30/4/14

RETORNO AL PASADO: MIS PELÍCULAS FAVORITAS



Escribe: Rogelio Llanos Q.

I.          

Cada cierto tiempo, los críticos y cinéfilos de diferentes partes del mundo elaboran listas de películas cuyos títulos son reunidos bajo consideraciones que tienen que ver con su excelencia, su aporte al arte cinematográfico, su trascendencia o simplemente bajo aquella categoría –subjetiva y que encierra pasión y no poca incomodidad a la hora de construirla- que se sintetiza en la frase “las mejores películas de tal sitio o tal período o de toda la historia del cine”.

Cuando era joven me gustaba mucho participar en la elaboración de estas listas. Recuerdo los viejos números de Hablemos de Cine en los que al final de cada ejemplar se indicaban los últimos estrenos y se calificaba cada uno de ellos  con un número, siendo el cinco la máxima puntuación. Era lo primero que leía de la revista, y, ciertamente, cuánto me alegraba coincidir en opinión y puntaje con los que en esa etapa de mi vida fueron una suerte de héroes para mí: Chacho León, Fico de Cárdenas, Juan Bullitta, Nelson García; pero, también, cuánta decepción sentía cuando aquellas películas que yo disfrutaba no eran del agrado de los críticos admirados.

Uno de los grandes films que disfruté en mi infancia fue Los Hijos de Katie Elder. Todo en él era energía, vitalidad, épica. Este film me confirmaba que los héroes existían y el mayor de ellos era John Wayne. Imposible olvidar esos planos que lo muestran disparando con las dos manos, su rostro congestionado por el dolor y la ira ante el asesinato de su hermano. Sí, imposible borrar de mi mente esa imagen épica del cowboy solitario que asiste al funeral de su madre desde lo alto de una colina. Henry Hathaway y Hall Wallis sabían cómo emocionarnos, y esos planos de los jinetes cabalgando juntos, teniendo como soporte musical la partitura de Elmer Bernstein, llenaron de bellos trazos nuestro imaginario infantil.


II.

Creo que fue por ese cinco justiciero con el que Fico de Cárdenas calificó el film de Hathaway, que mi admiración por el crítico - al que sigo leyendo con mucho afecto cada domingo en La República- se elevó hasta las nubes. Como también fue ese cinco desafiante que Nelson García le puso a El Final de un Canalla, un western magistral de Joseph Mankiewicz, el que despertó mi interés en conocer al entonces cineasta en ciernes, que no dudaba en contar grandes tramos de la película en su comentario, si con ello recreaba fielmente los momentos del film que le habían impactado, desmenuzándolos, detallándolos, recreándose en ellos. Años después,  tuvimos una extensa y estupenda conversación mientras caminamos a lo largo de las calles del centro de Lima, luego de una de las tantas gloriosas noches cineclubísticas. Y con esa charla, en la que descubrimos nuestro amor por el cine y compartimos los recuerdos del Lobitos de nuestra infancia y adolescencia en donde habitaron amigas comunes, inauguramos una amistad entrañable que dura hasta hoy.

Pero, también ocurrieron situaciones tales en las que la discrepancia de opiniones era tremenda. Z, el film ‘político’ de Costa Gavras, motivó en mí una pequeña crisis. A comienzos de los setenta, empezaba yo a mirar con simpatía las revueltas juveniles, el enfrentamiento a los poderes establecidos, la lucha por una sociedad más justa. A mis casi dieciséis años, Z, que concluía –si mal no recuerdo- con la caída en desgracia de los abusivos y explotadores jerarcas griegos, era una suerte de éxtasis para mi pequeña rebeldía juvenil que se satisfacía con la derrota y el castigo de aquellos que alguna vez fueron poderosos e hicieron mal uso de sus privilegios.

Pues,  Juan Bullitta y Nelson García calificaban con un contundente cero aquella película que,  en el pasado reciente, había sido aplaudida de pie una y otra vez por los espectadores entusiasmados –yo entre ellos- por unas imágenes que canalizaban con suma facilidad su emoción social y  que abarrotaron las instalaciones del antiguo cine Ideal de Trujillo, a donde asistí movido por los comentarios elogiosos de algunos amigos que ya la habían visto días atrás. Pero lo que más me desconcertaba era que el resto de críticos de Hablemos… casi coincidía, en números, en su apreciación del film: era totalmente prescindible, malo para resumirlo de manera inobjetable en una palabra. Tendrían que pasar algunos años y muchas películas más para que yo llegara a coincidir si no en ese cero absolutamente descalificador, sí en un uno que al menos reconocía cierto oficio del director en el manejo de las imágenes y en el de la oportunidad.

