Escribe: Rogelio Llanos Q.
I.
Cada
cierto tiempo, los críticos y cinéfilos de diferentes partes del mundo elaboran
listas de películas cuyos títulos son reunidos bajo consideraciones que tienen
que ver con su excelencia, su aporte al arte cinematográfico, su trascendencia
o simplemente bajo aquella categoría –subjetiva y que encierra pasión y no poca
incomodidad a la hora de construirla- que se sintetiza en la frase “las mejores
películas de tal sitio o tal período o de toda la historia del cine”.
Cuando
era joven me gustaba mucho participar en la elaboración de estas listas.
Recuerdo los viejos números de Hablemos
de Cine en los que al final de cada ejemplar se indicaban los últimos
estrenos y se calificaba cada uno de ellos
con un número, siendo el cinco la máxima puntuación. Era lo primero que
leía de la revista, y, ciertamente, cuánto me alegraba coincidir en opinión y
puntaje con los que en esa etapa de mi vida fueron una suerte de héroes para
mí: Chacho León, Fico de Cárdenas, Juan Bullitta, Nelson García; pero, también,
cuánta decepción sentía cuando aquellas películas que yo disfrutaba no eran del
agrado de los críticos admirados.
Uno de
los grandes films que disfruté en mi infancia fue Los Hijos de Katie Elder. Todo en él era energía, vitalidad, épica.
Este film me confirmaba que los héroes existían y el mayor de ellos era John
Wayne. Imposible olvidar esos planos que lo muestran disparando con las dos
manos, su rostro congestionado por el dolor y la ira ante el asesinato de su
hermano. Sí, imposible borrar de mi mente esa imagen épica del cowboy solitario
que asiste al funeral de su madre desde lo alto de una colina. Henry Hathaway y
Hall Wallis sabían cómo emocionarnos, y esos planos de los jinetes cabalgando
juntos, teniendo como soporte musical la partitura de Elmer Bernstein, llenaron
de bellos trazos nuestro imaginario infantil.
II.
Creo que
fue por ese cinco justiciero con el que Fico de Cárdenas calificó el film de
Hathaway, que mi admiración por el crítico - al que sigo leyendo con mucho
afecto cada domingo en La República- se elevó hasta las nubes. Como también fue
ese cinco desafiante que Nelson García le puso a El Final de un Canalla, un western magistral de Joseph Mankiewicz, el
que despertó mi interés en conocer al entonces cineasta en ciernes, que no
dudaba en contar grandes tramos de la película en su comentario, si con ello
recreaba fielmente los momentos del film que le habían impactado,
desmenuzándolos, detallándolos, recreándose en ellos. Años después, tuvimos una extensa y estupenda conversación
mientras caminamos a lo largo de las calles del centro de Lima, luego de una de
las tantas gloriosas noches cineclubísticas. Y con esa charla, en la que
descubrimos nuestro amor por el cine y compartimos los recuerdos del Lobitos de
nuestra infancia y adolescencia en donde habitaron amigas comunes, inauguramos una
amistad entrañable que dura hasta hoy.
Pero,
también ocurrieron situaciones tales en las que la discrepancia de opiniones era
tremenda. Z, el film ‘político’ de
Costa Gavras, motivó en mí una pequeña crisis. A comienzos de los setenta,
empezaba yo a mirar con simpatía las revueltas juveniles, el enfrentamiento a
los poderes establecidos, la lucha por una sociedad más justa. A mis casi
dieciséis años, Z, que concluía –si
mal no recuerdo- con la caída en desgracia de los abusivos y explotadores
jerarcas griegos, era una suerte de éxtasis para mi pequeña rebeldía juvenil
que se satisfacía con la derrota y el castigo de aquellos que alguna vez fueron
poderosos e hicieron mal uso de sus privilegios.
Pues, Juan Bullitta y Nelson García calificaban con
un contundente cero aquella película que,
en el pasado reciente, había sido aplaudida de pie una y otra vez por
los espectadores entusiasmados –yo entre ellos- por unas imágenes que
canalizaban con suma facilidad su emoción social y que abarrotaron las instalaciones del antiguo cine
Ideal de Trujillo, a donde asistí movido por los comentarios elogiosos de
algunos amigos que ya la habían visto días atrás. Pero lo que más me
desconcertaba era que el resto de críticos de Hablemos… casi coincidía, en números, en su apreciación del film:
era totalmente prescindible, malo para resumirlo de manera inobjetable en una
palabra. Tendrían que pasar algunos años y muchas películas más para que yo llegara
a coincidir si no en ese cero absolutamente descalificador, sí en un uno que al
menos reconocía cierto oficio del director en el manejo de las imágenes y en el
de la oportunidad.
