(2013, Eduardo Mendoza)
You can’t depend on your
family / You can’t depend on your friends/
You can’t depend on a
beginning / You can’t depend on an end /
You can’t depend on
intelligence / You can’t depend on God
You can only depend on one
thing / You need a busload of faith to get by
Busload of Faith, Lou Reed (New York, 1989)
Escribe: Rogelio Llanos Q.
Confieso que al momento del
estreno de la película de Eduardo Mendoza, tuve un gran prejuicio: pensé en un
grupo de personajes hablando o discutiendo sobre cuestiones sexuales, algunos
desnudos mediocres, uso y abuso de un lenguaje procaz y una que otra situación
teñida de humor chapucero para convocar a la risa cómplice del espectador.
Pensé en Mañana Te Cuento, su ópera
prima de cierto éxito comercial, en las anodinas aventuras sexuales de sus
personajes y en el desenlace ridículo en el que se ven involucrados los cuatro
jóvenes protagonistas de la película, que pensaron pasar una noche de debut
estupenda y se encontraron con un duro descubrimiento que marcaría su vida
futura.
A riesgo de extenderme en la
introducción al comentario de la nueva película de Eduardo Mendoza, creo
necesario efectuar algunas aclaraciones. Mi prejuicio no es gratuito. Nada de
lo realizado anteriormente por este joven director hacía prever un filme como El Evangelio de la Carne que, digámoslo
ya, nos desarmó completamente, trajo abajo nuestros prejuicios y superó con
creces nuestras expectativas. Es decir, se trata de una buena película,
realizada con oficio y con pasión y que vale la pena abordar, discutir y
recomendar.
De otro lado, y en relación con
el cine peruano, no han faltado aquellos que han sostenido que lo que hay que
hacer es un cine con humor, con una visión optimista que atraiga a la gente de manera masiva al
cine para así poder establecer una continuidad en el quehacer fílmico y dar a
conocer en el exterior las bondades de nuestro país. O sea, producir películas
capaces de romper la taquilla como la de Carlos Alcántara y otras que,
probablemente, ya se avecinan siguiendo sus pasos.
Sin afiliar a dogmatismo
alguno, pero con el debido respeto a la inteligencia del espectador que
queremos, digo yo: Dios nos libre de esa perspectiva. Ante esa penosa
posibilidad, reivindico la razón de ser de mi prejuicio y, por ello, antes de
ir a esos nuevos centros comerciales donde se ofrecen chucherías, ofertas de
fin de semana, comida chatarra y se pasan, de preferencia y con un despliegue
publicitario abrumador, películas estandarizadas salidas de la fábrica de
horrores del país del norte (los cines
acogedores y las películas amadas que
conocí y viví, ya son historia), prefiero investigar o pedir una opinión a los
amigos con quienes compartí la cinefilia en el pasado. En todo caso, un clásico
siempre estará disponible para verlo en el reproductor de DVDs. Pero, ello,
claro está, ya no es cine.
Soy tajante: no me interesa ver películas
que asumen el chiste vulgar, el gesto obsceno o la situación grosera como
expresión del humor; tampoco me interesa ver películas que asumen la
truculencia y el artificio como formas de generación de tensión y, definitivamente,
siempre me serán ajenas aquellas películas peruanas que pretendiendo profundidad
y un interés social –con pleno desconocimiento de los elementos básicos del
lenguaje cinematográfico- llevan inevitablemente al espectador
a los predios del aburrimiento o de la ridiculez con la consecuencia
nefasta de prevenirlo para que no vuelva a incurrir en el error de ir a la
próxima película realizada por un connacional.