Al momento de su estreno, El Padrino, el célebre film de Francis Ford Coppola,  también fue motivo de un fuerte encontronazo con mis críticos admirados, especialmente con Ricardo Bedoya, crítico al que considero –junto con Emilio Bustamante- uno de los más talentosos del medio y, quizás, del continente. Y que lluevan sobre mí los denuestos. Pues bien, el gran fresco sobre los Corleone, que me impactó sobremanera en el momento de su estreno, fue despreciado a la hora de las comentarios y de las listas y calificaciones por mis héroes de la pluma: la sobrevalorada Naranja Mecánica les parecía mejor que El Padrino que acumuló unos al por mayor, con la salvedad de Chacho León que tímidamente le puso dos.

Todavía recuerdo aquella tarde en que llevé mi ejemplar de Hablemos de Cine (el No. 65) a la universidad para leerlo en mis ratos libres, mientras esperaba el inicio de mi clase de Física I en el pabellón de Minas. Empezó la clase y yo seguía desconcertado por la pobre recepción del film por parte de la crítica peruana. No entendí lo que el profesor de Física explicó en la clase (pero, que conste que si sufrí para aprobar el curso no fue porque el cine distrajo mi atención, sino porque el ingeniero que fungía de profesor era un inepto total). Mi mente trataba de asimilar el comentario de Ricardo, rico en referencias cinematográficas a las que acudía para concluir tajantemente que El Padrino era puro fuego artificial. O sea, yo lo que había visto era otra película, y mis criterios carecían de validez alguna porque hasta ese momento no había visto aquellos dos filmes de Howard Hawks que lo elevaban a la estatura de maestro: Scarface (1932) y El Sueño Eterno (The Big Sleep, 1946). Y esos unos, que yo consideraba injustos, en ‘Nuestra Opinión en Números’, laceraban mi alma. Había amado el film desde sus primeras imágenes, y resultaba que no valía nada.  Yo que quería escribir cinco al costadito de los números de mis héroes, arrugué y cobardemente le puse tres.

III.

Ya para entonces tenía yo un cuaderno escolar escrito con mi mejor letra en la que anotaba todas las películas que veía. Más adelante me di el trabajo de re escribir todos los títulos en un cuaderno espiralado, tamaño A4 y cuadriculado para que alcanzaran los nombres de todas las películas que ya había visto y con la esperanza de que hubiera aún suficiente espacio para los muchos títulos que vería en los próximos años. Este hábito lo copié de mi hermano Víctor, cuando vivimos juntos en una pensión de Trujillo, ciudad donde estudié mi secundaria.

Un día descubrí entre sus cosas un cuaderno de tapa gris, de esos que regalaba la International Petroleum Co. en la antigua Talara, donde transcurrió mi niñez. Allí figuraban los títulos de muchas películas que él había visto. Eran sólo títulos, escritos a vuelapluma. En la lista que yo empecé a elaborar incluí los nombres de los actores y, años después, ya en Lima, luego de haber descubierto la revista chilena Primer Plano (que la compré entusiasmado porque en la portada había una mujer mostrando el torso desnudo) y la peruana, Hablemos de Cine, enriquecí la lista anotando también el nombre del director.

Así pues, elaboré con todo el cariño del mundo la lista de películas vistas a la que con todo gusto podría haberla titulado, tomando prestado el título del libro del cineasta bien amado, Francois Truffaut, Las Películas de mi Vida. Al costado de ellas empecé a escribir el numerito que permitía saber si eran de mi predilección o si eran motivo de mi mayor desprecio. Porque, todo hay que decirlo, a mi manera, y desde niño fui bastante exigente con lo que veía. Mis criterios, por cierto, eran cuestionables, pero me servían para aplicar el famoso numerito o para llamar la atención. Siendo adolescente, en los años que viví en Trujillo, las amigas que vivían en la misma pensión que yo solían decirme: “¿Para qué vas al cine si nada te gusta?”. El patrón con el que comparaba todas las películas que veía eran los westerns como Los Hijos de Katie Elder, Juramento de Venganza (Major Dundee), El Gran Combate (The Glory Guys), las películas de los gladiadores, los filmes de capa y espada y de piratas que protagonizaban Burt Lancaster, Gregory Peck, Errol Flynn, es decir, mucho del cine clásico de aventuras, pero también algunas comedias como La Carrera del Siglo, Los Intrépidos Hombres en sus Máquinas Voladoras, La Fiesta Inolvidable o El Mundo está Loco, Loco, Loco, etc., donde el humor se mezclaba con la acción incesante.

