(1953, George Stevens)
Alan Ladd es
Shane, un pistolero venido de un lugar desconocido, sin rumbo fijo y con un
destino fatal quizás ineludible. El jinete solitario cuya imagen se pierde en
el horizonte, mimetizado con la naturaleza salvaje del desierto o la colorida
pradera, podría ser uno más de los tantos cowboys o pistoleros que incendiaron
con su pasión o violencia la pantalla cinematográfica. Sin embargo, la imagen
limpia que proyecta Alan Ladd, cuando pasamos de la panorámica al plano medio,
es muy distinta de la que alguna vez configuraron los rudos y ambiguos John
Wayne, Henry Fonda o Randolph Scott. Desde su llegada al rancho de Starrett
(Van Hefflin), la diferencia queda claramente establecida: Shane es un hombre
rubio, de mirada franca, modales gentiles, y amable con las mujeres. De
movimientos nerviosos y palabra fácil, evita el licor y los ambientes sórdidos
de las cantinas. Su prédica, a lo largo de la película, es la de un hombre
pacifista, preocupado por la felicidad
de la familia que le da cobijo y trabajo y por el futuro de los rancheros
atenazados por la violencia del mandamás del pueblo que quiere adueñarse de
todas las tierras de la región. A cambio de ello recibe de su entorno
inmediato, un afecto y comprensión tanto más gozosos y entrañables por los
largos años de carencias y soledad.
Al igual que
Shane, Wilson (Jack Palance), su principal antagonista en el film, es un
pistolero solitario, sin derrotero definido y que, sin duda, avizora un final
infeliz, con el que juega en cada desafío que acepta. A diferencia de Shane,
sin embargo, no le interesa asentarse en ningún sitio y hace de su vida un
desafío permanente al peligro. De allí que sus crímenes, en duelos no siempre
tan equilibrados, pero sí aparatosos y exhibicionistas, como cuando le dispara
a quemarropa al granjero Torrey (Elisha Cook, Jr.), buscan la recompensa
monetaria del poderoso o la admiración sumisa de sus secuaces. A Wilson,
Stevens le ha dotado de grandes dosis de cinismo, una crueldad contenida
y fuertes resonancias maléficas. En su atuendo, en el que sobresale su chaleco
y sombrero negros, resaltan, como si formaran parte natural de su cuerpo, dos enormes revólveres cuyas blancas cachas
están cubiertas de manchas oscuras y el cinto repleto de balas. Sus sórdidas
intenciones son inequívocas, como
indudable es la imagen bienhechora de Shane.
Efectivamente,
George Stevens nos presenta a Shane como un ángel protector o como un caballero
andante medieval en tierras del oeste americano, que ha decidido dejar de lado
la chamarra de cuero y colores terrosos,
el revólver de relucientes e impolutas cachas blancas y los grandes
espacios abiertos de la pradera americana, para asumir los colores grises
azulinos de los granjeros y refugiarse en el sentimiento afectuoso del calor
hogareño. La cámara de Loyal Griggs lo privilegia con sus mejores ángulos, ya
sea a la altura del hombre o enalteciéndolo con ligeros contrapicados, permaneciendo
fija y permitiéndole lentas y sorpresivas entradas de campo o deleitándose en
el detalle de su habilidad con el revólver. La partitura incidental de Víctor
Young le destina a Shane una melodía de acordes suaves y dulces, que la sección
de cuerdas de la orquesta desliza con acierto durante el tenaz y finalmente
frustrado intento del personaje de integrarse a la comunidad. Si bien
impredecible en cuanto al derrotero a seguir, el destino del pistolero está
marcado por la impronta de su rapidez con las armas. Ya sea que alguien quiera
probar lo contrario o por aquél
ineluctable sentido del deber que lo acompaña, este hombre del oeste no
podrá eludir por mucho tiempo aquellas angustiantes bombeadas de adrenalina de
las que hablaba Andrés Caicedo cuando se refirió a la aventura azarosa y
criminal del Billy The Kid de Peckinpah. Y, entonces, al angelical Shane, la fatalidad se le materializa en la figura
perversa de Jack Wilson, con quien tendrá que saldar diferencias y revivir el
viejo código del del Oeste.
Parco, de
movimientos lentos y mirada fría, Wilson, en su espera, tampoco bebe licor. A su manera, es un hombre
cuidadoso de su apariencia, y siempre alerta ante el peligro. Es, por tanto, un
consumidor incansable de café. Su pulcro
y oscuro atuendo, así como sus calculados gestos, por momentos lo hacen parecer
más la de un siniestro director de pompas fúnebres que la de un rudo bandolero.
El conjunto, sin embargo, compone en su sentido más profundo la imagen de la
misma muerte. La música, con predominancia de los vientos y los cellos, subraya
o anuncia su presencia adquiriendo graves tonos ominosos; la cámara, por su
parte, subraya el perfil sádico del pistolero, preparando el encuentro ritual
final. Llegado éste, el plano contraplano define a cabalidad la moral de los
duelistas, exaltando a Shane y aplastando con ligeros contrapicados al hombre
de negro, cuya muerte, es sin embargo, el comienzo de la nueva huida de Shane:
el retorno al paisaje telúrico de donde vino y del que jamás podrá apartarse.
ROGELIO LLANOS
Q.
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