de su viejo maestro Leone y, como en ellos, se
resuelve en el terreno puramente visual. El rostro angustiado de Francesca y el
rictus de dolor marcado en el rostro de Kincaid no admiten palabras. El último
gesto de amor de éste será colgar la medalla que Francesca le regaló en el
espejo retrovisor de su vehículo, mientras ella observa con ansiedad a través
del parabrisas mojado por la lluvia y su mano se desliza indecisa hacia el
manubrio de la puerta.
VI.
Nostálgico y tierno a la
vez, Los Puentes de Madison es
también un filme sobre la memoria, sobre los recuerdos. Los lugares y los
objetos tienen una fuerte carga evocadora. Y hay que ver con qué detalle
Eastwood se solaza en mostrarlos. El paisaje campestre cálido y soleado
envuelve a los protagonistas como aislándolos de la frialdad cuando no de la
agresividad de la ciudad y sus habitantes y, más adelante, este mismo escenario
servirá a Francesca como lugar de sosiego y homenaje.
Los objetos también están
impregnados de este poder evocador. A la muerte de Kincaid, Francesca recibe su
legado: su cámara, sus libros, sus fotografías. Es una suerte de reencuentro
con el pasado. Ayuda cierta para vivir aunque si el poder de soslayar el dolor
de esta convocatoria a los días felices. Fetichismos aparte, es la memoria del
personaje la que perdura a través de ellos. Y el papel de Francesca ahora es
trascender la frontera de la desaparición física. Los diarios y este cúmulo de
objetos en manos de los hijosharán posible ese propósito cuando ellos empiecen
a descubrir las parcelas ignoradas de ese mundo femenino que durante una vida
entera pareció simple y utilitario.
Eastwood reitera, una vez
más, en este filme su atracción por los objetos en tanto medios de
significación. Los libros, las inscripciones, las cartas, las
fotografíasactúan, mas allá de las valoraciones estéticas, como fuente de
conocimiento. La escriyura y las imágenes revelan, aun sin proponérselos, el
universo y la posición moral de su autor. No es la intención de Eastwood rendir
homenajes o efectuar guiños cinéfilos, pero por este camino, Truffaut no anda
lejos.
Para los protagonistas de Los Puentes de Madison el visor de la
cámara fotográfica, los espejos, las ventanas funcionan como medios para
observar el entorno y escapar del encierro provocado por las convenciones
sociales o morales imperantes. Y es a través de ese marco que Eastwood nos hace
mirar a sus personajes. Lo que allí observamos devela la postura del
realizador. Por ello, entendemos lo que la cámara cinematográfica ha
significado para Eastwood: el poder huir de los esquemas habituales del cine de
Hollywood, el poder dejar atrás esa fama cimentada en personajes robotizados
prestos a la acción viril ya las soluciones expeditivas, que en algún tiempo le
costó el apelativo de “fascista”.
Pero la cámara
cinematográfica también le ha hecho posible examinar con mirada crítica la
sociedad donde vive. Y lo que ha visto a través de la lente no ha sido
precisamente el mundo perfecto que muchos conservadores hubieran querido
apreciar. Así, en Iowa, escenario de esta historia, la hipocresía y la
intolerancia estigmatizan las afirmaciones individuales que se contraponen al
uso corriente y ello lleva a la exclusión. El ataque de Eastwood a este
comportamiento grupal, que evidencia su moral, es la del individualista que
lucha por el derecho a ser diferente. La escena del restaurante y la final, con
la presencia de la amiga de Francesca, revelan la solidaridad de Eastwood con
esta mujer marginada por un pueblo intolerante que intenta encorsetar los
sentimientos y que señala con dedo acusador aquello que la masa no admite.
La moral de Robert Kincaid
es la misma moral de Preacher en El
Jinete Pálido, de William Munny en Los
Imperdonables, de Butch Haines en Un
Mundo Perfecto, personajes itinerantes, cargados de soledad, que como
caballeros andantes caminan sin rumbo fijo en su aspiración imposible de
encontrar el lugar donde establecerse y afirmar, a su manera y sin concesiones,
por donde van sus principios de justicia y libertad. Es, en fin, la moral del
pionero, la del hombre que conquistó el Oeste, la del hombre que buscó la
tierra prometida y que obtuvo a cambio la marginación y el desprecio de una
organización social en la que ya no tienen cabida.
VII.
Los Puentes de Madison ha sido un filme difícil para Eastwood y por
partida doble: como director y y actor. Difícil porque ha sido la primera vez
–sin considerar Breezy (1973),
película de sus inicios aún poco madura- que entraba decididamente a tratar una
relación amorosa, terreno lleno de trampas y de soluciones conservadoras cuando
no vulgares. Difícil porque el lacónico Eastwood-actor se enfrentaba a una
actriz carismática, poderosa y, sobre todo, versátil. Y difícil, porque, como
ya lo hemos señalado, la acción tenía que sostenerse en los dos protagonistas
que, más allá de sus parlamentos, debían responder con convicción a las
diferentes situaciones creadas. Pero tanto el Eastwood actor como el director
estuvieron a la altura del reto. Infundieron vida a sus personajes y nos
contagiaron sus emociones.
Nota
Final
Aún lo recordamos con su
figura delgada, sus movimientos cansinos, su impasibilidad frente al peligro y
su increíble rapidez con las armas. El hombre sin nombre, el manco, el rubio
fueron algunos de los sobrenombres con que fue bautizado Clint Eastwood en las
películas de Leone. Más adelante, trasladó algunos de sus atributos a un
personaje poco simpático, Harry “el sucio”, llamado así por sus métodos nada
ortodoxos en la administraci¡ón de justicia y que cual anacronismo viviente
confundía la jungla de cemento con el mítico paisaje del Far West. Largo fue el
trayecto que tuvo que recorrer Eastwood para dejar atrás a este personaje,
poder colocarse detrás de las cámaras y hacer el cine de su predilección. Pero llegó
a su destino. Bien puede Eastwood reivindicar las palabras de Robert Kincaid en
su desesperada declaración amorosa a Francesca. Pues si tuvo que morder todo
ese polvo del camino fue para llegar a ser lo que es ahora: un cineasta de
valía, un autor entrañable.
Lima, segundo semestre de
1995
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