Al
momento de su estreno, El Padrino,
el célebre film de Francis Ford Coppola, también fue motivo de un fuerte encontronazo
con mis críticos admirados, especialmente con Ricardo Bedoya, crítico al que
considero –junto con Emilio Bustamante- uno de los más talentosos del medio y,
quizás, del continente. Y que lluevan sobre mí los denuestos. Pues bien, el
gran fresco sobre los Corleone, que me impactó sobremanera en el momento de su
estreno, fue despreciado a la hora de las comentarios y de las listas y
calificaciones por mis héroes de la pluma: la sobrevalorada Naranja Mecánica les parecía mejor que El Padrino que acumuló unos al por
mayor, con la salvedad de Chacho León que tímidamente le puso dos.
Todavía
recuerdo aquella tarde en que llevé mi ejemplar de Hablemos de Cine (el No. 65) a la universidad para leerlo en mis
ratos libres, mientras esperaba el inicio de mi clase de Física I en el
pabellón de Minas. Empezó la clase y yo seguía desconcertado por la pobre
recepción del film por parte de la crítica peruana. No entendí lo que el
profesor de Física explicó en la clase (pero, que conste que si sufrí para
aprobar el curso no fue porque el cine distrajo mi atención, sino porque el
ingeniero que fungía de profesor era un inepto total). Mi mente trataba de
asimilar el comentario de Ricardo, rico en referencias cinematográficas a las
que acudía para concluir tajantemente que El
Padrino era puro fuego artificial. O sea, yo lo que había visto era otra
película, y mis criterios carecían de validez alguna porque hasta ese momento
no había visto aquellos dos filmes de Howard Hawks que lo elevaban a la
estatura de maestro: Scarface (1932)
y El Sueño Eterno (The Big Sleep,
1946). Y esos unos, que yo consideraba injustos, en ‘Nuestra Opinión en
Números’, laceraban mi alma. Había amado el film desde sus primeras imágenes, y
resultaba que no valía nada. Yo que
quería escribir cinco al costadito de los números de mis héroes, arrugué y
cobardemente le puse tres.
III.
Ya para
entonces tenía yo un cuaderno escolar escrito con mi mejor letra en la que
anotaba todas las películas que veía. Más adelante me di el trabajo de re
escribir todos los títulos en un cuaderno espiralado,
tamaño A4 y cuadriculado para que alcanzaran los nombres de todas las películas
que ya había visto y con la esperanza de que hubiera aún suficiente espacio
para los muchos títulos que vería en los próximos años. Este hábito lo copié de
mi hermano Víctor, cuando vivimos juntos en una pensión de Trujillo, ciudad
donde estudié mi secundaria.
Un día
descubrí entre sus cosas un cuaderno de tapa gris, de esos que regalaba la
International Petroleum Co. en la antigua Talara, donde transcurrió mi niñez.
Allí figuraban los títulos de muchas películas que él había visto. Eran sólo
títulos, escritos a vuelapluma. En la lista que yo empecé a elaborar incluí los
nombres de los actores y, años después, ya en Lima, luego de haber descubierto
la revista chilena Primer Plano (que
la compré entusiasmado porque en la portada había una mujer mostrando el torso
desnudo) y la peruana, Hablemos de Cine,
enriquecí la lista anotando también el nombre del director.
Así pues,
elaboré con todo el cariño del mundo la lista de películas vistas a la que con
todo gusto podría haberla titulado, tomando prestado el título del libro del
cineasta bien amado, Francois Truffaut, Las
Películas de mi Vida. Al costado de ellas empecé a escribir el numerito que
permitía saber si eran de mi predilección o si eran motivo de mi mayor
desprecio. Porque, todo hay que decirlo, a mi manera, y desde niño fui bastante
exigente con lo que veía. Mis criterios, por cierto, eran cuestionables, pero
me servían para aplicar el famoso numerito o para llamar la atención. Siendo
adolescente, en los años que viví en Trujillo, las amigas que vivían en la
misma pensión que yo solían decirme: “¿Para qué vas al cine si nada te gusta?”.
El patrón con el que comparaba todas las películas que veía eran los westerns
como Los Hijos de Katie Elder, Juramento de Venganza (Major Dundee), El Gran Combate (The Glory Guys), las
películas de los gladiadores, los filmes de capa y espada y de piratas que
protagonizaban Burt Lancaster, Gregory Peck, Errol Flynn, es decir, mucho del
cine clásico de aventuras, pero también algunas comedias como La Carrera del Siglo, Los Intrépidos Hombres en sus Máquinas Voladoras,
La Fiesta Inolvidable o El Mundo está
Loco, Loco, Loco, etc., donde el humor se mezclaba con la acción incesante.
Mucho
tiempo después, y gracias a los cineclubes, tuve la oportunidad –ya en Lima- de
ver cine europeo y latinoamericano. Conocí a Howard Hawks y a Francois Truffaut,
descubrí a a John Ford y a Sam Peckinpah. Caí
bajo el hechizo del cine de Akira Kurosawa y el de Yasujiro Ozu. Eric Rohmer
fue un delicioso desafío. Me entusiasmé con los documentales de Santiago
Álvarez. Amé de manera retrospectiva a Stan Laurel y Oliver Hardy. Y los
Hermanos Marx alegraron mi primera juventud.
