30/4/14

EL EVANGELIO DE LA CARNE


(2013, Eduardo Mendoza)


You can’t depend on your family / You can’t depend on your friends/
You can’t depend on a beginning / You can’t depend on an end /
You can’t depend on intelligence / You can’t depend on God
You can only depend on one thing / You need a busload of faith to get by

Busload of Faith, Lou Reed (New York, 1989)

Escribe: Rogelio Llanos Q.

Confieso que al momento del estreno de la película de Eduardo Mendoza, tuve un gran prejuicio: pensé en un grupo de personajes hablando o discutiendo sobre cuestiones sexuales, algunos desnudos mediocres, uso y abuso de un lenguaje procaz y una que otra situación teñida de humor chapucero para convocar a la risa cómplice del espectador. Pensé en Mañana Te Cuento, su ópera prima de cierto éxito comercial, en las anodinas aventuras sexuales de sus personajes y en el desenlace ridículo en el que se ven involucrados los cuatro jóvenes protagonistas de la película, que pensaron pasar una noche de debut estupenda y se encontraron con un duro descubrimiento que marcaría su vida futura.

A riesgo de extenderme en la introducción al comentario de la nueva película de Eduardo Mendoza, creo necesario efectuar algunas aclaraciones. Mi prejuicio no es gratuito. Nada de lo realizado anteriormente por este joven director hacía prever un filme como El Evangelio de la Carne que, digámoslo ya, nos desarmó completamente, trajo abajo nuestros prejuicios y superó con creces nuestras expectativas. Es decir, se trata de una buena película, realizada con oficio y con pasión y que vale la pena abordar, discutir y recomendar.
De otro lado, y en relación con el cine peruano, no han faltado aquellos que han sostenido que lo que hay que hacer es un cine con humor, con una visión optimista  que atraiga a la gente de manera masiva al cine para así poder establecer una continuidad en el quehacer fílmico y dar a conocer en el exterior las bondades de nuestro país. O sea, producir películas capaces de romper la taquilla como la de Carlos Alcántara y otras que, probablemente, ya se avecinan siguiendo sus pasos. 

Sin afiliar a dogmatismo alguno, pero con el debido respeto a la inteligencia del espectador que queremos, digo yo: Dios nos libre de esa perspectiva. Ante esa penosa posibilidad, reivindico la razón de ser de mi prejuicio y, por ello, antes de ir a esos nuevos centros comerciales donde se ofrecen chucherías, ofertas de fin de semana, comida chatarra y se pasan, de preferencia y con un despliegue publicitario abrumador, películas estandarizadas salidas de la fábrica de horrores del país del norte  (los cines acogedores  y las películas amadas que conocí y viví, ya son historia), prefiero investigar o pedir una opinión a los amigos con quienes compartí la cinefilia en el pasado. En todo caso, un clásico siempre estará disponible para verlo en el reproductor de DVDs. Pero, ello, claro está, ya no es cine.

Soy tajante: no me interesa ver películas que asumen el chiste vulgar, el gesto obsceno o la situación grosera como expresión del humor; tampoco me interesa ver películas que asumen la truculencia y el artificio como formas de generación de tensión y, definitivamente, siempre me serán ajenas aquellas películas peruanas que pretendiendo profundidad y un interés social –con pleno desconocimiento de los elementos básicos del lenguaje cinematográfico- llevan inevitablemente al  espectador  a los predios del aburrimiento o de la ridiculez con la consecuencia nefasta de prevenirlo para que no vuelva a incurrir en el error de ir a la próxima película realizada por un connacional.

He ido en dos ocasiones a ver El Evangelio de la Carne. He visto con amargura la poca cantidad de gente que ha asistido a ambas proyecciones. He recordado con desazón –y no poca ira- las enormes colas que se han formado para ver A Su Mare, el inefable film de Alcántara. Y, sin embargo, la película de Mendoza es infinitamente mejor que la de Alcántara. No, no voy a entrar en comparaciones tontas e inútiles. Sólo quiero sugerir desde estas páginas la necesidad de debatir intensamente acerca de nuestro cine. Nunca estaré de acuerdo con prohibiciones, vetos y fronteras, pero creo que los medios de comunicación, las instituciones culturales, los centros académicos, etc., deberían motivar, promover e incentivar las discusiones y los debates acerca del cine peruano. Es esencial apoyar una obra como  la de Eduardo Mendoza que, con tanto esfuerzo e ilusión, ha emprendido la gran aventura de hacer cine en el Perú  y que, de una u otra manera toca –con acierto y vehemencia-  sectores medulares de esa realidad dura, cortante, violenta y compleja de nuestro trajinado y torturado país.

