Escribe: Rogelio Llanos Q
- I -
Lunes, ¿quién ama los
lunes?, ¿habrá que perder nuestra cordura para celebrar la llegada de día tan
espantoso? ¿no podríamos vivir en viernes permanentemente, siempre a la espera,
con la dulce inquietud en el corazón, con el cerebro efervesciendo de ideas, de
planes y de proyectos para esa eternidad que es el hermoso sábado, que es el
amanecer del domingo?
Y no sabemos si es
idea nuestra o si todos los elementos de la naturaleza se ponen de acuerdo para que los odiados lunes el sol se
desperece muy temprano y nos lance insensible e indiferente sus dorados rayos y
su calor. Lo cierto es que a lo largo del año, no importa si es otoño o
primavera, los lunes amanece más temprano. Independientemente de si es verano o
invierno, de pronto, en medio de la niebla matinal, se abren paso las
optimistas e irónicas tonalidades amarillas y blancas desplazando a ese gris
familiar y entrañable que cubre no sólo la ciudad sino también nuestros
cerebros y nuestros corazones.
Pero, vamos, insisto, ¿existe, acaso, la alegría en estos días en
los que friamente se pone fin a la fantasía, la imaginación y el ensueño? ¿es
posible el buen ánimo y la risa cuando ya las sombras del domingo por la tarde
han clausurado, implacables y crueles, los deliciosos amaneceres con amores
otoñales, seguidos de las notas celestiales de la música amada preludiando el
encantador almuerzo familiar? ¿es concebible un atisbo de felicidad –el corazón
que late aceleradamente como a la espera impaciente e ilusionada del amor
recién llegado- en estos días en que el sol empieza a brillar con intensidad
desde temprano quizás para reirse de
nuestra felicidad perdida, quizás para poner en evidencia nuestra condición de
asalariado sometido a la feroz e interminable dictadura de las ocho horas de
máscaras, angustia y tensión?
No amamos los lunes,
pero sí fuimos felices un lunes. Y tal vez hayamos sido felices muchos otros
lunes en el pasado, pero nuestra memoria, quizás injustamente, ya no lo registra.
En cambio, siempre recordará este lunes 12 de marzo, que amaneció brillando y
ante esas luces burlonas del día que empezaba a nacer, cruzando raudo por la
ciudad, pusimos a todo volumen el legendario Dark Side of the Moon, como un acto preparatorio para el esperado
ritual de la noche, para la cita imprescindible con esa fracción esencial de la
historia de la música contemporánea, para el feliz encuentro con las ilusiones
y los recuerdos de aquellos años de descubrimiento de aquel universo construido
de sonidos, nombres y mitos. Sí, hoy podía ser un gran día. Y lo fue. Roger
Waters, líder de la banda inglesa Pink Floyd, estremeció a esta Lima moralista,
racista y conservadora, y nos entregó generosamente su arte, con la sabiduría
del hombre maduro, con la habilidad del músico de estirpe, con la maestría del
genio indiscutible.
- II-
Hace ya varios años
nos encontrábamos –mismo Bugs Bunny- despatarrados sobre el sofá de nuestra
sala. Sí, sobre ese sofá que Yola amamos con pasión. Léase bien, el sofá que
tanto ella como nosotros amamos con pasión, y no sobre el que ella y nosotros
nos amamos con pasión. En todo caso, el que quiera creer que crea y el que no
que imagine. Libre es el hombre de pensar, imaginar y fantasear, y es bueno que
así sea. Bien se puede prolongar la realidad a un mundo de fantasía y vivir en
ambos y hacer del todo una unidad. El hombre y su mundo imaginario, el hombre y
sus mentiras, el hombre y su ficción. Tal es su vida, como dijo alguna vez el
inolvidable Luis Buñuel.
Pero volvamos al
sillón de marras desde donde hemos atisbado al mundo en innumerables ocasiones.
Y desde allí, casualmente, en un sábado al mediodía –como no podía ser de otra
manera- en que hacíamos un perezoso ‘zapping’ acertamos a sintonizar un
concierto en el que los juegos de luces, los efectos audiovisuales y el potente
sonido electrónico de los instrumentos nos revelaron la presencia del
legendario Pink Floyd, banda de rock progresivo que se iniciara allá por los
sesenta y cuyas presentaciones en vivo constituían una verdadera fiesta para
los sentidos.
“Yolita, bandas como ésa,
jamás vendrán al Perú”, dije entre desazonado e impresionado por el espectáculo
que la televisión emitía y que probablemente nunca vería en vivo. No recuerdo
qué concierto era pues capturé el programa ya comenzado. Y mientras veía el
espectáculo, repasaba la lista de bandas y cantantes que habían pasado por los
diferentes escenarios limeños: Yes, Jon Anderson, Rick Wakeman, Emerson Lake
& Palmer, Jethro Tull. Tampoco eran cualquier cosa. Cierto que cuando
vinieron al Perú, su mayor momento de gloria ya había pasado, pero el talento,
la maestría aún formaban parte de su quehacer musical. El que nació genio,
morirá como tal. Así que no estoy de acuerdo con aquellos cronistas del
espectáculo, profanos y poseros, que en algún momento expresaron sensacionalistas
y mediocres que estas bandas venían al Perú porque estaban casi acabados.
A veces el despecho
nos conduce a posiciones extremas. Y claro, entendemos tales desatinos porque
si comparamos nuestra rutinaria Lima con la atractiva Buenos Aires en términos
de espectáculos artísticos, pues, claro, salimos perdiendo y, entonces, hace
acto de presencia nuestro lado oscuro que se complace en el lamento y la
autocompasión: pobres nosotros los peruanos que no podemos ver a U2, a los
Rolling Stones, quién como los agentinos que se dan el lujo de abrir las
puertas del Gran Rex para presentar a Lou Reed. Sí, ya sé Yolita que nos vas
encarar una vez más nuestra cobardía por no ir a Buenos Aires a ver al ex-líder
del Velvet Underground, perdiendo una inmejorable oportunidad en la que, además,
Carlitos, en su etapa porteña, se ofreció a comprarnos las entradas, etc, etc.
