A mi Gaby,
buscando raíces,
buscando la luz
Revisión y
edición: Rogelio Llanos Q.
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El texto de Cecilia Méndez parte de una constatación: El país vive una
situación difícil con la aparición del terrorismo y la violenta represión de
las fuerzas del orden. Ante tal situación, presenta una disyuntiva: tratar de encontrar en la propia realidad los
nutrientes que renovarán nuestro pensamiento o resolver que el país no tiene
remedio.
A partir de allí, aborda el reconocimiento de ese ‘algo
nuevo’ que está surgiendo en el país, por encima de aquellas concepciones ideológicas o
posturas intelectuales como el pesimismo
anclado en el rechazo o desprecio por lo propio y, consecuentemente, en la
admiración por lo ‘otro’, es decir lo extranjero, es decir lo que llegó a ser
lo que nosotros no pudimos ser.
Ese algo nuevo que Cecilia
Méndez menciona tiene varias denominaciones: cholificación del país,
desborde popular, andinización de las
ciudades. Lo cierto, dice la autora, es que estamos frente a un proceso, de
carácter masivo, de fusión cultural e
integración apoyados de manera esencial, tanto por el desarrollo de las
comunicaciones como por el proceso cada vez más intenso de la migración.
Estaríamos, concluye entonces, frente al nacimiento
de una nueva nación.
Este proceso que ha alterado el viejo orden ha
implicado el derrumbamiento de viejos
mitos devenidos en ideologías, principalmente el denominado “nacionalismo criollo” o mito criollo del
indio, que estuvo vigente como ideología de la clase dominante hasta el
gobierno de Velasco (1968-1975).
Luego, la historiadora se detiene largamente en el
análisis de esta ideología, que se perfiló
en el contexto de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y que se
consolida tras su debacle. Y advierte del desprecio de esta etapa por la historiografía marxista –dependentista,
que la definió de manera simplista como una sucesión de enfrentamientos
irracionales de caudillos ávidos de poder y en la que hubo una ausencia de nacionalismo tanto de los
grupos criollos que participaron en la independencia como de los caudillos de
la época.
Como también advierte de la postura oscurantista
de la historiografía oficial que
asumió la Confederación como una
‘invasión’ en lugar de lo que realmente fue, es decir, un proyecto político
alternativo para el Perú, obviando un hecho real: que fue el propio gobierno
peruano liderado por Orbegoso, quien llamó a Santa Cruz y que encumbrados
liberales y amplios sectores de los departamentos del sur hicieron suyo el
proyecto de la Confederación.
Cecilia Méndez plantea su punto de vista histórico
como una suerte de reconocimiento,
confrontándolo con otra forma de hacer historia: la de la idealización del pasado o ‘utopía andina’, que, en el lado opuesto
de esa visión pesimista de la historia, idealiza o exalta el pasado, en
compensación por lo negado en el presente. La utopía andina, dice Cecilia
Méndez, se plantea como una lectura del pasado en función del futuro, pero no toma en cuenta los elementos
constructivos que pudieran estarse gestando en el presente.
“No estoy criticando a un historiador tanto como a
una forma de hacer historia”, se defiende la autora, al recordar la obra del
entrañable Alberto Flores Galindo, a quien le reconoce su calidad humana e
intelectual pero cuya forma de encarar
la historia conlleva el riesgo de subordinarla a la política. Y cuando
menciona el término política, se refiere al movimiento del intelectual al pueblo, donde la historia es más instrumento que conocimiento; instrumento de un cambio anhelado
vagamente por los intelectuales y en función del cual, precisamente, se
inventan, recrean, glorifican los héroes, los tiempos dorados y los mitos. Esta defensa historiográfica del mito,
afirma Cecilia Méndez, contribuye a preservar el statu quo.
Hay que empezar por admitir que nuestro pasado no
es precisamente glorioso. Por lo menos gran parte de él. Es una tarea difícil,
pero, reitera, hay que ser capaces de
admitir antes que negar, de enfrentar antes que ludir o lamentar. Y termina
el Capítulo I – Ideas Preliminares: La Historia Como Reconocimiento-
invitándonos a trascender la ilusión del
mito.
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Puesta ya a desarrollar el análisis sobre la Confederación Perú-Boliviana, marco dentro del
cual se perfiló la ideología conocida
como nacionalismo criollo, empieza afirmando que el proyecto de
Santa Cruz fue crear un estado confederado sobre la base de un mercado interno
que integraba los territorios históricamente unidos del Perú y Bolivia,
proyecto que tuvo una considerable acogida en los departamentos del sur
peruano, pero que recibió una fuerte oposición – movimiento armado incluido- de
las élites comerciales de Lima y de la costa norte del Perú, cuyos intereses
económicos estaban muy vinculados al comercio con Chile, utilizando la vía del
Pacífico.