Y,
entonces, miré los numeritos que había puesto en mi cuaderno espiralado y sentí un poquito de
vergüenza ante mis injustas calificaciones. Sentía que sobre algunos de los
filmes que había gozado en el pasado, era preferible tender el manto del olvido
y, en cambio, otros que me parecieron
tontos, a pesar de que los disfruté a rabiar en su momento, como Un Loco con Suerte o El Profesor Chiflado, ahora, tras la lectura
luminosa de En el Universo Lewisiano
(gracias, Chacho), adquirían un enorme valor cinematográfico. Re escribí todos los títulos y los créditos
que ahora los acompañaban, en un cuaderno nuevo…pero, cauteloso y cobardón, ya no puse numerito alguno. Y es que, además,
la controversia producida con El Padrino
hizo que cuestionara mis gustos y mis opiniones.
IV.
Ahora
tengo mi lista en MS Excel y la actualizo de vez en cuando: título, año,
director y nombre de los actores. Se me quitaron las ganas de hacerla más
completa (incluso tenía campos para director de fotografía, música, etc.)
cuando apareció el Internet y la base de datos IMDb, pues allí está todo o casi
todo, con críticas y estrellitas incluidas. Mi lista, que alcanza sólo
alrededor de cinco mil y pico de películas (casi ciento diez películas por año,
antes llegaba a casi ciento cincuenta, y eso es poco…y si no pregúntenle a
Chacho) la actualizo muy de vez en cuando y sólo para llevar, con cierta
nostalgia (por los años y aventuras vividas), la cuenta de las películas vistas,
pero ya no me causa placer alguno efectuar el registro frío de nombres y datos
que bien pueden ser encontrados en esa biblioteca interminable que es Internet.
Basta con poner el nombre del film y se nos revela, con pelos y señales, todo
lo que el espectador, el crítico y el coleccionista desean saber. Pero, no
olvidaré que hubo un tiempo en que la búsqueda de información sobre una
película fue toda una aventura vivida buceando en viejas bibliotecas, en medio
de libros, periódicos y revistas antiquísimos que solía revisar con la avidez y
ambición del buscador de tesoros.
Por ello,
cuando José Carlos Cabrejos, el responsable de la edición de Ventana Indiscreta me invitó
gentilmente a participar en el siguiente número de la revista mediante mi
selección de filmes favoritos, no compartí el entusiasmo de los jóvenes
críticos de cine y de los amigos que, a pesar de los años, conservan, de manera
envidiable, un espíritu cinéfilo juvenil que los lleva a participar en aquellas
actividades y tareas que suelen ser la rutina atractiva y estimulante del viejo
amante de las imágenes cinematográficas.
Me he
vuelto ermitaño y perezoso. Ya no reviso la cartelera, y ya no tengo pena ni me deprimo cuando algún
film con un director o actriz aún apreciados se nos pasa sin que le hayamos
prestado atención alguna. Hace unos meses me encontré en las inmediaciones de
Metro de San Miguel con Ricardo Bedoya y Xenia, su esposa. Intercambiamos un
saludo rápido y les pregunté a dónde iban. “Vamos a ver la de Tim Burton”.
“Ahhh, ya”, les respondí aparentando saber de qué película se trataba.
Probablemente ellos pensaron que si yo andaba por allí era porque también me
dirigía a Cinemark, y claro está, a ver el film de Burton. Pero no, ni siquiera
sabía que había un film de este apreciado director en cartelera. “Conseguiré el
DVD y me pondré al día”, me dije, intentando darme ánimos. Los vi caminar
juntos y de prisa en dirección al cine, y me llené de una profunda tristeza.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella vez en que apenas terminada la primera
función de El Sur, me dirigí a la
boletería para comprar las entradas para la segunda función?
V.
La vida
era el cine. Y yo, muchos años atrás, vivía para ir cada tarde al encuentro de
las imágenes, con la esperanza de encontrar allí felicidad. Y fui feliz viendo
como se recortaba la imagen sobre la nieve de ese personaje que adornaba su
rostro de mirada profunda con un pequeño bigotito, que usaba pantalones
bombachos, tremendos zapatones y un inolvidable sombrero hongo en La Quimera del Oro (The Gold Rush, Charles
Chaplin, 1925), film del que recuerdo con placer la escena de los zapatos
usados como comida o la danza de los tenedores y los panecillos. Y fui feliz, y
reí a mandíbula batiente viendo las aventuras y desventuras de Buster Keaton,
empeñado en rescatar a su amada y a su locomotora en La General (1925). El humor desbordando cada plano, cada secuencia,
en un film donde las palabras estaban demás.
