30/4/14

Rick Danko en el recuerdo: THE LAST WALTZ REVISITADO


  

Escribe: Rogelio Llanos Q.


Caminaba por los Campos Elíseos una tarde soleada de agosto de 2002. Me sentía cansado y abrumado con todo ese maldito malestar propio de un resfrío que amenazaba con desbordarse. Ese malestar se intensificaba conforme iban transcurriendo las horas. Partiendo del Louvre,  caminé por una de las riveras del Sena hasta llegar a la Plaza de la Concordia, y seguí, de inmediato,  por los Campos Elíseos, una extensa avenida que habría de conducirme hasta el Arco del Triunfo. Caminaba a paso lento y me distraía mirando a la gente pasar, curioseando en una que otra casa comercial o más bien deteniéndome para permitir que la pequeña familia satisficiera su curiosidad  en algunas de ellas, que las hay muchísimas a lo largo de esa gran avenida parisina. El clima no era de los mejores. Era verano, pero por momentos corría un viento fuerte y frío que no hacía más que agredir mis fosas nasales ya congestionadas y mi garganta inflamada. Pero, caramba, a pesar del resfrío en ciernes, había que pasear, había que caminar. Paris, con su mágico paisaje citadino ( y si no, que lo diga Woody Allen),  invita a la caminata tranquila, relajada, feliz. En cualquier lugar donde uno se encuentre siempre habrá algo atractivo que mirar y disfrutar. 

Y mi pregunta de siempre: ¿habrá alguna disquera por aquí? Nunca o casi nunca investigo antes de un viaje. Prefiero caminar mucho y que la ciudad me sorprenda. Siempre quiero descubrir una disquera y que me revele en la exploración atenta de sus anaqueles los tesoros que ella esconde. Así, he descubierto los Musimundo de Buenos Aires, Gibert en el Barrio latino de París, Feltrinelli en Roma, Florencia y Milán. Y así fue como descubrí, de pronto, el inmenso edificio de Virgin Records en la 52 de Los Campos Elíseos.

Totalmente deslumbrado entré al edificio. En el piso inferior había una mezcla heterogénea de discos y vídeos. Aún me veo nueve años atrás totalmente desconcertado ante la impresionante oferta discográfica. Sin capacidad de poder articular palabra alguna y sin saber por dónde empezar la revisión del tesoro hallado, vagué por la sala sin rumbo definido, sin orden ni concierto, aunque sí reparé en los precios. No recuerdo mucho las cifras, pero sí aquella sensación de desazón que causa el saber que no se podrá tener todo lo que uno desea. Los precios imponían respeto y nos obligaban a ser muy selectivos. ¡Calma!, ¡Calma!, empecemos por los preferidos o sea Bob Dylan, Lou Reed. Había de todo un poco: una mezcla de la actualidad con el pasado, algunos clásicos de los sesenta, rock de los setenta, los progresivos, en fin, una gran variedad y para todos los gustos.

Con algunos discos ya en las manos, subí al segundo nivel. Y allí estuve al borde del infarto. Lo primero que vieron mis sorprendidos  ojos fue una especie de libro de pasta amarilla, con un recuadro de fondo negro, sobre el cual en letras doradas se leía, The Band  - The Last Waltz. Estaba cubierto por un plástico que me impedía ver su interior. En la contraportada estaba el detalle de cada uno de los cuatro discos compactos que contenía. Con el corazón acelerado vi que tenía más temas que los de la edición simple que yo tenía en Lima, e incluía, además, la hermosa Acadian Driftwood. Ah, había un tema adicional de Dylan, Hazel, y había canciones de los ensayos y dos temas más de Joni Mitchell.

Miré el precio y lo sumé a los de los discos que ya había seleccionado y allí empezó mi conflicto interior. Siempre la maldita responsabilidad. Siempre la racionalidad. Y que esta vez se fue al diablo, con la complicidad de la pequeña familia: si no lo compras ahora, no lo tendrás nunca. ¿Cuánto tiempo pasó entre el descubrimiento y la decisión de compra? Ya no lo recuerdo, pero sí recuerdo que al ponerlo de canto me di cuenta que había algo parecido a un libro en su interior. ¡Diablos!, está sellado, me dije. ¿Qué tendrá? ¿la historia del concierto? ¿cómo se gestó la película? ¿habrá fotografías? ¿las letras de las canciones? La curiosidad era grande, y más grande era el amor que tenía por la película y por la música que habían cambiado mi gusto musical, y mi vida misma, allá por 1979 cuando se estrenó en el cine Country de Lima. Así, pues, sabiendo que los ahorros se iban a afectar seriamente, tomé este pequeño tesoro entre mis manos, lo puse junto a los discos seleccionados y ya no quise ver más discos por ese día (y creo que ya no vi más en el resto del viaje) y me dirigí a la caja. Luego de pagar, sentí extrañamente un gran alivio.