Sí, ya lo sé, y también debemos confesar públicamente que, mismo Nazarín, ya nos
flagelamos y apeléamos a los cilicios autopunitivos por ello , y que si bien no
nos hemos sacado tremendo clavo de nuestro corazón, en algo nos resarcimos
cruzando el charco para ver al entrañable Bob. Y una pregunta malvada y
malagradecida: ¿no crees, Yolita, que –mismo emperador romano, en versión
femenina, con el dedo hacia abajo- habrías vetado nuestra fascinante aventura
dylaniana de haber cedido a la tentación –grande, por cierto- de un viaje al
sur para escuchar en vivo y en directo Sweet Jane y Dirty Boulevard?
- III -
Las noticias empezaron
a circular los últimos meses del año pasado: Roger Waters en Lima. Nuestro
amigo Henry Flores fue el encargado de difundirla a todo su entorno.
Reemplazando furtivamente las obligaciones del aburrido trabajo por el placer
de la lectura de noticias e informaciones sobre el mundo de la música en
Internet, este fanático seguidor de la obra y milagros de Paul McCartney, recibió
al parecer el dato de unos de sus amigos argentinos. Ni corto ni perezoso,
entró a la ‘web’ y allí, efectivamente, se consignaba el 12 de marzo como la
fecha de la presentación en Lima. Se hablaba de¡ Espacio Las Américas, como
lugar del concierto.
¿Espacio Las Américas?
¿Y dónde diablos queda eso? Están locos, pensamos de inmediato, o nos están
engañando una vez más. Ese lugar no existe. Tal vez, vaya a construir un
escenario, total de aquí a marzo, faltan casi cuatro meses. Un proyecto de
construcción de una Arena para que se presente Waters. Queríamos creer que
fuera cierto. Nosotros somos pésimos proyectistas, pero hay gente que sí es
hábil y lo puede hacer; tienen una logística inmejorable, etc, etc. Nuestra
imaginación nos hizo creer en la posibilidad de tener un nuevo local para el 12
de marzo. También pasó por nuestra mente que quizás el Hotel Las Américas tenía
un espacio que no conocíamos y que allí se iba a presentar el ex líder de Pink
Floyd. Recordamos haber conversado con
nuestro amigo Arturo Kakutani acerca de ello. Pero un espacio allí en ese
hotel, no era concebible , porque ni aún abarcando toda la cuadra en la que
está ubicado podría albergar a la gran masa de cuarentones y cincuentones,
además de los chismosos y nuevos fans, que con toda seguridad acudirían en masa
a ver un megaconcierto como el de Waters que no tiene nada que envidiar a los
de los Stones o a los de U2.
En otro orden de
cosas, ese hotel nos traía a la mente un recuerdo de un hecho en el que se
combinaba el miedo con el placer. Fue en el noventa y dos, año en el que el
terror empezó a hacer presa de nosotros: teníamos temor de caminar por las calles de Miraflores, teníamos
miedo ir al cine porque quizás una bomba podría terminar con nuestras vidas.
Tarata fue el punto más alto de la escalada terrorista en Lima. Fue también
para nosotros la clara evidencia que el zarpazo asesino de Abimael Guzmán había
acabado con nuestra tranquilidad burguesa. Algo se había venido pudriendo en
las entrañas de nuestro país y lo habíamos ignorado olímpicamente porque las
algunas de las manifestaciones de este proceso de descomposición –muertes,
desapariciones, guerra sucia- se habían dado principalmente en la sierra del
Perú, lejos, muy lejos de nuestro entorno. Un apagón ahora, otro después, una
nochebuena o un año nuevo interrumpidos por un impertinente apagón, pero eso
era todo, porque las noticias de quienes caían bajo las balas asesinas de
Sendero o del terrorismo de estado nos convencían de que ese mundo de violencia
estaba lejos del nuestro. Y, sin embargo, estaba muy cerca, como la tragedia de
Tarata nos lo descubrió con brutalidad. A partir de allí nada ya fue igual. Y
tuvimos miedo, mucho miedo, porque ahora más que nunca, sentíamos que ni las
paredes de nuestra casa podían servirnos
de refugio ante la mirada y oidos del Gran Hermano que todo lo veía, que todo
lo sabía.
Con la angustia en el
alma íbamos a ver nuestras amadas películas. Cada encuentro ocasional con los
amigos a la salida de la filmoteca inevitablemente caía en el comentario sobre
la inseguridad diaria. Por ello conversar de vez en cuando con nuestro buen
amigo Chovi resultaba reconfortante. Para él no había cosa más importante en el
mundo que las películas, los directores, las actrices, etc. Era más estimulante
conversar sobre la violencia desmesurada y catártica de La Pandilla Salvaje que
hablar de la pesadilla diaria en la que Lima estaba ahora viviendo.
Fue unas semanas
después de lo de Tarata que me animé a ir a Miraflores a una tienda de discos
que quedaba justo detrás del Banco de Crédito ubicado en la avenida Larco. Ya
había estado antes por allí y había descubierto una colección de discos
compactos de Lou Reed reunidos en un a caja bajo el sugestivo título Between
Thought and Espression. Un hermoso ‘booklet’ acompañaba esta selección de tres
discos que reunía una buena muestra de la obra solista de Lou Reed, desde
Transformer hasta The Bells. Por esa época recién habíamos tomado la decisión
de comprar discos compactos, aún cuando no teníamos el reproductor. En realidad, sólo tenía un
disco compacto; para variar un Dylan: la célebre presentación de Bob en el
Albert Hall de Inglaterra en aquella oportunidad en que le gritaron ¡¡¡Judas!!!
por pasar del folk al rock. Pues bien toda mi colección se reducía a un disco
compacto y no temía aún dinero para comprarme un reproductor de compactos.
