Escribe: Rogelio Llanos Q
A
Chacho, Ricardo, Fico y los otros...
entrañables
cazadores de imágenes.
Lo que más recordamos de nuestra infancia son las matinées
aventureras del fin de semana refugiados en la oscuridad solitaria de un
hermoso cine, ahora inexistente, en el que lo único que interesaba era el drama
que ocurría ante nuestros ojos fascinados a una velocidad de veinticuatro
imágenes por segundo. Recordamos con especial placer aquellas películas de
“cowboys”, indios y soldados que daban cuenta a su manera de la historia
ficticia o real del país del norte. Evocamos, con mayor alegría, Los Hijos de Katie Elder, Los siete magníficos o Juramento de venganza, y en esa
evocación, está presente, sin duda alguna, y a veces de manera predominante,
las notas musicales con sus resonancias épicas o nostálgicas, jubilosas o
inquietantes, que acompañaron sus
títulos de créditos o que fueron el leitmotiv de algunas de sus secuencias principales.
Lo que en la infancia representó un
simple pasatiempo, ahora se ha convertido en un constante motivo de reflexión.
Ello nos ha conducido a rastrear los orígenes del uso de la música en un medio
esencialmente visual, pero que desde sus orígenes, con Thomas Alva Edison incluido,
reclamó el acompañamiento del sonido. Pero en esos tiempos, hablamos de
comienzos del siglo, bastaba un pequeño piano colocado junto a la pantalla para
darle animación sonora a los movimientos de los personajes, adaptándose al
ritmo de la historia y de los vaivenes sentimentales de los protagonistas. La
música, en ese entonces, tenía pues un papel meramente ilustrativo o funcional,
como por ejemplo cuando servía para ocultar las carencias de un film.
Hay en realidad muchas maneras de abordar el papel de
la música en el cine: a través de su historia, quizás mediante el análisis de
sus diferentes manifestaciones en el campo de las imágenes o tal vez intentando
descubrir cuál es la función que cumple la banda sonora en la organización de
una película. Por razones de espacio, y de paciencia de parte del lector, vamos
a encarar únicamente este último aspecto considerando que existe una idea
equivocada que tiende a establecer la falsa ecuación: melodía repetitiva igual
a buena banda sonora.
Para empezar, diremos que mientras la imagen está
relacionada con lo objetivo, en su sentido visual o concreto, la música tiene
que ver más bien con lo simbólico, con lo abstracto. Por tanto, en una película
ha de establecerse una suerte de diálogo entre ambos elementos, lo que algunos
autores denominan un “efecto de contrapunto”, que permite embellecer el
producto final, al mismo tiempo que refuerza el significado del relato. Así,
por ejemplo, en El Padrino, esa
música suave que escuchamos con ritmo de vals y con aires italianos, alude no sólo a un sentimiento de nostalgia sino,
como dice el mismo Nino Rota (compositor), sus movimientos envolventes
establecen un paralelo armonioso con la violencia interminable que la película
muestra.
La música, entonces, cumple una función importante en
lo que se ha dado en llamar creación de atmósfera o tono del film. Y aquí es
interesante observar cómo el espectador prácticamente no se da cuenta de las
variaciones musicales y, sin embargo, las está asimilando de manera subliminal
al mismo tiempo que permanece fascinado por el elemento visual. El cine de
géneros estableció una cierta codificación musical que permitía desde el
arranque saber en que mundo nos encontrábamos. Así, los vigorosos acordes de la
música de Elmer Bernstein para Los Siete
Magníficos recuperaban parte de la influencia del compositor Aaron Copland
en la música “westerniana” y se convertía a su vez en paradigma de algunas
otras películas del mismo género, haciéndolas fácilmente identificables (Los hijos de Katie Elder, Duelo de Titanes, El Último Tren). De manera similar John Williams, el exitoso
creador de la banda sonora de la película de George Lucas La Guerra de las Galaxias estableció
con sus fanfarrias victoriosas y trepidantes un modelo muy imitado en los años
siguientes por las películas del género de ciencia ficción, como en el caso de Viaje a las estrellas y toda la secuela
de cine fantástico que se desarrolló a partir de la película de George Lucas.