No hay
libro de historia del cine que deje de mencionar el aporte monumental al
lenguaje de las imágenes de David Wark Griffith. El Nacimiento de una Nación (Birth
of a Nation, 1914) ha sido estudiada hasta el hartazgo y fue, en su
momento, todo un acontecimiento. Sin embargo, siempre sentí una gran decepción
por su loa abierta y grosera al Klu Klux Klan. Pero Griffith, qué duda cabe era
talentoso y, además, contradictorio. Pimpollos
rotos (Broken Blossoms, 1919) es
un film, en cambio, que nos enternece y nos entusiasma: trabaja en el montaje
en paralelo, y exhibe una estructura narrativa muy cuidada en un melodrama que
denuncia el racismo y la intolerancia. También fui feliz con esta película de
Griffith. Y me emocioné con el drama social de F.W. Murnau, El Último (Der Letzte Mann, 1924),
solidarizándome con el viejo portero del hotel que, por sus años y sus manías,
es despedido de su trabajo y reemplazado por un joven. El viejo tiene,
entonces, que robar su antiguo uniforme de trabajo para asistir a la boda de su
hija. Eran los tiempos en que la voz no existía y el gesto, la actitud, los
movimientos corporales nos revelaban las alegrías y los conflictos que vivían
los personajes.
VI.
Cuánto
hubiera querido ver en el cine, en pantalla grande, Centauros del Desierto (The Searchers, 1956) y Pasión de los Fuertes (My Darling Clementine, 1946), ambos westerns
de John Ford. Pero yo nací el ’55 y, seguro que al momento de su estreno las
calificaron para mayores de dieciséis años. Creo que nunca las re estrenaron,
así que gracias al VHS y, luego, en mejor definición, en DVD, he podido
disfrutar una y otra vez de ellos. Nunca dejo de sentir melancolía al ver la
imagen final de Wayne en el marco de la puerta, solitario, excluido de las
dulzuras familiares en Centauros ….
Nunca dejo de enternecerme al ver los pequeños gestos y miradas de amor de Martha
(Dorothy Jordan) hacia John Wayne. Y cómo se agita el corazón cuando Wayne
encuentra a la sobrina raptada por los indios y los sentimientos de cólera
racista dan paso a los afectos, al amor. Y todo ello reflejado en el rostro y los
gestos de uno de los más grandes actores del cine clásico.
El viejo
gruñón que solía definirse como un hombre que sólo sabía hacer películas del
Oeste, sí, el inigualable John Ford, se llevó a la tumba los secretos de la
magia westerniana: el armonioso equilibrio de la acción violenta y los momentos
de paz en aquellos grupos humanos que empezaban a transitar de la vida
primitiva a la civilización. John Ford sabía captar las delicias de la vida
cotidiana en el viejo Oeste. Miren si no a Henry Fonda, en Pasión de los Fuertes, balanceándose en una silla en el porche de
la casa, viendo pasar la vida; observen al mismo Fonda con qué elegancia baila
con Clementine; presten atención al mejor Wyatt Earp de la historia del cine
ante la tumba del hermano. Serenidad, esperanza, lirismo en un film inolvidable.
¿A dónde
nos puede conducir el amor? ¿A qué profundidades abismales lo llevó al pobre
Scottie (James Stewart) que se enamoró perdidamente de Madeleine (Kim Novak) y
cuyo hechizo lo hizo transitar por los predios de los afectos apasionados, las
crisis obsesivas y la necrofilia misma? Nunca olvidaré el estado de turbación
en el que caí luego de ver Vértigo
(1958, Alfred Hitchcock). La carnalidad de Kim Novak fue por mucho tiempo un
desafío a mi endeble ecuanimidad. Esta mujer fue - en palabras de Andrés
Caicedo, el crítico, el escritor, el cinéfilo irredento – la ‘quimera dorada’,
la aceptación de lo inalcanzable, el gozo que implica lo imposible (Kiss me
Kim, Hablemos de Cine No. 69).
Y ¿a
dónde nos puede llevar la admiración por una artista? ¿A qué recursos acudirá
la fanática admiradora para estar a su lado, para saber lo que siente, para
disfrutar de su éxito o, quizás, para intentar ser ella? Joseph Mankiewicz, el
genial director de El Final de un Canalla
y Juego Mortal, reunió a Ann Baxter
y a Bette Davis en Eva al Desnudo (All
about Eve, 1950) para explorar los entresijos de las relaciones entre los
protagonistas (actores, guionistas y allegados) de una obra teatral. Mankiewicz, como George Cuckor, aunque más
frío y cerebral, nos llevó de paseo por las interioridades del universo
femenino. Toda una delicia, ver el bello rostro angelical de Ann Baxter
hundiéndole el puñal –en sentido figurado- a su amiga y benefactora.