Pero, quería tener esa pequeña colección de Lou Reed. Por lo menos podría ir leyendo el booklet a
la espera de poder comprarme en algún momento el reproductor. Quería comprarme
esa joyita. Así que una mañana, alrededor de las diez nos fuimos a Miraflores y
justo cuando concluíamos de pagar nuestra adquisición, una violenta explosión
remeció el edificio. En menos de un minuto el caos se apoderó de este distrito
antaño pituco, hoy venido a menos: sirenas, bocinas, gritos de la gente que
corría en diferentes direcciones, embotellamiento del tránsito, ancianas
llorando arrodilladas en la acera. Y yo, apretando fuertemente contra mi pecho
mi pequeño tesoro para que nadie me lo arrebatara. Lo habría defendido con mi
vida. Juventud apasionada por el cine, la música, los libros. Nada era más
importante que ellos...salvo mi pequeña Gaby que ya tenía un año.
La bomba había sido colocada en el Hotel Las
Américas, un par de cuadras más abajo del lugar donde estábamos. Caminamos con
sigilo hacia Larco y, luego, tomamos uno de los pocos taxis que acertó a
detenerse en medio de tanta confusión. Los primeros discos de Lou Reed los
adquirimos ese día. Y, lástima, el miedo y la angustia vividos no fueron
disipados por los acordes de la música del creador de Berlín, porque no
teníamos donde reproducirlo. Tuvimos que conformarnos con la lectura reiterada
de aquellos textos sentidos sobre la obra de uno de los más grandes
compositores americanos.
Así que, ¿Espacio Las
Américas? Oye, Henry, más parece una broma y de muy mal gusto, porque ilusionar
a la gente, para después enrostrarle que vive en un país al cual le está negada
la posibilidad de ver una estrella de primera magnitud es algo muy cruel. Pero,
al parecer, Henry, siempre creyó en que los chanchos volaban. Y, efectivamente,
tanto en sentido literal como en el figurado, los chanchos volaron... y volaron
hacia el infinito.
- IV -
El sábado 10 de marzo
Ceci, nuestra querida Ceci, la sobrina entrañable que nos acompañara al
inolvidable concierto de Bob en Oberhausen, regresó a Colonia (Alemania)
después de haber pasado un mes de vacaciones entre nosotros. Alegría en la llegada y tristeza en la
partida, aún cuando antes de los abrazos finales nos comamos, entre bromas,
risas y placer masoquista, las olvidables pizzas y los burdos calzones Papa
John´s, las peores pastas de Lima, por cierto. De paso, diremos que las ensaladas
de este restaurante se llevan las palmas: las más resecas, insulsas y
desagradables que alguna vez hayamos aprecidado. No decimos probado porque,
con algunas excepciones, jamás pedimos
ensaladas en los restaurantes. Y menos las de Papa John`s, que son
verdaderamente espantosas. Pero, sin duda, en la próxima visita de Ceci,
volveremos a torturarnos con las pastas de este insufrible restaurante aunque
sólo sea para que nuestra Ceci y nuestra Gaby sonrían cómplices de nuestro buen
humor.
A Ceci siempre la
tenemos presente no sólo por ese inmenso cariño mutuo que nos une como familia
y por lo bien que se entiende con la pequeña Gaby, sino porque, hay temas
musicales que nos la recuerdan. El Estoy Aquí con el que Shakira abrió su concierto
en el pasado...de inmediato convocó su recuerdo. Y aún están vivas las imágenes
de Ceci cantando en esa reunión familiar de despedida, aquella primera vez que
decidió irse. Así que esa es una de las razones, por las cuales no puedo
despreciar a Shakira. Y, claro está, porque a mi Gaby le gusta también. Pero
valga la ocasión para decir que el concierto de la colombiana, salvo aquellos
poquísimos momentos de la primera parte en la que agarró la guitarra y con
garra se animó a hacer un poco de rock (Estoy aquí, Don´t bother), fue
realmente olvidable. Un prometedor comienzo del espectáculo, incluyendo, en los
parlantes, una introducción con el tema de The Who, Baba O´Riley, cuyos sonidos
de música oriental confundieron al público que se puso de pie para ver a
Shakira y, bueno, de pie escuchó la gloriosa interpretación de Roger Daltrey.
Tremendo tema de The Who, que despertó el deseo, imposible de materializar, de
estar en un estadio a punto de ver a aquella mítica banda que en Woodstock (con
Keith Moon y John Entwistle aún vivos), en un arrebato de euforia, destrozó sus
instrumentos al final de su presentación.
Pero también Ceci está
presente cada vez que el formidable Out of Time de R.E.M nos deja escuchar sus
sonidos agridulces. Shiny Happy People y su ritmo extrañamente alegre, la
overtura de guitarras de Radio Song, la singular Losing My Religion hacen que
la memoria me traiga la imagen de Ceci y su sonrisa fácil y su carácter alegre.
Ceci, la guía infaltable en tierras alemanas, la anfitriona cariñosa e
inolvidable de aquellos paseos por Bonn, Oberhausen, Dusseldorf y Colonia, fue
quien me obsequió ese casette de esta banda que ella conoció primero y que yo
aprendí a escuchar movido por el aprecio y la gratitud. Y descubrir a R.E.M.
fue una de las grandes cosas que nos han pasado en el ámbito musical. Hoy por
hoy es una de nuestras bandas favoritas; la consideramos en nuestra segunda
línea de predilectos. Explicaremos estas predilecciones luego.
Lo cierto es que el
sábado 10 de marzo Ceci tenía que retornar a casa. A las cinco de la tarde
estuvimos puntuales en el aeropuerto. A la cinco y veinte minutos el tren de la
historia de la música mundial pasó por Lima: Roger Waters llegó para el
esperado concierto del lunes 12. Pura coincidencia, ni siquiera sabíamos que el
ex-líder de Pink Floyd iba a llegar ese día. Digamos que nunca nos preocupó ni
nos atrajo la idea de correr tras el artista o la figura encumbrada. Nunca lo
hicimos de joven –más por timidez y vergüenza, ciertamente, que por convicción-
y menos ahora, a esta edad en que las ilusiones empiezan a desvanecerse como
pompas de jabón. Por otro lado, siempre seguidor del universo fordiano, me
place estar del lado de la leyenda más que de la realidad o, si lo expresamos
de otra manera, preferimos quedarnos con la imagen a vivir el desengaño de una
realidad que podría ser dura, decepcionante. Soñar como una manera de encontrar
el mundo perfecto.