Mucho tiempo después, y gracias a los cineclubes, tuve la oportunidad –ya en Lima- de ver cine europeo y latinoamericano. Conocí a Howard Hawks y a Francois Truffaut, descubrí a a John Ford y a Sam Peckinpah. Caí bajo el hechizo del cine de Akira Kurosawa y el de Yasujiro Ozu. Eric Rohmer fue un delicioso desafío. Me entusiasmé con los documentales de Santiago Álvarez. Amé de manera retrospectiva a Stan Laurel y Oliver Hardy. Y los Hermanos Marx alegraron mi primera juventud.

Y, entonces, miré los numeritos que había puesto en mi cuaderno espiralado y sentí un poquito de vergüenza ante mis injustas calificaciones. Sentía que sobre algunos de los filmes que había gozado en el pasado, era preferible tender el manto del olvido y, en cambio,  otros que me parecieron tontos, a pesar de que los disfruté a rabiar en su momento, como Un Loco con Suerte o El Profesor Chiflado, ahora, tras la lectura luminosa de En el Universo Lewisiano (gracias, Chacho), adquirían un enorme valor cinematográfico.  Re escribí todos los títulos y los créditos que ahora los acompañaban, en un cuaderno nuevo…pero, cauteloso y cobardón,  ya no puse numerito alguno. Y es que, además, la controversia producida con El Padrino hizo que cuestionara mis gustos y mis opiniones.

IV.

Ahora tengo mi lista en MS Excel y la actualizo de vez en cuando: título, año, director y nombre de los actores. Se me quitaron las ganas de hacerla más completa (incluso tenía campos para director de fotografía, música, etc.) cuando apareció el Internet y la base de datos IMDb, pues allí está todo o casi todo, con críticas y estrellitas incluidas. Mi lista, que alcanza sólo alrededor de cinco mil y pico de películas (casi ciento diez películas por año, antes llegaba a casi ciento cincuenta, y eso es poco…y si no pregúntenle a Chacho) la actualizo muy de vez en cuando y sólo para llevar, con cierta nostalgia (por los años y aventuras vividas), la cuenta de las películas vistas, pero ya no me causa placer alguno efectuar el registro frío de nombres y datos que bien pueden ser encontrados en esa biblioteca interminable que es Internet. Basta con poner el nombre del film y se nos revela, con pelos y señales, todo lo que el espectador, el crítico y el coleccionista desean saber. Pero, no olvidaré que hubo un tiempo en que la búsqueda de información sobre una película fue toda una aventura vivida buceando en viejas bibliotecas, en medio de libros, periódicos y revistas antiquísimos que solía revisar con la avidez y ambición del buscador de tesoros.

Por ello, cuando José Carlos Cabrejos, el responsable de la edición de Ventana Indiscreta me invitó gentilmente a participar en el siguiente número de la revista mediante mi selección de filmes favoritos, no compartí el entusiasmo de los jóvenes críticos de cine y de los amigos que, a pesar de los años, conservan, de manera envidiable, un espíritu cinéfilo juvenil que los lleva a participar en aquellas actividades y tareas que suelen ser la rutina atractiva y estimulante del viejo amante de las imágenes cinematográficas.

Me he vuelto ermitaño y perezoso. Ya no reviso la cartelera,  y ya no tengo pena ni me deprimo cuando algún film con un director o actriz aún apreciados se nos pasa sin que le hayamos prestado atención alguna. Hace unos meses me encontré en las inmediaciones de Metro de San Miguel con Ricardo Bedoya y Xenia, su esposa. Intercambiamos un saludo rápido y les pregunté a dónde iban. “Vamos a ver la de Tim Burton”. “Ahhh, ya”, les respondí aparentando saber de qué película se trataba. Probablemente ellos pensaron que si yo andaba por allí era porque también me dirigía a Cinemark, y claro está, a ver el film de Burton. Pero no, ni siquiera sabía que había un film de este apreciado director en cartelera. “Conseguiré el DVD y me pondré al día”, me dije, intentando darme ánimos. Los vi caminar juntos y de prisa en dirección al cine, y me llené de una profunda tristeza. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella vez en que apenas terminada la primera función de El Sur, me dirigí a la boletería para comprar las entradas para la segunda función?

V.

La vida era el cine. Y yo, muchos años atrás, vivía para ir cada tarde al encuentro de las imágenes, con la esperanza de encontrar allí felicidad. Y fui feliz viendo como se recortaba la imagen sobre la nieve de ese personaje que adornaba su rostro de mirada profunda con un pequeño bigotito, que usaba pantalones bombachos, tremendos zapatones y un inolvidable sombrero hongo en La Quimera del Oro (The Gold Rush, Charles Chaplin, 1925), film del que recuerdo con placer la escena de los zapatos usados como comida o la danza de los tenedores y los panecillos. Y fui feliz, y reí a mandíbula batiente viendo las aventuras y desventuras de Buster Keaton, empeñado en rescatar a su amada y a su locomotora en La General (1925). El humor desbordando cada plano, cada secuencia, en un film donde las palabras estaban demás.