He ido en dos ocasiones a ver El Evangelio de la Carne. He visto con
amargura la poca cantidad de gente que ha asistido a ambas proyecciones. He
recordado con desazón –y no poca ira- las enormes colas que se han formado para
ver A Su Mare, el inefable film de
Alcántara. Y, sin embargo, la película de Mendoza es infinitamente mejor que la
de Alcántara. No, no voy a entrar en comparaciones tontas e inútiles. Sólo
quiero sugerir desde estas páginas la necesidad de debatir intensamente acerca
de nuestro cine. Nunca estaré de acuerdo con prohibiciones, vetos y fronteras,
pero creo que los medios de comunicación, las instituciones culturales, los
centros académicos, etc., deberían motivar, promover e incentivar las
discusiones y los debates acerca del cine peruano. Es esencial apoyar una obra
como la de Eduardo Mendoza que, con
tanto esfuerzo e ilusión, ha emprendido la gran aventura de hacer cine en el
Perú y que, de una u otra manera toca –con
acierto y vehemencia- sectores medulares
de esa realidad dura, cortante, violenta y compleja de nuestro trajinado y
torturado país.
Tres historias se entrecruzan en
la película de Eduardo Mendoza: la de Gamarra (Giovanni Ciccia), el oficial de
policía, que pasa todo un viacrucis para poder atender a su esposa (Jimena
Lindo), aquejada de un cáncer terminal; la de Narciso (Sebastián Monteghirfo),
líder de la barra brava de Universitario, que lucha para sacar a su hermano
menor de la cárcel y que a la vez se ve obligado a enfrentar a su compañero de
equipo (apodado el Zorro) que le disputa ferozmente su liderazgo; la de Félix
(Ismael Contreras) que anhela formar parte de la cuadrilla de cargadores del
Señor de los Milagros y que arrastra un pasado culpable que lo obliga a
transgredir la ley para así disponer del dinero con el cual intenta compensar a
aquellos a los que afectó en el pasado. Estas historias, cuyos protagonistas
principales hemos mencionado, se nutren, además, de pequeñas anécdotas en las
cuales entran a tallar un buen número de secundarios que llegan a tener un
espesor importante en el desarrollo de las historias principales.
Lo primero que hay que destacar
en El Evangelio de la Carne es el
manejo acertado de las múltiples historias y del gran número de personajes que
las construyen. Estas historias no siguen un desarrollo lineal. Las líneas
narrativas se cruzan desde el comienzo, los personajes de un relato aparecen de
inmediato en otro. Las imágenes del pasado de una historia se yuxtaponen a las del presente de esa misma
historia. Los tiempos de todas ellas se entrecruzan.
El film de Mendoza es una suerte
de mosaico que se construye mediante la confrontación de las historias y de los
espacios en las que ellas tienen lugar. El ritmo de esta construcción es
analítico, es decir es rápido, dinámico, en base a planos múltiples y de corta
duración. Del plano de conjunto al plano en picado y luego al plano medio, para
introducirnos rápida y abruptamente en el espacio dramático del film. Y luego,
planos breves, medios y primeros planos para darnos a conocer a sus personajes
y el drama que están viviendo. A la violencia callejera, reproducción misma del
furor tribal, se opone la sordidez de los interiores donde se niega la salud, donde
se prepara la estafa, donde se agitan las bajas pasiones. A las imágenes grupales, plenas de energía y
movimiento interno, registradas con una cámara movediza, omnipresente, le
suceden imágenes de personajes en su hábitat violento, imágenes de una energía
acumulada, a punto de estallar y cuya crispación se desborda en secuencias
posteriores, para luego volver a cargarse de tensión.
El Evangelio de la carne es un film pautado por un montaje
nervioso, acelerado, realizado con una cámara incisiva, metida entre los
personajes, siempre dispuesta a dar cuenta de todos aquellos detalles que van a
contribuir eficazmente a la construcción de la escena: el gesto crispado, el
acto decisivo, la frase certera, el movimiento preciso. Y por ello, desde el
comienzo mismo, la película de Eduardo Mendoza atrapa al espectador en la
vorágine de una serie de acciones que conducen a los protagonistas a paso de
carga hasta llevarlos, a través del laberinto fílmico, hacia desenlaces
posibles y abiertos.
