Muy lejanos están los días
en que Gloria Swanson dejaba al descubierto una de sus piernas y la cámara se
movía con lascivia, pero con cautela, desde el pie hasta el comienzo del muslo
en The Loves of Sunya (1926). Y qué
viejas y gastadas aparecen las imágenes de una Greta Garbo, aún sin el fulgor
del estrellato, en Peter the Tramp
(1922), con sus piernas regordetas sumergidas en el agua y su prehistórico
traje de baño que le cubre hasta la mitad del muslo.
Lujuria, ingenuidad y
contención, extrañamente entrelazadas. Actitudes audaces para la época y
causantes de no pocos escándalos y pesadillas. Pero es así como se fue
desbrozando el terreno y el erotismo se tornó más desembozado y, también más
sugerente en la década siguiente, que le pertenece por entero a Marlene
Dietrich, cuyas piernas perturbaron hasta la locura a Joseph von Sternberg en El ángel azul o fascinaron
inevitablemente a Gary Cooper en Marruecos.
Desde ese entonces, las
imágenes no han dado tregua a nuestros instintos “voyeuristas”de cinéfilos,
deseosos de mirar una y otra vez aquellas partes femeninas -no importa si
flacas o rellenas, largas o cortas, torneadas o musculosas, porque la cámara
sabrá cómo mostrarlas para que parezcan las mejores del mundo- que se erigen
como las columnas que soportan la entrada a misteriosos y placenteros encantos
mayores.
¿Fascinación? Claro que
sí. Y, mortal, además, como la padecida por John Garfield en 1946, cuando entró
en un bar y sólo salió de allí para ir a la cámara de gas. El film: El Cartero llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, Tay
Garnett).
Todo empezó con Garfield
buscando trabajo en una gasolinera al borde de una carretera solitaria en
California y el ruido hecho por un lápiz de labios al caer al piso y rodar
hacia él. El ligero movimiento que la cámara inicia en ese momento desde el
objeto caído se convierte en una suerte de emisario hacia la fatalidad.
La cámara, en toma
subjetiva, avanza misteriosa y captura un pie, se eleva como respondiendo a la
virilidad brutalmente despertada de Garfied, se regodea en las piernas, firmes,
hermosas, que encuentra a su paso y se detiene en la rodillas.
El rostro del hombre no
puede ocultar su sorpresa. Y no es para menos, el contraplano general de Lana
Turner, parada, provocativa y desafiante es capaz de liquidar cualquier
defensa, entre ellas, la nuestra. Garfield recoge el lápiz labial y, en plano
de conjunto para apreciar la distancia entre ambos, se lo extiende. Ella
agradece y también extiende el brazo. Ambos están estáticos. Ninguno se anima a
dar el primer paso. El, más bien, se apoya en el mostrador. Su mirada intenta
ser fría, pero el deseo es apabullante. Está derrotado. El primer plano de
LanaTurner devolviéndole la mirada con tono retador es devastador. Ella está
segura, ahora, de su victoria; entonces, implacable, se acerca y toma el lápiz
labial, lo abre y mirándose en un espejito de mano, vanidosa y malvada, procede
a pintarse la boca, lo vuelve a mirar desde su altura olímpica y cierra la
puerta.
La escena concluye con
Garfield volviendo a la realidad. La hamburguesa en el asador se ha quemado
mientras tanto, el letrero “se necesita un hombre”, también arde, sobrante,
inservible. Pero el fuego iniciado por las piernas de la Turner continuará ardiendo
durante muchos días al influjo de la pasión amorosa, los celos, las iras, las
provocaciones, el asesinato, la propia muerte.
Perder la vida por las
piernas de una mujer, parece descabellado. Sin embargo, la experiencia de
Garfield no es la única. Por ellas y a su manera, Charles Denner, también se
inmoló en El Hombre que Amaba a las
Mujeres. Francois Truffaut, sin duda, es quien mejor las ha filmado, desde
aquella ocasión en que Bernardette Lafont nos las mostró generosamente,
mientras montaba en bicicleta y el viento le levantaba graciosamente la falda
en Les Mistons hasta esos momentos,
en su última película Vivamente Domingo,
en que Fanny Ardant, calculadora y coqueta, pasa y repasa por la ventana al
borde del piso, sabiendo que en el cuarto inferior Jean-Louis Trintignant
levantará la mirada para disfrutar de lo que ella sabe será el hechizo
definitivo e ineludible: aquellas piernas que Depardieu en La Mujer de al lado y Truffaut en la vida real
amaron hasta la saciedad.
Rogelio
Llanos Q.
Lima, julio 1998
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