8/12/13

LA PEQUEÑA MÚSICA DE LA TÍA IMEL



Esta cabecita es una grabadora,
Es lo que solía decirme la tía.

(Gaby)


A Jose, Ceci, Víctor, Carlitos, Claudia
Y a mi pequeña Gaby.

Escribe: Rogelio Llanos Q.

Aún la recuerdo sentada en una esquina de la acogedora salita del segundo piso de nuestra casa de Trujillo, escribiendo en su cuaderno escolar mientras el resto de la familia conversaba acerca de las novedades ocurridas durante nuestra larga ausencia. Silenciosa, anotaba la experiencia diaria vivida con sus hermanas y los sobrinos a quienes adoptó como su familia propia, con ese amor desinteresado y profundo que sólo las mamás logran desarrollar desde que el hijo empieza a crecer en sus entrañas. La tía Imeldita o la tía Imel, como yo solía llamarla, nos empezó a querer tal vez desde que vimos la luz del día por primera vez. 

Tal vez, en la curiosidad del momento por ver cómo eran los hijos de su hermana, pidió tenernos en brazos, aunque sólo fuera por unos minutos, y fue allí, quizás, que empezó ese cariño que con el tiempo fue creciendo hasta hacer de los sobrinos la razón de su existencia. Fue allí, casi no me cabe la menor duda, que Liliana berreó el ¡Ave Maríiiiiiiia!, y ¡zass! la tía –que siempre conservó el modo de hablar piurano y el inconfundible e infaltable “¡guá!”- la adaptó como hija propia, a tal punto de invitarla a compartir su cuarto, su cómoda y todo lo que en él había. Incluido ese lindo radio tocadiscos que siempre observé arrobado, mientras los viejos discos de 78 rpm giraban dejando oir valses criollos o pasodobles. 

Sí, ahora mismo, a pesar de los muchos años transcurridos, la estoy viendo levantar la tapa del tocadisco, sacar el frágil disco de su funda de papel y ponerlo sobre el plato giratorio. Pero lo mejor venía después, porque la operación que allí se hacía sólo le estaba permitida a ella, y entonces adquiría el carácter de un ritual: agarrar el blanco bracito del tocadiscos, moverlo hacia la derecha hasta que el click echaba a andar el disco y luego poner con mucho cuidado la aguja sobre el surco. Los discos MAG de etiqueta azul o el perro de los RCA Víctor me hipnotizaban con sus vueltas interminables, mientras mi cerebro infantil pugnaba por descubrir cómo es que había hombrecitos tan pequeños metidos en ese aparatito mágico y querido, que desgranaba, con el “scratch” propio de los viejos discos, aquellas melodías que yo llegué a identificar como la música de la tía Imel: el Bayón de Madrid o ese vals entrañable cuyo nombre siempre me fue esquivo, pero que era algo así como El espejo de mi vida.

Siempre que he viajado a Trujillo, he visto con cariño ese tocadiscos. Estaba sobre la cabecera de la cama del cuartito del fondo como solíamos decir. Estaba siempre silencioso, en algún momento tal vez se malogró o la aguja se desgastó, no lo sé. Por algún lado la tía había guardado sus discos de 78 rpm. Después de su muerte los vi sobre el aparador acumulando el polvo de los años. Nunca me atreví a tocar el tocadiscos. Lo miraba con mucho cariño, pero también respetando la antigua consigna de la tía: se mira, pero no se toca. Por supuesto, que jamás osé pedírselo. Creo que ella también lo amaba. Viejito y todo, pero allí estaba recordándole quizás su juventud y los años felices en su inolvidable Talara. Alguna vez me pareció escucharle decir a alguien en la casa, no sé si a Fausta o Teresa, que la tía no quería deshacerse de los viejos discos. Sabía que jamás los volvería a escuchar, pero los quería tener con ella. 