VII.
Eres un
maldito, José Carlos: el período histórico que va de 1959 a 1974 está plagado
de obras maestras, entrañables realizadas por cineastas que ocupan un sitial
especial en nuestro Olimpo particular. Seleccionar sólo cuatro películas nos
lleva a exclusiones dolorosas. Es como si a una reunión especial con fiesta y espectáculo
incluidos se nos obligara a limitar el número de nuestros invitados.
Muchas de
esas películas, por otra parte, nos abrieron las puertas a cinematografías y a
mundos sorprendentes: Truffaut, Chabrol, Rohmer, Fellini, Visconti, Karel
Reisz, Lindsay Anderson, sólo por mencionar algunos nombres que en su momento
dieron origen a la Nueva Ola Francesa, el Neorrealismo Italiano o el Free
Cinema Inglés. A ellos recién los descubro hacia fines de los setenta y las primeras
palabras alusivas a su obra se las escuché a Juan Bullitta en aquellas sesiones
cineclubísticas del Ministerio de Trabajo.
La
primera vez que escuché a Juan fue en la presentación de Fahrenheit 451. Habló de un cineasta que amaba los libros, apreciaba
el mundo infantil y era un apasionado del cine. Juan habló de Francois Truffaut
y me hizo un regalo para toda la vida, como más tarde, Fico de Cárdenas me
regalaría, con la información erudita de sus críticas, a Joseph Conrad, a
propósito de la notable puesta en escena de Los Duelistas a cargo de Ridley Scott.
A partir
de la charla de Juan, y de la visión de Fahrenheit
451, inicié una búsqueda
interminable de las películas de Truffaut, de los libros dedicados a su vida y
a su obra, de los artículos en revistas especializadas que hablaran del
cineasta francés, y tengo una pequeñísima filmación casera que me hizo mi amigo
Hernán Rivera en la tumba del cineasta bien amado (como lo llamó, Fico, en un
artículo), allá en París, en el cementerio de Montmartre. Amé su obra. Amo su obra y es para mí, junto
con Clint Eastwood, John Ford, Howard Hawks, Jean-Pierre Melville y Sam
Peckimpah, uno de los más grandes directores de la historia del cine.
VIII.
Conservo
en mi memoria esa vieja canción mexicana que oscila entre la lucidez y la
melancolía: A dónde irá veloz y fatigada
/ la golondrina que de aquí se va, / a dónde irá, / buscando abrigo y no lo
encontrará. Cuántas veces he leído el viejo texto de Carlos Heredero sobre
Sam Peckinpah y sé perfectamente dónde está esa frase en la que menciona esta
canción que, como dice el mismo autor, expresa toda la inaprensible
transitoriedad de las vidas de Pike Bishop y sus compañeros, la simpatía que
inspiran entre los marginales y los habitantes del fronterizo pueblo donde
recalan en su huída final y la universalidad de su drama: Junto a mi pecho le pondría yo su nido / en donde pueda la estación
pasar, / también estoy yo en la región perdida / Oh cielo santo y sin poder
volar. Y mientras recuerdo la melodía, las imágenes de los viejos amigos de
La Pandilla Salvaje cobran vida:
intercambian miradas, alistan sus armas, se ponen de pie y empiezan a caminar
juntos, uno al lado de los otros, sin palabras. Sí, van a llevar a cabo hasta
las últimas consecuencias la decisión tomada: morirán en aras de la libertad
del amigo, morirán fieles a la ley de la frontera.
La
amistad es un tema recurrente en el western. Y pagando tributo a ella muchos
valientes han expuesto sus vidas. Peckinpah tomó como pretexto temático la
amistad para construir una obra grandiosa: Pistoleros
al Atardecer, Juramento de Venganza, Billy The Kid y La Pandilla Salvaje.
Diez años atrás, en 1959, los héroes de Peckinpah aún no habían llegado al
crepúsculo de sus vidas. Los héroes puros y generosos del western clásico aún
cabalgaban por la pradera o los desiertos rocosos. La leyenda, más hermosa que
la realidad, era impresa y propalada a los cuatro vientos. John Wayne, el
vaquero por antonomasia, no pedía ayuda para hacer justicia y liberar al pueblo
de los matones de turno. Él daba el ejemplo y el resto lo seguía. Un viejo
cascarrabias, un joven pistolero impulsivo, el comisario amigo caído en las
garras del alcohol y una bella mujer de armas tomar eran sus compañeros en el
combate de turno en esa obra maestra del género que fue Río Bravo.