Llegué  al Arco del Triunfo al borde las seis de la tarde. Luego de mirar algunos detalles de ese monumento construido por Napoleón para celebrar su triunfo en Austerliz, me senté junto a una de sus paredes interiores. A mi lado tenía la bolsa con el botín del día, botín que ahora era tanto más precioso porque había allí una edición de lujo de la música del film bien amado. La verdad es que ahora sólo quería regresar al hotel y, con todo cuidado, retirar el plástico que servía de cubierta y descubrir el contenido de esta edición enriquecida con aquellos temas que Martin Scorsese, tal vez por razones de tiempo o comerciales, había descartado en el montaje del film.

Mientras caminaba de retorno al hotel, y luego de comprar unas cápsulas que resultaron milagrosas y calmaron mi resfrío de un día para otro, pensé en la mañana de aquel domingo de 1979 en la que atiné a entrar al cine Country para ver The Last Waltz, que la revista Hablemos de Cine estaba pre estrenando, con el título de El Último Rock. En aquel entonces, no tenía la menor idea de quiénes eran The Band, Neil Young, Paul Butterfield, Muddy Waters, Joni Mitchell. De Eric Clapton algo sabía por haberlo visto años atrás en el Concierto para Bangla Desh. Bob Dylan era sólo un nombre, y cuya actuación en Bangla Desh, todo hay que decirlo, pasó para mí, totalmente desapercibida. ¡Qué ciego y sordo era en aquel tiempo! Sí, eran aquellos tiempos en que mi universo rockero se componía de las canciones de los cuatro de Liverpool, las suaves melodías de Cat Stevens, la vitalidad del Good bye Yellow Brick Road de Elton John, los arrestos rockeros de The Ventures, y una que otra canción de los Stones.

Dice la historia que todo empezó a las cinco de la tarde de un 25 de noviembre de 1976. Norteamérica celebraba el Día de Acción de Gracias. En el Winterland de San Francisco, allí, donde dieciséis años atrás había empezado su aventura musical, The Band ofrecía a sus fieles seguidores su concierto de despedida. Pero sus integrantes no deseaban que fuera un recital más. Haber estado en el camino y sobre los escenarios por tanto tiempo les había permitido hacer muchos amigos, compartido momentos con bandas y nombres legendarios y recorrido por todo el espectro musical de Norteamérica.

The Band se había convertido en un punto de referencia obligado para noveles y veteranos. Bob Dylan tuvo momentos gloriosos a su lado. Eric Clapton reconoció públicamente que The Band había sido una de sus grandes influencias musicales, y es conocido el hecho de que Clapton visitó los predios del country-blues de The Band en aquellos años que siguieron a su salida de Cream. Lo cierto es que Music from Big Pink, aquel disco que vio la luz en los campos de Woodstock –a fines de los sesenta- compartiendo horas de música y amistad con Dylan, es un pequeño tesoro que pone al descubierto el talento de cinco músicos que prefirieron los pequeños escenarios y los fructíferos y animados encuentros amicales para improvisar y crear esas canciones que se enraízan vitales o melancólicas, gozosas o reflexivas, en esa América profunda de la cual provienen.

Así pues, cuando decidieron dar ese concierto de despedida pensaron en invitar sólo a Dylan y a Ronnie Hawkins, pero luego fueron apareciendo más y más nombres de gente amiga con la que en alguna ocasión habían confluido, Clapton, el primero de ellos. Como decía uno de los afiches del film que perennizó este histórico recital, lo que empezó como un simple concierto, terminó como una gran celebración.