No hay libro de historia del cine que deje de mencionar el aporte monumental al lenguaje de las imágenes de David Wark Griffith. El Nacimiento de una Nación (Birth of a Nation, 1914) ha sido estudiada hasta el hartazgo y fue, en su momento, todo un acontecimiento. Sin embargo, siempre sentí una gran decepción por su loa abierta y grosera al Klu Klux Klan. Pero Griffith, qué duda cabe era talentoso y, además, contradictorio. Pimpollos rotos (Broken Blossoms, 1919) es un film, en cambio, que nos enternece y nos entusiasma: trabaja en el montaje en paralelo, y exhibe una estructura narrativa muy cuidada en un melodrama que denuncia el racismo y la intolerancia. También fui feliz con esta película de Griffith. Y me emocioné con el drama social de F.W. Murnau, El Último (Der Letzte Mann, 1924), solidarizándome con el viejo portero del hotel que, por sus años y sus manías, es despedido de su trabajo y reemplazado por un joven. El viejo tiene, entonces, que robar su antiguo uniforme de trabajo para asistir a la boda de su hija. Eran los tiempos en que la voz no existía y el gesto, la actitud, los movimientos corporales nos revelaban las alegrías y los conflictos que vivían los personajes.

VI.

Cuánto hubiera querido ver en el cine, en pantalla grande, Centauros del Desierto (The Searchers, 1956) y Pasión de los Fuertes (My Darling Clementine, 1946), ambos westerns de John Ford. Pero yo nací el ’55 y, seguro que al momento de su estreno las calificaron para mayores de dieciséis años. Creo que nunca las re estrenaron, así que gracias al VHS y, luego, en mejor definición, en DVD, he podido disfrutar una y otra vez de ellos. Nunca dejo de sentir melancolía al ver la imagen final de Wayne en el marco de la puerta, solitario, excluido de las dulzuras familiares en Centauros …. Nunca dejo de enternecerme al ver los pequeños gestos y miradas de amor de Martha (Dorothy Jordan) hacia John Wayne. Y cómo se agita el corazón cuando Wayne encuentra a la sobrina raptada por los indios y los sentimientos de cólera racista dan paso a los afectos, al amor. Y todo ello reflejado en el rostro y los gestos de uno de los más grandes actores del cine clásico.

El viejo gruñón que solía definirse como un hombre que sólo sabía hacer películas del Oeste, sí, el inigualable John Ford, se llevó a la tumba los secretos de la magia westerniana: el armonioso equilibrio de la acción violenta y los momentos de paz en aquellos grupos humanos que empezaban a transitar de la vida primitiva a la civilización. John Ford sabía captar las delicias de la vida cotidiana en el viejo Oeste. Miren si no a Henry Fonda, en Pasión de los Fuertes, balanceándose en una silla en el porche de la casa, viendo pasar la vida; observen al mismo Fonda con qué elegancia baila con Clementine; presten atención al mejor Wyatt Earp de la historia del cine ante la tumba del hermano. Serenidad, esperanza, lirismo en un film inolvidable.

¿A dónde nos puede conducir el amor? ¿A qué profundidades abismales lo llevó al pobre Scottie (James Stewart) que se enamoró perdidamente de Madeleine (Kim Novak) y cuyo hechizo lo hizo transitar por los predios de los afectos apasionados, las crisis obsesivas y la necrofilia misma? Nunca olvidaré el estado de turbación en el que caí luego de ver Vértigo (1958, Alfred Hitchcock). La carnalidad de Kim Novak fue por mucho tiempo un desafío a mi endeble ecuanimidad. Esta mujer fue - en palabras de Andrés Caicedo, el crítico, el escritor, el cinéfilo irredento – la ‘quimera dorada’, la aceptación de lo inalcanzable, el gozo que implica lo imposible (Kiss me Kim, Hablemos de Cine No. 69).

Y ¿a dónde nos puede llevar la admiración por una artista? ¿A qué recursos acudirá la fanática admiradora para estar a su lado, para saber lo que siente, para disfrutar de su éxito o, quizás, para intentar ser ella? Joseph Mankiewicz, el genial director de El Final de un Canalla y Juego Mortal, reunió a Ann Baxter y a Bette Davis en Eva al Desnudo (All about Eve, 1950) para explorar los entresijos de las relaciones entre los protagonistas (actores, guionistas y allegados) de una obra teatral.  Mankiewicz, como George Cuckor, aunque más frío y cerebral, nos llevó de paseo por las interioridades del universo femenino. Toda una delicia, ver el bello rostro angelical de Ann Baxter hundiéndole el puñal –en sentido figurado-  a su amiga y benefactora.