Posición defensiva,
por cierto, que quiere ser una suerte de protección contra aquellas
desilusiones que ocurren cuando la pasión nos enceguece y confundimos a los
humanos con seres inmortales. Saber que el personaje admirado era un ídolo con
pies de barro es gravemente perturbador, altamente desestabilizante. Los seres
humanos somos contradictorios, poseemos zonas oscuras que ocultamos para poder
vivir en sociedad, pero también para alcanzar el éxito. Los artistas geniales
–aún aquellos con sensibilidad social- son gente de un ego inmenso. No son
personas normales, si lo fueran no estarían en el lugar a donde su talento los
ha conducido. Somos conscientes de ello y desde que lo aprendimos tratamos de
mantenernos alejados de ellos en las poquísimas situaciones en las que ha
habido posibilidades de estar cerca a su entorno. Como cuando Roman Polansky
nos visitó hace unos años.
Pero, contradictorios
como somos, no siempre seguimos la regla. El apretón de manos de Vargas Llosa
en la Plaza Isabel II de Madrid nos iluminó el día y nos hizo sentir felices,
la extensa conversación con Eduardo Coutinho sobre su película Hombre marcado
para morir en una antigua fiesta de los cineastas fue una experiencia
fascinante, pero descubrir la homosexualidad del galán cubano Adolfo Llauradó
fue, a pesar de que no somos homofóbicos, un shock. Ya hace varios años que
preferimos mantenernos alejados de aquellas personalidades del espectáculo. No
quisiéramos sentirnos como aquel espectador fanático de Joan Manuel que por
tanto pedirle interpretara su canción predilecta recibió un puntapié que, muy
probablemente, no sólo destruyó la imagen de su héroe sino que el amor por su
música la trastocó en odio hacia el hombre.
Así que alejado del
grupo de fotógrafos, periodistas y admiradores que esperaban frente al
automóvil que conduciría al cantante y músico a su hotel, nos situamos junto a
la puerta de salida de internacionales del aeropuerto. Y esperamos allí, curiosos
e impacientes, mientras en el otro extremo Ceci esperaba efectuar el ‘check in’
en uno de los mostradores de Iberia. No tardó mucho en aparecer el gran Roger
Waters, acompañado de un desconocido. Nuestro “Welcome Roger” fue gritado con
emoción. Fue la primera frase de bienvenida que el músico recibió en Lima. Allí
estaba, con camisa oscura, saco azul y jeans, el compositor de la más grande
banda inglesa de rock progresivo. Un ligero saludo, los ojos cubiertos con
lentes oscuros, y una lenta caminata hacia donde estaba el compacto grupo de
personas que lo estuvieron esperando por horas. Impasibilidad inglesa, le
llaman. Más adelante, Henry nos contó que un guardaespaldas cuida que no lo toquen. El veterano Waters no
aguanta malas pulgas y, de hecho, le parece muy mal que lo vean como un Dios.
Tal extremo es imposible de aguantar. Y si no preguntémosle al viejo Dylan que
ya no soportaba que lo identificaran como el vocero de la generación de los
sesenta y, entonces, decidió darles un portazo en la cara a toda esa legión de
fanáticos que esperaba a su Mesías para marchar contra el “establishment”. Ahora,
ante Roger Waters, muchas de estas ideas se nos agolpaban en el cerebro, mientras
pugnábamos interiormente por acercarnos un poco más al músico admirado o si
permanecer alejado observando cada detalle de lo que allí ocurría. Los flashes
de los fotógrafos destellaban una y otra vez, nuestra vida por una cámara,
murmurábamos con no poca angustia, nuestro ser infantil se iba apoderando cada
vez más de nosotros. Tener un grato recuerdo del momento, una foto, un
autógrafo, un apretón de manos, cualquier cosa que nos dijera más adelante que
Roger Waters pasó por aquí y que nosotros estuvimos allí para testimoniarlo. Y
fue allí, como antes en la Arena de Oberhausen o en Le Zenith, que nos
prometimos escribir sobre este momento histórico para compensarnos, para
satisfacer ese deseo infantil de tener algo del héroe admirado. Comno no podía ser
de otra manera, el álbum más autografiado fue el Dark Side of the Moon. Parco,
frío, sereno, la expresión oculta tras lentes oscuros, de andar lento y seguro,
a ratos brazo en alto, a ratos lapicero en mano para la firma enorme y
apresurada, son las imágenes que nuestras retinas grabaron con avidez. Los
dedos en V a manera de despedida y el hombre que ingresa al auto y huye
rápidamente del lugar. Todo en cuestión de minutos. Placeres efímeros, y la
sensación de que el tiempo no pasa lentamente como dice la hermosa canción de
Dylan en ese álbum amable que es el New Morning. Frases como el más grande, maestro, genio
musical se escucharon durante los escasos minutos que Roger Waters dedicó a sus
admiradores.
Quizás nos hubiera
gustado tener una cámara para registrar el momento. Digo quizás porque una
cámara siempre nos desvía la atención. Pendientes de captar el ángulo, nos
olvidamos del panorama. Si hubiéramos tenido una cámara en los conciertos de
Dylan, munca habríamos podido escribir sobre los conciertos de Oberhausen y
París a los que asistimos. Decidí escribir sobre esta experiencia como una
manera de hacer de este recuerdo una experiencia inolvidable. Sí, inolvidable,
porque Roger Waters es una parte importante de la historia de la música
contemporánea. Pink Floyd es una referencia obligada para quienes tienen la
feliz idea de visitar aquellos años aurorales de la música rock y de las
denominadas grandes bandas: los apasionantes sesenta, los inquietantes setenta.
Gracias, Jose, tu aviso providencial me hizo vivir un gratísmo momento. Lástima
por Gaby, que se lo perdió.