Hay quienes piensan que uno no debería encariñarse con las cosas materiales pues no se pueden llevar cuando uno se muere. No estoy de acuerdo con ello, aparte de que esa idea casi nunca se cumple. Uno siempre termina queriendo algo, sobre todo porque ese algo permite establecer una cadena de afectos que lo remiten a momentos entrañables de nuestra existencia. Luego de que el objeto amado es mirado, tocado y usado es aparentemente abandonado. Pasa el tiempo y, de pronto, uno se vuelve a fijar en él y, como si recién lo descubriera, lo limpia, lo quiere tener de nuevo y se reanuda una relación que en algún punto de nuestro itinerario vital se interrumpió para dar paso a nuevas experiencias con otros objetos, que a su vez están ligados a otros momentos inolvidables. Hoy día, por ejemplo, si tuviera mi viejo álbum de estrellas de cine, seguramente que lo habría forrado y guardado en un lugar privilegiado de mi biblioteca. Mi otro álbum de banderines de clubes deportivos que el “loco” Torres, hincha acérrimo del Sporting Cristal, me ayudó a llenar lo tendría ahora como una reliquia inapreciable. 

Pues bien, tengo la impresión de que ese viejo tocadiscos guardaba muchos momentos felices de la tía Imel. O tal vez tristes. Nunca supe de los años jóvenes de la tía Imel, pero su soledad denunciaba que la tristeza no pocas veces agarrotó su enorme corazón. Y aquí también debo referirme a la tía Luzmi, a la querida tía Luzmi, pero mientras ella guardaba estoicamente su tristeza y llevaba su soledad con genio y orgullo, la tía Imel apelaba a sus grandes soportes emocionales: la sobrina Liliana primero y la sobrina Claudia, tiempo después. Todos la quisimos mucho y ella tuvo el corazón lo suficientemente grande como para albergarnos a todos allí, pero su especial identificación con Liliana y su inmenso cariño por Claudia fueron irrebatibles. Así lo entendimos todos y por ello nunca nadie se sintió mal. Si la tía era feliz con sus preferencias, todos gozábamos de un gran bienestar. Y esa era nuestra felicidad.

La tía Luzmi y la tía Imel vivían en la casa de al lado, allá en la vieja Talara de los años sesenta y setenta. Solíamos decir que se trataba de una sola casa, a pesar de que había un muro de por medio. Sin embargo, el corredor que unía a ambas y los frondosos jardines que ambas tenían y que ocultaban la vereda de ingreso, permitían apuntalar esa idea. Solía yo pasear en mi carrito de juguete por este corredor y cuando la puerta de la casa de al lado estaba abierta, podía observar a las tías trabajando en la mesa del comedor. Tímidamente entraba y la tía Luzmi, la tía de gesto severo y noble corazón, me invitaba a acompañarla al pasadizo de su casa –nosotros lo llamábamos el callejón- al fondo del cual existía un añoso armario de color amarillento, el cual abría con un manojo de llaves, sacaba su latita de galletas “field” y extraía unos ricos manjarcitos de leche que la abuelita Paulina solía preparar en unas enormes pailas de bronce y unos largos moldes de madera. A veces, me invitaba una gaseosa a la que ella solía llamar genéricamente como una “colita”. 

La tía Imel solía escribir a máquina. Cuidaba su máquina con un esmero ejemplar. Nunca dejaba de taparla y hasta le hizo una funda para que no se ensuciara. La tía Imel era la tía que nos traía cuentitos y lapiceritos de Lima. ¿Te acuerdas, Lily, de los regalitos que la tía nos traía cuando regresaba de viaje? Sí, cada vez que venía a Lima para seguir sus estudios en La Cantuta (cuando no existía Sendero ni el grupo Colina), la tía nos preguntaba qué es lo que deseábamos tener por regalo al final de su viaje. Por aquellos días yo leía incansablemente el viejo cuento La liebre y la tortuga, cuyo lomo estaba roto y las páginas muy gastadas por el uso. En la contratapa, sin embargo, aún se podía leer la lista de cuentos de esa misma colección, y no se por qué, de repente me obsesioné con uno de los títulos allí anunciados: El sueño de Pluto. ¿De qué diablos trataba el cuento de marras? Ni la menor idea, pero allí estaba yo, erre con erre, quiero El sueño de Pluto. Y así se lo hice saber a la tía , que probablemente lo apuntó en una de sus libretitas y con tan esotérico encargo marchó a Lima a seguir sus cursos de normalista.

