Escribe: Rogelio Llanos Q.
Caminaba
por los Campos Elíseos una tarde soleada de agosto de 2002. Me sentía cansado y
abrumado con todo ese maldito malestar propio de un resfrío que amenazaba con
desbordarse. Ese malestar se intensificaba conforme iban transcurriendo las
horas. Partiendo del Louvre, caminé por
una de las riveras del Sena hasta llegar a la Plaza de la Concordia, y seguí,
de inmediato, por los Campos Elíseos,
una extensa avenida que habría de conducirme hasta el Arco del Triunfo.
Caminaba a paso lento y me distraía mirando a la gente pasar, curioseando en
una que otra casa comercial o más bien deteniéndome para permitir que la
pequeña familia satisficiera su curiosidad
en algunas de ellas, que las hay muchísimas a lo largo de esa gran
avenida parisina. El clima no era de los mejores. Era verano, pero por momentos
corría un viento fuerte y frío que no hacía más que agredir mis fosas nasales
ya congestionadas y mi garganta inflamada. Pero, caramba, a pesar del resfrío
en ciernes, había que pasear, había que caminar. Paris, con su mágico paisaje
citadino ( y si no, que lo diga Woody Allen),
invita a la caminata tranquila, relajada, feliz. En cualquier lugar
donde uno se encuentre siempre habrá algo atractivo que mirar y disfrutar.
Y
mi pregunta de siempre: ¿habrá alguna disquera por aquí? Nunca o casi nunca
investigo antes de un viaje. Prefiero caminar mucho y que la ciudad me
sorprenda. Siempre quiero descubrir una disquera y que me revele en la
exploración atenta de sus anaqueles los tesoros que ella esconde. Así, he
descubierto los Musimundo de Buenos
Aires, Gibert en el Barrio latino de
París, Feltrinelli en Roma,
Florencia y Milán. Y así fue como descubrí, de pronto, el inmenso edificio de Virgin Records en la 52 de Los Campos Elíseos.
Totalmente
deslumbrado entré al edificio. En el piso inferior había una mezcla heterogénea
de discos y vídeos. Aún me veo nueve años atrás totalmente desconcertado ante
la impresionante oferta discográfica. Sin capacidad de poder articular palabra
alguna y sin saber por dónde empezar la revisión del tesoro hallado, vagué por la
sala sin rumbo definido, sin orden ni concierto, aunque sí reparé en los
precios. No recuerdo mucho las cifras, pero sí aquella sensación de desazón que
causa el saber que no se podrá tener todo lo que uno desea. Los precios
imponían respeto y nos obligaban a ser muy selectivos. ¡Calma!, ¡Calma!,
empecemos por los preferidos o sea Bob Dylan, Lou Reed. Había de todo un poco:
una mezcla de la actualidad con el pasado, algunos clásicos de los sesenta,
rock de los setenta, los progresivos, en fin, una gran variedad y para todos
los gustos.
Con
algunos discos ya en las manos, subí al segundo nivel. Y allí estuve al borde
del infarto. Lo primero que vieron mis sorprendidos ojos fue una especie de libro de pasta
amarilla, con un recuadro de fondo negro, sobre el cual en letras doradas se
leía, The Band - The Last Waltz. Estaba cubierto por un
plástico que me impedía ver su interior. En la contraportada estaba el detalle
de cada uno de los cuatro discos compactos que contenía. Con el corazón
acelerado vi que tenía más temas que los de la edición simple que yo tenía en
Lima, e incluía, además, la hermosa Acadian
Driftwood. Ah, había un tema adicional de Dylan, Hazel, y había canciones de los ensayos y dos temas más de Joni
Mitchell.
Miré
el precio y lo sumé a los de los discos que ya había seleccionado y allí empezó
mi conflicto interior. Siempre la maldita responsabilidad. Siempre la racionalidad.
Y que esta vez se fue al diablo, con la complicidad de la pequeña familia: si
no lo compras ahora, no lo tendrás nunca. ¿Cuánto tiempo pasó entre el
descubrimiento y la decisión de compra? Ya no lo recuerdo, pero sí recuerdo que
al ponerlo de canto me di cuenta que había algo parecido a un libro en su
interior. ¡Diablos!, está sellado, me dije. ¿Qué tendrá? ¿la historia del
concierto? ¿cómo se gestó la película? ¿habrá fotografías? ¿las letras de las
canciones? La curiosidad era grande, y más grande era el amor que tenía por la
película y por la música que habían cambiado mi gusto musical, y mi vida misma,
allá por 1979 cuando se estrenó en el cine Country de Lima. Así, pues, sabiendo
que los ahorros se iban a afectar seriamente, tomé este pequeño tesoro entre
mis manos, lo puse junto a los discos seleccionados y ya no quise ver más
discos por ese día (y creo que ya no vi más en el resto del viaje) y me dirigí
a la caja. Luego de pagar, sentí extrañamente un gran alivio.