Y todo salió como si
hubiera sido perfectamente cronometrado. Roger Waters subió a su automóvil
seguido de toda una caravana de admiradores y Ceci concluyó su registro en
Iberia. Entre risas y lágrimas, nuestra querida Ceci marchó hacia su lindo y acogedor
departamento de Colonia, con la esperanza de que el tiempo vuele hasta aquella
fecha aún ignota en la que podamos nuevamente hablar y reir con la felicidad de
sabernos unidos por esos lazos de familia entrañables, vitales, eternos.
- V -
Cada persona tiene su
propio Olimpo. Bueno, no todas. Si nos apasionamos por algo, seguramente que de
inmediato creamos un lugar especial para aquello que más admiramos. Las
películas, los libros, la música nos atraen como un poderoso imán. Siempre
estaremos abiertos a ver, leer y escuchar de todo, pero en nuestro corazón
guardamos con cariño los nombres de aquellos directores, autores o músicos que
han hecho que nuestra vida valga la pena de ser vivida o como lo expresó Sabina
en Más de Cien Mentiras, que han impedido que nos cortemos de un tajo las
venas. Claro, claro, algunos pensarán ¿tendría R. el valor de hacerlo?, pues,
mejor no preguntar, sorpresas tiene la vida, pero Gaby y Yolita, con toda seguridad,
siempre serán la última frontera, la más difícil, quizás imposible, de
traspasar.
Clint Eastwood, Martin
Scorsese, Francois Truffaut, Howard Hawks, John Ford y Akira Kurosawa están en
la primera línea de nuestros gustos cinematográficos. Y no continuamos porque
la lista podría ser larga. Pero en música, fundamentalmente rock, la lista es
más corta. Allí somos más selectivos: Bob Dylan, Lou Reed y The Band están en
la primera línea; en una segunda línea ubicamos a Pink Floyd (Roger Waters y
David Gilmour, por cierto), R.E.M, Rolling Stones, The Who y Neil Young; y, en
una tercera línea encontramos a Eric Clapton, U2. Listas que sólo menciono como una forma de
rendir homenaje –mi particular homenaje a aquella gente que con su arte
contribuye a aliviar mi stress, rutina, frustraciones y desilusiones. Pero
también, al margen de estas listas, muchas veces injustas, hay todo un inmenso
grupo de gente que con sus canciones nos hacen ver el mundo de distinta manera:
Miguel Ríos, Joaquín Sabina, José Alfredo Jiménez, Joan Manuel Serrat, Silvio
Rodríguez, La Sonora Matancera, Rubén Blades, Héctor Lavoe, Mark Knopfler,
Pedro Infante, The Beatles, Ana Belén, Víctor Manuel, y un largo etc.
Sin duda, en nuestros
momentos de crisis, en nuestros ratos de depresión, en aquellos períodos de
tristeza siempre terminamos por aferrarnos a algo. Hay quienes se inclinan por
los fuegos artificiales de las drogas o el alcohol. Nosotros optamos por la
evasión a través de la música. Y por años ella ha sido nuestra más fiel compañera.
El sonido de una banda con sus guitarras, teclados y batería pueden bastar para
aliviarnos de la pesadez de un domingo por la tarde. Una nueva versión de un
viejo tema de Dylan convoca de inmediato nuestra atención. Un cambio en la
melodía, con sólo voz y guitarra, de un Silvio inspiradísimo (como en Canción
de Navidad), nos emociona intensamente. El sonido impetuoso de Pink Floyd nos
exalta, nos conmueve. El ritmo vertiginoso de The Who nos invita a correr por
la autopista. La música de la Sonora Matancera nos convoca al recuerdo de
infancia y nos invita a bailar, y a pesar de que somos pésimos bailarines, si
hay la ocasión lo hacemos importándonos un pepino lo que el entorno pueda
opinar. Igual experiencia hemos tenido con la música del cantante de los
cantantes, el soberbio Héctor Lavoe. Su Periódico de Ayer y El Cantante son los
temas que más hemos bailado en los ochenta y a comienzos de los noventa en las
fiestas inolvidables que organizábamos en casa. Hoy en día nada de lo que escuchamos
en las fiestas nos incita a dejar a un lado la timidez para lanzarnos al ruedo.
Pero, ya casi no asistimos a fiesta alguna. Es como si estuviéramos cerrando un
círculo, tan antisociales como en nuestra adolescencia, preferimos quedarnos en
casa para vibrar con los broncos sonidos de un Lou Reed siempre inspirado. Fue
bueno descubrir a U2. Su Rattle and Hum, con sus claroscuros y contraluces y
sus rendidos homenajes a los grandes de la música americana (Dylan, Presley, BB
King) nos subyugó, pero ahora, sin dejar de ser buenos, nos siguen entregando
más de lo mismo. Que nuestra buena amiga Susy se emocione con ellos, hace que
aún le tengamos estima a esta banda que nos sorprendió con esa metamorfosis
llamada Achtung Baby, pero sentimos que ya estamos saliendo de su órbita de
influencia. Estaban en la segunda línea, ahora han pasado a la tercera. Nunca
podemos escapar de la intensa emoción de Paloma Querida, del gran José Alfredo
y Like a Rolling Stones y Sweet Jane serán siempre las canciones más amadas.
Pero, oye Henry, no te olvides que Knockin’ on Heaven`s Door será la canción
que deseemos escuchar a las puertas del Big Sleep.
Nuestra vida gira en buena
medida en torno a la música. El anuncio de algún concierto en vivo nos
entusiasma, nos ilusiona, pero también nos pone en emergencia económica. En un
período bastante corto se anunció la presencia de Silvio Rodríguez, Joan Manuel
Serrat y Roger Waters. Sequía a lo largo del año y un vendaval en menos de un
mes era algo irracional e injusto. Al final, lo de Serrat no pasó de ser sino
una noticia sin mayor asidero, que lamentamos al fin y al cabo porque los
conciertos del cantante español siempre dejan huella.
Lo de Silvio superó
nuestras expectativas. Pero, además, era el reencuentro con un pasado feliz, un
retorno a ese ochenta y seis de amores urgentes y apasionados en la mítica casa
del tío Vania, disfrutando luego de un sabroso lomo saltado y un huevo frito
encima para recuperar energías o de las maratónicas sesiones de cine para no
perder estreno latinoamericano alguno en aquel SICLA que prometió y nunca
cumplió con traer a Dylan y a Joan Baez a Lima. ¿Qué pensabas Yolita mientras
te emocionabas escuchando Ángel para un Final, La Canción del Elegido, La Maza,
Unicornio, La Gaviota ?