La guerra por los intereses comerciales tuvo un
cargado matiz ideológico que, por el lado del discurso antisantacrucista, pasó
por una definición de lo
“nacional-peruano” partiendo de la
exclusión y desprecio del indio, simbólicamente representado en Santa Cruz.
Insultado y despreciado por los criollos peruanos,
a Santa Cruz se le enrostró su condición
de extranjero, pero más por ser
indio que por ser boliviano. La idea de nacionalidad peruana, que ya
aparecía en las sátiras de Felipe Pardo y Aliaga, implicaba un rechazo
primordial al elemento indígena. Y, de manera categórica, la historiadora
afirma que este rechazo era un requisito de nacionalidad.
A Santa Cruz
también se le incriminó con el término de conquistador o invasor, términos
despectivos en los versos de Pardo, basados en la idea de que un indio se
hubiera atrevido a convertirse en tal. Inaceptable a los ojos y oídos de los
criollos era la actitud de un Santa Cruz haciendo alarde de sus conocimientos
de francés y de aquellas condecoraciones obtenidas del gobierno francés. El criollo jamás iba aceptar esa imagen de
la conquista invertida, y su vocero más conspicuo, Pardo, a través de su
sátira racista clamaba para que el indio volviese a su lugar.
Lo que Pardo y los conservadores ponían de lado
era el hecho de que Santa Cruz inició su campaña militar luego de un llamado del presidente Orbegoso y tras
un acuerdo de la Convención Nacional. Sectores
importantes de Cusco, Puno y Arequipa así como liberales de la talla de Luna
Pizarro y Riva Agüero, apoyaban la Confederación, que se erigió como una
esperanza para poner fin a la ola de anarquía, tan crítica en esos momentos, en
el Perú.
El discurso
antisantacrucista buscó legitimar su nacionalismo con alusiones a la memoria de los incas.
Para este discurso no había contradicción alguna con su tono despectivo hacia
lo indígena y tampoco con la alianza con Chile. El indio era aceptado en tanto
paisaje y gloria lejana, dice la autora, y apelaba a la memoria de los incas
para despreciar y segregar al indio de ahora.
¿Cómo era la correlación de fuerzas en ese
entonces? Hacia 1833 Orbegoso asume la presidencia del Perú. Pardo fustiga
duramente a los liberales agrupados en el entorno de Orbegoso. Salaverry en
1835 da un golpe de estado contra Orbegoso y Pardo es su mejor aliado
intelectual que lucha incansablemente para derrotar el proyecto de Santa Cruz.
Muerto Salaverry, Pardo apoya a Gamarra, tan conservador y autoritario como
Salaverry, convencidos ambos de la
necesidad de una aristocracia para el gobierno del país. De allí que los conservadores siempre aludieron a su
eventual triunfo sobre la Confederación como una ‘segunda independencia’.
En la lucha ideológica, Santa Cruz y los
liberales, más predispuestos a propiciar alianzas con los sectores populares,
estaban en desventaja frente a los conservadores cuya punta de lanza era la
afilada pluma de Pardo. Pobreza
literaria y dificultad para expresar sus contenidos ideológicos, caracterizaron
los textos que defendían a la Confederación, aún cuando –como en el caso
del medio cusqueño, La Aurora Peruana- explicitaban las ventajas de una
liberalización de las barreras aduaneras entre Perú y Bolivia, y de los
tratados de libre comercio con potencias como Inglaterra y Estados Unidos y de
las posibilidades y beneficios propios
de un cambio del orden existente. Sostiene Cecilia Méndez que en el proyecto de
Santa Cruz había una vocación de futuro,
que fue combatida encarnizadamente por los sectores más aristocráticos,
criollos y blancos, del Perú.
La década de
1840
representó, sin duda, una etapa de auge,
sin precedentes del pensamiento conservador en el Perú. Y lo que se
consolidó ideológicamente, con la derrota de la Confederación, fue un
nacionalismo de raigambre elitista y autoritaria. La definición de lo nacional
derivó no tanto hacia el rechazo xenófobo a lo extranjero (según el sentir de
Gamarra) sino, fundamentalmente hacia el desprecio
o segregación de lo indio, según la óptica de Pardo. Tal es la constatación
categórica de Cecilia Méndez.
Para comprender el sentido de esta consolidación
ideológica, la historiadora hace hincapié en dos hechos que para ella son
esenciales y que ocurrieron en 1839, el mismo año de la derrota de la
Confederación: el pacto de Yanallay,
de un gran valor simbólico, firmado por las comunidades iquichanas
(tradicionalmente rebeldes al gobierno, y que apoyaron a Santa Cruz),
sometiéndose a la Constitución y las leyes; y la fundación de El Comercio, que tras un comienzo pluralista, pasó
propiciar en 1871 la candidatura de Manuel Pardo, preclaro exponente de una
oligarquía que por cien años gobernaría el Perú. El Comercio, como bien lo
indica la autora, ha pasado a ser un hito importante en la formación de una
‘conciencia’ sobre el Perú, contribuyendo a la formulación de una determinada
imagen de lo que era o debía ser el país.