Ya me la imagino a la tía desconcertando a los libreros: Oiga señor, ¿tiene El sueño de Pluto? Y los libreros: No, señora, aquí no tenemos ni la siesta ni la pesadilla de ese perro imperialista. Y vuelta a empezar en otra librería, ....Caramba, tiita, perdóneme haberla hecho caminar tanto buscando un libraco que tal vez nunca llegó al Perú y del que, probablemente, pronto hubiera sido víctima del poder destructivo de la prima Chini, que por aquellos años llegó a la casa, arrasando cual Atila en versión femenina, con todo lo que encontró a su paso, incluyendo el ‘Caballo volador’ y el ya raído La liebre y la tortuga, con lo cual desapareció todo rastro de El sueño de Pluto. Pero yo lloraba por mi Caballo Volador, la abuelita Paulina se quejaba de sus lentes aplastados por un carro en mitad de la pista y papá requintaba el maldito momento en que la antena de su radio transistor fue partida en dos por las regordetas garras de la temible Gamboita. 

Tengo la impresión de que a la tía Imel le gustaba viajar a Lima. Fueron varios veranos los que viajó a la capital, con sus tremendas maletotas (¿había cajas también?) y su infaltable lista de encargos. Por ello, los retornos a casa eran inolvidables. Almuerzo temprano para tener tiempo de alistarse e ir a la agencia de la Línea Mora, que por aquellos años estrenaba su modelo azulado Mercedes Benz, con ventanas panorámicas. Era un día de fiesta. Todos estábamos allí: papá, mamá, la tía Luzmi, sin embargo, a Vitucho y Meche no los recuerdo en esas ocasiones. Y bueno, yo corriendo como loco (debo haber sido un niño antipatiquísimo, orejón y pelo duro -Juanita, tú tienes la culpa por ponerme tanta Fixina), subiendo y bajando por el terraplén que existía frente a la agencia, y mirando de vez en cuando a la Avenida A por donde debía asomar en cualquier momento el ómnibus. Hacia las dos o tres de la tarde aproximadamente, el ómnibus pasaba rápidamente por la avenida, daba la vuelta a la Plaza de Armas y entraba luego por el costado del Cine Grau, inolvidable porque fue allí en donde aprendí a amar –sin conocer aún a sus autores- los westerns de John Ford y Sam Peckinpah).

Un estornudo del ómnibus era la señal para que los pasajeros se levantaran, tomaran sus paquetes y bajaran apresuradamente en busca de sus familiares. Y de pronto, allí estaba la tía Imel, sonriente, alegre, feliz: otra vez en casa, en su Talara querida. Y con ella, las maletas, a las cuales no las perdíamos de vista intentando adivinar los tesoritos que ellas guardaban: libros, cuentos, cuadernos, lapiceros, borradores, estuches, tajadores y tantas cosas preciosas cuyo encanto aún no termina de disiparse y, por el contrario, renace cada vez que entramos a uno de esos lugares mágicos conocidos como librerías. Así fue como conocimos Barba Azul, El sastrecillo valiente, Hansel y Gretel, La comadreja desobediente, las historias de Marujita y el enano Barabay (ojo Juanita, el origen de este enano está allí) y Lily, Meche y yo conocimos a Sissy ( ¿primero fueron las novelas o las películas?). Y también tuve mis polos blanquiazules del Alianza Lima, que orgulloso lucía en mis partidos callejeros, con mis amigos de barrio y los pájaros fruteros de la calle 72.