Un Silvio inspiradísimo
recorrió en olor de multitud buena parte de su discografía poniendo en
evidencia su filiación a esa manera de pensar propia de los viejos héroes de
Peckinpah: “Los tiempos están cambiando, pero yo no”, tal como le espetó en el
rostro el joven Billy a su ex compañero de fechorías y futuro matador, Pat
Garrett. Y fue, entonces, que nuestro corazón se contagió de aquella juventud
entusiasta y soñadora –que aún la hay, vaya que sí- y levantando el puño
izquierdo en alto cantamos a todo pulmón y con emoción desbordada la hermosa y
combativa Playa Girón. Al día siguiente, un nuevo disco, Rodriguez, embellecía
nuestra colección remeciendo nuestros sentidos cada vez que el cubano se
enternecía con aquellos versos que aluden a su música y a su destino: “Mi canción no es tan solo / de quien pueda
escucharla /porque a veces el sordo / lleva más para amarla. Lástima Gaby, te
lo perdiste. Dices que no te gusta Silvio, sé, sin embargo, que alguna vez
aprenderás a amar su música,
-VI-
1.
Siempre nos impresionó el
sonido majestuso, vibrante y enérgico de Pink Floyd. Cada vez que los sonidos
estremecedores de Su Shine On You, Crazy Diamond llegaban a nuestros oídos los
sentíamos como un ‘shot’ directo a la vena. Nos sacudía, nos exaltaba, nos
llevaba a las alturas. Pues eso fue lo que ocurrió el pasado lunes 12 de marzo:
con Roger Waters y su extraordinaria banda tocamos el cielo.
Probablemente nadie creyó
al locutor que aproximadamente veinte minutos antes de las nueve de la noche
pidiera a la espectadores ubicarse en sus asientos porque el concierto iba a
empezar a las nueve en punto. Y muy pocos, quizás, ligaron las imágenes de
altísima resolución que empezaron a proyectarse en el gigante écran central con
el inicio del concierto. Pero era ya altamente sospechoso que tales imágenes
–una vieja radio, una mano moviendo el dial a la búsqueda muy selectiva de
música rock, blues o jazz, y desechando sin contemplaciones el pop aburrido y
ligero, un cigarrillo y un vaso de whisky- acompañadas de un ya potente sonido
– iban a formar parte del prólogo y también del espectáculo. Sin embargo, la
gente en las diversas localidades continuó con aquello que es habitual en los
momentos previos al concierto: el
encuentro o reencuentro con amigos y conocidos, las especulaciones sobre el set
list, las efusivas celebraciones de la ocasión con una buena refrescante
cerveza o la cacería visual de los famosos que llegan a la zona VIP o a sus
inmediaciones. A nosotros, lo que nos fascina ver en estos previos es la
disposición de los equipos en el escenario. La batería, casi siempre al centro,
todo un símbolo para un concierto de rock, las guitarras, paradas junto a sus
amplificadores de sonido, los teclados y los sintetizadores a los costados del
escenario; y, de cuando en cuando, algunos técnicos que efectúan las últimas pruebas
del sonido de las guitarras. Todo este ritual nos encandila, nos conmueve, nos
entusiasma porque pronto veremos a un equipo humano que une sus talentos para
producir música que alegrará nuestros corazones, que nos invitará al movimiento
acompasado de nuestros cuerpos y que nos convocará al grito solidario, al canto
emocionado, al gesto de adhesión a una banda cuya música e historia han formado
parte, por muchos años, de nuestro
imaginario, de nuestras ilusiones, de nuestras vidas.
Son las nueve en punto de
la noche y el lugar se oscurece abruptamente, al mismo tiempo que los músicos
toman sus posiciones rápidamente y una figura de oscuro camina lentamente hacia
el centro del escenario. No pasan sino unos segundos cuando los primeros
estruendos de los teclados y las guitarras de In the Flesh remecen la explanada
del Monumental, mientras nuestros corazónes empiezan a latir con fuerza por la
emoción que ya no es posible controlarla. Esos sonidos que ualguna vez
escuchamos en la televisión, el disco o en el vídeo, los estábamos ahora oyendo
en directo, con Roger Waters y su banda en vivo ejecutándolos con la misma
maestría con la que aprendimos a conocerlos. ¡Dios!, es cierto, Waters está
aquí, me dije interiormente al tiempo que unía mis gritos, aplausos y brazos en
alto a la multitud enfervorizada que, al igual que nosotros, se integraba a
esta magnífica celebración, a este homenaje sentido a la música amada.
In the Flesh (The Wall,
1979) nos conmueve, nos levanta, nos inquieta, tanto en el disco como en su
interpretación en vivo. No hay diferencia importante entre una y otra. Fiel al original, luego del
potente intro, Waters irrumpe con el conocido “ So ya / Thought ya / Might like
to go to the show / To feel the warm thrill of confusion / That space cadet
glow... Y
al fondo, en la pantalla y, también en vivo, las explosiones de luces y colores
que iluminan totalmente el escenario. Había que estar aquí para sentir y formar
parte de este increíble espectáculo, que anuncia desde este comienzo
impresionante, que la banda no dará tregua alguna a los espectadores. Sí, tal
como, lo manifiestan los primeros versos de este tema, hemos venido a ver el
show para sentir la cálida emoción del caos que comunica la energía desbordada
de las catorce mil almas que se han congregado para ver, oir y disfrutar con la
música de la banda más importante del rock sinfónico, Pink Floyd. Sí, "Lights! Turn on the sound effects! Action!", sí allí están
esas luces enceguecedoras, sí allí están los efectos de sonido, sí allí está
una de las más grandes bandas de rock que haya pisado Lima.