Tres historias se entrecruzan en la película de Eduardo Mendoza: la de Gamarra (Giovanni Ciccia), el oficial de policía, que pasa todo un viacrucis para poder atender a su esposa (Jimena Lindo), aquejada de un cáncer terminal; la de Narciso (Sebastián Monteghirfo), líder de la barra brava de Universitario, que lucha para sacar a su hermano menor de la cárcel y que a la vez se ve obligado a enfrentar a su compañero de equipo (apodado el Zorro) que le disputa ferozmente su liderazgo; la de Félix (Ismael Contreras) que anhela formar parte de la cuadrilla de cargadores del Señor de los Milagros y que arrastra un pasado culpable que lo obliga a transgredir la ley para así disponer del dinero con el cual intenta compensar a aquellos a los que afectó en el pasado. Estas historias, cuyos protagonistas principales hemos mencionado, se nutren, además, de pequeñas anécdotas en las cuales entran a tallar un buen número de secundarios que llegan a tener un espesor importante en el desarrollo de las historias principales.

Lo primero que hay que destacar en El Evangelio de la Carne es el manejo acertado de las múltiples historias y del gran número de personajes que las construyen. Estas historias no siguen un desarrollo lineal. Las líneas narrativas se cruzan desde el comienzo, los personajes de un relato aparecen de inmediato en otro. Las imágenes del pasado de una historia  se yuxtaponen a las del presente de esa misma historia. Los tiempos de todas ellas se entrecruzan.

El film de Mendoza es una suerte de mosaico que se construye mediante la confrontación de las historias y de los espacios en las que ellas tienen lugar. El ritmo de esta construcción es analítico, es decir es rápido, dinámico, en base a planos múltiples y de corta duración. Del plano de conjunto al plano en picado y luego al plano medio, para introducirnos rápida y abruptamente en el espacio dramático del film. Y luego, planos breves, medios y primeros planos para darnos a conocer a sus personajes y el drama que están viviendo. A la violencia callejera, reproducción misma del furor tribal, se opone la sordidez de los interiores donde se niega la salud, donde se prepara la estafa, donde se agitan las bajas pasiones.  A las imágenes grupales, plenas de energía y movimiento interno, registradas con una cámara movediza, omnipresente, le suceden imágenes de personajes en su hábitat violento, imágenes de una energía acumulada, a punto de estallar y cuya crispación se desborda en secuencias posteriores, para luego volver a cargarse de tensión.

El Evangelio de la carne es un film pautado por un montaje nervioso, acelerado, realizado con una cámara incisiva, metida entre los personajes, siempre dispuesta a dar cuenta de todos aquellos detalles que van a contribuir eficazmente a la construcción de la escena: el gesto crispado, el acto decisivo, la frase certera, el movimiento preciso. Y por ello, desde el comienzo mismo, la película de Eduardo Mendoza atrapa al espectador en la vorágine de una serie de acciones que conducen a los protagonistas a paso de carga hasta llevarlos, a través del laberinto fílmico, hacia desenlaces posibles y abiertos.

El film se inicia con una persecución: Gamarra y su compañero corren para atrapar a su presa que no es otro que Narciso, el protagonista de la historia de las barras bravas. Eso lo sabremos en la siguiente secuencia. La persecución, a través de las calles de una ciudad atiborrada de gentes, concluye en el interior de una casucha en la que están los falsificadores de dinero (uno de ellos, Félix, el protagonista de la tercera historia). El movimiento es de afuera hacia adentro. Mendoza nos indica que vamos a ingresar a un submundo donde impera únicamente la irracionalidad, la crueldad, el instinto de supervivencia, el mundo primitivo. En una sola secuencia, Mendoza presenta a todos los principales protagonistas de sus historias. Las tres historias, cuyo desarrollo veremos luego, son, en verdad, una sola. Con pulso seguro, el director cierra su secuencia en negro y un disparo, seco, rápido alerta al espectador y capta velozmente su interés. Tremendo acierto el de Mendoza con este ‘intro’ propio de un buen thriller.

Me detengo un poco más en esta secuencia: los policías corriendo, la gente apartándose o siendo atropellada y cayéndose durante la persecución, la captura de la presa, la agitación de los perseguidores, la desesperación de la víctima, las amenazas de los captores, los gestos atribulados del capturado, la violenta irrupción en la casucha, la conminación vehemente de los policías, la defensa tímida y desesperada de los estafadores. Lo que en ella apreciamos, es posible corroborarlo en los siguientes segmentos del film: todo ello respira autenticidad. Las actuaciones son magníficas, la verosimilitud cinematográfica es plenamente alcanzada.