Hubo una vez, sin embargo, que el regalo de la tía Imel me desazonó: un disco de Pedro Infante. En esa ocasión esperaba encontrar allí los temas conocidos que yo solía cantar bajo la conducción de Juanita: La cama de piedra, Deja que salga la luna, Un mundo raro, etc, etc. No, ninguno de ellos estaba allí. Un cierto desencanto se fue apoderando de mí. Todas eran canciones nuevas, y yo quería tener aquellas canciones que la radio transmitía todos los días a las cuatro de la tarde (gracias Jorge, por dedicarme Mi tenampa en mi cumpleaños), mientras tomaba mi leche con milo y la Juanita cantaba a mi lado. 

Además, el lado B del disco (que ni siquiera era un LP, sino lo que más adelante se conocería como un Extended Play, EP) incluía unos boleros en los cuales Pedrito tenía a una orquesta con violines como soporte musical y no las trompetas y guitarrones propias de un mariachi. El lado A estaba mejor, empezaba con la canción que daba título al LP, Que seas feliz, y seguía con otras canciones desgarradas como Corazoncito Tirano y otras más por el estilo, salvo la última canción que era un Huapango, cuyo ritmo brioso y festivo hacía un hermoso contrapunto con el tono melancólico de la canción, la cual tenía un estribillo que decía; ‘toca toca mi jarana, llora llora mi violín...canta canta huapanguero, que me quiero divertir...’ y la trompeta ponía punto final a un disco que lo sentí extraño y, tal vez, triste. Por mucho tiempo he tratado de precisar lo que sentí mientras escuchaba el disco en ese momento. Y creo que, efectivamente, fue tristeza. 

Con el transcurrir de los años los recuerdos y sensaciones del pasado se van perdiendo o nublando, pero hay algunas experiencias que inexplicablemente quedan dando vueltas en nuestras células cerebrales y vuelven una y otra vez y a veces en las horas menos esperadas. El recuerdo de este disco de infancia es una de ellas, ahora mezclada con el sentimiento de gratitud y su inevitable apelación a la entrañable imagen de la tía Imel. Es probable que alguna vez Vitucho o Meche hayan puesto ese disco en la vieja radiola de papá, o en alguna de las muchas reuniones con sus amigos que organizaban en la casita de Talara cada vez que llegaban de viaje. Pero no estoy seguro, porque nunca les oí comentario alguno sobre el disco.

Tras muchos años de haber estado guardado en su funda, este disco tuvo un segundo debut por la época en que yo ya estaba trabajando en Quimpac. Eran los años 80, tiempo en el que empecé a revalorar la música de mi infancia: las rancheras y la sonora matancera de radio Talara, Enrique Guzmán y sus baladas (¿Te acuerdas Lily, te acuerdas Meche, de “Twist Locura de Juventud”?) Pero, alto: a quien jamás volví a aceptar fue a Leo Dan, y hoy en día me resulta insoportable. Pero, bueno, lo lindo de esta historia es que un día –he olvidado las circunstancias- retornó a mi memoria la tarde en que habiendo llegado la tía Imel de viaje, y tras abierto la misteriosa maleta, entró a la casa con el disco de Pedrito en la mano para dármelo como regalo. Y entonces, recordé con gran nitidez las sensaciones experimentadas en mi niñez mientras oía las ocho canciones que componían el disco. Sentí la urgencia de volverlo a escuchar. 

Viajé un fin de semana a Trujillo y me traje el disco a Lima, lo grabé en una cinta y lo escuché una y otra vez. Me pareció un lindo disco, nostálgico desde el arranque, raro en su formato y con unos boleros duros y nada complacientes (‘Tu mentira, nunca vivirla podrás...’ y esta vez los sonidos de unos teclados cierran la admonición) y emocionado, agradecí mental y profundamente a la tía Imel por el hallazgo. Hasta ahora no me explico por qué nunca le conté a la tía esta anécdota. Creo que siempre temí que al hablarle de mi desazón e inquietud infantil podría malinterpretarme y, entonces, me iba a querer un poquito menos. 