Y, luego, la música
aquietándose, desvaneciéndose en el aire, para dar paso a los primeros y
delicados acordes de Mother, otro clásico del The Wall, que no podía faltar en
el set list recopilatorio que Waters ha escogido para esta primera –de las
tres- parte de este espectáculo memorable. Miramos a Gaby, y percibimos su
emoción. Ya antes del concierto había sintonizado con este tema lleno de
interrogantes hacia la madre sopreprotectora. Una cámara chismosa, justo antes
de entrar a la Explanada, nos detuvo para preguntarnos por los discos
preferidos de Pink Floyd, por la capacidad de esta música para unir a
generaciones a veces tan distantes (nosotros con más de cincuenta años encima y
Gaby con apenas quince) y Gaby, segura y encantadora, declarando a las cámaras
que Mother era su predilecta. Sí, aquí estábamos, padre e hija disfrutando a
rabiar de la música amada. Moriremos tranquilos, alguien seguirá tocando
nuestros viejos discos y gozando con esos sonidos maravillosos.
Y luego, un viejo tema del
68 de los Floyd, Set the Controls for the Heart of the Sun, que aparece en su segundo
disco A Saucerful of Secrets, y más adelante en el en vivo Ummagumma (1969). Recuerdo haber leído en algún momento que el
gran Roger Waters acudió a un viejo libro de poemas chinos y tomó de él algunos
versos que incorporó a esta canción, con pequeñas variantes: “Witness the man who raves at the wall / Making
the shape of his questions to Heaven”. A las que siguen
los inspirados versos en forma de interrogantes: “Whether the sun will fall in the evening / Will
he remember the lesson of giving? Y que
concluyen con el estribillo que da
título al tema Set the controls for the heart of the sun”. Algunos han llamado plagio a esta inserción de
versos ajenos; otros, en tono irónico, préstamo. Nosotros, sin caer en la
complacencia, pero sí convencidos del talento de Waters, lo llamamos homenaje,
a una expresión artística que deslumbrara en su oportunidad al ex-líder de Pink
Floyd.
Al momento de escribir
esta nota ya es ampliamente conocido el caso de nuestro querido Bryce, cuya
labor plagiaria en sus artículos periodísticos ha quedado al descubierto. Y,
claro, aquí no se trató del robo de una frase, de una idea; según las noticias
crueles que hemos leído se trata del despojo de frases enteras de textos
ajenos. ¿Por qué Alfredo? ¿por qué? Si ni siquiera lo transcrito tiene una
calidad poética como para obnubilar la mente a tal punto de provocar la
apropiación de la belleza. Se trata de textos bien escritos e informados, sí, pero
tú estás en condiciones de reelaborarlos con sapiencia y talento. ¿Por qué,
Alfredo, a estas alturas de tu generosa vida, te empeñas en mancillarla como
hizo el gran Zidane en el último mundial de fútbol? ¿es acaso la tentación del
vacío, la atracción inevitable de la autodestrucción? Cierto, siempre preferí y
leí al gran novelista y con mucha pena casi siempre dejé de leer –por
aburrimiento- y critiqué al articulista mediano. Desde hace mucho he venido
pensando que tus a veces extensas notas periodísticas carecían de esa fuerza,
de esa emoción que hace que el lector recorra con pasión cada párrafo del
texto. E inevitablemente fui dejando de leer tus textos en El Comercio.
Lástima, Alfredo. Como escribió cierto periodista, no te podremos esperar en
este abril otoñal. Y, lástima también querido Alfredo, tus enemigos, que no son
pocos –pues la envidia siempre alimentó su existencia- estarán ahora celebrando
la derrota de quien, a pesar de todo lo ocurrido, sigue siendo uno de los
grandes escritores latinoamericanos. Te
seguimos queriendo, Alfredo. Y gracias por Un Mundo para Julius, gracias por No
me Esperen en Abril y gracias por el entrañable Martín Romaña que acompañó
parte de nuestra agitada juventud.
Y la canción esperada
llegó rápidamente a nuestros oídos: Shine on You, Crazy Diamond, con las
imágenes del legendario Syd Barrett perfilándose en la pantalla y que inauguró
el homenaje de tres temas seguidos, pertenecientes al Wish You Were Here (1975)
que Waters dedicó a ese loco genial que
fue el ya desaparecido ex-fundador de Pink Floyd. Bastan las primeras notas del
Shine on You... para que la gente reconociera el tema y aplaudiera y cantara. Los
temas que siguieron en este cálido recuerdo de Barrett fueron Have a Cigar
(“Come in here, dear boy, have a cigar/ You’re gonna go far, fly high / You’re
never gonna die / You’re gonna make it if you try) y el acústico Wish you were
here, que dio título a este álbum fundamental.
La música de Waters es
densa, acompasada, plena de sonidos fuertes provenientes de los teclados y
sintetizadores y de las guitarras eléctricas. A veces el sonido de los vientos
pautan un segemento de la canción como el saxo en Set the controls... Esta
música melancólica a veces, enérgica por
momentos, jamás pasa desapercibida, por el contrario, perturba, inquieta,
estimula. La música envuelve a Waters, que partiendo del centro del escenario,
se desplaza hacia los laterales en los largos segmentos instrumentales o se
confunde con su banda mientras el poderoso trío de voces femeninas, que
componen el coro principal, nos deslumbra con sus potentes y fascinantes voces.
Mother fue su prueba de fuego. En grupo o como solistas, las morenas dejaron
huella en nuestros corazones. Voces que transforman el grito en música, voces
que se confunden armoniosamente con los instrumentos, voces acunadas por los
trepidantes sonidos de una banda
compacta, sólida, maestra. Voces que exaltan, que agitan, que emocionan.
Mujeres de piel canela maravillosas, seductoras, eternas.
Southampton Doc proviene del viejo álbum The Final Cut
(1983) e inaugura el mensaje antibélico de un inspirado Waters, que enlaza este
tema con The Fletcher Memorial Home, ambos pertenecientes al álbum referido. En
la primera recuerdos del padre muerto en la segunda guerra mundial, en la
segunda, una alusión descarnada, cruel y con solución final para los tiranos,
reyezuelos y dictadores que envían a los muchachos a morir en las trincheras.