Entre el
cineclub y el vídeo, y con raras excepciones en la cartelera comercial,
recorrimos buena parte de la historia del cine. Las reuniones entre amigos eran
para comentar los hallazgos cinéfilos, los atractivos de las mujeres del
celuloide, los momentos mágicos de las películas. Un viejo amigo solía decir
que los juegos seductores de La Rodilla
de Clara habían alimentado su vida amorosa y que los afectos que ahora él
experimentaba enriquecían a su vez la opinión excelente que tenía del film. La
vida nos ha llevado por diferentes rumbos, pero cada vez que veo el film, cada
vez que gozo con sus imágenes y sus abundantes diálogos, me trae a la memoria
aquellos años en que la felicidad la vivíamos a veinticuatro imágenes por segundo.
Y si alguien
desea saber de un momento mágico en el film de Rohmer, pues hay que detenerse
en aquella escena en el que Jerome trata de consolar a Claire. Él le ofrece su
pañuelo. Ella continúa llorando, pero el plano de Rohmer es lo suficientemente
abierto como para observar las piernas de Claire. Jerome la observa con
atención. Me pregunto por qué no la abraza, pero súbitamente, él se acerca a
ella y le acaricia la rodilla, el objeto que resume su idea de posesión, una
suerte, al decir de algunos críticos, de
sublimación del deseo.
Tenía
enormes ganas de escribir sobre Jules et
Jim o sobre alguna de las películas de la serie de Antoine Doinel que
protagonizó Jean-Pierre Leaud, alter-ego de Truffaut, pero, de pronto, las
atmósferas gris azuladas de un viejo policial francés, se me cruzaron en el
camino. Sí, aún lo puedo ver caminando solitario, silencioso, con pasos felinos
y austeridad en los gestos. Cuando ejecuta a sus enemigos lo hace de una manera
fría y eficaz. Sería un samurai, si no fuera porque usa eficazmente un arma de
fuego. El film, por ello, se llama El
Samurai (1967) y cuenta con la impecable actuación de Alain Delon. La
película tiene aires westernianos, pero el campo de acción del pistolero de
movimientos minimalistas, es la jungla de asfalto que puso en escena con mano
maestra, Jean Pierre Melville.
IX.
El cine
fue durante mi infancia y juventud una suerte de refugio para mí. Las
obligaciones escolares, las presiones académicas, las angustias y tristezas de
la vida cotidiana sólo se aliviaban en la oscuridad de una sala
cinematográfica, viviendo y compartiendo los avatares de los protagonistas.
Estos viajes imaginarios nos pusieron en contacto con otros mundos, con otras
sociedades y fueron un acicate para el aprendizaje. Los libros fueron un
excelente complemento para comprender mejor los filmes y amarlos más. Las
películas de corte histórico me incitaban a buscar datos y referencias del
período y personajes abordados. Por ello, nunca me faltaron los libros y
enciclopedias de la historia universal.
La
información sobre la película misma y los actores era prácticamente
inexistente, salvo por las revistas de chismes que conocí en mi infancia y
adolescencia allá por los sesenta. Me refiero a la revista chilena Ecran, que también tenía sus listas de
los mejores filmes de la historia y, cómo no, los mejores besos del cine. De
esa selección recuerdo una fotografía de Elizabeth Taylor y Richard Burton en Cleopatra (1963, Joseph Mankiewicz) que me turbaba de manera especial y cuya
pasión trascendía la imagen misma y me invitaba a verla una y otra vez. La otra
revista que cayó en mis manos en esos años fue Cine Avance, cuya mejor parte era la historia gráfica del film, en
fotografías en blanco y negro. Si la memoria no me es infiel, uno de los
números incluyó la historia de Lord Jim
(1965, Richard Brooks), basada en la novela de Conrad. Recién en los
ochenta apreciaría la novela, y el film,
en los noventa (gracias a la televisión por cable).
La música
fue otra fuente de gozo en mi infancia y adolescencia. La música mexicana, los
boleros de la Sonora Matancera, la Nueva Ola y un 45 rpm que tenía en el lado A
She Loves You y I´ll get You en el B, fueron mis favoritos allá por los sesenta. El
rock entró en mi vida gracias a los sonidos instrumentales de The Ventures,
aunque The Beatles ya había hecho acto de presencia en mi corta vida a través
del film de Richard Lester Yeah, Yeah,
Yeah (A Hard Day´s Night, 1964).
X.
Una
mañana de domingo de fines de los setenta, la visión de un film imprimió un
giro esencial a mi vida. En el cine Country, gracias a Hablemos de Cine, se pre estrenaba El Último Rock (The Last Waltz, 1978), film musical dirigido por
Martin Scorsese. Lo que allí vi lo he escrito y contado en varias ocasiones. En
esta ocasión sólo diré que la hermosa conjunción de la música y la imagen hace
que esta película, se convierta en una de mis predilectas de todos los tiempos.
Así pues, en el período que va de 1975 a 1989, mi película favorita es El Último Rock. Toro Salvaje es, quizás, la mejor película de Scorsese, pero si
hablamos de favoritas y tengo que mencionar sólo una, pues me quedo con El Último Rock.