Y es que la tía Imel era una persona muy sensible. Quería mucho y le gustaba que la quisieran. Una de sus grandes alegrías era vernos a todos juntos hablando y riendo, compartiendo los efímeros momentos de alegría en que reunidos en torno a la mesa familiar contábamos nuestras experiencias, disfrutando de nuestras pequeñas victorias, indignándose con nuestros agresores y lamentando nuestras desilusiones.

La tía Imel siempre estuvo atenta a nuestras necesidades, poniendo a un lado sus propios quehaceres para apoyar con cariño y desprendimiento a los sobrinos queridos y fue así que su presencia se convirtió en una suerte de cábala si de postular a la Universidad se trataba. A todos nos acompañó en esa experiencia, cuidando que no faltara la cena o que la leche fuera tomada con toda puntualidad. Así fue también en el caluroso verano del 72, en el departamentito de los tíos Santos y Chabelita, donde todo estuvo bien salvo la presencia de esa perra impertinente que se le ocurría ir al baño al mismo tiempo que yo. Precisamente en los ratos en que más disfrutaba de mi lectura, encaramado en el trono, la perra tocaba la puerta husmeando por el borde de la puerta. ¡Qué perra para más fastidiosa!, solía decir la tía Imel, mirándola con no poco rencor. Y ciertamente, que para que la tía dijera eso, con toda seguridad que no la quería ni un poquitito. 

Pues la tía era de amores intensos, pero también de resentimientos profundos. Sí, mi hermana es muy resentida, le escuché decir algunas veces a mamá. Pero como todas ellas se conocían muy bien, siempre respetaron su espacio y sus malos humores y se quisieron con un cariño ejemplar, sentimiento que es hoy uno de los legados más preciados que todos los sobrinos tenemos. Pero, sin duda, si algo la tipifica a la tía Imel, es su generosidad, su desconocimiento total del lucro, su alejamiento de las relaciones interesadas. Si por poco regala su casa de Talara. Todavía recuerdo aquella conversación en que, indignado por la viveza de su inquilino, le sugerí incrementarle el monto del alquiler al mismo tiempo que me despachaba de lo lindo contra todos los inquilinos habidos y por haber teniendo en mente la imagen del Loco Luna Victoria que destrozó la casa de Papá (disculpa Jaime, sé que es o era tu familiar, pero lo de loco no se lo quitaba nadie...aunque tenía una hija bien despachadita -la mayorcita, sí- que, aún con el tiempo transcurrido, me trae a la memoria ciertos cosquilleos nada santos...¡juventud, juventud!).

Pues bien, la tía me escuchó en silencio y, después de emitir un prolongado suspiro, me dijo: ¡No, Rogelito, eso no es posible! Ya, Dios se encargará de cobrarles si se portan mal, yo no puedo cobrarles más. Yo creo que hasta se sentía mal de cobrarles a sus inquilinos. Felizmente, nunca le faltó cobijo y calor familiar: la mamá, el papá Víctor y la tía Luzmi conformaron un grupo familiar lo suficientemente sólido y generoso como para soportar los embates del mundo exterior y siempre tuvieron la mesa bien servida y el afecto de propios y extraños. Juntaron afectos, fortalezas y economías y pudieron adquirir propiedades, apoyar a hermanos desvalidos, ayudar a amigos y familiares y educar a hijos y sobrinos. 