El film se inicia con una
persecución: Gamarra y su compañero corren para atrapar a su presa que no es
otro que Narciso, el protagonista de la historia de las barras bravas. Eso lo
sabremos en la siguiente secuencia. La persecución, a través de las calles de
una ciudad atiborrada de gentes, concluye en el interior de una casucha en la
que están los falsificadores de dinero (uno de ellos, Félix, el protagonista de
la tercera historia). El movimiento es de afuera hacia adentro. Mendoza nos
indica que vamos a ingresar a un submundo donde impera únicamente la
irracionalidad, la crueldad, el instinto de supervivencia, el mundo primitivo.
En una sola secuencia, Mendoza presenta a todos los principales protagonistas
de sus historias. Las tres historias, cuyo desarrollo veremos luego, son, en
verdad, una sola. Con pulso seguro, el director cierra su secuencia en negro y
un disparo, seco, rápido alerta al espectador y capta velozmente su interés.
Tremendo acierto el de Mendoza con este ‘intro’ propio de un buen thriller.
Me detengo un poco más en esta
secuencia: los policías corriendo, la gente apartándose o siendo atropellada y
cayéndose durante la persecución, la captura de la presa, la agitación de los
perseguidores, la desesperación de la víctima, las amenazas de los captores,
los gestos atribulados del capturado, la violenta irrupción en la casucha, la
conminación vehemente de los policías, la defensa tímida y desesperada de los
estafadores. Lo que en ella apreciamos, es posible corroborarlo en los
siguientes segmentos del film: todo ello respira autenticidad. Las actuaciones
son magníficas, la verosimilitud cinematográfica es plenamente alcanzada.
Tras la tempestad inicial, la
calma. O mejor dicho, la aparente calma, porque la violencia que viven los
personajes no está únicamente en los predios de la agresión física que ejercen
unos individuos sobre otros. La violencia también está presente a través de la
labor paciente y silenciosa que las células malignas llevan a cabo en el cuerpo
de un ser humano, en ese trabajo indetenible de destruir lo que alguna vez fue
armonía, equilibrio, belleza. Así vive su combate personal la esposa de
Gamarra, así lo entiende el joven policía cuya rutina –entre la representación
de la ley y su transgresión obligada por la imposición de la supervivencia- se ve
alterada por la necesidad de luchar por la vida de la mujer a la que aún ama.
La violencia está también en el tratamiento de shock que tiene que recibir la
enferma para poder derrotar al mal que la aqueja, la violencia está también en
la negativa del hospital a operar si no se cubre el costo de la intervención
quirúrgica. Si no hay dinero, la muerte es la consecuencia segura. No hay un
golpe físico de por medio, bastan unas frases para desarmar a Gamarra, para
hundir su pequeño mundo de felicidad: ‘debemos esperar que el mal se torne más
agresivo para saber de qué se trata’, ‘si no hay dinero no se puede operar’, ‘los
dólares son falsos’. La violencia no sólo está en las calles, está en nuestro
orden social, está dentro de nosotros.
Bajo tales premisas, Mendoza
imprime a su film una cadencia que alterna momentos de extrema virulencia o de
gran tensión con aquellos otros en los cuales, tras la rutina cotidiana,
empiezan a fraguarse los destinos cruentos y fatales de sus protagonistas. Por
un lado asistimos a los conflictos entre Narciso y el Zorro por el liderazgo
del grupo. Estos conflictos desembocan en los preparativos guerreros de la
barra de la U, que con gritos, insultos, saltos y gestos de combate se dan
ánimos para enfrentar al enemigo aliancista. Y luego, la cámara nos conduce por
los caminos sinuosos del oficial Gamarra que
busca angustiosamente el dinero que necesita para la salvación de su
mujer; por el universo torturado de Félix que busca cumplir con la promesa autoimpuesta de
entrar a formar parte de la cuadrilla de cargadores de la efigie del Cristo
Morado; por el callejón sin salida de Narciso atrapado entre la devoción filial
y la lucha por la supervivencia. De una u otra manera, todos estos personajes,
inmersos en un mundo feroz e irracional, buscan la manera de encontrar una vía
de escape, una forma de salvación.