Diré, de
paso, que al proponerme escribir sobre mis películas favoritas he pensado en
una situación hipotética como la siguiente: debo irme a una isla desierta y
sólo puedo llevarme cuatro películas por cada uno de los períodos delimitados
por José Carlos. Tal situación me lleva a escoger a aquellas películas que, hoy
por hoy, fomentan mi gozo y me hacen pensar que podría verlas incansablemente
una y otra vez. He visto El Último Rock
más de cincuenta veces y siempre hay motivos para seguir hablando de ella. Toda
una bella obra maestra.
Cuando
estrenaron Apocalypse Now (1979, Francis
Ford Coppola), ya había leído El
Corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad. Ya había descendido a los
infiernos con el escritor polaco, y había entrado en contacto literario con el
horror. El film de Coppola era una adaptación inteligente y brillante de la
obra de Conrad y, sabiamente, trasladó el horror de la selva africana a la
agreste jungla vietnamita, en la época de la invasión americana. Las imágenes,
como alguna vez señalé, tenían una extraña mezcla de horror y belleza que nunca
dejaron de impactarme. La banda sonora, inolvidable. La versión que años
después se estrenó, Apocalypse Now Redux,
es, sin embargo, inobjetablemente mejor.
Ya lo
dije anteriormente, Truffaut es mi cineasta predilecto. Sus filmes los he visto
una y otra vez y, siempre estoy preguntándome cuál es el mejor: ¿El Niño Salvaje, Las dos inglesas y el continente, Jules et Jim, El hombre que
amaba a las mujeres, La Historia de
Adele Hugo, La Sirena del Mississipi,
La mujer de al lado, Los cuatrocientos golpes? Todas ellas
podrían figurar como mejores en cada uno de los correspondientes períodos de la
Historia del Cine, sin embargo, es la historia de amor loco que viven Gerard
Depardieu y Fanny Ardant, la que siempre me ha tocado el corazón de manera
especial. El desmayo de Mathilde (Fanny Ardant) luego del abrazo y el beso de
Bernard (Depardieu) permanece grabado aún en nuestras retinas, como también son
inolvidables aquellas otras escenas en las que Mathilde recorre con la vista la
cama matrimonial en desorden de Bernard o aquella otra en la que a Mathilde se
le descose el vestido y ella disimula el incidente con una sonrisa y una venia
graciosa. Pero es el final, inevitable, duro, hermoso el que nos roba
plenamente el corazón.
Los
azarosos caminos del amor es también uno de los temas abordados por Eric Rohmer
en su serie Comedias y Proverbios,
de la que Pauline en la Playa forma
parte. Al igual que en la obra de Truffaut, tuvimos muchas dudas al hacer la
selección, pero decidimos quedarnos con Pauline y su galería de personajes
sencillos y espontáneos que juegan al amor: se enamoran, se atraen, se alejan,
se angustian, se vuelven a enamorar. Muchos diálogos y unas imágenes que
muestran el gozo del cineasta al filmar los cuerpos y los rostros de sus
encantadoras actrices.
La
llegada de los noventa trajo la consagración como director de Clint Eastwood.
En los setenta muy pocos apostaban por un futuro digno del actor que encarnara
al personaje mítico de Sergio Leone –el Manco o el Rubio, como solían
llamarlo- y que, poco después, encarnando
a Harry el Sucio, bajo los auspicios
de su mentor, Donald Siegel, intentara
convertir la jungla citadina en un nuevo Far West. Pero, Clint, tenía otros
planes, y muy pocos se dieron cuenta a tiempo de sus verdaderas intenciones. De
pronto, el actor inexpresivo y sin otro talento que la rapidez al desenfundar, luego
de unos titubeos iniciales detrás la cámara (que ahora han sido revalorados),
mostró al mundo entero que bajo el atuendo del pistolero había empezado a acumular experiencias e
impresiones con las que luego nutriría su rico imaginario cinematográfico.
Efectivamente,
en los ochenta, Clint Eastwood empezó a perfilar su personalidad como director,
siendo El Jinete Pálido, una suerte
de nuevo Shane, su punto más alto. En los noventa, y ya en el nuevo siglo,
Clint Eastwood, con su visión dura y crítica sobre la Norteamérica en la que
vive, su solidaridad y reivindicación de los personajes marginales o
fronterizos que pueblan sus films, el lirismo acentuado de sus películas vía la
exposición descarnada y abierta de sus personajes enfrentados al poder o a sus
limitaciones, el dominio y total control sobre la puesta en escena que le
permite llegar a amplios sectores de espectadores vía narraciones apasionantes
que se nutren del clasicismo de los grandes maestros del pasado, recibió con
toda justicia el reconocimiento de la industria cinematográfica en pleno y
también de críticos y espectadores. Mis cuatro films favoritos desde inicios de
los noventa a la fecha han sido dirigidos por Eastwood: Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), Río Místico (Mistic River, 2003),
Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006) y Million Dollar Baby
(2004).
