30/4/14

ENTRE LUCES Y SOMBRAS: LA POESÍA DE BENJAMÍN PRADO



Escribe: Rogelio Llanos Q.

Caminaba por los pasillos de la hermosa librería El Ateneo de Buenos Aires, sí, aquella, la de la cuadra 18 de Santa Fe, cuando en uno de sus estantes divisé un libro en cuya portada había un rostro conocido. Era la mirada socarrona de Joaquín Sabina. A su lado, había otro rostro, desconocido para mí, en ese entonces, pero cuya mirada y gesto, no sé por qué, lo emparentaba con Sabina, lo hacía cómplice suyo. Me acerqué, tomé el libro y lo primero que leí fue la inscripción superior que decía Así se escribió el disco Vinagre y Rosas de Joaquín Sabina. Más abajo figuraba el nombre de Benjamín Prado y a continuación, en letras un tanto borrosas el título del libro: Romper una Canción.

Habiendo escuchado muchas veces el disco y habiéndome preguntado otras tantas sobre el significado de algunos de sus textos, pues el libro tenía que ser mío. Además, siempre me apropio de todo lo que tenga que ver con el Sabina y en los conciertos, a pesar de conocer todas o casi todas sus canciones, hago los esfuerzos necesarios para obtener el set list, aquel papel que, pegado en el suelo del escenario, sirve de guía de canciones a los músicos de la banda y al mismo vocalista.

Benjamín Prado es el coautor de las letras de las canciones del disco Vinagre y Rosas. La primera vez que supe de este poeta con pinta de músico de banda de rock (como lo definió Enrique Planas) fue, no sé si en el 2006 o el 2007, luego de leer Sabina, En Carne Viva, el libro de entrevistas de Javier Menéndez Flores. En esa ocasión, el nombre de Prado aparecía al lado de Luis García Montero (a quien también conocí, gracias a su colaboración fructífera con Miguel Ríos), Almudena Grandes (de quien aún recuerdo con gran aprecio Las Edades de Lulú) y Ángel Gonzales, aquel poeta que Sabina siempre menciona con cariño y a quien terminó dedicándole post-mortem, al alimón con Prado,  la emotiva –y en el tono de las canciones rancheras, es decir con ritmo movido y festejo- Menos Dos Alas.

Decía, pues, que el nombre de Benjamín Prado lo leí por primera vez en medio de los poetas líricos cercanos al entorno del Sabina. Cierto, tal vez antes no había caído en cuenta que Benjamín, también era mencionado por Luis García Montero cuando prologó el Ciento Volando de Catorce, ese conjunto de sonetos que Sabina publicó y que sólo un pequeño círculo de poetas, amigos y admiradores, valoraron de manera debida.

Pero, haciendo honor a la verdad, es a partir del libro de Menéndez que Benjamín Prado empieza a convertirse para mí en un nombre conocido. Sólo nombre. A su poesía recién me asomo a partir del Vinagre y Rosas, cuyas letras, ya lo hemos adelantado son producto de las peleas mortales  -cada frase, cada palabra, luchada a brazo partido- y de las celebraciones apoteósicas (con baile incluido) entre dos viejos amigos que, decidieron unir sus esfuerzos para librar un combate contra la incapacidad para escribir que genera la felicidad hogareña (Sabina) y restañar las heridas de guerra que produce el desamor (Prado).

Benjamín Prado vino hace poco a Perú. Aprovechó de un encuentro de escritores que hubo en Lima, para presentar su libro, No me cuentes tu vida, una breve antología de sus poemas que va desde 1986 al 2011. Realmente, demasiado breve. Pues luego de leerla y releerla, en voz alta como recomienda Sabina en la contratapa, para emocionarse, para enamorarse, uno quiere continuar la lectura y tener los poemarios completos. Y a Crisol iremos, pues dicen que la obra del español ya está viniendo a Lima, o de lo contrario, amenazamos, iremos a Madrid tras ella. Como fuimos tras el 60MP3 de Miguel Ríos, hace algunos años.

