(USA, 1963, Martin Ritt)
Escribe: Rogelio Llanos Q.
Un
plano general de un paisaje despojado, vacío, inaugura el film. Sobre la línea del horizonte, al fondo, vemos un vehículo motorizado en
movimiento. Un nuevo plano nos muestra una vieja camioneta en cuya parte
trasera va un caballo. El paisaje americano, antes una pradera cruzada por
jinetes al trote o al galope, es ahora una cinta de asfalto en la que los
caballos son conducidos en carros hacia algún rancho o un rodeo. O quizás al matadero
como en The Misfits.
Sí,
estamos en el territorio del Far West, pero es un territorio que está
cambiando. La pista que cruza el centro del pueblo, hace tiempo que no hace
resonar los cascos de los caballos ni levanta el polvo de las cabalgatas apuradas
de aquellos vaqueros afanosos, que tras semanas o meses en el campo, solían en
el pasado irrumpir en el ‘saloon’ del pueblo para saciar su sed y sus impulsos
pasionales.
No,
ahora, el joven ranchero se traslada en un cómodo y amplio descapotable, un cadillac que maneja a toda velocidad y que
le sirve para complementar un atuendo que lo hace más atractivo ante las
mujeres, casadas o solteras, a las que desdeña o ama, según su estado de ánimo
o su capricho. El sentido del honor
quedó atrás. La caballerosidad ante hombres y mujeres quizás alguna vez
existió, pero, definitivamente en el momento actual no quedan resquicios de
ella.
Hud
(Paul Newman), es cínico, peleador, oportunista y ambicioso. Tiene mucho éxito
con las mujeres, a las que frecuenta cada noche libre y no le importa lo que
los demás piensen de él. Su padre, el viejo Bannon, es, un sobreviviente del lejano
Oeste. Tiene su ganado y su rancho y, a pesar de los años y de la crisis, aún
está pensando en hacer crecer su propiedad. Ha comprado unas reses en México y
todavía es capaz de ilusionarse viendo caminar sus toros por el cada vez más
árido paisaje de Texas. Sí, es capaz todavía de ilusionarse, aún cuando no
confía en Hud, porque no desarrolla
sentimientos de cariño o lealtad hacia persona alguna. Hud sólo atina a responder con dureza que su
madre murió muy pronto.
Martin
Ritt hizo de Hud, El Indomable un film sobre la decadencia de una época, el fin
de esa etapa que los westerns, convertidos en instrumentos de la historia, la
embellecieron y la elevaron hacia las alturas de las grandes leyendas o mitos.
Entre la realidad y la leyenda, que se inscriba la leyenda, fue el epitafio que
cerraría el episodio de uno de los últimos hombres del oeste fordiano: El Hombre que mató a Liberty Valance.
Pero, ahora –situándonos en los turbulentos sesenta- ha llegado la hora de escribir la verdad sobre una etapa clave en
la sociedad americana, sobre una tierra en la que germinó odio y progreso. Es
la hora de revelar la verdad de una generación. La verdad de una Historia. Y ella,
dice Ritt, no es más hermosa ni idílica.
Es dura y desagradable. Es violenta y hasta repulsiva.
En
la mirada de Martin Ritt hay melancolía, hay tristeza, pero mucha lucidez. Ritt
es un cineasta salido de la televisión, que perteneció a esa onda de directores
movidos por un intenso y auténtico sentimiento social, y que, en su caso
particular, lo llevó siempre a
profundizar en los comportamientos, gestos y expresiones de los seres humanos,
siendo al mismo tiempo muy crítico respecto al mundo que le tocó vivir. Sus
personajes siempre han tenido como móviles de sus actos, las preocupaciones
raciales (Conrack, Hombre) o sociales (Norma Rae), y, casi siempre, ellos han
sido víctimas de la incomprensión de un medio intolerante y agresivo. En Hud, sin embargo, Martin Ritt utiliza a
un personaje que, por el contrario, se desentiende de tales preocupaciones y,
más bien, representa la transición hacia una formación social cada vez más
egoísta y excluyente.