VII.

Eres un maldito, José Carlos: el período histórico que va de 1959 a 1974 está plagado de obras maestras, entrañables realizadas por cineastas que ocupan un sitial especial en nuestro Olimpo particular. Seleccionar sólo cuatro películas nos lleva a exclusiones dolorosas. Es como si a una reunión especial con fiesta y espectáculo incluidos se nos obligara a limitar el número de nuestros invitados.

Muchas de esas películas, por otra parte, nos abrieron las puertas a cinematografías y a mundos sorprendentes: Truffaut, Chabrol, Rohmer, Fellini, Visconti, Karel Reisz, Lindsay Anderson, sólo por mencionar algunos nombres que en su momento dieron origen a la Nueva Ola Francesa, el Neorrealismo Italiano o el Free Cinema Inglés. A ellos recién los descubro hacia fines de los setenta y las primeras palabras alusivas a su obra se las escuché a Juan Bullitta en aquellas sesiones cineclubísticas del Ministerio de Trabajo.

La primera vez que escuché a Juan fue en la presentación de Fahrenheit 451. Habló de un cineasta que amaba los libros, apreciaba el mundo infantil y era un apasionado del cine. Juan habló de Francois Truffaut y me hizo un regalo para toda la vida, como más tarde, Fico de Cárdenas me regalaría, con la información erudita de sus críticas, a Joseph Conrad, a propósito de la notable puesta en escena de Los Duelistas a cargo de Ridley Scott.

A partir de la charla de Juan, y de la visión de Fahrenheit 451,  inicié una búsqueda interminable de las películas de Truffaut, de los libros dedicados a su vida y a su obra, de los artículos en revistas especializadas que hablaran del cineasta francés, y tengo una pequeñísima filmación casera que me hizo mi amigo Hernán Rivera en la tumba del cineasta bien amado (como lo llamó, Fico, en un artículo), allá en París, en el cementerio de Montmartre.  Amé su obra. Amo su obra y es para mí, junto con Clint Eastwood, John Ford, Howard Hawks, Jean-Pierre Melville y Sam Peckimpah, uno de los más grandes directores de la historia del cine.

VIII.

Conservo en mi memoria esa vieja canción mexicana que oscila entre la lucidez y la melancolía: A dónde irá veloz y fatigada / la golondrina que de aquí se va, / a dónde irá, / buscando abrigo y no lo encontrará. Cuántas veces he leído el viejo texto de Carlos Heredero sobre Sam Peckinpah y sé perfectamente dónde está esa frase en la que menciona esta canción que, como dice el mismo autor, expresa toda la inaprensible transitoriedad de las vidas de Pike Bishop y sus compañeros, la simpatía que inspiran entre los marginales y los habitantes del fronterizo pueblo donde recalan en su huída final y la universalidad de su drama: Junto a mi pecho le pondría yo su nido / en donde pueda la estación pasar, / también estoy yo en la región perdida / Oh cielo santo y sin poder volar. Y mientras recuerdo la melodía, las imágenes de los viejos amigos de La Pandilla Salvaje cobran vida: intercambian miradas, alistan sus armas, se ponen de pie y empiezan a caminar juntos, uno al lado de los otros, sin palabras. Sí, van a llevar a cabo hasta las últimas consecuencias la decisión tomada: morirán en aras de la libertad del amigo, morirán fieles a la ley de la frontera.

La amistad es un tema recurrente en el western. Y pagando tributo a ella muchos valientes han expuesto sus vidas. Peckinpah tomó como pretexto temático la amistad para construir una obra grandiosa: Pistoleros al Atardecer, Juramento de Venganza, Billy The Kid y La Pandilla Salvaje. Diez años atrás, en 1959, los héroes de Peckinpah aún no habían llegado al crepúsculo de sus vidas. Los héroes puros y generosos del western clásico aún cabalgaban por la pradera o los desiertos rocosos. La leyenda, más hermosa que la realidad, era impresa y propalada a los cuatro vientos. John Wayne, el vaquero por antonomasia, no pedía ayuda para hacer justicia y liberar al pueblo de los matones de turno. Él daba el ejemplo y el resto lo seguía. Un viejo cascarrabias, un joven pistolero impulsivo, el comisario amigo caído en las garras del alcohol y una bella mujer de armas tomar eran sus compañeros en el combate de turno en esa obra maestra del género que fue Río Bravo.

