Escribe:
Rogelio Llanos
Cuando en 1989
llegó Batman a las pantallas, la
obra de Tim Burton, que hasta ese momento era conocida sólo por la crítica y
por algunos espectadores avisados, empezó a hablarse de autoría, universos
propios y términos afines. Lo que pudo, tal vez, ser considerado un exceso, hoy
día ya no lo es. La década del noventa fue decisiva para este cineasta, cuya
esmirriada apariencia física dominada por una larga cabellera revuelta, una
dentadura caballuna y unos ojillos inquisidores que casi siempre están ocultos
por unos lentes oscuros lo liga indisolublemente a esa naturaleza extraña de
que están hechas sus propias creaciones.
Y
esas creaciones, cuyos orígenes son posibles de rastrear en aquellas viejas
imágenes del género terrorífico que la Hammer hiciera en los años cincuenta, ya
constituyen en la actualidad, puntos de referencia obligados para evaluar el
desarrollo del cine fantástico en los últimos diez años. Porque si bien Batman
y los enemigos a los que enfrenta tienen como referente inmediato a los
personajes de la tira cómica, no es menos cierto que las imágenes que aparecen
en Batman vuelve (1992) tienen una
entidad asimilada a las peculiaridades del imaginario de Burton. Y esta
afirmación va dirigida especialmente a los personajes que encarnan el Pingüino
y Gatúbela. Seres marginales, habitantes de ambientes miserables y cuya entraña
violenta y malvada no los despoja de ciertas actitudes o caracteres que por
momentos se hacen entrañables.
Efectivamente, hay
un alto grado de contradicción en los personajes de Burton. Sus intenciones, no
siempre santas, virtuosas o acordes con la normalidad, tienen, sin embargo, un
fondo muy válido: la búsqueda de la propia identidad (el Pingüino), el recurso para superar el oscuro origen
(Jack), la necesidad de afirmarse en un medio excluyente (Ed Wood), o la
búsqueda de la integración a través del amor (Edward Scissorhands). Pero esta
contradicción de los personajes, cuyo físico deforme, lindando con lo animal o
extraño a lo socialmente aceptado, acentúa su marginalidad y revela con gran
intensidad, a despecho del cine de géneros al que afluye toda la obra de
Burton, la profunda naturaleza humana que subyace en cada uno de ellos.
Tim Burton
pertenece a esa estirpe de artistas, entre los que se cuentan Allan Poe en la literatura, David Cronenberg
en el cine o Lou Reed en el rock, cuya
búsqueda de la belleza, de la ternura o del amor pasa necesariamente por una
sutil exploración del lado oscuro del
hombre y de las zonas más sórdidas del ambiente social. Sólo que en Tim Burton,
la solemnidad se transforma en un apasionado homenaje a los actores y películas
amadas (el género fantástico, las películas de serie B y los inolvidables
Vincent Price y Bela Lugosi) y la formalidad deviene en sátira implacable o
hilarante mordacidad. Entre la broma
macabra y el sentimiento de ternura, entre las sombras de la normalidad y los
chillones resplandores de lo ominoso, por allí se desplazan con placer y
comodidad las subversivas imágenes de un cineasta que, a semejanza de Spielberg,
busca infatigablemente y a su manera hacer realidad sus inquietantes fantasías
y sueños de la infancia.
Batman vuelve, El extraño
mundo de Jack (que Burton escribió y produjo para su amigo Henry Selick en
1993)), Ed Wood (1994), Marcianos al ataque (1996) y La leyenda del Jinete sin cabeza
(Sleepy Hollow, 1999), constituyen la obra medular de este original cineasta en
la década del 90 y son a no dudarlo una verdadera fuente de placer visual. Sin
embargo, si hay un film que resume el sentido de la obra de Tim Burton, ésa es El Joven Manos de Tijeras (1991). Si
el tratamiento cromático de sus imágenes reveló al esteta consumado y nos
predispuso a su favor, la bondad y la soledad del personaje inscribieron definitivamente
al cineasta en nuestro Olimpo personal.
Nota escrita para La Gran Ilusión.
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