En Romper una Canción, Benjamín Prado nos cuenta que luego de la partida de la mujer amada, quedó hecho polvo. Deprimido. En ese momento su encuentro con el Sabina y la propuesta de éste de irse a Praga a componer unas canciones para lapidar a la infeliz que osó destrozar los sentimientos del vate y limpiar con sus despojos las heridas del amor, fue providencial. Cuenta Benjamín –y lo hizo también en la noche de presentación de su libro- que el Sabina le propuso recorrer los predios líricos del gran José Alfredo Jiménez, y tras las primeras reticencias de un rockero, deprimido, pero rockero al fin, aceptó el envite tras escuchar esa joyita que brilla y hace galopar el corazón: cuántas cosas quedaron prendidas/hasta dentro del fondo de mi alma;/ cuántas luces dejaste encendidas:/ yo no sé cómo voy a apagarlas; o esa otra, del macho mexicano o chulería del derrotado: Te vas porque yo quiero que te vayas;/ a la hora que yo quiero te detengo,/ Yo sé que mi cariño te hace falta,/ porque quieras o no, yo soy tu dueño.

Y a Praga se fueron a componer versos y de allí trajeron un puñado de canciones, de hermosas canciones. Una de ellas es Virgen de la Amargura. Bella, intensa, dura. Virgen de la Amargura, entre los sonidos limpios y briosos de una guitarra acústica inspiradísima (gracias, Antonio (1), qué genial eres), y las delicadas notas finales del Norwegian Wood (2) que cierra el tema (otra vez, gracias Antonio) me saca de mis depresiones, me da lucidez, me emociona, me exalta, me hechiza. Gozo y sufro con cada verso, que ahora reconozco su origen. Ya sé de dónde vienen esas palabras, esas frases que hablan del conquistador sometido y del orgullo herido: La guerra ha terminado./ yo vengo a arrodillarme ante tu cama. / Te rezan mis soldados / y el palacio está en llamas, / tu general arría mis banderas,/ las fieras entran a la catedral.  Y con resonancias rancheras, atenuadas por el ruido de esos trenes y estaciones sabinianos,  los versos finales: te vas y no te vas/ y cuando vienes /rezo para que los trenes/ se equivoquen de estación.

Luego de leer, entre la emoción y la exaltación, No me cuentes tu vida, ya sé, repito, de dónde nacen algunas de esas frases del Vinagre y Rosas. Querer y no querer, seguir amando y desear olvidar. Benjamín Prado ya lo había adelantado en Lo mismo y lo contrario: : Yo sólo quiero oscuridad y humo./Yo he venido a decir/ que te he olvidado;/ que volveré a olvidarte cada día,/ cada uno de los días de mi vida. Un algo así como el truffautiano: Ni contigo ni sin ti.

Y viene también a mi memoria ese pequeño regalo para Sabina y Jimena, que Benjamín titula Bandera blanca. Por su lenguaje construido de palabras duras, guerreras y ligadas al dolor: Cada mitad de tú y yo / puso su alambre de espino / lloró cristales y astillas, / fue un soldado en las trincheras.  Claro, ese fue el antes, cuando eran el tú y el yo, cuando libraron sus propios combates y tuvieron sus propias heridas. Heridas de guerra, heridas de amor. El amor es como un campo de batalla. Hay exaltación y gloria; hay dolor, hay melancolía. De las batallas amorosas nadie sale indemne. Pero hay remansos de paz, y durante ellos se impone la celebración, las palabras dulces: Entonces, volvió lo azul, /  se izaron banderas blancas, / ellos dijimos perdona, /nosotros tendieron puentes, /  tú vives porque yo existo, / yo moriría por ti. / Bandera blanca, mi amor./ Bandera blanca, amor mío.

