(The Dreamers, 2003)
Escribe: Rogelio Llanos Q.
Bernardo Bertolucci es
un cineasta cuyas preocupaciones y temas han oscilado entre la problemática
socio-política, el cine y el arte en general y los avatares del deseo. En buena
parte de su obra, estas preocupaciones y temas se entrelazan, se amalgaman, se
complementan. En otras, uno de ellos ocupa el centro de atención, mientras que
los tópicos subyacentes aparecen como alusiones, forman parte del contexto o en todo caso, permanecen latentes para
volver a ser revisados, de manera obsesiva, en un film posterior.
Así, en El Conformista (Il conformista, 1970), el más revelador documento antifascista
realizado hasta hoy, en algún momento confluyen la pulsión del deseo y el
asesinato político; en Último Tango en
París (L’ultimo tango a Parigi,
1972), un hombre y una mujer agotan la relación carnal buscando nexos
comunicativos y al margen de una sociedad represiva y excluyente; 1900 (Novecento, 1976), con su épica arrebatadora y su despliegue emotivo
de banderas rojas, no excluye la excursión por el terreno de los afectos y la
genitalidad. La Luna (1979), en cambio, fue la exploración
fascinante y con final feliz de los predios del psicoanálisis y el teatro, en
tanto que la melancólica Refugio para el
amor (The sheltering sky, 1990),
su última obra mayor, se planteó como una huida hacia mundos exóticos y donde
los personajes van al encuentro de sí mismos, al descubrimiento de una
felicidad perdida o de una sexualidad gozosa.
Los Soñadores, con su abordaje de los temas
de su predilección – cine, política, sexo y deseo - se inscribe de manera legítima en la obra del
realizador. Y para empezar, una declaración admirativa proveniente de los
recuerdos de Matthew (Michael Pitt), el americano recién llegado a París para
estudiar francés: “solo a los franceses se les pudo ocurrir hacer un cine
dentro de un palacio”, frase afectuosa que tiene luego su prolongación en los
homenajes explícitos (imágenes, diálogos o alusiones directas) a las películas
y directores amados - Fuller, Von Sternberg, Truffaut, Godard, Bresson, etc. La
mayoría de estos homenajes, sin embargo, no aparecen como parte de un film que
se está proyectando en el cine o en la televisión, sino que se insertan dentro
de la narración, superponiéndose a la expresión o acción de los personajes, que
juegan a descubrir películas y directores a través de la representación que uno
de ellos efectúa ante los demás. Guiño para el cinéfilo, abierta declaración de
amor del cineasta, y sin embargo, no siempre el resultado es el mejor, pues
queda la impresión de que son subrayados
o recuerdos forzados para que el espectador pueda entender mejor lo que está
pasando por la mente de los protagonistas.
Este juego cinéfilo,
nada sutil, sin embargo, se presenta como una suerte de ceremonia de iniciación
en el terreno de la educación sentimental. Matthew, tras el deslumbramiento del
comienzo causado por su aceptación en el particular universo de Theo (Louis
Garrel) e Isabelle (Eva Green), se
enterará del coqueteo incestuoso de sus amigos que lo han adoptado y lo han
introducido en la casa paterna. Su integración al grupo pasa por compartir no
sólo las actividades convencionales (presentación a la familia y cena
respectiva), sino también aquellos quehaceres vinculados a ese lado íntimo y
excluyente, que los hermanos comparten como si ambos fueran una sola persona:
la desnudez, el baño, los fluidos corporales.
Bertolucci observa con
mirada atenta esta relación inquietante en el que el que el conocimiento que
los personajes adquieren de sí mismos y de los otros implica una intensa
experiencia física y sensorial. La
tímida mirada furtiva del Matthew del comienzo del film (en la Cinemateca
observa de reojo a la pareja que comparte un cigarrillo), tendrá una continuación
en la complicidad del juego travieso de los hermanos y desembocará
inevitablemente en el descubrimiento provocador y violento de los cuerpos y el
placer recíproco derivado de sus puestas en contacto sutiles o explícitas, y
siempre íntimas, sugerentes, gozosas. Imágenes sensuales y turbadoras las de
Bertolucci, que alcanza aquí las cotas más altas del film.
El manejo del espacio
del cineasta sigue siendo admirable. Planos cortos y cerrados así como el
plano-contraplano muestran sin velo alguno a los tres personajes en sus
manifestaciones lúdicas. La cámara ingresa en la casa y traslada al espectador,
como un voyeur consumado, los detalles del encierro, el caos y la
suciedad que poco a poco se van allí instalando, conforme el juego se va
tornando más absorbente y osado. Pequeños y delicados movimientos de cámara
–nunca terminaremos de agradecerle ese delicado travelling que se solaza
sobre la exquisita geometría de una inspiradísima Isabelle - dan cuenta de los
cuerpos libres de prenda alguna, quietos y vulnerables, entregados al sueño
reparador o vigorosamente entrelazados a merced de la desbocada pasión amorosa.
Espejos reveladores,
largos e inquietantes pasadizos y puertas y ventanas que se abren, nos conducen
a la presencia de tres personajes, que sumidos en sus fantasías y devaneos,
olvidan por un momento que en París los estudiantes y los obreros están por
consumar la gran alianza histórica y que Malraux, al servicio de la derecha
intransigente, persiste en mantener a Henri Langlois fuera de su templo, aquel
templo –la Cinemateca- en el que día a día los muchachos rinden homenaje a sus
dioses y les ofrecen generosos en prenda su juventud y sus ideales.
Pero, lástima, luego
del encuentro amoroso entre Matthew e Isa, el film va perdiendo fuerza. La posición
discordante y moralista de Matthew le empieza a restar interés a esa suerte de
“menage-a-trois” que, en cierto momento – como cuando están leyendo o jugando-
pretendió emular al de Jules et Jim,
pero sin llegar a adquirir la frescura y la fragilidad que caracterizaron a los
personajes de Truffaut. El movimiento inicial, de afuera hacia adentro, que
domina gran parte del film, se corresponde luego con un segundo y definitivo
movimiento a la inversa, en el que la calle y la vorágine de los acontecimientos
políticos “ingresa” a la casa y arrastra a sus protagonistas, con la excepción
de Matthew, cuyas opiniones pacifistas y conservadoras pareciera hacerlas suyas
el Bertolucci de hoy.
Los Soñadores comienza con un
larguísimo travelling descendente a través de unas estructuras metálicas con
fondo oscuro, mientras tienen lugar los créditos iniciales. Al concluir éstos,
como si se descorriera una cortina, aparece un París luminoso por el que camina
Matthew. Al fondo, atisbamos el palacio donde está la Cinemateca Francesa. La
película termina con las imágenes de la policía reprimiendo violentamente la
protesta obrero-estudiantil. Son imágenes oscuras, alumbradas sólo por el fuego
de los incendios provocados. Sobre estas imágenes congeladas, los créditos finales
empiezan a aparecer con un movimiento atípico de arriba hacia abajo, como si
estuvieran cayendo a un foso. Como si Bertolucci, en este viaje al pasado, se
hubiera quedado allí, en el fondo de ese pasado, paralizado, confundido,
anonadado..... y. tal vez, vencido.
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