Entre el cineclub y el vídeo, y con raras excepciones en la cartelera comercial, recorrimos buena parte de la historia del cine. Las reuniones entre amigos eran para comentar los hallazgos cinéfilos, los atractivos de las mujeres del celuloide, los momentos mágicos de las películas. Un viejo amigo solía decir que los juegos seductores de La Rodilla de Clara habían alimentado su vida amorosa y que los afectos que ahora él experimentaba enriquecían a su vez la opinión excelente que tenía del film. La vida nos ha llevado por diferentes rumbos, pero cada vez que veo el film, cada vez que gozo con sus imágenes y sus abundantes diálogos, me trae a la memoria aquellos años en que la felicidad la vivíamos a veinticuatro imágenes por segundo.

Y si alguien desea saber de un momento mágico en el film de Rohmer, pues hay que detenerse en aquella escena en el que Jerome trata de consolar a Claire. Él le ofrece su pañuelo. Ella continúa llorando, pero el plano de Rohmer es lo suficientemente abierto como para observar las piernas de Claire. Jerome la observa con atención. Me pregunto por qué no la abraza, pero súbitamente, él se acerca a ella y le acaricia la rodilla, el objeto que resume su idea de posesión, una suerte, al decir de algunos críticos,  de sublimación del deseo.

Tenía enormes ganas de escribir sobre Jules et Jim o sobre alguna de las películas de la serie de Antoine Doinel que protagonizó Jean-Pierre Leaud, alter-ego de Truffaut, pero, de pronto, las atmósferas gris azuladas de un viejo policial francés, se me cruzaron en el camino. Sí, aún lo puedo ver caminando solitario, silencioso, con pasos felinos y austeridad en los gestos. Cuando ejecuta a sus enemigos lo hace de una manera fría y eficaz. Sería un samurai, si no fuera porque usa eficazmente un arma de fuego. El film, por ello, se llama El Samurai (1967) y cuenta  con la impecable actuación de Alain Delon. La película tiene aires westernianos, pero el campo de acción del pistolero de movimientos minimalistas, es la jungla de asfalto que puso en escena con mano maestra, Jean Pierre Melville.

IX.

El cine fue durante mi infancia y juventud una suerte de refugio para mí. Las obligaciones escolares, las presiones académicas, las angustias y tristezas de la vida cotidiana sólo se aliviaban en la oscuridad de una sala cinematográfica, viviendo y compartiendo los avatares de los protagonistas. Estos viajes imaginarios nos pusieron en contacto con otros mundos, con otras sociedades y fueron un acicate para el aprendizaje. Los libros fueron un excelente complemento para comprender mejor los filmes y amarlos más. Las películas de corte histórico me incitaban a buscar datos y referencias del período y personajes abordados. Por ello, nunca me faltaron los libros y enciclopedias de la historia universal.

La información sobre la película misma y los actores era prácticamente inexistente, salvo por las revistas de chismes que conocí en mi infancia y adolescencia allá por los sesenta. Me refiero a la revista chilena Ecran, que también tenía sus listas de los mejores filmes de la historia y, cómo no, los mejores besos del cine. De esa selección recuerdo una fotografía de Elizabeth Taylor y Richard Burton en Cleopatra (1963, Joseph Mankiewicz) que me turbaba de manera especial y cuya pasión trascendía la imagen misma y me invitaba a verla una y otra vez. La otra revista que cayó en mis manos en esos años fue Cine Avance, cuya mejor parte era la historia gráfica del film, en fotografías en blanco y negro. Si la memoria no me es infiel, uno de los números incluyó la historia de Lord Jim (1965, Richard Brooks), basada en la novela de Conrad. Recién en los ochenta apreciaría  la novela, y el film, en los noventa (gracias a la televisión por cable).

La música fue otra fuente de gozo en mi infancia y adolescencia. La música mexicana, los boleros de la Sonora Matancera, la Nueva Ola y un 45 rpm que tenía en el lado A She Loves You y I´ll get You en el B, fueron mis favoritos allá por los sesenta. El rock entró en mi vida gracias a los sonidos instrumentales de The Ventures, aunque The Beatles ya había hecho acto de presencia en mi corta vida a través del film de Richard Lester Yeah, Yeah, Yeah (A Hard Day´s Night, 1964).

X.

Una mañana de domingo de fines de los setenta, la visión de un film imprimió un giro esencial a mi vida. En el cine Country, gracias a Hablemos de Cine, se pre estrenaba El Último Rock (The Last Waltz, 1978), film musical dirigido por Martin Scorsese. Lo que allí vi lo he escrito y contado en varias ocasiones. En esta ocasión sólo diré que la hermosa conjunción de la música y la imagen hace que esta película, se convierta en una de mis predilectas de todos los tiempos. Así pues, en el período que va de 1975 a 1989, mi película favorita es El Último Rock. Toro Salvaje es, quizás, la mejor película de Scorsese, pero si hablamos de favoritas y tengo que mencionar sólo una, pues me quedo con El Último Rock.