Habiendo optado por invitar a los amigos para el concierto y teniendo a Martin Scorsese y a su equipo conformado entre tantos por los siete mejores directores de fotografía de Hollywood, The Band estaba listo para entonar su canto de cisne. Pero sus seguidores, todos aquellos que habían renunciado a comer el pavo del Día de Acción de Gracias en familia, merecían una buena compensación. Así que a las cinco de la tarde del día en mención, se abrieron las puertas del Winterland de San Francisco y todos los fieles fueron recibidos con una suculenta cena y un baile amenizado por la Berkeley Promenade Orchestra, festín que se prolongó hasta las ocho de la noche en que se hizo un alto para retirar las mesas y las sillas y dejar el lugar listo para el inicio del concierto.

Caminé en silencio hacia el hotel con algunas imágenes del film en mi mente. Siempre rememoro a Robbie Robertson, dirigiéndose a la multitud, al comienzo del film de Scorsese, y diciéndoles “¿Aún están allí, eh?” como prólogo de una emocionante versión de Don´t do it, con la que se cerró el concierto, quizás el más hermoso de cuantos se hayan hecho. O quizás la magia de Scorsese hizo que así lo pareciera.

¿Cómo se le ocurrió a Scorsese empezar por el final? Sin duda, esa fue una de las formidables ideas que surgieron al momento del montaje. Lo imagino a Marty enamorado de la música, fascinado por la belleza de las imágenes, sufriendo lo indecible por la selección que había que hacer, peleando consigo mismo para decidir el corte final. Y allí, sobre la mesa de edición, optando, decidiendo. Dura, pero admirable tarea. Tarea que ya había empezado desde antes de la filmación porque Scorsese dibujó plano por plano las diferentes secuencias musicales. Sí, en el cerebro del genial Marty ya estaban aquellas imágenes que pronto las cámaras de Vilmos Zsigmond o Hiro Narita o Michael Chapman iban a captar, entre otros grandes momentos, cuando Neil Young interpretara Helpless o Rick Danko cantara como los dioses en It makes no difference.
Nueve de la noche. The Band toma por asalto el escenario del Winterland y hace una brillante versión de Up on Cripple Creek. ¿Qué experimenté aquella mañana de 1979 en el viejo cine Country, mientras el gran Levon Helm se inclinaba sobre el micro, y sin dejar de golpear sus tambores,  afirmaba animoso “When I get off of this mountain, you know where I want to go”? Sólo puedo decir que una emoción intensa se apoderó de mí. ¿De dónde salía esta banda y qué contenían estas canciones cuyo significado no comprendía en ese momento, pero cuya música me transportaba a aquellos predios de los afectos, de la emoción. La cámara de Scorsese me permitía enterarme de cómo se estaba construyendo la emoción en ese momento. La guitarra líder de Robbie Robertson, el bajo de Rick Danko, los teclados de Garth Hudson, el piano de Richard Manuel, los tambores de Levon Helm, eran los protagonistas de ese milagro convertido en música.

¿Cuántas veces he visto The Last Waltz? ¿treinta, cuarenta veces? Ya he perdido la cuenta. En el cine la vi tantas veces como pude. Que no fueron muchas en su estreno porque sólo duró una semana. Pero luego, la vi en el cineclub, cuando la rescató, una vez más, Hablemos de Cine. Y luego en el VHS y ahora en el DVD. He vuelto a verla el domingo que pasó, y aún continúo emocionándome. Bella película. Bellas canciones.

Solo al pasar frente al d’Orsay dejé de pensar en Robbie Robertson y sus amigos. Esta vieja estación de tren convertida en museo y albergue de los impresionistas entre muchos otros, conserva en su colección una obra de Courbet impresionante que se llama El Origen del Universo (1866), cuadro que estuvo prohibido por más de un siglo, pero que ahora luce imponente y provocador en una de las paredes de este hermoso museo. El recuerdo de ese hermoso cuadro que muestra el misterio y encanto del pubis femenino, puso a un lado mi nostalgia y trajo a mi mente la rocambolesca historia de un cuadro proscrito por tirios y troyanos y que recién pudo ser exhibido abiertamente en 1995.  Pasado el d’Orsay torné a mis recuerdos entrañables del film, del concierto, y de los discos de The Last Waltz. En realidad, yo no los buscaba, ellos venían a mi encuentro, una y otra vez. Sí,  pensaba en toda la gente que participó en el concierto, cantantes que yo desconocía en aquellos años y que ahora formaban parte de aquel Olimpo particular que alimentaba –y aún ahora, alimenta- mis ilusiones y me brindaba –como ahora mismo-  alegría y emoción.