Seguramente
se me reprochará el haber dejado de lado a grandes cineastas del pasado y del
presente: Akira Kurosawa, Orson Welles, Abbas Kiarostami, Wong Kar Wai, Luis
Buñuel, Manoel de Oliveira y otros más. Con todo lo que me gusta la obra de
estos maestros, ninguna de ellas me ha hecho tan feliz como El último Rock de Scorsese, las
cabalgatas de los pistoleros de Peckinpah, Hawks y Ford, las mujeres y los juegos
del amor de los personajes de Rohmer y Truffaut y el apasionante quehacer
cinematográfico del viejo Eastwood. Me han pedido que mencione mis películas
favoritas, pues he querido hablar extensamente de ellas y de mi encuentro con
ellas.
Ya no
suelo ir al cine. Prefiero quedarme en casa leyendo o escuchando música. De vez
en cuando me animo a poner un DVD en el equipo, y en los últimos tiempos he
vuelto a mirar los viejos films clásicos. La otra noche me embarqué con Errol
Flynn en su apasionante aventura marinera y mi gozo fue tal que en cierto
momento me imaginé que otra vez estaba en la sala oscura del hermoso, aunque
ahora inexistente, cine Grau de Talara, comiendo mi chocolate Sublime, con la
piel de gallina, el corazón latiendo fuertemente y dispuesto incondicionalmente
a formar parte de la hermandad pirata
del Capitán Blood.
XI.
Resumiendo,
y de acuerdo a los períodos cinematográficos escogidos, la siguiente es, por
ahora (como bien dice Ricardo Bedoya) mi lista de películas favoritas:
1. Etapa
Silente
La Quimera del oro (The Gold Rush, Charles
Chaplin)
La
General (The General, Buster keaton)
Pimpollos
Rotos (Broken Blossoms, David W. Griffith)
El Último (Der Letzte Mann, F.W. Murnau)
2. Inicios
del sonoro hasta el fin de la era clásica (hasta 1958)
Centauros
del Desierto (The Searchers, John Ford)
Pasión de los Fuertes (My Darling
Clementine, John Ford)
Vértigo
(Vertigo, Alfred Hitchcock)
Eva al
Desnudo (All about Eve, Joseph Mankiewicz)
3. El
Nuevo Hollywood, el cine moderno y otras tendencias (1959 – 1974)
La
Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah)
Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks)
La Rodilla de Clara (Le Genou de Claire,
Eric Rohmer)
El Samurai (Le samourai, Jean-Pierre Melville)
4. Nueva
Hegemonía de Hollywood y derivaciones del cine moderno (1975-1989)
El
Último Rock (The Last Waltz, Martin Scorsese)
Apocalypse
Now (Apocalypse Now, Francis Ford Coppola)
La Mujer de al Lado (La femme d’à côté,
Francois Truffaut)
Pauline en la Playa (Pauline à la plage,
Eric Rohmer)
5. Transición
al cine digital y su respectiva consolidación (1990 – hoy)
Los
Imperdonables (Unforgiven, Clint Eastwood)
Río
Místico (Mystic River, Clint Eastwood)
Cartas
desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, Clint Eastwood)
Million
Dollar Baby (Million Dollar Baby, Clint Eastwood)
Hubiera querido que estén: Acorazado Potemkin (1925, Bronenósets
Potiomkin, Serguéi M. Eisenstein),
Una Eva y dos Adanes (1959,
Some Like It Hot, Billy Wilder), El
Hombre que Mató a Liberty Valance (1962, The Man Who Shot Liberty Valance,
John Ford), Río Rojo (1948, Howard
Hawks), París, Texas (Paris, Texas,
1984, Wim Wenders), En el Transcurso del
Tiempo (1975, Im Lauf
der Zeit, Wim Wenders), Blade Runner (1982, Blade Runner, Ridley Scott), Toro Salvaje (1980, Raging Bull, Martin
Scorsese), El Hombre que sería Rey (1975,
The Man Who WouldBe King, John Huston), Los Muertos (1987, The Dead, John
Huston), Billy The Kid (1973,
Pat Garrett and Billy The Kid, Sam Peckimpah), Juramento de Venganza (1965,
Major Dundee, Sam Peckinpah), Pistoleros al atardecer (1962, Ride High Country,
Sam Peckinpah), Kagemusha (1980,
Akira Kurosawa), Ran (1985,
Akira Kurosawa) …buena parte de la obra de John Ford, toda la obra de Francois
Truffaut (salvo, Una Chica
Linda como Yo), Jean Pierre Melville y Clint Eastwood (desde El Fugitivo Josey Wales)….y, por
supuesto, Los Hijos de Katie Elder (1965,
Sons of Katie Elder, Henry Hathaway).
Lima, 16
de diciembre de 2012
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