Diré, de paso, que al proponerme escribir sobre mis películas favoritas he pensado en una situación hipotética como la siguiente: debo irme a una isla desierta y sólo puedo llevarme cuatro películas por cada uno de los períodos delimitados por José Carlos. Tal situación me lleva a escoger a aquellas películas que, hoy por hoy, fomentan mi gozo y me hacen pensar que podría verlas incansablemente una y otra vez. He visto El Último Rock más de cincuenta veces y siempre hay motivos para seguir hablando de ella. Toda una bella obra maestra.

Cuando estrenaron Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola), ya había leído El Corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad. Ya había descendido a los infiernos con el escritor polaco, y había entrado en contacto literario con el horror. El film de Coppola era una adaptación inteligente y brillante de la obra de Conrad y, sabiamente, trasladó el horror de la selva africana a la agreste jungla vietnamita, en la época de la invasión americana. Las imágenes, como alguna vez señalé, tenían una extraña mezcla de horror y belleza que nunca dejaron de impactarme. La banda sonora, inolvidable. La versión que años después se estrenó, Apocalypse Now Redux, es, sin embargo, inobjetablemente mejor.

Ya lo dije anteriormente, Truffaut es mi cineasta predilecto. Sus filmes los he visto una y otra vez y, siempre estoy preguntándome cuál es el mejor: ¿El Niño Salvaje, Las dos inglesas y el continente, Jules et Jim, El hombre que amaba a las mujeres, La Historia de Adele Hugo, La Sirena del Mississipi, La mujer de al lado, Los cuatrocientos golpes? Todas ellas podrían figurar como mejores en cada uno de los correspondientes períodos de la Historia del Cine, sin embargo, es la historia de amor loco que viven Gerard Depardieu y Fanny Ardant, la que siempre me ha tocado el corazón de manera especial. El desmayo de Mathilde (Fanny Ardant) luego del abrazo y el beso de Bernard (Depardieu) permanece grabado aún en nuestras retinas, como también son inolvidables aquellas otras escenas en las que Mathilde recorre con la vista la cama matrimonial en desorden de Bernard o aquella otra en la que a Mathilde se le descose el vestido y ella disimula el incidente con una sonrisa y una venia graciosa. Pero es el final, inevitable, duro, hermoso el que nos roba plenamente el corazón.

Los azarosos caminos del amor es también uno de los temas abordados por Eric Rohmer en su serie Comedias y Proverbios, de la que Pauline en la Playa forma parte. Al igual que en la obra de Truffaut, tuvimos muchas dudas al hacer la selección, pero decidimos quedarnos con Pauline y su galería de personajes sencillos y espontáneos que juegan al amor: se enamoran, se atraen, se alejan, se angustian, se vuelven a enamorar. Muchos diálogos y unas imágenes que muestran el gozo del cineasta al filmar los cuerpos y los rostros de sus encantadoras actrices.

La llegada de los noventa trajo la consagración como director de Clint Eastwood. En los setenta muy pocos apostaban por un futuro digno del actor que encarnara al personaje mítico de Sergio Leone –el Manco o el Rubio, como solían llamarlo-  y que, poco después, encarnando a Harry el Sucio, bajo los auspicios de su mentor, Donald Siegel,  intentara convertir la jungla citadina en un nuevo Far West. Pero, Clint, tenía otros planes, y muy pocos se dieron cuenta a tiempo de sus verdaderas intenciones. De pronto, el actor inexpresivo y sin otro talento que la rapidez al desenfundar, luego de unos titubeos iniciales detrás la cámara (que ahora han sido revalorados), mostró al mundo entero que bajo el atuendo del pistolero  había empezado a acumular experiencias e impresiones con las que luego nutriría su rico imaginario cinematográfico.

Efectivamente, en los ochenta, Clint Eastwood empezó a perfilar su personalidad como director, siendo El Jinete Pálido, una suerte de nuevo Shane, su punto más alto. En los noventa, y ya en el nuevo siglo, Clint Eastwood, con su visión dura y crítica sobre la Norteamérica en la que vive, su solidaridad y reivindicación de los personajes marginales o fronterizos que pueblan sus films, el lirismo acentuado de sus películas vía la exposición descarnada y abierta de sus personajes enfrentados al poder o a sus limitaciones, el dominio y total control sobre la puesta en escena que le permite llegar a amplios sectores de espectadores vía narraciones apasionantes que se nutren del clasicismo de los grandes maestros del pasado, recibió con toda justicia el reconocimiento de la industria cinematográfica en pleno y también de críticos y espectadores. Mis cuatro films favoritos desde inicios de los noventa a la fecha han sido dirigidos por Eastwood: Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), Río Místico (Mistic River, 2003), Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006) y Million Dollar Baby (2004).