Tras la tempestad inicial, la calma. O mejor dicho, la aparente calma, porque la violencia que viven los personajes no está únicamente en los predios de la agresión física que ejercen unos individuos sobre otros. La violencia también está presente a través de la labor paciente y silenciosa que las células malignas llevan a cabo en el cuerpo de un ser humano, en ese trabajo indetenible de destruir lo que alguna vez fue armonía, equilibrio, belleza. Así vive su combate personal la esposa de Gamarra, así lo entiende el joven policía cuya rutina –entre la representación de la ley y su transgresión obligada por la imposición de la supervivencia- se ve alterada por la necesidad de luchar por la vida de la mujer a la que aún ama. La violencia está también en el tratamiento de shock que tiene que recibir la enferma para poder derrotar al mal que la aqueja, la violencia está también en la negativa del hospital a operar si no se cubre el costo de la intervención quirúrgica. Si no hay dinero, la muerte es la consecuencia segura. No hay un golpe físico de por medio, bastan unas frases para desarmar a Gamarra, para hundir su pequeño mundo de felicidad: ‘debemos esperar que el mal se torne más agresivo para saber de qué se trata’, ‘si no hay dinero no se puede operar’, ‘los dólares son falsos’. La violencia no sólo está en las calles, está en nuestro orden social, está dentro de nosotros.

Bajo tales premisas, Mendoza imprime a su film una cadencia que alterna momentos de extrema virulencia o de gran tensión con aquellos otros en los cuales, tras la rutina cotidiana, empiezan a fraguarse los destinos cruentos y fatales de sus protagonistas. Por un lado asistimos a los conflictos entre Narciso y el Zorro por el liderazgo del grupo. Estos conflictos desembocan en los preparativos guerreros de la barra de la U, que con gritos, insultos, saltos y gestos de combate se dan ánimos para enfrentar al enemigo aliancista. Y luego, la cámara nos conduce por los caminos sinuosos del oficial Gamarra que  busca angustiosamente el dinero que necesita para la salvación de su mujer; por el universo torturado de Félix que  busca cumplir con la promesa autoimpuesta de entrar a formar parte de la cuadrilla de cargadores de la efigie del Cristo Morado; por el callejón sin salida de Narciso atrapado entre la devoción filial y la lucha por la supervivencia. De una u otra manera, todos estos personajes, inmersos en un mundo feroz e irracional, buscan la manera de encontrar una vía de escape, una forma de salvación.

El Evangelio de la Carne es un filme sobre la violencia en un mundo en el que la ley y el compromiso social ya no existen o están a punto de desaparecer.  Es también un film sobre las raíces primitivas del hombre, aquellas raíces que se convierten luego en fuerzas arrolladoras que no respetan fronteras, normas ni convención alguna, porque lo que prima es el instinto de conservación. ¿Un retorno a los orígenes, tal vez? ¿Y cuánto fondo se tendrá que tocar para que la racionalidad se imponga otra vez?

Pero quizás, haya una esperanza, quizás la ilusión exista, nos dice Eduardo Mendoza: la entrega amorosa, con su caricias y su juegos, los abrazos y los besos (nunca como ahora estuvieron tan bien en sus roles  Giovanni Ciccia y Jimena Lindo);  la mano salvadora de la Negra tomando afectuosamente la de Félix, creyendo en él, destruyendo los ominosos vestigios de un pasado lacerante; el abrazo y el beso fraterno de Narciso al hermano en desgracia, sus frases animosas, sus gestos desinteresados, su honradez y sinceridad, su sacrificio final. Pequeños gestos que sacan a flote aquellos sedimentos aposentados en lo más profundo del ser humano y que revelan su sensibilidad, su ternura, su soledad. El Evangelio de la Carne es también un film sobre la búsqueda de redención.

Un mérito adicional de la película de Eduardo Mendoza es la manera cómo la ha dotado de una sólida estructura: ninguna historia se impone a la otra, de cada una de ellas nos vamos enterando de a pocos, como si de un rompecabezas se tratara. Sin embargo, cada secuencia, ‘completa’ en sí misma,  suministra la información precisa para evitar que el espectador se confunda o pierda el interés. Cada plano demanda la presencia del siguiente, cada secuencia abre interrogantes que serán respondidas más adelante. Una mirada atenta a la composición de los planos, permite al espectador adivinar el curso de las historias.   Es decir, esta narración quebrada, sinuosa, ágil, que no respeta el orden cronológico de los acontecimientos, convierte al film en una suerte de desafío al espectador, al que convoca a la reflexión pero también, como todo espectáculo de buena ley, al entretenimiento. 

