8/12/13

De Leonardo Favio y otros recuerdos musicales

Hola Henry:

De manera inevitable empiezo a desgranar los recuerdos de adolescencia, al escuchar Mi Tristeza es Mía y Nada Más. El restaurante ABC de la calle Orbegoso de Trujillo, sus pollos a la brasa, deliciosos y, sobre todo, la rockola, la infaltable rockola que alegró algunas de nuestras tardes que pasamos allí con los amigos a la salida del cine y, más precisamente, en aquella noche de despedida, la última de nuestros años de estudiante de secundaria. Muchacho Siglo XX de Los Iracundos era una fija y Mi Tristeza es Mía… era otra que nunca faltó en aquellas tardes que caímos en ese restaurante bullicioso y con el penetrante olor del fuego dorando la carne de los pollos que giraban de manera interminable sobre los carbones encendidos de la cocina.

 Ya no recuerdo si ese encuentro final fue triste, nostálgico o si, como siempre ocurría en nuestras salidas, menudearon las bromas, las burlas y las risas. No recuerdo tampoco que se hicieran promesas de reencuentros. Vanas promesas, casi siempre. Quizás las hubo y el tiempo se encargó de borrarlas. Sí hubo mucha música de nuestro gusto, porque el sencillo que llevábamos servía para alimentar una rockola de la que nos apoderábamos a punto de atiborrarla de monedas con las que seleccionábamos nuestros temas favoritos. Mis preferidos eran Leonardo Favio y Los Iracundos. En realidad, no recuerdo cuáles eran los gustos musicales de mis amigos. Creo que compartían los míos, pero, creo que ya empezaban a inclinarse por el rock. Han pasado más de treinta años de esa última noche en que nos reunimos, con invitación mía, pues mi padre me había dado una generosa propina para que fuera a despedirme de mis amigos, y si bien he olvidado algunas experiencias que pasamos juntos, aún permanecen en mi mente las imágenes de sus rostros sonrientes y optimistas.

 A mis amigos Jorge Rafael y Justo Holguín, jamás los volví a ver, pero cada vez que escucho un disco de Eduardo Franco, el gran vocalista de Los Iracundos (recuerdo agradecido a Gerardo Manuel, que en medio de su concierto tocó los primeros acordes de Puerto Montt y le rindió un cálido homenaje el día en que murió) y la potente voz de Leonardo Favio, me traen de vuelta las imágenes de esos buenos  muchachos, con quienes forjé una amistad que se nutrió de ingenuas aventuras escolares,  westerns a la italiana y de matinales sabatinas, Grecos incluidos.

 Así pues, mi estimado Henry, para mí, la música de Leonardo Favio no tiene ese sentido peyorativo que tú le das al calificarla de meliflua, sentido que se descubre por la construcción de tu frase cortante, excluyente. Para mí esa música tiene un suave halo de nostalgia, que al margen de cualquier criterio valorativo –en términos musicales- me enternece (coincidimos, Ernesto, creo que éste es un término certero), me conmueve, me emociona. Para definirlo con mayor precisión, me hace retornar a un tiempo en que el mundo lo veíamos multicolor, lleno de esperanzas y pleno de ingenuidad. Eran los tiempos en que Los Iracundos le cantaban al loco verano, a la juventud (¿alguien se acuerda de Pepe Cipolla?), a la eterna felicidad, a las marionetas de cartón, a un ilusorio Puerto Montt, a la lluvia que cae, a los vagabundos que van en busca de la aventura, a la chiquilina de la esquina.

 Sí, eran tiempos de despreocupación a pesar de la quema de libros de Alva Orlandini y de la dictadura de Velasco. La juventud se preparaba generosamente para hacer la revolución (al influjo de Fidel y del Che), pero cantaba con Los Iracundos. Y en medio de esa alegría sin fin, la voz fiera y a veces desgarrada de Leonardo Favio, hablaba de olvidos, de penas, de tristezas, de amores contrariados. No, el mundo para él no era color de rosa: Ni el Clavel ni la Rosa, titulaba una de sus canciones, y la tristeza siempre fue suya porque Ella ya lo había olvidado para siempre, quizás. Para un hombre que conoció la vida dura, la delincuencia y la cárcel, componer e interpretar canciones dulzonas o melifluas como las llamas tú, estaba fuera de lugar. Yo, más bien, encuentro un gran fondo de amargura en esas canciones rebosantes de sencillez. Lo que sucede es que llegaban directo al corazón porque la envoltura musical era muy atractiva: guitarras acústicas de sonidos cristalinos en el arranque, los acordes sostenidos de un órgano como fondo y, en medio de las canciones unos violines que, a veces, de manera impertinente, efectivamente, suavizaban las canciones. Pero no tocaban fondo, no eran indignas. Por el contrario, revelaban al ser humano que se había levantado de su derrota, que prefería cantar a maldecir un pasado violento y que nos descubría una faceta más de un luchador nato (no olvidemos que también fue un duro opositor de la dictadura) poseedor de un alma sensible que clamaba por expresarse a través del cine, la poesía o su música.

 Entiendo que tu espíritu crítico te lleva a ser implacable con aquella música cuyos predios son extraños al rock, el género de tus amores. Más aún si, por su vena popular, nos hace pensar en los cánones comerciales al uso. También, probablemente, porque tendemos (me incluyo) a rechazar los modelos y gustos de las generaciones pasadas. Es cierto, también, que a estas alturas de tu juventud has desarrollado, con no poco esfuerzo, un exquisito gusto musical y, claro está, después de escuchar el hermoso y vibrante Into the Wild, es difícil, duro y desconcertante aceptar aquellas melodías ligeras con que las generaciones pasadas dulcificaron su existencia.

Lo viví, lo experimenté: hubo una etapa de mi vida en que desprecié a la música mexicana (que, dígase de paso, también arropa amarguras con llamativas envolturas musicales, pero usan guitarrones y trompetas y un ritmo trepidante y emotivo) y los boleros. Hoy puedo decir con mucho orgullo que me encanta la música de José Alfredo Jiménez y de los viejos charros que se llevaron todo su virtuosismo a la tumba; hoy puedo tomarme un vino, escuchar a los inmortales de La Sonora Matancera y recordar con nostalgia los años de mi niñez y radio Tropicana.

Estoy envejeciendo, sin duda, y quizás también por ello, miro o empiezo a mirar el pasado sin ira alguna y rescatando todas aquellas experiencias vividas (gratísimas compañeras de viaje en esta fase casi otoñal de mi vida) en torno a aquello que tanto tú como yo disfrutamos a rabiar: la música.

Un abrazo,

R.

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