Escribe:
Rogelio Llanos Q.
Este año se fue Antonio Tabucchi (Pisa, 24 de septiembre
de 1943
- Lisboa,
25 de marzo
de 2012) y, salvo
algunas pequeñas notas necrológicas, no hubo mayor interés de nuestra prensa en
repasar la obra de este escritor de caligrafía fina y elegante y de una
sensibilidad muy acentuada que lo llevó a crear mundos oníricos, mágicos y personajes
errantes, tan extraños como entrañables, y en los cuales es posible descubrir
una profunda humanidad, que nos acerca, que nos emociona.
Podríamos detenernos en El tiempo envejece de prisa (2009) y
disfrutar plenamente con el repaso de un conjunto de nueve relatos notables, el
primero de los cuales empieza, melancólico, con una confesión que, de inmediato
nos mueve a ponernos de lado del viejo profesor que se conmueve mientras alude
a Wislawa Szymborska, poetisa polaca: “Le pregunté sobre aquellos tiempos en
que éramos aún tan jóvenes, ingenuos, entusiastas, tontos, inexpertos. Algo de
eso ha quedado, excepto la juventud, respondió”. El tiempo fugitivo, el tiempo
que pasó, los sueños y las vidas que alguna vez fueron son los temas abordados aquí
por el entrañable Antonio Tabucchi.
Podríamos hojear Los volátiles del Beato Angélico (1999),
ese ‘rumor de fondo’, como lo llama el mismo Tabucchi, que devino en textos
inspirados, a veces enigmáticos, y siempre imaginativos, que apelan a nuestros
sentimientos más que a la razón.
Podríamos sumergirnos con placer
en los agitados mares surcados por los balleneros de los que habla Dama de Porto Pim (1983), un libro que
reúne historias cuyos paisajes –visitados por Conrad o Melville- son habitados
por personajes que deambulando entre la realidad y la fantasía adquieren un
matiz legendario rodeados de esa melancolía y nostalgia que se desprende de la
pluma de este escritor bien amado.
Sí, podríamos escribir largo y
tendido sobre cada una de aquellas aventuras literarias de Antonio Tabucchi,
aventuras que nos impactan, que nos cargan de tristeza o nostalgia, pero que,
al mismo tiempo, nos incitan al disfrute de la frase feliz, al goce del relato fantasioso,
y a la celebración silenciosa y única del encuentro con personajes que, entre
la profunda vitalidad y el naufragio desasosegante, apelan a nuestra
sensibilidad, apelan a nuestra comprensión.
Decíamos que podríamos escribir
sobre todos esos personajes, paisajes y mundos fascinantes. Pero no. No ahora.
Ahora queremos escribir sobre una novela en la que hay un personaje muy querido
por el autor: Sostiene Pereira
(1994). Pereira es un personaje que Antonio Tabucchi creó a partir de los
recuerdos de un ser de carne y hueso, según lo expresó él mismo al final de su
libro. Hoy, pues, queremos escribir sobre ese Pereira, un periodista gordo e
hipertenso que recorre sudoroso las calles de su amada Lisboa (aún cuando la
ciudad, con los agitados vientos que recorren la Europa de los treinta es cada
vez menos acogedora); viudo irredento, que conversa cada día con el retrato de su
mujer; católico sí, pero incapaz de creer en la resurrección de la carne, y que
está a la búsqueda de un colaborador para la sección cultural que él dirige en
un periódico local vespertino.
Una nota aparecida en el diario
acerca de la muerte, un asunto que
obsesiona al protagonista- y en la nota hay ideas comunes que llaman
poderosamente su atención- hacen decidir a Pereira acerca de la conveniencia de
contactar con el autor del texto –un joven llamado Monteiro Rossi- pensándolo ya como colaborador de la página
cultural que él mantiene en el vespertino Lisboa,
página a la que él define –como
piensa que es todo el diario- apolítica e independiente. Sí, Pereira vive en una
burbuja y cree, no sin cierta ingenuidad, que en medio de toda la turbulencia
política que arrasa a Europa es posible hablar de arte y literatura sin el
riesgo de contaminación alguna. Sin embargo, por los lugares donde pasea hay
signos de esa polución –loas al dictador Franco, loas a los soldados
portugueses que apoyan a la dictadura- pero él intenta vivir al margen de ese
organismo vivo y letal que corroe al viejo continente. Su sorpresa y terror no
proviene de la presencia misma del monstruo en el mundo en el que él habita.
No, su sorpresa y horror nacen del temor de que tal vez su futuro colaborador
forme parte de ese monstruo, y que su presencia o sus escritos corrompan ese
microcosmos cultural que él ha creado y que tanto aprecia.
