Hola Henry:
De manera
inevitable empiezo a desgranar los recuerdos de adolescencia, al escuchar Mi Tristeza es Mía y Nada Más. El
restaurante ABC de la calle Orbegoso de Trujillo, sus pollos a la brasa,
deliciosos y, sobre todo, la rockola,
la infaltable rockola que alegró
algunas de nuestras tardes que pasamos allí con los amigos a la salida del cine
y, más precisamente, en aquella noche de despedida, la última de nuestros años
de estudiante de secundaria. Muchacho
Siglo XX de Los Iracundos era una fija y Mi Tristeza es Mía… era otra que nunca faltó en aquellas tardes que
caímos en ese restaurante bullicioso y con el penetrante olor del fuego dorando
la carne de los pollos que giraban de manera interminable sobre los carbones
encendidos de la cocina.
Ya no
recuerdo si ese encuentro final fue triste, nostálgico o si, como siempre
ocurría en nuestras salidas, menudearon las bromas, las burlas y las risas. No
recuerdo tampoco que se hicieran promesas de reencuentros. Vanas promesas, casi
siempre. Quizás las hubo y el tiempo se encargó de borrarlas. Sí hubo mucha
música de nuestro gusto, porque el sencillo que llevábamos servía para
alimentar una rockola de la que nos
apoderábamos a punto de atiborrarla de monedas con las que seleccionábamos
nuestros temas favoritos. Mis preferidos eran Leonardo Favio y Los Iracundos.
En realidad, no recuerdo cuáles eran los gustos musicales de mis amigos. Creo
que compartían los míos, pero, creo que ya empezaban a inclinarse por el rock.
Han pasado más de treinta años de esa última noche en que nos reunimos, con
invitación mía, pues mi padre me había dado una generosa propina para que fuera
a despedirme de mis amigos, y si bien he olvidado algunas experiencias que
pasamos juntos, aún permanecen en mi mente las imágenes de sus rostros
sonrientes y optimistas.
A mis
amigos Jorge Rafael y Justo Holguín, jamás los volví a ver, pero cada vez que
escucho un disco de Eduardo Franco, el gran vocalista de Los Iracundos
(recuerdo agradecido a Gerardo Manuel, que en medio de su concierto tocó los
primeros acordes de Puerto Montt y le rindió un cálido homenaje el día en que
murió) y la potente voz de Leonardo Favio, me traen de vuelta las imágenes de
esos buenos muchachos, con quienes forjé una amistad que se nutrió de
ingenuas aventuras escolares, westerns a la italiana y de matinales
sabatinas, Grecos incluidos.
Así pues,
mi estimado Henry, para mí, la música de Leonardo Favio no tiene ese sentido
peyorativo que tú le das al calificarla de meliflua, sentido que se descubre
por la construcción de tu frase cortante, excluyente. Para mí esa música tiene
un suave halo de nostalgia, que al margen de cualquier criterio valorativo –en
términos musicales- me enternece (coincidimos, Ernesto, creo que éste es un
término certero), me conmueve, me emociona. Para definirlo con mayor precisión,
me hace retornar a un tiempo en que el mundo lo veíamos multicolor, lleno de
esperanzas y pleno de ingenuidad. Eran los tiempos en que Los Iracundos le
cantaban al loco verano, a la juventud (¿alguien se acuerda de Pepe Cipolla?),
a la eterna felicidad, a las marionetas de cartón, a un ilusorio Puerto Montt,
a la lluvia que cae, a los vagabundos que van en busca de la aventura, a
la chiquilina de la esquina.
Sí, eran tiempos
de despreocupación a pesar de la quema de libros de Alva Orlandini y de la
dictadura de Velasco. La juventud se preparaba generosamente para hacer la
revolución (al influjo de Fidel y del Che), pero cantaba con Los Iracundos. Y
en medio de esa alegría sin fin, la voz fiera y a veces desgarrada de Leonardo
Favio, hablaba de olvidos, de penas, de tristezas, de amores contrariados. No,
el mundo para él no era color de rosa: Ni
el Clavel ni la Rosa ,
titulaba una de sus canciones, y la tristeza siempre fue suya porque Ella ya lo
había olvidado para siempre, quizás. Para un hombre que conoció la vida dura,
la delincuencia y la cárcel, componer e interpretar canciones dulzonas o
melifluas como las llamas tú, estaba fuera de lugar. Yo, más bien, encuentro un
gran fondo de amargura en esas canciones rebosantes de sencillez. Lo que sucede
es que llegaban directo al corazón porque la envoltura musical era muy
atractiva: guitarras acústicas de sonidos cristalinos en el arranque, los
acordes sostenidos de un órgano como fondo y, en medio de las canciones unos
violines que, a veces, de manera impertinente, efectivamente, suavizaban las
canciones. Pero no tocaban fondo, no eran indignas. Por el contrario, revelaban
al ser humano que se había levantado de su derrota, que prefería cantar a
maldecir un pasado violento y que nos descubría una faceta más de un luchador
nato (no olvidemos que también fue un duro opositor de la dictadura) poseedor
de un alma sensible que clamaba por expresarse a través del cine, la poesía o
su música.
Entiendo
que tu espíritu crítico te lleva a ser implacable con aquella música cuyos
predios son extraños al rock, el género de tus amores. Más aún si, por su vena
popular, nos hace pensar en los cánones comerciales al uso. También,
probablemente, porque tendemos (me incluyo) a rechazar los modelos y gustos de
las generaciones pasadas. Es cierto, también, que a estas alturas de tu
juventud has desarrollado, con no poco esfuerzo, un exquisito gusto musical y,
claro está, después de escuchar el hermoso y vibrante Into the Wild, es difícil, duro y desconcertante
aceptar aquellas melodías ligeras con que las generaciones pasadas dulcificaron
su existencia.
Lo viví, lo
experimenté: hubo una etapa de mi vida en que desprecié a la música mexicana
(que, dígase de paso, también arropa amarguras con llamativas envolturas
musicales, pero usan guitarrones y trompetas y un ritmo trepidante y emotivo) y
los boleros. Hoy puedo decir con mucho orgullo que me encanta la música de José
Alfredo Jiménez y de los viejos charros que se llevaron todo su virtuosismo a
la tumba; hoy puedo tomarme un vino, escuchar a los inmortales de La Sonora Matancera
y recordar con nostalgia los años de mi niñez y radio Tropicana.
Estoy
envejeciendo, sin duda, y quizás también por ello, miro o empiezo a mirar el
pasado sin ira alguna y rescatando todas aquellas experiencias vividas
(gratísimas compañeras de viaje en esta fase casi otoñal de mi vida) en torno a
aquello que tanto tú como yo disfrutamos a rabiar: la música.
Un
abrazo,
R.
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