8/12/13

Un héroe y un villano: SHANE, EL DESCONOCIDO


(1953, George Stevens)


Alan Ladd es Shane, un pistolero venido de un lugar desconocido, sin rumbo fijo y con un destino fatal quizás ineludible. El jinete solitario cuya imagen se pierde en el horizonte, mimetizado con la naturaleza salvaje del desierto o la colorida pradera, podría ser uno más de los tantos cowboys o pistoleros que incendiaron con su pasión o violencia la pantalla cinematográfica. Sin embargo, la imagen limpia que proyecta Alan Ladd, cuando pasamos de la panorámica al plano medio, es muy distinta de la que alguna vez configuraron los rudos y ambiguos John Wayne, Henry Fonda o Randolph Scott. Desde su llegada al rancho de Starrett (Van Hefflin), la diferencia queda claramente establecida: Shane es un hombre rubio, de mirada franca, modales gentiles, y amable con las mujeres. De movimientos nerviosos y palabra fácil, evita el licor y los ambientes sórdidos de las cantinas. Su prédica, a lo largo de la película, es la de un hombre pacifista,  preocupado por la felicidad de la familia que le da cobijo y trabajo y por el futuro de los rancheros atenazados por la violencia del mandamás del pueblo que quiere adueñarse de todas las tierras de la región. A cambio de ello recibe de su entorno inmediato, un afecto y comprensión tanto más gozosos y entrañables por los largos años de carencias y soledad.

Al igual que Shane, Wilson (Jack Palance), su principal antagonista en el film, es un pistolero solitario, sin derrotero definido y que, sin duda, avizora un final infeliz, con el que juega en cada desafío que acepta. A diferencia de Shane, sin embargo, no le interesa asentarse en ningún sitio y hace de su vida un desafío permanente al peligro. De allí que sus crímenes, en duelos no siempre tan equilibrados, pero sí aparatosos y exhibicionistas, como cuando le dispara a quemarropa al granjero Torrey (Elisha Cook, Jr.), buscan la recompensa monetaria del poderoso o la admiración sumisa de sus secuaces.  A Wilson,  Stevens le ha dotado de grandes dosis de cinismo, una crueldad contenida y fuertes resonancias maléficas. En su atuendo, en el que sobresale su chaleco y sombrero negros, resaltan, como si formaran parte natural de su cuerpo,  dos enormes revólveres cuyas blancas cachas están cubiertas de manchas oscuras y el cinto repleto de balas. Sus sórdidas intenciones son  inequívocas, como indudable es la imagen bienhechora de Shane.

Efectivamente, George Stevens nos presenta a Shane como un ángel protector o como un caballero andante medieval en tierras del oeste americano, que ha decidido dejar de lado la chamarra de cuero y colores terrosos,  el revólver de relucientes e impolutas cachas blancas y los grandes espacios abiertos de la pradera americana, para asumir los colores grises azulinos de los granjeros y refugiarse en el sentimiento afectuoso del calor hogareño. La cámara de Loyal Griggs lo privilegia con sus mejores ángulos, ya sea a la altura del hombre o enalteciéndolo con ligeros contrapicados, permaneciendo fija y permitiéndole lentas y sorpresivas entradas de campo o deleitándose en el detalle de su habilidad con el revólver. La partitura incidental de Víctor Young le destina a Shane una melodía de acordes suaves y dulces, que la sección de cuerdas de la orquesta desliza con acierto durante el tenaz y finalmente frustrado intento del personaje de integrarse a la comunidad. Si bien impredecible en cuanto al derrotero a seguir, el destino del pistolero está marcado por la impronta de su rapidez con las armas. Ya sea que alguien quiera probar lo contrario o por aquél  ineluctable sentido del deber que lo acompaña, este hombre del oeste no podrá eludir por mucho tiempo aquellas angustiantes bombeadas de adrenalina de las que hablaba Andrés Caicedo cuando se refirió a la aventura azarosa y criminal del Billy The Kid de Peckinpah. Y, entonces, al angelical  Shane, la fatalidad se le materializa en la figura perversa de Jack Wilson, con quien tendrá que saldar diferencias y revivir el viejo código del del Oeste.

Parco, de movimientos lentos y mirada fría, Wilson, en su espera,  tampoco bebe licor. A su manera, es un hombre cuidadoso de su apariencia, y siempre alerta ante el peligro. Es, por tanto, un consumidor incansable de café.  Su pulcro y oscuro atuendo, así como sus calculados gestos, por momentos lo hacen parecer más la de un siniestro director de pompas fúnebres que la de un rudo bandolero. El conjunto, sin embargo, compone en su sentido más profundo la imagen de la misma muerte. La música, con predominancia de los vientos y los cellos, subraya o anuncia su presencia adquiriendo graves tonos ominosos; la cámara, por su parte, subraya el perfil sádico del pistolero, preparando el encuentro ritual final. Llegado éste, el plano contraplano define a cabalidad la moral de los duelistas, exaltando a Shane y aplastando con ligeros contrapicados al hombre de negro, cuya muerte, es sin embargo, el comienzo de la nueva huida de Shane: el retorno al paisaje telúrico de donde vino y del que jamás podrá apartarse.  

ROGELIO LLANOS  Q.
















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