El mundo de Pereira está hecho de
recuerdos, en los que se refugia constantemente y de textos propios y
traducciones que él publica encomiablemente en el Lisboa. Cuando joven, Pereira fue un periodista de renombre. Ahora,
en su otoño se ha refugiado en un periódico de tirada limitada a las horas de
la tarde. Su labor es mantener vigente la página cultural en un diario que no
le concede mucha importancia al arte o a la literatura. Es un diario al
servicio del régimen, y en el cual las posibilidades de expresarse con libertad
han sido anuladas. Pero Pereira cree que sí es posible hablar de cultura, que
hay un espacio que puede albergar textos sobre Bernanos, Mauriac o Maupassant. Pereira
está firmemente convencido de que es factible disponer aún en un diario
sometido a las imposiciones de la dictadura de un espacio donde la cultura pueda
ser expresada en forma pura, sin interferencias con la dura realidad presente y
que se dirija sin obstáculos hacia un público que no desea verse perturbado con
temas controversiales. Pereira aspira a una vida tranquila, previsible, sin
inquietudes mayores que las que demanda la entrega puntual de los artículos
periodísticos. Y fiel a su modo de ser le expresa a Monteiro Rossi, su único
colaborador en el diario, que prefiere un homenaje a Mauriac que un elogio a García Lorca, cuya
obra poética se afecta por aquellas aristas políticas que rodearon la acción y
muerte del español antifranquista.
Ya desde las primeras páginas de
esta novela apasionante, Tabucchi establece las bases del conflicto que enfrenta
a los dos protagonistas. Son personajes que nacen contrapuestos y cuyos mundos,
como luego se va descubriendo en la novela, son antagónicos, aún cuando
comparten un punto de vista: el mundo está en decadencia, la vida actual
transcurre en un ambiente corrupto y amenazante. Aunque la actitud de ambos
ante ese entorno que violenta sus derechos y libertades es diferente, el
acercamiento entre ambos va ocurriendo de una manera casi insensible. Monteiro
Rossi, es un joven idealista que apuesta por una coherencia entre el texto
escrito y la acción, entre el juicio crítico a la obra intelectual de aquellos
escritores a los que admira o rechaza y la decisión de luchar por un mundo en
libertad. Pereira intenta establecer, a su modo, una coherencia entre esa indiferencia
por el mundo que lo rodea –indiferencia con algunos certeros arranques de
repulsión por ese entorno procaz y atenazante- y una forma de actuar que lo
lleva a seleccionar escritores y textos que impresionan su sentido estético,
pero su vena sensible y su profunda humanidad lo hacen soportar al joven
levantisco y rebelde como también alejarse o rechazar a quienes representan ese
entorno opresor y del cual él, atrincherado en su burbuja, se siente ajeno.
Antonio Tabucchi construye su
historia haciendo que sus personajes converjan en una espiral que los va
acercando hacia el territorio de las definiciones. El itinerario no ofrece
escapatoria alguna, pero está teñido de afectos, inquietudes y desasosiego y
revela, al mismo tiempo, el amor del autor por sus personajes: Monteiro Rossi y
Pereira. Del primero le atrae y resalta su juventud impulsiva e idealista; del
segundo, el proceso de transformación que va experimentando en la medida en que
la relación con el joven se va estrechando. Los nombres de los personajes –
Monteiro y Pereira- además, aluden al aprecio
profundo que Tabucchi tenía por Portugal. Amaba Lisboa, desde que la visitó y
conoció y se enamoró de la obra de Pessoa. Le atraía la niebla misteriosa que
cubría la ciudad y el encanto de esa luz blanca que lo sedujo tanto como a
Alain Tanner, el suizo que hizo de la ciudad la gran protagonista de su film En la Blanca Ciudad (1983). Allí, en
esa Lisboa en la que Tanner descubrió para su personaje la belleza, el amor, la
calidez humana, Tabucchi descubre para Pereira el horror que empieza a
contaminar la ciudad entrañable, el país amado. Pero Pereira cree que es
posible vivir eludiéndolo, manteniéndose al margen de él. Ahora, en su madurez,
ha decidido vivir entre aquellos íconos literarios que alguna vez lo hicieron
feliz. Y los relee, los traduce, los publica en aquella isla de la fantasía que
es la sección cultural del Lisboa.
Pero los espacios se acortan.
Pereira acude diariamente a la redacción del periódico, que es un piso
alquilado y decadente en cuyo zaguán hay una mujer, la portera, que controla
todos sus movimientos y ha hecho del chisme la razón de su vida. Y del chisme a
la vigilancia ominosa y a la delación hay un paso: un día Pereira descubre que ahora
ella controla también sus comunicaciones telefónicas. En los restaurantes, a
donde acude a comer sus omelettes a
las finas hierbas y a beber las infaltables limonadas, ya no se respira el
ambiente festivo y cultural de antaño. Los mozos hablan a media voz y los pocos
intelectuales que aún llegan allí son presa del desaliento y el deseo de huir
de una ciudad y un país cada vez más hostiles. Sólo queda su pequeña casa, allí
donde se refugia para descansar y recordar, para hablar con el retrato de la
esposa muerta, aquella mujer que alguna vez fue una jovencita frágil y pálida,
que escribía poesía y de quien no quiere hablar porque, pudoroso, sostiene que
tales detalles que forman parte de ese pasado que él ama y extraña son suyos y
de nadie más.