Y cuando el director se atreve a subrayar determinadas acciones y actitudes, la concisión del movimiento, las frases exactas y la claridad en el detalle superan el escollo y justifican la puesta en escena. No hay espacio para la crítica, para el juicio acusador o para la lección moralizante. Hay varios momentos en el film que evidencian la actitud de Eduardo Mendoza. Cuando el médico del hospital (Gianfranco Brero)  le manifiesta a Gamarra, que tendrá que buscar el dinero para la operación porque de lo contrario ella no será posible, la cámara ausculta sus rostros, capta sus gestos  y luego pasa al plano siguiente.  La imagen, cargada de tensión,  posee una capacidad de sugerencia gracias al encuadre y a la gran solvencia de los actores. De igual manera, cuando el estafador le dice a Félix que para efectuar la falsificación de los billetes se requiere una condición artística, la expresión resulta incluso graciosa, a despecho de la angustia que corroe a Félix.  En este caso, además de la estructuración precisa de la imagen, el diálogo apuntala la escena y revela la postura del director.

Y, sin duda, Mendoza es audaz, porque no teme yuxtaponer situaciones que podrían entenderse como obvias o complacientes, para redondear el sentido de su expresión. Me refiero a aquel momento en que Jimena Lindo expresa a Giovanni Ciccia su resentimiento y su sospecha de infidelidad. Le pregunta con dolor si aún le gusta ese cuerpo que ya no es joven, que está ahora gastado y enfermo y, desnudándose, le enrostra si acaso él prefiere ahora esas  formas juveniles e insinuantes de aquella joven que conoció en la fiesta a la que ambos asistieron. Los reducidos planos que contienen este diálogo son contrapuestos a un rapidísimo plano de Ciccia abrazando a la joven de la fiesta (Cindy Díaz), para luego retornar al presente. La mirada de Mendoza, en su brevedad, revela pudor y afecto por sus protagonistas. No está descubriendo la infidelidad de su personaje, no lo está juzgando, está subrayando su condición humana, y por ello, cuando Ciccia dice que no desea hacerle daño, la frase suena espontánea, auténtica. He aquí, de pronto, que descubrimos a un director situado al lado de sus personajes, que camina con ellos. Y por ello, nos resulta natural observar con condescendencia sus debilidades y defectos y a sentir piedad por ellos ante las situaciones de crueldad y ensañamiento en las que se ven envueltos.

Ya en Mañana te Cuento, Mendoza había intentado entrar en las vidas de sus personajes. Allí hizo sus primeras armas en el trato grupal, en los diálogos rápidos y eficaces. El mundo juvenil que intentó explorar le fue ajeno, pero ganó experiencia. Ahora, en El Testimonio de la Carne, vemos con emoción cómo se relaciona con sus personajes, cómo a través de los primeros planos y los planos medios les declara su comprensión, su cariño. Cada secuencia para Mendoza es un hallazgo: es como si el director hubiera emprendido una búsqueda y estuviera descubriendo y viviendo las situaciones al mismo tiempo que las viven sus protagonistas.

La visión de la Lima de hoy que nos ofrece Eduardo Mendoza es cruel, dolorosa, violenta, despiadada. Un verdadero descenso a los infiernos. Pero no es, en manera alguna, una visión miserabilista de la ciudad. No, no vemos complacencia en mostrar el horror de una urbe que, a despecho del  pequeño desarrollo económico que ha experimentado en los últimos tiempos, aún no ha podido superar las lacras de ese submundo que, cual tentáculos poderosos, la invaden haciendo de ella un lugar inhabitable, agreste, maligno. Es, en todo caso, una manifestación de un estado de cosas caótico y primitivo que pareciera tender a perpetuarse porque no hay autoridad, porque las fuerzas sociales y políticas encargadas de velar por el orden y la seguridad y hacer posible la vida civilizada son totalmente inexistentes o están invadidas por la corrupción: la policía, el comercio, el cambio monetario, las instituciones de salud, el deporte, etc.

No olvidemos la gran carga de irracionalidad que mueve tanto a los jóvenes pandilleros fanáticos de un deporte creado para sublimar la propensión guerrera del ser humano como a los habitantes de ese ‘underground’ que se solaza y espera obtener beneficios económicos de las peleas cruentas, mortales que enfrentan a dos hombres rebajados al ínfimo nivel de bestialidad. No olvidemos todo ese mundo abigarrado que se mueve en torno a las actividades ilegales (la venta de dólares falsos, el tráfico de órganos, el comercio de productos pirateados, etc.).

Definitivamente, no hay complacencia, no hay deleite en la visión de Eduardo Mendoza. Sí, tal vez, cierto escepticismo, porque no le es posible encontrar una salida racional a la anarquía del universo enfrentado. Sólo aquellos pequeños restos de humanidad que anidan en el corazón de la gente podrían, quizás, constituir una fuente de ilusión. Ello, sin embargo, no podrá evitar para su protagonista la cuchillada artera del prójimo o la acción desesperada del hombre que ya no confía en la ciencia ni en el orden legal y sólo le queda la fe en lo inexplicable o la ciega confianza en el milagro salvador.

Lima, 1 de noviembre de 2013




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