Amor y dolor, luces y sombras, días y noches, la calma y la tempestad. El poeta camina por todos esos senderos. La luz lo alegra, lo llena de júbilo; las sombras, la oscuridad, lo inquietan, lo perturban. El poeta es un hombre feliz y triste a la vez. Es él y otro al mismo tiempo. Pero ambos buscan la casa iluminada de la colina como en el poema del mismo nombre. Celebración de la luz, de las calles,  ventanas y letreros encendidos, de las casas iluminadas, del cielo azul, de pájaros solitarios que propagan el sol y de luces que, en verdad eran ángeles de la noche. Triunfo de la luz sobre las sombras, pero la sombra existe para que exista la luz: la mano azul del ángel que mezcla fuego y sombras en nuestros corazones (Luis Cernuda en Hyde Park Gate).

Benjamín Prado contó que Bob Dylan fue el punto de partida de su carrera como poeta y escritor. Cuando joven escuchó un disco de Dylan y pensó de inmediato que quería ser como él. Para mi Dylan es una especie de kilómetro cero. Oyendo los discos de Dylan a mí me dieron, por primera vez en mi vida, ganas de escribir. Lo considero algo así como mi Puerta del Sol particular, la persona que te incita, que te hace pensar, yo quiero hacer algo parecido a lo que hace este tipo. Le tengo esta gratitud personal, y luego, me gusta muchísimo lo que hace. Soy de esos que tiene 600 discos de Dylan y cosas por el estilo, colecciono todo el rato cosas sobre él. Yo creo que está muy bien tener ídolos, por qué no recuperar la vieja palabra. Sin ídolos no podría vivir porque vivir sin admiración, vivir sin referencias es como tener los pies sin apoyar en el suelo".

Sí, los ídolos, juegan un papel importante en la vida. Esos ídolos son la gente que uno admira, que uno recuerda a cada instante, y que se convierten en una suerte de amigos a los que privilegiamos acudiendo a ellos en momentos decisivos o vitales en busca de respuestas, de compañía, de afecto. Los ídolos y su música que nos emociona, los ídolos y sus libros que nos conmueven, los ídolos y sus películas que nos dan cobijo durante la tormenta. La obra de los ídolos, cualquiera que ella sea, la hacemos nuestra, cual tesoro invalorable que guardamos con cariño e ilusión. Como el amor, como el recuerdo o el sentimiento por la mujer amada.

Benjamín, que es ahora uno de mis ídolos también tiene sus ídolos empezando por uno común: Bob Dylan. Allí nomás, siendo muy joven,  apenas 19 años,  acertó a conocer a Rafael Alberti, quien fue la mayor influencia que tuvo en la publicación de su primer libro Un caso sencillo (1986). Pero Alberti no sólo fue una influencia, fue su gran amigo, y su maestro. Esa capacidad de celebración del maestro, aún para las cosas pequeñas, Prado la ha hecho suya en su poesía, y ese reconocimiento va desde la declaración abierta en el poema El mismo que esperábamos  (Llegaste entonces, / tus ángeles / dejaron/ su oro en mi vida.) hasta la construcción de un libro homenaje, Lo que canté y dije de Rafael Alberti, que reúne con gratitud los poemas  que le dedicó.