Dicen las crónicas que The Band tocó para sus seguidores una hora seguida. Sí, allí fue cuando Rick lanzó ese directo al corazón que lleva por título It makes no difference. Extraordinario vocalista, bajista de fuste, toca el bajo como una guitarra más, no le teme a la improvisación, atento siempre a los movimientos del líder, que puede ser Robbie Robertson o Eric Clapton o el mismísimo Dylan. Siempre acertado, siempre inspirado. Pero como vocalista es único, impregnando a los versos de la emoción, la ternura, el desgarro, la angustia que ellos reclaman. Imposible no emocionarse cuando Rick, entregado a su canto doloroso y tierno,  no puede más y declara:” Without your love I’m nothing at all, like an empty hall it's a lonely fall…”. Scorsese, inspirado, le otorga intensidad a la interpretación de Rick y resuelve la situación con hermosos planos medios de Rick y Robbie y unos bellos primeros planos del rostro de Danko. La oportuna entrada final de Garth con el saxo para el subrayado instrumental, el encuadre que se ajusta al cambio de la melodía y la variación de la iluminación en el plano, le confieren a este momento una gran emoción y  una gran belleza.
A las diez de la noche empezaron a desfilar los invitados, el primero de ellos, Ronnie Hawkins. The Band, recuerda Robbie Robertson, empezó dieciséis años atrás con este gran cantante de rockabilly. Viejo conocido y mentor de The Band, pícaro, alegre y bullicioso. Su Who do you love es inolvidable, como inolvidable es ese gesto de echar aire a las cuerdas de la guitarra de Robbie. Sí, todo un privilegio para los cantantes tener como banda a estos cinco talentosos músicos, con cuya compañía Neil Young disfruta y se inspira, Joni Mitchell potencia su interpretación, Paul Butterfield se embarca feliz en su tren misterioso,  Muddy Waters  vibra de entusiasmo  en una intervención que tiene todo el empaque de un ritual, Eric Clapton halla su banda ideal y Bob Dylan reencuentra el camino de la gloria.

Todas estas imágenes pasaron por mi mente una y otra vez, haciéndome desear estar de vuelta en casa para gozar de esa fiesta de los sentidos que es The Last Waltz. En cierta ocasión me pregunté qué secuencia es la que más me gusta. En verdad, todas tienen algún detalle que las hacen inolvidables. Desde la primera en que Rick Danko nos habla del lance que está a punto de realizar frente a la mesa de billar: “hay que mantener la bola de uno en la mesa y eliminar las de los demás”. Sí, una suerte de metáfora de los tiempos que empiezan a correr. Para sobrevivir hay que dejar fuera de juego a los demás. Y, más adelante, Robbie subraya: El camino se ha vuelto una manera imposible de vivir. El tiempo para The Band ya acabó, y hay que irse con la dignidad con la que se ha vivido. E irse entre amigos, canciones y afectos. Y eso es lo que testimonia The Last Waltz.

Pero también me gustan esas imágenes de Neil Young compartiendo el escenario con The Band. Planos hermosos que evidencian la íntima vinculación de las imágenes con la música. Los afectos amicales revelados en una soberbia interpretación de un Neil Young desbordado que abandona su micrófono solitario para juntarse con Robbie y Rick y cantar juntos los coros de Helpless. Hay alegría, humor, nostalgia en esos planos llenos de luz y vitalidad. Me gustan también aquellas imágenes que Marty capta hábilmente cuando a Clapton se le suelta el soporte de la guitarra y Robbie improvisa de inmediato hasta que Eric está listo y retoma el riff como si todo hubiera sido ensayado. Precisión, talento, magia, una vez más.

Desde su mirador, Michael Chapman, el gran director de fotografía, al lado de Scorsese, dirige las diferentes cámaras hacia el escenario para no perder detalle alguno de lo que allí sucede. Son miradas que tienden a mimetizarse con las del espectador, que poseen su curiosidad, que comparten su emoción. De allí que todas las imágenes, salvo las de las entrevistas que se intercalan con las del concierto, se focalizan en el escenario. Si acaso aparece el público, es porque la cámara de Hiro Narita, ubicada detrás de la banda, sobre el escenario mismo,  muestra muy de cerca lo que Levon, Garth o Richard Manuel hacen con sus instrumentos y,   entonces, en el fondo del plano podemos atisbar al público de pie, exteriorizando su gozo ante  un acontecimiento musical sin precedentes.