La
manera de definir a los personajes por parte de Ritt es ejemplar: a comienzos
del film Lon (Brandon de Wilde) busca a su tío Hud en el pueblo. De pronto,
vemos a alguien que está limpiando los restos de objetos rotos y ya sabemos que por allí
anduvo Hud. Lo corrobora dicho personaje lamentando el deseo incumplido: ojalá jamás hubiera entrado Hud a su local.
Más allá, otro personaje alude a la presencia de un descapotable en las
inmediaciones, entonces, ya intuimos en que el vanidoso Hud ha estado toda la
noche tras una presa. A los pocos instantes, cuando Lon ubica el carro, ve en el piso un
zapato de mujer. Nuestras sospechas, entonces, se han confirmado. Hud está en
el interior de la casa y cuando sale, desafiante y soberbio, todos ya tenemos ahora
una idea muy clara de cómo es el personaje. Bastaron unos cuantos apuntes para
que el espectador supiera de la catadura moral de Hud. Así de eficaz era el
entrañable Martin Ritt.
Y
veamos algo más respecto a cómo describe las relaciones de Hud con su entorno
familiar. Al llegar al rancho, Hud apenas si saluda a su padre, y trata con
desdén al ama de llaves, desdén en el que no está exenta la presencia del
deseo. El joven Lon, mira con no poca admiración a su tío, cuyos movimientos
denotan seguridad y confianza. En el
fondo, quiere parecerse a él. Es su modelo. Martin Ritt, en pocos minutos nos
ha descrito al personaje, a su entorno físico y ha dado algunas pistas respecto
a las relaciones de Hud con los integrantes de su familia. El film luego
progresará hacia los conflictos de Hud con cada uno de ellos.
Lo
interesante de la cinta es que estos conflictos se dan al interior de un encadenamiento
riguroso de las secuencias: cada una de ellas llama inevitablemente a la
siguiente, y así el interés jamás decae. La relación de Hud con su padre es
totalmente áspera, carente de afectos. Están uno junto al otro porque se
necesitan. El viejo lo necesita para que el rancho sobreviva. Hud depende del
dinero que le da su padre para llevar a cabo la vida disipada que tanto le
atrae. Sin embargo, ahora hay un problema muy serio: las vacas compradas por el
viejo Bannon están enfermas y han contaminado todo el ganado.
Hud
cree, entonces, que es ya la hora en que debe arrebatarle el rancho a su padre:
está tan viejo que fácilmente lo han engañado en el negocio, expresa en voz
alta. ¿Y por qué no deshacerse de las reses enfermas antes de tener el
diagnóstico?, suelta enfático Hud. ¿Acaso no están podridas las instituciones
de este país?, grita exaltado, intentando justificar su opción oportunista e
irresponsable. Pero, el viejo, como
aquellos rancheros que construyeron el lejano Oeste, con esa moral inflexible que
lucía John Wayne, se niega a actuar como un villano. Sí, un país cuyas entrañas
están enfermas, pero en las que aún sobreviven los últimos hombres duros de un
Oeste ya cercado, a punto de llegar al crepúsculo de los films de Peckinpah.
Ante
lo inevitable, al viejo Bannon no le queda otra alternativa que asumir el
momento con dignidad. La tierra, antes sólo hollada por los cascos de los
caballos y las carretas que la cruzaron en busca del nuevo Edén, ahora es
mancillada por el metal ominoso de los cargadores frontales que hacen de ella
una tumba para las reses. Los animales entran a este recinto y la película
adquiere un tono elegíaco. Los jinetes, sí, ahora sí vemos jinetes y hombres
armados, con rifles, prestos a disparar. Las imágenes nos muestran los rostros adustos
de los hombres que están listos para iniciar la masacre. Sólo esperan la orden. Y la orden viene del
viejo Bannon. Sólo él puede decir cuándo hay que acabar con su ganado. No es la
orden para marchar tras la nueva ruta de Chisholm a donde debe ir el ganado
para tomar el tren y alimentar a las nuevas poblaciones americanas. No son los
gritos de alegría de los vaqueros de Río
Rojo, que Howard Hawks los exaltaba con una épica admirable. No, ahora es
la apagada voz del viejo Bannon que da la orden de disparar y el joven Hud que
aprieta el gatillo para acabar lo que él ya había empezado a destruir,
consciente o inconscientemente, tiempo atrás.