Y en No me cuentes tu vida, los nombres de sus ídolos recorren sus páginas, una y otra vez, acudiendo a la mención precisa, como en Yo y Anna Ajmátova (Tengo en la mano / un libro de Anna Ajmátova que dice: en el futuro / arderán lentamente las cosas que han pasado), a la anécdota emotiva y conmovedora como en Marga Gil en la isla (Estamos en el año / 1932 y Marga / se enamora de Juan Ramón Jiménez. / Es una chica oscura. Hay un túnel que une / su corazón y el ruido de los bosques. / Un día entra en la casa. / Un día escribe / ya nada me separa de ti, salvo la muerte); a la invocación múltiple y desesperada en De qué me sirve ahora (¿Dónde están ahora Rilke y Ajmátova y Neruda? / ¿Dónde están ahora Ovidio / y Auden / y Robert Lowell? / ¿Dónde están todos esos a quienes di mis labios, los que vivían con mi corazón?), a la prístina composición de imágenes como en Frío como el infierno (Y tú no estás. / Yo cierro una ventana, miro el televisor, leo a Ungaretti, pienso: la distancia es azul, yo soy lo único que hay entre tú y este frío); a la cita evocativa como en Cada mañana (Cada mañana, Jaime Gil de Biedma / se muere en Barcelona, / Shelley sube / a su barco en la costa de Italia, / Raymond Carver / escribe su poema sobre Antonio Machado); o al juego delicioso de la adivinanza erudita como en Acertijo (¿Qué poeta / comparó el humo con el Laocoonte? / ¿Qué poeta escribió: / basta que alguien me piense, para ser un recuerdo? / ¿Quién afirma que la última gota es siempre una lágrima?).

La pasión por el término preciso y el verso encendido, la calidez del homenaje a sus ídolos amados, la apelación constante a la naturaleza y a sus elementos, la exploración incansable a través de los caminos luminosos y los valles de las sombras, la necesidad de curar sus heridas con las palabras son  algunas de las constantes que anidan en una obra que toca delicada y sutilmente la puerta de los sentidos, de los afectos.

En la presentación de No me cuentes tu vida, Benjamín leyó unos versos que aparecen en su poemario Marea Humana (2006). En dicho poemario aparecen una serie de arquetipos humanos a través de los cuales el poeta ingresa en los predios del odio, el rencor, la tristeza,  la avaricia, la violencia, la poesía, el conocimiento, la alegría. La reflexión de Benjamín Prado se desliza una vez más entre las luces y las sombras. Una vez más, el yo (yo miraba / los bosques / desde un tren) y el tú (Tú venías a mí / como septiembre acude a las manzanas). Y en esa Marea humana, plena de sentimientos encontrados y diversos, está también el amor y sus entresijos, la entrega desbordada y las defensas contra el vértigo del abismo.

En la antología se ha incluido las partes III, IX, X y XII de El Enamorado, dedicadas a explorar el bosque intrincado de ese sentimiento cuya forja es la lealtad con heridas y la paz entre cuchillos. Prado es categórico, determinante. Para él el amor es todo o nada: Yo te lo ofrezco todo/Pero no pidas menos, / mi amor, / ni te equivoques: / si me das a elegir entre perderte / por completo o estar conmigo en parte, / voy / a decirte / adiós. Y si acaso, el amor huye, dejándolo al borde del abismo, acudirá al último - reducto de sus fuerzas para sobrevivir: Convoqué a la venganza, / al rencor / al orgullo; / le devolví a mis manos sus puñales, / la crueldad a mi boca / y el egoísmo a mi corazón. Y soberbio dirá: Pero hoy ya estoy a salvo de tus ojos, / los cuerpos de las otras ya han olvidado el tuyo / y a todo lo que espero / ya no le faltas tú. Pero, créanme,  en el fondo de su alma, habrá dolor: Como va a equivocarse / el que consigue a cambio de lo que más quería / la recompensa de su libertad.

Como si de una novela se tratara, la antología incluye una especie de epílogo –Ya no es tarde- que pareciera ser algo así como una estación, por ahora, final: el amor ha vuelto otra vez, le pide que no le cuente su vida, y acepta que el amor es un ciego con un arma en la mano y que, ineludible e ineluctablemente, hay que correr al encuentro de las balas…Sí, ha llegado María, acabó el invierno, salió el sol.

Lima, 19 de abril de 2011.

Notas
(1)    Antonio García de Diego, guitarrista de estirpe, amigo de Joaquìn Sabina y miembro de su banda. Toca con la misma habilidad y talento los teclados y la armónica. Un maestro, sin duda.


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