La última vez que ví The Last Waltz en pantalla grande, está asociada al recuerdo de un Fico de Cárdenas haciendo un comentario encendido de aquella secuencia en la que Muddy Waters interpreta Mannish Boy. No hay palabras para describir la emoción que emana del gran bluesero, que fue captado por la cámara de Laszlo Kovács. Siempre he contado esta historia que la leí en una entrevista que le hicieron a Marty. La escribiré ahora, aun cuando, me temo que he perdido ya algunos detalles. Pero, más o menos, se trata de algo así: El gran LaszLo Kovács, no estaba contratado para la filmación, pero estaba formando su cola para entrar al concierto. Marty, que ya había dispuesto a sus camarógrafos en diferentes puntos del lugar del concierto, descubrió de pronto a Kovács y pensó de inmediato que éste bien podría cubrir el escenario desde atrás de la sala. Kovács aceptó la propuesta de participar en la filmación y fue él quien logró ese extenso plano secuencia en el que Muddy Waters hechiza con su canto a la multitud. Lo que sucedió fue que el tema era conocido por todos como Hoochie Coochie Man y cuando se habló de Mannish Boy, todos los fotógrafos se relajaron a la espera del siguiente tema, para desesperación de Marty que pensó que nadie había captado la interpretación de Muddy Waters. Kovács que no estaba al tanto de los detalles como los demás fotógrafos, siguió filmando y salvó la situación de una manera inesperada. Un desenlace feliz que Marty descubrió al momento de montar el film.

Allá por 1979 la oferta discográfica en Lima era muy pobre. Así que luego de ver la película y cuando aún no se había disipado el gozo y la emoción por las imágenes vistas y los sonidos escuchados, sentimos una cierta desazón porque pensábamos que, quizás, nunca más podríamos volver a la magia de The Last Waltz. Sin embargo, nos equivocamos. Poco tiempo después, en una de nuestras frecuentes visitas a la disquera Héctor Roca en la muy venida a menos Galerías Boza del centro de Lima, encontramos la edición en vinilo de The Last Waltz que, por supuesto, adquirimos de inmediato. Era una edición de tres discos, cada uno de los cuales estaba dentro de un sobre amarillo. En estos sobres, había fotografías en blanco y negro extraídas del film. En uno de ellos, estaban la lista de las canciones, así como los intérpretes y los músicos de apoyo. Era más de lo que podía esperar en aquellos días de tanta sequía musical en nuestras disqueras. Tomé nota de los nombres que aparecían en el sobre. Ese fue el punto de partida de una búsqueda de discos, discografías, libros y datos que tuvieran que ver con mis recientes héroes musicales. The Band y sus amigos eran mis nuevos compañeros de ruta. Aunque a veces me lamentaba haberlos conocido tan tarde. Justo cuando ellos decidían retirarse de los escenarios, yo empezaba a disfrutar de su música.

La crónica del concierto nos dice que a las once y cuarenta y cinco minutos de la noche, The Band se tomó un pequeño descanso, antes de  continuar ofreciendo un recital que se caracterizó por la recreación de sus propias canciones. Todas las interpretaciones del concierto, salvo la de Acadian Driftwood (que sólo es posible escucharlo en esta edición de cuatro discos), mejoran las versiones en estudio. La fuerza de Levon Helm en Ophelia y The Night They Drove Old Dixie Down es sencillamente arrolladora. The Weight, con el apoyo de The Staples, es un canto ceremonial maravilloso. Evangeline es una tonada country deliciosa, con el contrapunto de voces de Rick y la encantadora Emmylou Harris.