Seguramente se me reprochará el haber dejado de lado a grandes cineastas del pasado y del presente: Akira Kurosawa, Orson Welles, Abbas Kiarostami, Wong Kar Wai, Luis Buñuel, Manoel de Oliveira y otros más. Con todo lo que me gusta la obra de estos maestros, ninguna de ellas me ha hecho tan feliz como El último Rock de Scorsese, las cabalgatas de los pistoleros de Peckinpah, Hawks y Ford, las mujeres y los juegos del amor de los personajes de Rohmer y Truffaut y el apasionante quehacer cinematográfico del viejo Eastwood. Me han pedido que mencione mis películas favoritas, pues he querido hablar extensamente de ellas y de mi encuentro con ellas.

Ya no suelo ir al cine. Prefiero quedarme en casa leyendo o escuchando música. De vez en cuando me animo a poner un DVD en el equipo, y en los últimos tiempos he vuelto a mirar los viejos films clásicos. La otra noche me embarqué con Errol Flynn en su apasionante aventura marinera y mi gozo fue tal que en cierto momento me imaginé que otra vez estaba en la sala oscura del hermoso, aunque ahora inexistente, cine Grau de Talara, comiendo mi chocolate Sublime, con la piel de gallina, el corazón latiendo fuertemente y dispuesto incondicionalmente a formar parte de la hermandad pirata  del Capitán Blood.

XI.

Resumiendo, y de acuerdo a los períodos cinematográficos escogidos, la siguiente es, por ahora (como bien dice Ricardo Bedoya) mi lista de películas favoritas:

1.  Etapa Silente

La Quimera del oro (The Gold Rush, Charles Chaplin)
La General (The General, Buster keaton)
Pimpollos Rotos (Broken Blossoms, David W. Griffith)
El Último (Der Letzte Mann, F.W. Murnau)

2.  Inicios del sonoro hasta el fin de la era clásica (hasta 1958)

Centauros del Desierto (The Searchers, John Ford)
Pasión de los Fuertes (My Darling Clementine, John Ford)
Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock)
Eva al Desnudo (All about Eve, Joseph Mankiewicz)

3.  El Nuevo Hollywood, el cine moderno y otras tendencias (1959 – 1974)

La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah)
Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks)
La Rodilla de Clara (Le Genou de Claire, Eric Rohmer)
El Samurai (Le samourai, Jean-Pierre Melville)

4.  Nueva Hegemonía de Hollywood y derivaciones del cine moderno (1975-1989)

El Último Rock (The Last Waltz, Martin Scorsese)
Apocalypse Now (Apocalypse Now, Francis Ford Coppola)
La Mujer de al Lado (La femme d’à côté, Francois Truffaut)
Pauline en la Playa (Pauline à la plage, Eric Rohmer)

5.  Transición al cine digital y su respectiva consolidación (1990 – hoy)

Los Imperdonables (Unforgiven, Clint Eastwood)
Río Místico (Mystic River, Clint Eastwood)
Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, Clint Eastwood)
Million Dollar Baby (Million Dollar Baby, Clint Eastwood)

Hubiera querido que estén: Acorazado Potemkin (1925, Bronenósets Potiomkin, Serguéi M. Eisenstein),  Una Eva y dos Adanes (1959, Some Like It Hot, Billy Wilder), El Hombre que Mató a Liberty Valance (1962, The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford), Río Rojo (1948, Howard Hawks), París, Texas (Paris, Texas, 1984, Wim Wenders), En el Transcurso del Tiempo (1975, Im Lauf der Zeit, Wim Wenders), Blade Runner (1982, Blade Runner, Ridley Scott), Toro Salvaje (1980, Raging Bull, Martin Scorsese), El Hombre que sería Rey (1975, The Man Who WouldBe King, John Huston), Los Muertos (1987, The Dead, John Huston), Billy The Kid (1973, Pat Garrett and Billy The Kid, Sam Peckimpah), Juramento de Venganza (1965, Major Dundee, Sam Peckinpah), Pistoleros al atardecer (1962, Ride High Country, Sam Peckinpah), Kagemusha (1980, Akira Kurosawa), Ran (1985, Akira Kurosawa) …buena parte de la obra de John Ford, toda la obra de Francois Truffaut (salvo, Una Chica Linda como Yo), Jean Pierre Melville y Clint Eastwood (desde El Fugitivo Josey Wales)….y, por supuesto, Los Hijos de Katie Elder (1965, Sons of Katie Elder, Henry Hathaway).


Lima, 16 de diciembre de 2012    

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