No sé por qué, pero cada vez que podía y la ocasión se presentaba, le pedía que me contara la historia de esa vieja amistad rota por la ambición de su compañera de trabajo: la flaca y desgarbada señorita Palas. Siempre percibí cierto dolor al referir esa historia, pero se consolaba de haber tenido el apoyo del padrino Gonzáles y del padre Pacheco durante el tiempo en que la crisis pasó por su momento más agudo. Entre mis recuerdos de infancia, ahora un poco cubiertos por la niebla del tiempo, están esos ratos difíciles que pasó la tía tratando de hacerse cargo del puesto de Directora de la Escuela 26 (sí, aquella escuela donde Liliana chilló para que le dejaran la puerta abierta del salón y poder ver desde allí a la tía Imel). Recuerdo que conversaba con papá confiándole sus dudas y temores. Papá, como siempre, amable y solícito aconsejándola, con su entrañable ¡Vamos, cuñadita!, para que no rechazara la oportunidad. Y la Palas, muerta de envidia, tratando de hacerle la vida imposible, haciéndole desplantes, graznando indirectas y prolongando los recreos en unos afanes provocadores que, finalmente, fueron cortados cuando la tía armándose de valor la puso en su lugar y cortó para siempre toda vía de entendimiento con esa mujer, indigna de llamarse profesora, de la cual nunca llegué a saber más, pero a la que recuerdo siempre con una pañoleta, la bocota pintarrajeada y las cejas depiladas y pintadas en arco. Una verdadera bruja.

Y lo que jamás olvidaré de su último viaje a Lima, son las grandes risotadas con que celebramos su ocurrencia de saludar a gritos en plena Avenida Arequipa al cómico de Risas y Salsa, de apellido Fernández y cara de chistoso: ¡Oiga, señor Fernández –nos sorprendió, de repente, gritando a voz en cuello- yo soy amiga de su hermana de Trujillo! El fulano volteó la cabeza, logró divisar a la tía que agitaba el brazo y le devolvió el saludo. Así era de espontánea la tía Imel, capaz de saludar con el mismo afecto a todo el mundo. Como aquella vez que la llevé a las Nazarenas en compañía de Juanita. Las dos fueron adelante, yo –como siempre descreído- me quedé un poco atrás, sin perderla de vista. La tía termina de rezar, hago el intento de acercarme y de repente me detengo bruscamente al ver a la tía abrazando a una señora. ¡Diablos, hasta aquí conocen a la tía! –me dije. Seguro que ya se encontró con alguien de Talara. Pero no, no era ninguna persona conocida. Simplemente habían intercambiado unas frases y la simpatía entre ambas encontró un canal adecuado en medio del recinto religioso. Su capacidad de transmitir afecto era muy grande y la necesidad de recibirlo, también. 

Por ello, pensé que si la acompañaba a una misa de sanación la iba a hacer muy feliz. Así que no lo pensé dos veces y se lo propuse. Me soplé más de dos horas este ritual de ofrendas, canciones y testimonios. La tía estaba encantada en medio de toda una multitud que entonaba himnos azuzada por unos cuantos celadores y celadoras que se acercaban a incentivar a aquellos pocos que como yo permancían mudos ante la masa enfervorizada. Para que la tía se sintiera cómoda tuve que renunciar a mi férreo silencio y ponerme a cantar de vez en cuando. Lo que sí debo admitir es que no hubo fuerza humana posible que me obligara a levantar los brazos o arrodillarme cuando el rito así lo mandaba. Nos íbamos acercando ya a las tres horas, cuando la tía me dijo: Rogelito, mejor nos vamos ya. Tía, por mí no lo haga, yo me siento bien, le respondí –y se lo dije de corazón, porque sabía de su emoción y alegría interior. No, dijo finalmente, ya es suficiente. Esto va a demorar y creo que ya debemos irnos. Nos retiramos rápidamente, mientras los testimonios –no sé si reales o ficticios, entre el desgarro y el melodrama- se sucedían uno tras otro. Pienso que a la tía le impresionó todo este teatro y por ello pidió salir. En todo caso, lo que siempre recordó con cariño fue la misa acompañada de un coro multitudinario que jamás había escuchado con anterioridad. Yo continúo viendo con suspicacia todos estos rituales, pero me siento feliz de haber estado allí con ella y haber hecho posible que la tía Imel pasara un momento inolvidable. 