En la década
de 1850 el país experimenta una apertura
al liberalismo. El estado liberal se funda con Castilla y se afianza con
Manuel Pardo - a despecho de su origen literalmente conservador- enrumbando
hacia un proceso de modernización tradicionalista, es decir una modernización
capitalista limitada por una profunda resistencia por parte de las élites a
modificar las jerarquías tradicionales. Así, el liberalismo peruano perdió su cariz popular. Las ideas
decimonónicas de progreso, el positivismo y el desarrollo de la biología al
servicio del racismo permitieron dar `solidez científica’ a esa ideología de
desprecio y segregación del indio tan bien expresada en Pardo y Aliaga. El lema del progreso era una república sin indios.
Sobre tales cimientos se fundaría más tarde la
llamada República Aristocrática
(1895-1919). Ese estado oligárquico cuyas bases serían severamente
resquebrajadas recién con Velasco, y de cuyo desmoronamiento viene emergiendo
una realidad, que como todo parto –violento, sangriento- pareciera estar
marcando los síntomas de la construcción
de una nueva nación.
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El texto de Cecilia Méndez incide de manera
preponderante en el papel que Felipe
Pardo cumplió en el perfil y consolidación del nacionalismo criollo,
ideología que permanecería vigente en el Perú a lo largo de cien años. Pardo
era un literato vinculado a sectores políticos conservadores y su texto
literario tenía la capacidad de llegar con mayor facilidad a niveles
difícilmente alcanzables a través de un texto puramente histórico.
Pero, sobre todo, Pardo interesa –dice la
historiadora- no sólo porque su producción encierra un discurso ideológico,
sino porque expresa una sensibilidad que está asociada a él: el desprecio. El desprecio surge por la
convicción de la inferioridad de aquél a quien se desprecia.
Y quizás se podría pensar que este desprecio se
remonta a la conquista, pero ello no es del todo cierto, puesto que indio, si bien para los españoles fue sinónimo de
colonizado, no siempre fue el equivalente de ser inferior, degradado o bruto.
El segregacionismo paternalista no le impidió al estado colonial reconocer en
los indios cualidades y habilidades que intentaron luego explotar vía la
concesión de ciertos privilegios. Las cosas cambiarían, sin embargo, luego de
la derrota de Túpac Amaru en 1781, que fue seguida por la paulatina extinción
de la nobleza incaica y su deslegitimación.
La rebelión
de Túpac Amaru endureció la postura
relativa al indio de toda una generación de peruanos ilustrados. Los
criollos eran quienes disputaban a los indios no sólo la legitimidad del
liderazgo en la lucha anticolonial sino, y sobre todo, el lugar que le
correspondería a cada quien en una nueva, potencial, nación. Las ideas de la
ilustración, con su afán clasificatorio, regulador y jerarquizante,
contribuyeron a moldear las percepciones de los criollos sobre los indios.
Los criollos asumieron, entonces, la reproducción
de las tradiciones y la simbología incas, las cuales fueron estilizadas,
modificadas y moldeadas en función de sus propios intereses, neutralizando el
contenido político de los elementos culturales de origen indio.
La retórica
de glorificación del pasado inca apropiada por los criollos convivía con
una valoración despreciativa del indio en el presente. Y apelar a estas glorias
pasadas para defender al Perú de una invasión (como fue lo de la Confederación
u otros intentos liderados por sectores indígenas), era una manera de
establecer el carácter ‘ya dado’ (o ya existente) de la nacionalidad y, sobre
todo, de negar la posibilidad de que ésta se fuera forjando desde, y a partir
de, los propios sectores indígenas, los mestizos, la plebe.
En el discurso historiográfico del siglo veinte,
se usó mucho el término arcaico para
encubrir los adjetivos despectivos dirigidos hacia lo indígena. Los criollos se
reservaron para sí los atributos de la modernidad
–suerte de despotismo ilustrado- que sólo podía lograrse con el
mantenimiento de las jerarquías sociales.
El nacionalismo
criollo es una ideología en crisis. Y esta crisis expresa el fin de un
largo ciclo: el de la normatividad
oligárquica. Y la mejor expresión de esta crisis es la emergencia en el
Perú de los últimos veinte años (tomar nota cuándo fue escrito el texto de
Cecilia Méndez), de procesos sociales que justamente cuestionan y desafían esa
normatividad. La autora se permite hablar, casi al final de su estudio, que la conquista
del Perú por el indio es justamente lo que se ha producido en los
últimos veinticinco años.
La palabra indio ha entrado ahora en desuso. La
historiadora habla, entonces, de la conquista
de la ciudadanía y de una ‘invasión’
que es justamente el punto de partida de un proceso de construcción de nuevas identidades, de un proceso en el
cual estas identidades se están construyendo y forjando, proceso que se
mantiene hasta el día de hoy.
Lima, 12 de septiembre de 2010.
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