Llegué
al Arco del Triunfo al borde las seis de
la tarde. Luego de mirar algunos detalles de ese monumento construido por
Napoleón para celebrar su triunfo en Austerliz, me senté junto a una de sus
paredes interiores. A mi lado tenía la bolsa con el botín del día, botín que
ahora era tanto más precioso porque había allí una edición de lujo de la música
del film bien amado. La verdad es que ahora sólo quería regresar al hotel y,
con todo cuidado, retirar el plástico que servía de cubierta y descubrir el
contenido de esta edición enriquecida con aquellos temas que Martin Scorsese,
tal vez por razones de tiempo o comerciales, había descartado en el montaje del
film.
Mientras
caminaba de retorno al hotel, y luego de comprar unas cápsulas que resultaron
milagrosas y calmaron mi resfrío de un día para otro, pensé en la mañana de
aquel domingo de 1979 en la que atiné a entrar al cine Country para ver The Last Waltz, que la revista Hablemos de Cine estaba pre estrenando,
con el título de El Último Rock. En
aquel entonces, no tenía la menor idea de quiénes eran The Band, Neil Young,
Paul Butterfield, Muddy Waters, Joni Mitchell. De Eric Clapton algo sabía por
haberlo visto años atrás en el Concierto
para Bangla Desh. Bob Dylan era sólo un nombre, y cuya actuación en Bangla
Desh, todo hay que decirlo, pasó para mí, totalmente desapercibida. ¡Qué ciego
y sordo era en aquel tiempo! Sí, eran aquellos tiempos en que mi universo
rockero se componía de las canciones de los cuatro de Liverpool, las suaves
melodías de Cat Stevens, la vitalidad del Good
bye Yellow Brick Road de Elton John, los arrestos rockeros de The Ventures,
y una que otra canción de los Stones.
Dice
la historia que todo empezó a las cinco de la tarde de un 25 de noviembre de
1976. Norteamérica celebraba el Día de Acción de Gracias. En el Winterland de
San Francisco, allí, donde dieciséis años atrás había empezado su aventura
musical, The Band ofrecía a sus fieles seguidores su concierto de despedida.
Pero sus integrantes no deseaban que fuera un recital más. Haber estado en el camino
y sobre los escenarios por tanto tiempo les había permitido hacer muchos
amigos, compartido momentos con bandas y nombres legendarios y recorrido por
todo el espectro musical de Norteamérica.
The
Band se había convertido en un punto de referencia obligado para noveles y
veteranos. Bob Dylan tuvo momentos gloriosos a su lado. Eric Clapton reconoció
públicamente que The Band había sido una de sus grandes influencias musicales,
y es conocido el hecho de que Clapton visitó los predios del country-blues de
The Band en aquellos años que siguieron a su salida de Cream. Lo cierto es que Music from Big Pink, aquel disco que
vio la luz en los campos de Woodstock –a fines de los sesenta- compartiendo
horas de música y amistad con Dylan, es un pequeño tesoro que pone al
descubierto el talento de cinco músicos que prefirieron los pequeños escenarios
y los fructíferos y animados encuentros amicales para improvisar y crear esas
canciones que se enraízan vitales o melancólicas, gozosas o reflexivas, en esa
América profunda de la cual provienen.
Así
pues, cuando decidieron dar ese concierto de despedida pensaron en invitar sólo
a Dylan y a Ronnie Hawkins, pero luego fueron apareciendo más y más nombres de
gente amiga con la que en alguna ocasión habían confluido, Clapton, el primero
de ellos. Como decía uno de los afiches del film que perennizó este histórico
recital, lo que empezó como un simple concierto, terminó como una gran
celebración.
Habiendo
optado por invitar a los amigos para el concierto y teniendo a Martin Scorsese
y a su equipo conformado entre tantos por los siete mejores directores de
fotografía de Hollywood, The Band estaba listo para entonar su canto de cisne.
Pero sus seguidores, todos aquellos que habían renunciado a comer el pavo del
Día de Acción de Gracias en familia, merecían una buena compensación. Así que a
las cinco de la tarde del día en mención, se abrieron las puertas del
Winterland de San Francisco y todos los fieles fueron recibidos con una
suculenta cena y un baile amenizado por la Berkeley Promenade Orchestra, festín
que se prolongó hasta las ocho de la noche en que se hizo un alto para retirar
las mesas y las sillas y dejar el lugar listo para el inicio del concierto.
Caminé
en silencio hacia el hotel con algunas imágenes del film en mi mente. Siempre
rememoro a Robbie Robertson, dirigiéndose a la multitud, al comienzo del film
de Scorsese, y diciéndoles “¿Aún están allí, eh?” como prólogo de una
emocionante versión de Don´t do it,
con la que se cerró el concierto, quizás el más hermoso de cuantos se hayan
hecho. O quizás la magia de Scorsese hizo que así lo pareciera.
