Escribe: Rogelio Llanos Q.
Tendría
quizás siete u ocho años cuando ví Yeah,
Yeah, Yeah, título con que se exhibió en el Perú A Hard Day´s Night, el famoso film de Richard Lester sobre The
Beatles. Era por ese tiempo un niño llorón y engreído, que al resistirme
ir solo a la escuela, allá en la lejana Talara, mis padres dispusieron que me
acompañara el bueno de Juan.
Juan
es ahora un cocinero jubilado, que vive junto a su familia en la soleada Talara.
Pero en los años sesenta, el bondadoso Juan trabajaba en labores de cobranza
relacionadas con los negocios que papá tenía entre manos: venta de muebles y
del periódico La Industria de Piura. Tremendo loco era Juan en esa época.
Destrozó una bicicleta Monark, que era el orgullo de papá. Corría como si el
diablo lo estuviera persiguiendo. Me divertía verlo manejar la vieja Monark,
mientras mi padre miraba con inquietud lo que Juan hacía con aquella
herramienta de trabajo que tanto le había costado adquirir y que durante muchos
años le había servido como medio de locomoción para ir a la escuela donde
laboraba cada día.
Raras
veces Juan perdió el humor. La verdad es que nunca lo vi molestarse, pero sí
ponerse serio y adoptar cara de circunstancias cuando le fallaba a papá y éste
lo regañaba. Al poco rato, sin embargo, ya estaba bromeando o haciendo esas
muecas que sacaban de quicio a mi hermana Liliana, pero que yo celebraba casi
siempre a carcajadas. Todo el tiempo me cayó bien, Juan, y mucho más
cuando prometió dejarme como herencia, después de su muerte, su hermoso álbum
de banderines, que él llenó con empeño y cariño.
Pues
bien, Juan fue encargado por mi padre para acompañarme al colegio todo el
tiempo que fuera posible, a fin de que yo no me sintiera solo y empezara a
llorar. “Seguramente fui un mocoso pesado y antipático, ¿no, Juan?”, le
pregunté el año pasado cuando entre lágrimas y abrazos nos reencontramos
después de casi cuarenta años. “Sí”, respondió el noble Juan, “usted me hace
recordar a Jaime Bayly”. Me reí a mandíbula batiente, no sabiendo cómo tomar
esa declaración que Juan hacía ahora con ese tono respetuoso y actitud franca que
lo acompañó todo el tiempo que trabajó en casa. “Yo le compraba las figuritas
para que usted llenara sus álbumes”, me dijo. Y hablamos y recordamos muchos
episodios de esa infancia en la que conocí la felicidad gracias a todas
las personas que me quisieron, me cuidaron y aguantaron todos mis engreimientos:
mi querida Juanita, la empeñosa Tere, la combativa Fausta, el generoso Juan.
Y,
bueno, pues, este Juan que me llevó a la escuela, al que en plena
juventud mi profesor de Transición quiso volver a enseñarle a leer, fue el
que, en una tarde maravillosa acertó a llevarme al viejo cine Talara donde
tuve mi primer encuentro con esos
cuatro pelucones que corrían como locos de un lado para otro, perseguidos
por jóvenes y adolescentes, y que, de vez en cuando, se detenían para
cantar y tocar sus instrumentos, en un idioma del que no entendía palabra
alguna, y cuyas melodías muy ajenas a las rancheras de José Alfredo
Jiménez que Juanita me hacía escuchar cada día a las diez de la mañana,
extrañamente, empezaron a hacer vibrar nuestro joven corazón.
Pocos
años después, mi hermana Mercedes, en un arranque de inspiración que hasta
ahora no alcanzo a comprender, llevó a Talara un disco de 45 rpm que tenía en
el lado A, She Loves You, el tema
con el que se cierra Yeah, Yeah, Yeah.
Lo reconocí de inmediato. Y toqué y toqué ese disco tanto en la antigua
Telefunken, como en la fiel Grundig, hasta que los surcos, al contacto con la aguja
del tornamesa, empezaron a dejar escuchar la familiar ´canchita´, que anunciaba
con nobleza que el disco había ya envejecido.
En un viejo Écran, esa revista chilena de chismes cinematográficos en
sepia, encontré la letra en inglés de She Loves You. No entendía nada, por
supuesto, pero sentía un extraño placer posar mis ojos curiosos por esos versos
enigmáticos, el mismo placer que años después sentiría al pasar y repasar mi
mirada por las fundas de los long plays mientras los discos giraban y giraban.
Cada
vez que escucho el She Loves You o
el I´ll Get You (que aparecía como
lado B del 45 rpm) viajo hacia el pasado, me lleno de recuerdos y de una cálida
nostalgia. Fueron aquellos años felices de los grandes banquetes familiares que
papás y tías generosas regalaban a amigos y visitantes, de los dulces
reencuentros con los hermanos mayores que regresaban de la gran capital o del
lejano Trujillo al hogar amado, de los interminables partidos de fútbol con los
amigos del barrio que esperaban impacientes que saliera con la nueva pelota de
fútbol. Y me acuerdo de ese Juan bonachón y loco que me dio ese regalo
invalorable que hasta ahora atesoro con pasión: el amor por la música de Paul,
John, George y Ringo, el amor por el rock and roll.
Lima, 10 de mayo de 2011
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PS. Les
adjunto la nota que escribí a propósito del concierto de Paul McCartney así
como la fotografía que el ingeniero Manuel Pérez le tomó al Set List (lista de
canciones) que Paul usó como guía en su concierto y que con no poco esfuerzo
conseguí al final del espectáculo.
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