Sin el divismo e histrionismo de un Bono, líder de la banda irlandesa U2,
Waters, guitarra acústica en ristre, lleva a través del mundo su exigencia de
paz, su posición antibélica. Música, palabras e imágenes se amalgaman para
hacer eficaz un mensaje que nadie desdeña, que todos aceptan aunque sólo sea
por esos inolvidables momentos en que la gente hermanada por la música canta a
coro, levanta el puño y acepta el mensaje. Perfect Sense del Amused to Death,
álbum de Waters del 92, sigue la misma línea antibélica y también uno de los nuevos
temas que el compositor da a conocer al público, Leaving Beirut (2004) y que,
al parecer, sólo está como single.
Los medios que usa Waters para
llegar al público son efectivos, impactantes y originales. En Leaving Beirut,
hace que la gente corre la canción, proyectando la letra sobre la pantalla,
intercalando viñetas a manera de historieta, que subrayan el clima antibélico
que Waters ha creado eficazmente. Ironía, indignación, protesta. Y una cuchillada
al sistema educativo: ¿qué mierda de educación has recibido Bush durante tu
niñez para ser el que eres actualmente? Textualmente:
“Oh George! Oh George! /
That
Texas
education must have fucked you up when you were very small”. Sí Roger Waters
no se anda con subtterfugios; es directo, punzante, violento, sin por ello,
perder la sensibilidad y el lirismo.
La primera parte del
concierto concluyó con Sheep, tema que pertenece a aquel célebre álbum Animals
(1977), que, al parecer, toma su temática de la novela orwelliana Rebelión en
la Granja. Sheep alude a aquellos tipos humanos que siguen ciegamente a los
poderosos, a los políticos y a aquellos comisarios de la moral y de las buenas
costumbres. Fue el momento en que, efectivamente, se demostró que los chanchos
volaban. Iniciada la canción, un enorme cerdo rosado planeó sobre la
muchedumbre gratamente sorprendida. Llevaba varias inscripciones, algunas de
las cuales decían: “Todos los peruanos somos iguales” , “No a la
discriminación”; en el cuello, la indicación “cortar aquí”. Con Sheep y con
este efecto escénico, que remarcaba la propuesta pacifista de un artista que,
quizás los sesenteros los habrían
llamado comprometido, Waters cerró con brillantez la primera parte de su
extraordinario concierto. “Diez minutos de descanso y volveremos con el Dark
Side of the Moon” fue su temporal despedida. Aún era difícil creer lo que
habíamos visto y escuchado. Y mientras tanto, el cerdo, se perdió en el infinito.
2.
El sonido del latido de un
corazón amplificado es la obertura de un disco que ya ha pasado a formar parte
de la leyenda rockera. Speak to me abre la segunda parte de este concierto,
dedicada a la interpretación completa del Dark Side of the Moon, en el mismo
orden de grabación y reproduciendo todos sus efectos y sonidos. Voces, risas y
luego una guitarra de sonido limpio abriéndose paso a través del ruido que
precede los versos inolvidables “Breathe, breathe in the air. / Don't be afraid
to care. /Leave but don't leave me. /Look around and choose your own ground,
que la multitud corea emocionada y generosa. Roger Waters tal vez nunca se
imaginó que en este pequeño país ignorado por las grandes bandas de rock, había
catorce mil almas dispuestas a escucharlo y cantar con él. Muchos se preguntan
cómo fue posible que el bajista de Pink Floyd recalara en un país como el
nuestro. Y claro, fue todo un esfuerzo de los empresarios que apostaron por el
éxito del concierto, a pesar de los altísimos precios cobrados –la entrada más
barata estaba a ciento cincuenta nuevos soles- pero también es cierto que, de
acuerdo a algunas fuentes, el cantante quiso venir al Perú, razón por la cual,
incluso, redujo sus pretensiones económicas. En buena hora, pues. Gracias a esa
confluencia de situaciones, Lima fue el escenario del concierto de rock más
importante que se haya dado a la fecha.
Sí, aspirar el aire y
mirar en nuestro derredor, es el comienzo de un tema que conmueve nuestros
sentidos. El disfrute de la vida, el trabajo incansable y el curso inevitable
hacia la muerte. Y, de repente, unos sonidos de sintetizador, reiterativos,
obsesivos como si se tratara de un viaje fantástico a través de las ondas
sonoras, mientras el ruido de un helicóptero se acentúa más y más: es On The
Run. Una fuga, hacia aquellas zonas inexploradas u olvidadas de nuestra propia
existencia, quizás; y, luego, una explosión final, cuyos ecos se van
difuminando poco a poco. Abruptamente, suenan las alarmas de los relojes, y
el tiempo que pasa es marcado –como el latido de un
corazón- por el bajo de Waters. Las guitarras prologan luego el canto en clave alta de Waters: “Ticking away
the moments that make up a dull day ....” . Y
más adelante, escuchamos los coros de voces femeninas, sugerentes,
maravillosos, que nos envuelven mientras los versos melancólicos de Waters
llegan hondo al corazón: “Tired of lying
in the sunshine staying home to watch the rain / You are young and life is long
and there is time to kill today. /And then one day you find ten years have got
behind you. /
No
one told you when to run, you missed the starting gun”. El final es una vuelta hermosa a la sugerente
Breathe, un cálido tributo al retorno a casa:
“Home, home again / I like to be here when I can / When I come home cold
and tired / It's good to warm my bones
beside the fire”.
The Great Gig in the Sky
se inicia con un slide guitar que se arrastra perezosamente hasta conducirnos a
ese momento en que una de las coristas da un paso adelante y nos impacta con un
su grito desgarrado, sostenido. La cantante modula su voz como si se tratara de
un instrumento, llevando el grito, de manera sinuosa, por los meandros de la
melodía marcada por las guitarras y los teclados. La voz humana en perfecta
armonía con la instrumentación. La voz humana como un instrumento mismo. La música
elevándonos a alturas celestiales en este tema musical pensado para transmitir
la desesperación ante la muerte.
El sonido de una caja
registradora es el punto de partida de Money….
Lima, marzo 2007
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