Si
bien es cierto que la mirada de Ritt hacia el nuevo presente es dura, sin
embargo, el enjuiciamiento del pasado, por muy heroico o mítico que la memoria
lo recuerde, no resulta siendo tan complaciente. Hud es hechura de su padre. Su
rebeldía tiene un origen en la conducta opresora y dura del viejo que, además,
conserva rencores lejanos hacia Hud, causante de la muerte de su hermano, en un
accidente automovilístico. Hay también en el comportamiento de Hud una suerte
de auto castigo, de impulsos autodestructivos y de un cinismo con el que
enfrenta a la culpa que siente por esa muerte de un hermano que fue su
cómplice, que fue su compañero de juergas y aventuras. E hizo bien, Martin Ritt
en no recargar las tintas con complejidades psicológicas y apelar más bien al
apunte sutil, al dato clarificador, al gesto necesario.
Y,
sin duda, lo que hace de Hud un film atractivo es la continua referencia al
western a través de grandes y pequeños anotaciones que se insertan en las
imágenes, en los personajes y hasta en la misma banda sonora. Pienso en el
joven Lon, personificado por Brandon de Wilde. Lo que hace Ritt con este
personaje es una suerte de continuación de aquel chiquillo que, curioso e
impulsivo, no se perdió detalle alguno de la gesta de Shane, el desconocido, el
personaje del célebre film de George Stevens. Como en ese film, aquí Brandon de
Wilde, sigue a su tío Hud a todas partes, celebrándolo y admirándolo, peleando
orgulloso a su lado, hasta su desencanto final, desencanto que proviene por el lado
afectivo: no puede continuar admirando a alguien que se niega a continuar con
el sueño del abuelo, es más que planea derrocarlo para apropiarse del rancho. No puede admirar a quien intenta ultrajar a
Alma, esa mezcla de madre y amante, a la que desea secretamente. No puede
admirar a quien quiere destruir ese mundo hecho de héroes y leyendas, hecho del
polvo que levantan las reses o los caballos, para sustituirlo por el oro negro
que está por emerger de las profundidades de esa tierra a punto de morir.
Pero
también pienso en Alma, el ama de llaves del rancho, la eficiente y sacrificada
mujer que atiende y hace los gustos de los tres hombres de la casa. Alma es la
mujer con la que Hud coquetea cada día, y por la que ella se derrite a solas,
pero que se contiene porque ya vivió una vez el fracaso de vivir con un cínico
y sinvergüenza. Ella ahora es una mujer libre, capaz de gobernar su cuerpo y
sus deseos, capaz de irse a donde le da la gana. Sin duda, una auténtica mujer del
Oeste (¿hawksiana?) , capaz de amar intensamente a su hombre o de aniquilarlo
si no está a la altura de sus deseos e intereses. Patricia Neal estuvo
maravillosa en este film.
Hud, El indomable, es, sin duda, la expresión desencantada sobre un Oeste en
extinción, avasallado por una modernidad que se impone lenta e
ineluctablemente. La banda sonora del film subraya la visión y el sentir de
Martin Ritt: el country invasor de la radio es acallado una y otra vez, y sobre
él o sobre el silencio impuesto, una tonada austera y cálida, proveniente de
las cuerdas de una guitarra, se eleva y nos transmite su ternura y su
nostalgia.
Lima,
27 de febrero de 2012.
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