Hoy día que se cumplen dos años de su partida he querido traer a mi mente y compartir con todas las personas a quienes quiero estas experiencias que hicieron que mi corazón vibrara de alegría y ternura. He tratado de alejar los recuerdos tristes porque creo que a ella no le gustaría que la recordaran así. Quiero más bien pensar en esas imágenes festivas, de cuando hacíamos reuniones familiares y amicales en nuestra casa de Trujillo, en aquella casa de papá y mamá y de la tía Luzmi y de la tía Imel. Porque esa era también la casa de la Luzmi y de la Imel. Porque papá (viejo querido, cuánto te quisimos por tomar tan sabia decisión), generoso y desprendido, les dijo que nuestra familia no estaba completa si es que ellas no se iban con todos nosotros a la casa nueva, a la casa grande. Y allí, en un punto intermedio entre Piura y Lima, todos recalábamos de vez en cuando para abrazar y charlar con papá, mamá, las tías y las chicas, comer los ricos platos de Fausta y Tere y para alimentarnos de los afectos y de la ternura de una familia a la que siempre alumbró la felicidad porque allí jamás faltó la entrega y la gratitud, el conocimiento y la sensibilidad.

No estuve en casa cuando la tía partió. Pero sí estuvo Lily, quien precisamente hablaba con la Yolita por teléfono cuando la tía expiró. Ya la tía se encontraba en muy mal estado. El cáncer maldito le había penetrado los huesos y cada movimiento que hacía en la cama le ocasionaba un dolor infinito. La muerte, inevitable y triste decirlo, se había convertido ya a esas alturas en una necesidad. Sin embargo, hasta ahora no me acostumbro a la idea de no tenerla, de no verla más. Su muerte me resulta lacerante y me subleva. A veces la Yolita me pregunta por qué la muerte de la tía Imel me resulta más dolorosa que la de la tía Luzmi. Yo le respondo que no es así. La ausencia de ambas me causa mucho dolor. Sin embargo, la muerte de la tía Imel me parece injusta. Si esto es una blasfemia, a la mierda con ello. Sigo pensando que si Dios existe, se trata de un Dios injusto porque la tía Imel merecía seguir viviendo. Siempre la vi con mucho ánimo para hacer sus pequeñas cosas: desde lavar su ropita hasta acompañar a la mamá en sus escasas salidas a la calle. Siempre optimista, siempre pensando en ese Dios que luego le quitó la vida, siempre pensando en hacer el bien, siempre intentando conocer qué es lo que cada uno de los sobrinos realizaba, siempre intentando saber, aunque solía decir que ya no estaba en capacidad de aprender. La tía Imel quería vivir, la tía Imel a pesar de sus ochentitantos aún se conservaba joven y nosotros aprendíamos de ella, de su ejemplo y de su bondad. Por eso no quería que se fuera y por ello siempre he considerado injusta su muerte.

En el camino a Huanchaco está el camposanto donde reposan los restos de las tías Luzmi e Imel. Ambas están juntas. Vecina a esta tumba hay otra que guardará los restos de papá, cuando los traslademos del viejo cementerio a este otro donde el viento, los árboles y la hierba dan una sensación de paz y tranquilidad. Según me cuentan, Tere siempre va por allí a dejarle una flores en su tumba y a escuchar y recordar esa pequeña música de las tías hecha de bondad y buenos sentimientos. Por si acaso, Tere, ¿podrías preguntarle a la tía Mila si podría enviarme unos manjarcitos y una “colita”? , y de paso, ¿podrías decirle a la tía Imel si me puede seguir buscando El sueño de Pluto?

Lima, 21 de junio de 2003

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