No exageramos si afirmamos que dos obras maestras de
Alfred Hitchcock no serían tales sin el apoyo fundamental de sendas bandas
sonoras a cargo del compositor Bernard Herrmann. Nos referimos a películas, de
clara raigambre onírica, como Vértigo
o Psicosis.
Si la primera es esencialmente romántica, la segunda es sutilmente terrorífica.
En Vértigo, se trataba del intento
de un hombre de recrear a la mujer amada a partir de la imagen de una muerta;
la partitura, tal vez una de las más difíciles que haya encarado Herrmann,
discurre básicamente por entre dos motivos: el amoroso, encarado por la sección
de cuerdas, con cierta dulzura, sin perder algunos rasgos obsesivos
definitorios del carácter del protagonista, y el de la muerte, apuntalado por
los inquietantes sonidos de los violines y vientos. En cambio, en Psicosis, una historia desarrollada en
un ambiente fantasmagórico, con personajes desquiciados y muertes violentas, la
música asume de manera exclusiva unos rasgos paranoicos, y cuya originalidad
descansa en el exclusivo uso de las cuerdas que, chirriantes, agudas y
demoledoramente eficaces van a contracorriente de los moldes tradicionales
establecidos (notas melodiosas intercalando golpes de tambores o vientos
ominosos, predominantes en esos años). Ausente la melodía, la banda sonora de Psicosis es toda una verdadera obra maestra.
Hubo un tiempo, también, en que la música contribuía a
identificar rápidamente el género de la película. Tal fue el caso de los
llamados Spaghetti Westerns y de las películas de romanos. El sonido de
guitarras y del eco de los disparos de carabinas, acompañados de un silbido que
hilvanaba la melodía, era el sello distintivo de los hoy fenecidos “Spaghetti
Westerns” (Por unos dólares más o Lo Bueno, Lo Malo y Lo Feo, ambos de
Sergio Leone), y que tuvo en Ennio Morricone al compositor más inspirado. Por
su parte, las fanfarrias, los sonidos de tambores y los acordes sinfónicos
fueron las características básicas de aquel cine que tomó como motivo de
interés la Roma de los Césares: desde Ben
Hur, hasta Gladiador, pasando
por Cleopatra, Espartaco y cintas afines.
En las últimas décadas, con la casi
desaparición del cine de géneros, tal tendencia musical se ha diluido, si bien
algunas asociaciones entre la música y el desarrollo dramático se mantienen con
un cierto carácter que oscila peligrosamente entre lo originalmente definitorio
y el aburrido cliché. Nos referimos a aquellos sonidos que alertan al
espectador en los momentos de tensión o “suspense” (el sonido sostenido de unos
violines o tal vez el inquietante retumbar de unos tambores como en la notable Sed de Mal del genial Orson Welles), lo
predisponen para el melancólico solaz de una aventura amorosa (puede ser una
suave melodía a cargo de las cuerdas de la orquesta, aunque Clint Eastwood
prefiere usar, de manera inspiradísima
un bellísimo blues de la radio en Los
Puentes de Madison) o lo enardecen con el “in crescendo” vigoroso de toda
la orquesta como en la abiertamente manipuladora El Patriota.
Hoy en día, el rock ha tomado por asalto
la pantalla cinematográfica. Sin embargo, la mayor parte de las películas usan
este género musical de una manera decorativa y, con toda certeza, como un
gancho para atraer al espectador. Hay excepciones, y una de las más importantes
la constituye la obra de Martin Scorsese. La banda sonora de Buenos Muchachos, que combina las
tonadas italianas con un rock agresivo, y orgánizándolas hasta la saturación,
es francamente notable. La otra excepción, y una de nuestras predilectas, corresponde
a Pat Garret y Billy the Kid. Allí, un Bob Dylan renaciente e inspirado compuso
unos temas que se adecuaron perfectamente a sus violentas como líricas imágenes, y le otorgaron al film, en su
desencanto y descreimiento, el tono de una balada crepuscular y melancólica. Un
hermoso final para el “western”, el más vital de los géneros cinematográficos.
Referencias: Cien Bandas Sonoras de Roberto
Cueto; el artículo de Federico de Cárdenas La Música en el cine, muchas
lecturas de La Gran Ilusión y Hablemos de Cine y alrededor de 4000 películas
vistas.
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