El Evangelio de la Carne es un filme sobre la violencia en un mundo
en el que la ley y el compromiso social ya no existen o están a punto de
desaparecer. Es también un film sobre
las raíces primitivas del hombre, aquellas raíces que se convierten luego en
fuerzas arrolladoras que no respetan fronteras, normas ni convención alguna,
porque lo que prima es el instinto de conservación. ¿Un retorno a los orígenes,
tal vez? ¿Y cuánto fondo se tendrá que tocar para que la racionalidad se
imponga otra vez?
Pero quizás, haya una esperanza,
quizás la ilusión exista, nos dice Eduardo Mendoza: la entrega amorosa, con su
caricias y su juegos, los abrazos y los besos (nunca como ahora estuvieron tan
bien en sus roles Giovanni Ciccia y
Jimena Lindo); la mano salvadora de la
Negra tomando afectuosamente la de Félix, creyendo en él, destruyendo los
ominosos vestigios de un pasado lacerante; el abrazo y el beso fraterno de Narciso
al hermano en desgracia, sus frases animosas, sus gestos desinteresados, su
honradez y sinceridad, su sacrificio final. Pequeños gestos que sacan a flote
aquellos sedimentos aposentados en lo más profundo del ser humano y que revelan
su sensibilidad, su ternura, su soledad. El
Evangelio de la Carne es también un film sobre la búsqueda de redención.
Un mérito adicional de la
película de Eduardo Mendoza es la manera cómo la ha dotado de una sólida
estructura: ninguna historia se impone a la otra, de cada una de ellas nos
vamos enterando de a pocos, como si de un rompecabezas se tratara. Sin embargo,
cada secuencia, ‘completa’ en sí misma, suministra
la información precisa para evitar que el espectador se confunda o pierda el
interés. Cada plano demanda la presencia del siguiente, cada secuencia abre
interrogantes que serán respondidas más adelante. Una mirada atenta a la
composición de los planos, permite al espectador adivinar el curso de las
historias. Es decir, esta narración quebrada, sinuosa, ágil,
que no respeta el orden cronológico de los acontecimientos, convierte al film
en una suerte de desafío al espectador, al que convoca a la reflexión pero
también, como todo espectáculo de buena ley, al entretenimiento.
Y cuando el director se atreve a
subrayar determinadas acciones y actitudes, la concisión del movimiento, las
frases exactas y la claridad en el detalle superan el escollo y justifican la
puesta en escena. No hay espacio para la crítica, para el juicio acusador o
para la lección moralizante. Hay varios momentos en el film que evidencian la
actitud de Eduardo Mendoza. Cuando el médico del hospital (Gianfranco
Brero) le manifiesta a Gamarra, que
tendrá que buscar el dinero para la operación porque de lo contrario ella no
será posible, la cámara ausculta sus rostros, capta sus gestos y luego pasa al plano siguiente. La imagen, cargada de tensión, posee una capacidad de sugerencia gracias al
encuadre y a la gran solvencia de los actores. De igual manera, cuando el
estafador le dice a Félix que para efectuar la falsificación de los billetes se
requiere una condición artística, la expresión resulta incluso graciosa, a
despecho de la angustia que corroe a Félix.
En este caso, además de la estructuración precisa de la imagen, el
diálogo apuntala la escena y revela la postura del director.