A la una de la mañana, Bob Dylan entra en escena y arranca su actuación con Baby, let me follow you down, seguida de Hazel, I don´t believe you, Forever Young y una repetición vibrante de Baby, let me follow you down. Sin embargo, en el film, sólo se registran Forever Young y la repetición de Baby, let me follow…. Según se dice, Dylan y su gente estaban preocupados porque estas imágenes podían afectar los resultados del estreno de Renaldo y Clara, película fallida en la que el mismo Dylan hacía de director. De todas maneras, las imágenes que Scorsese graba de Dylan con The Band son extraordinarias, a tal punto que bien puede considerarse que jamás el cantante de Minnesotta ha sido captado en escena de manera tan vital y tan sentida como en The Last Waltz. Y es posible ver en esa secuencia, el grado de compenetración entre el cantante y la banda. Levon Helen y Rick Danko, atentos, a lo que Dylan y Robbie conversan, atentos a los sonidos que saldrán de las guitarras de sus líderes para luego seguirlos. Bien sabían ellos de lo que Dylan es capaz en el escenario: empezar un tema jamás ensayado y confiar en que su banda, intuitiva y talentosa, lo seguirá fielmente y harán de su actuación una verdadera ordalía. Así, pues, cuando Dylan pulsa las cuerdas de su guitarra y se embarca en la versión final de Baby, let me follow you down, Levon se aplica a sus tambores y Rick Danko sonríe como diciendo ‘esa ya lo conozco’, y se entrega con alegría al placer de una interpretación que sabe será inolvidable, única.

Allá por 1986, diez años después de The Last Waltz, Richard Manuel, el hombre del piano, el cantante que nos deleitó con su versión de The Shape I´m in, aquel que dijo que la principal motivación de The Band eran las mujeres, el singular vocalista de la versión en falsete de I shall be released y que sorprendió en el número final de The Last Waltz  cantando a viva voz la segunda estrofa de esa canción emblemática (y muchos de los invitados no sabían quién era el intérprete),  se quitó la vida en el cuarto de un hotel en Florida, luego de dar un concierto al lado de sus amigos Levon Helm y Garth Hudson. Ese mismo año, aquí en Lima, un pequeño grupo de amigos, le rendimos homenaje en fiesta profana con parrilla deliciosa, afiches, vino y alcohol a raudales y mucha de aquella música amada.

Mientras subía hacia  la habitación del Hotel Des Mines ubicado en el corazón del barrio latino en la 125 de Saint Michel, mi estado de ánimo se debatía entre la alegría por el hallazgo del día y una cierta nostalgia por los amigos lejanos, por aquellas fiestas y encuentros de largas y amenas charlas matizadas con los sonidos de aquella música que revisitaba los predios tan queridos como tan heterogéneos –desde la salsa dura hasta el rock de The Band, pasando por el bolero y la ranchera de José Alfredo Jiménez-. Los viejos recuerdos se agolpaban a la vista del disco encontrado, disco que ahora yacía sobra la cama,  a punto de ser abierto.

Me gusta acariciar un disco antes de abrirlo, tal como suelo hacer con los libros. Lo miro y lo remiro disfrutando del arte de la carátula, leyendo con mucha atención las leyendas o créditos de la contracarátula y deteniéndome en los detalles del dibujo o la fotografía que suele aparecer en ellos. El plástico que lo cubre me recuerda que es un disco nuevo, cuyos temas, sonidos y voces, en algún punto de la grabación podrían pulsar las cuerdas de mi emoción y hacerme decir una vez más: ¿cómo ha podido este cantante, ese músico o aquella banda encontrar tal verso o tal acorde que nos hace tocar las puertas del cielo? Hacer girar un disco y escuchar lo que contiene es, sin duda, todo un acto de amor. Escuchar The Last Waltz es ingresar a aquellos espacios donde los afectos tienden lazos generosos con la nostalgia y donde el amor por la música se confunde con la celebración de la amistad.

Luego del I shall be released interpretada por The Band y sus invitados, bajo la conducción de Bob Dylan, algunos de estos se apoderaron del escenario e iniciaron un ‘jam session’ para sorpresa y gusto de los espectadores. Neil Young, como guitarra líder, Stephen Stills, Ronnie Wood, Doctor John, Ringo Starr, Levon Helm, entre otros, se embarcaron en una improvisación, que las cámaras sólo pudieron captar en parte; tanto tiempo encendidas, las cámaras se recalentaron y tuvieron que ser apagadas. Sólo se volvieron a encender a las dos y quince de la madrugada cuando The Band subió por última vez al escenario y fue allí donde Marty Scorsese capta a Robbie Robertson diciéndole a los asistentes: “ ¡Aún siguen allí!, ¿eh?” y empiezan el tema final, Don’t do it. A las dos y veinte minutos The Last Waltz era ya historia. Había trascurrido casi diez horas desde que el Winterland abrió sus puertas y empezó la celebración.