Por motivos que ni él mismo se
explica, Pereira ha aceptado a Monteiro Rossi como colaborador, pero todos los
textos que el joven redactor le presenta son invariablemente encarpetados. Su
nota sobre García Lorca, que empezaba advirtiendo del asesinato político del
poeta español, era, a los ojos de Pereira, totalmente impublicable. Menos
aceptable todavía fue el siguiente artículo que Monteiro Rossi escribió sobre
el escritor fascista Marinetti y de quien se expresaba como un oscuro
personaje, pendenciero, enemigo de la democracia y un violentista admirado por
el Duce y sus secuaces. Lo interesante del punto de vista de tales textos es
que eran la prolongación de una manera de ser de un joven que escribía de
acuerdo a lo que Pereira le había recomendado cuando se conocieron: seguir las
razones del corazón, “que son las más importantes”. De allí que, a pesar de que
ninguna de las notas que Monteiro Rossi escribió fueron publicadas, sin
embargo, y sin dejar de refunfuñar, le hacía llegar unas monedas que, bien lo
sabía, el joven rebelde las necesitaba.
¿Por qué Pereira no cortó su
relación laboral con Monteiro Rossi? ¿Por qué el viejo escritor se interesó en
el destino futuro del joven periodista? Pereira sospechaba que Monteiro Rossi
estaba involucrado en alguna actividad clandestina. Su olfato periodístico le
advertía que la burbuja en la cual él anhelaba vivir estaba en peligro. Pudo
haberle dado la espalda, quizás hasta denunciarlo, pero Pereira, el hombre
cultivado, que amaba la literatura, seguía también las razones del corazón. Desplazándose
entre la intuición y la sensibilidad, Pereira aceptó apoyar a Monteiro Rossi.
Había en él la fogosidad juvenil que tal vez Pereira alguna vez tuvo, y había
convicción y pasión en sus textos, aquellos artículos que la racionalidad de
Pereira rechazaba, pero que no se atrevía a desechar y los guardaba
mecánicamente en sus archivos.
De pronto, el único espacio en el
que Pereira podía moverse con entera libertad es invadido por la contaminación
externa. El rastrillaje policial, la violación del domicilio, las detenciones
arbitrarias, las ejecuciones sumarias son la rutina diaria de una sociedad
militarizada. La casa de Pereira es el último refugio de Monteiro Rossi, a
quien los esbirros del salazarismo (fiel seguidor de Franco y de las dictaduras
fascistas), lo buscan por todo Lisboa. Pero ese último refugio es pronto arrasado
por los agentes de la dictadura. En la casa de Pereira hay ahora asesinos,
armas de fuego, humillación y una violencia inaudita. La casa de Pereira ya no
es más el lugar de evocación de una época feliz. Es el lugar donde junto al
lacerado cuerpo de Monteiro Rossi, arderá todo el pasado de un Pereira
consternado y se pondrá en marcha un nuevo itinerario vital.
Sostiene Pereira que en ese
momento se le ocurrió una locura y que bien valía la pena ponerla en práctica.
Sí, él era un periodista a cargo de una rutinaria sección cultural. Los
sicarios le habían advertido antes de irse que no dijera nada, que mantuviera
en silencio lo que había ocurrido en su casa. Sin embargo, Pereira tenía un
arma, pero no lo supo hasta ese momento en que se le vino a la mente romper la
burbuja y apelar a la locura. En la edición vespertina del día siguiente la rutinaria
sección cultural se convirtió en la afirmación definitoria de un periodista que
llevado por la indignación se enfrentó con valentía al poder fascista de turno.
Sostiene Tabucchi que el
personaje de esta novela nació allá por 1992, días después de leer en un
periódico acerca de la muerte de un periodista portugués que él había conocido
fugazmente en París, y a quien recordaba porque se había enfrentado
valientemente a la dictadura de Salazar. La imagen del protagonista se fue afirmando
con el paso de los días, tomando datos de aquí y de allá. La historia, la
literatura misma, el teatro contribuyeron al diseño de este personaje
entrañable símbolo del intelectual que tiene el deber de optar a la hora de la
verdad, aquella hora donde no caben las medias tintas, ni la justificación
cobarde. Sí, aquella hora donde el hombre tiene que actuar con coraje y
dignidad.
Lima, 24 de junio de 2012
Rllq.
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