Y, sin duda, Mendoza es audaz,
porque no teme yuxtaponer situaciones que podrían entenderse como obvias o
complacientes, para redondear el sentido de su expresión. Me refiero a aquel
momento en que Jimena Lindo expresa a Giovanni Ciccia su resentimiento y su
sospecha de infidelidad. Le pregunta con dolor si aún le gusta ese cuerpo que
ya no es joven, que está ahora gastado y enfermo y, desnudándose, le enrostra
si acaso él prefiere ahora esas formas
juveniles e insinuantes de aquella joven que conoció en la fiesta a la que
ambos asistieron. Los reducidos planos que contienen este diálogo son
contrapuestos a un rapidísimo plano de Ciccia abrazando a la joven de la fiesta
(Cindy Díaz), para luego retornar al presente. La mirada de Mendoza, en su
brevedad, revela pudor y afecto por sus protagonistas. No está descubriendo la
infidelidad de su personaje, no lo está juzgando, está subrayando su condición
humana, y por ello, cuando Ciccia dice que no desea hacerle daño, la frase
suena espontánea, auténtica. He aquí, de pronto, que descubrimos a un director situado
al lado de sus personajes, que camina con ellos. Y por ello, nos resulta
natural observar con condescendencia sus debilidades y defectos y a sentir
piedad por ellos ante las situaciones de crueldad y ensañamiento en las que se
ven envueltos.
Ya en Mañana te Cuento, Mendoza había intentado entrar en las vidas de
sus personajes. Allí hizo sus primeras armas en el trato grupal, en los
diálogos rápidos y eficaces. El mundo juvenil que intentó explorar le fue
ajeno, pero ganó experiencia. Ahora, en El
Testimonio de la Carne, vemos con emoción cómo se relaciona con sus
personajes, cómo a través de los primeros planos y los planos medios les
declara su comprensión, su cariño. Cada secuencia para Mendoza es un hallazgo:
es como si el director hubiera emprendido una búsqueda y estuviera descubriendo
y viviendo las situaciones al mismo tiempo que las viven sus protagonistas.
La visión de la Lima de hoy que
nos ofrece Eduardo Mendoza es cruel, dolorosa, violenta, despiadada. Un
verdadero descenso a los infiernos. Pero no es, en manera alguna, una visión
miserabilista de la ciudad. No, no vemos complacencia en mostrar el horror de
una urbe que, a despecho del pequeño
desarrollo económico que ha experimentado en los últimos tiempos, aún no ha
podido superar las lacras de ese submundo que, cual tentáculos poderosos, la invaden
haciendo de ella un lugar inhabitable, agreste, maligno. Es, en todo caso, una
manifestación de un estado de cosas caótico y primitivo que pareciera tender a
perpetuarse porque no hay autoridad, porque las fuerzas sociales y políticas
encargadas de velar por el orden y la seguridad y hacer posible la vida
civilizada son totalmente inexistentes o están invadidas por la corrupción: la
policía, el comercio, el cambio monetario, las instituciones de salud, el
deporte, etc.
No olvidemos la gran carga de
irracionalidad que mueve tanto a los jóvenes pandilleros fanáticos de un
deporte creado para sublimar la propensión guerrera del ser humano como a los
habitantes de ese ‘underground’ que se solaza y espera obtener beneficios
económicos de las peleas cruentas, mortales que enfrentan a dos hombres
rebajados al ínfimo nivel de bestialidad. No olvidemos todo ese mundo
abigarrado que se mueve en torno a las actividades ilegales (la venta de
dólares falsos, el tráfico de órganos, el comercio de productos pirateados, etc.).
Definitivamente, no hay complacencia,
no hay deleite en la visión de Eduardo Mendoza. Sí, tal vez, cierto
escepticismo, porque no le es posible encontrar una salida racional a la
anarquía del universo enfrentado. Sólo aquellos pequeños restos de humanidad
que anidan en el corazón de la gente podrían, quizás, constituir una fuente de ilusión.
Ello, sin embargo, no podrá evitar para su protagonista la cuchillada artera
del prójimo o la acción desesperada del hombre que ya no confía en la ciencia
ni en el orden legal y sólo le queda la fe en lo inexplicable o la ciega
confianza en el milagro salvador.
Lima, 1 de noviembre de 2013
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