Abrí la puerta de mi habitación, me serví un vaso de agua y me tomé un par de aquellas cápsulas que me había recomendado en la farmacia un chino que hablaba español y que, creo, me miró con compasión al escuchar mi acentuada afonía. Cuando lo escuché decir: “señol, estas cápsulas son buenas para su galganta”, sonreí, al acordarme  de aquel personaje que hacía de ayudante de Arizona Jim, el valiente sheriff de un imaginario pueblo del Oeste americano, y cuyas hazañas aparecían escritas en aquellas novelitas de a sol, que hicieron famosos, entre los habitúes, a autores como Marcial Lafuente Estefanía, Mortimer Cody o Silver Kane y que me acompañaron en mi adolescencia.

Comodísimo en mi pijama, me dispuse a revisar el tesoro adquirido. Una vez más, admiré, a través del plástico, el detalle de la carátula que acompañaba a las letras doradas. Sí, debajo de ellas había el dibujo de cinco músicos, de pie, con los brazos levantados y dos de ellos, con sus guitarras. Ahora, pensé, veintitrés años después del concierto, sólo quedan cuatro. Luego del concierto y de la noticia del suicidio de Richard Manuel, supe muy poco de ellos. A Robbie Robertson lo volví a encontrar poco tiempo después en los créditos del film de Scorsese, El Color del Dinero;  a Rick Danko, Levon Helm y Garth Hudson los vi juntos por última vez en el Concierto del 30 Aniversario de Bob Dylan. En esa ocasión Rick estaba muy subido de peso, los años no lo habían tratado tan bien, pero la versión de When I Paint My Masterpiece, con un The Band reconstruido con apoyo de unos cuantos amigos, fue emotiva, sin llegar a la intensidad y fuerza de aquellas interpretaciones inolvidables de The Last Waltz.

Quité cuidadosamente el plástico que protegía el álbum. Lo abrí. Detrás de la portada había dos discos y en la primera página, estaba uno de los afiches del concierto: una mujer desnuda, que es tomada de las manos por un hombre vestido con un terno oscuro. Ambos están junto a la reja de acceso a una casa de campo y cerca de otra mujer, sentada, con las piernas descubiertas, que los observa. Al fondo un hombre lleva en brazos a una mujer. Las mujeres nunca faltaron en el universo de The Band. Es más, eran esenciales. Richard Manuel, tenía razón: si The Band emprendió la aventura musical, fue, sin duda, por las mujeres, sí aquellas mujeres que Rick Danko calificó de maravillosas.

Continué con la exploración del tesoro: venía a continuación una especie de libro con hojas en papel ‘couché’, con muchas fotos y mucho texto. Sobre la pasta final, estaban los otros dos discos. En la última página, se reproducían las palabras de Robbie Robertson acerca de la imposibilidad de que The Band continuara en el camino y la necesidad de decir adiós a los conciertos. Frases nacidas del corazón y de un itinerario vivido con intensidad.

Volteé hacia la página anterior y, entonces, miré extrañado las fotos de Richard Manuel y Rick Danko. En la parte inferior de ambas fotografías leí impresionado “Dedicado al Arte y Memoria de Rick Danko y Richard Manuel”. ¿Rick Danko muerto? No lo podía creer. ¿Y cuándo ocurrió y cómo sucedió? Busqué rápidamente entre las páginas del libro alguna información sobre lo sucedido a Rick, pero no encontré dato alguno. Retorné a las últimas páginas para volver a leer la dedicatoria de Robbie Robertson –que es el productor de esta edición- a sus viejos camaradas.
Una profunda tristeza me embargó, tristeza que me devolvió a aquellas imágenes de Rick y su sentida versión de It makes no difference y también a aquella otra de Stagefright, en la que un Rick tembloroso y emocionado, hace de dicha composición, en complicidad con un Scorsese inspiradísimo, uno de los grandes momentos de The Band en la película.

De regreso a Lima, frente al equipo de sonido, volví a escuchar emocionado, uno tras otro, los cuatro discos de esta versión de The Last Waltz y, entonces pude comprobar, con alegría, que Richard y Rick nunca se fueron. Están con nosotros cada vez que el disco gira emocionándonos con sus sonidos o que los planos del film empiezan a fluir con su belleza y su calidez.

Gracias, Robbie, Rick, Richard, Levon, Garth, gracias por su música. Cierto, Miguel, muy cierto, los viejos rockeros nunca mueren.

Lima, 15 de enero de 2012.




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