¿Cómo
se le ocurrió a Scorsese empezar por el final? Sin duda, esa fue una de las formidables
ideas que surgieron al momento del montaje. Lo imagino a Marty enamorado de la
música, fascinado por la belleza de las imágenes, sufriendo lo indecible por la
selección que había que hacer, peleando consigo mismo para decidir el corte
final. Y allí, sobre la mesa de edición, optando, decidiendo. Dura, pero
admirable tarea. Tarea que ya había empezado desde antes de la filmación porque
Scorsese dibujó plano por plano las diferentes secuencias musicales. Sí, en el
cerebro del genial Marty ya estaban aquellas imágenes que pronto las cámaras de
Vilmos Zsigmond o Hiro Narita o Michael Chapman iban a captar, entre otros
grandes momentos, cuando Neil Young interpretara Helpless o Rick Danko cantara como los dioses en It makes no difference.
Nueve
de la noche. The Band toma por asalto el escenario del Winterland y hace una
brillante versión de Up on Cripple Creek.
¿Qué experimenté aquella mañana de 1979 en el viejo cine Country, mientras el
gran Levon Helm se inclinaba sobre el micro, y sin dejar de golpear sus
tambores, afirmaba animoso “When I get
off of this mountain, you know where I want to go”? Sólo puedo decir que una
emoción intensa se apoderó de mí. ¿De dónde salía esta banda y qué contenían
estas canciones cuyo significado no comprendía en ese momento, pero cuya música
me transportaba a aquellos predios de los afectos, de la emoción. La cámara de
Scorsese me permitía enterarme de cómo se estaba construyendo la emoción en ese
momento. La guitarra líder de Robbie Robertson, el bajo de Rick Danko, los
teclados de Garth Hudson, el piano de Richard Manuel, los tambores de Levon
Helm, eran los protagonistas de ese milagro convertido en música.
¿Cuántas
veces he visto The Last Waltz?
¿treinta, cuarenta veces? Ya he perdido la cuenta. En el cine la vi tantas
veces como pude. Que no fueron muchas en su estreno porque sólo duró una
semana. Pero luego, la vi en el cineclub, cuando la rescató, una vez más, Hablemos de Cine. Y luego en el VHS y
ahora en el DVD. He vuelto a verla el domingo que pasó, y aún continúo
emocionándome. Bella película. Bellas canciones.
Solo
al pasar frente al d’Orsay dejé de pensar en Robbie Robertson y sus amigos.
Esta vieja estación de tren convertida en museo y albergue de los
impresionistas entre muchos otros, conserva en su colección una obra de Courbet
impresionante que se llama El Origen del Universo (1866), cuadro que estuvo
prohibido por más de un siglo, pero que ahora luce imponente y provocador en
una de las paredes de este hermoso museo. El recuerdo de ese hermoso cuadro que
muestra el misterio y encanto del pubis femenino, puso a un lado mi nostalgia y
trajo a mi mente la rocambolesca historia de un cuadro proscrito por tirios y
troyanos y que recién pudo ser exhibido abiertamente en 1995. Pasado el d’Orsay torné a mis recuerdos
entrañables del film, del concierto, y de los discos de The Last Waltz. En realidad, yo no los buscaba, ellos venían a mi
encuentro, una y otra vez. Sí, pensaba
en toda la gente que participó en el concierto, cantantes que yo desconocía en
aquellos años y que ahora formaban parte de aquel Olimpo particular que
alimentaba –y aún ahora, alimenta- mis ilusiones y me brindaba –como ahora
mismo- alegría y emoción.
Dicen
las crónicas que The Band tocó para sus seguidores una hora seguida. Sí, allí
fue cuando Rick lanzó ese directo al corazón que lleva por título It makes no difference. Extraordinario
vocalista, bajista de fuste, toca el bajo como una guitarra más, no le teme a
la improvisación, atento siempre a los movimientos del líder, que puede ser
Robbie Robertson o Eric Clapton o el mismísimo Dylan. Siempre acertado, siempre
inspirado. Pero como vocalista es único, impregnando a los versos de la
emoción, la ternura, el desgarro, la angustia que ellos reclaman. Imposible no
emocionarse cuando Rick, entregado a su canto doloroso y tierno, no puede más y declara:” Without your love I’m
nothing at all, like an empty hall it's a lonely fall…”. Scorsese, inspirado,
le otorga intensidad a la interpretación de Rick y resuelve la situación con
hermosos planos medios de Rick y Robbie y unos bellos primeros planos del
rostro de Danko. La oportuna entrada final de Garth con el saxo para el
subrayado instrumental, el encuadre que se ajusta al cambio de la melodía y la
variación de la iluminación en el plano, le confieren a este momento una gran
emoción y una gran belleza.
A
las diez de la noche empezaron a desfilar los invitados, el primero de ellos,
Ronnie Hawkins. The Band, recuerda Robbie Robertson, empezó dieciséis años
atrás con este gran cantante de rockabilly. Viejo conocido y mentor de The Band,
pícaro, alegre y bullicioso. Su Who do
you love es inolvidable, como inolvidable es ese gesto de echar aire a las
cuerdas de la guitarra de Robbie. Sí, todo un privilegio para los cantantes tener
como banda a estos cinco talentosos músicos, con cuya compañía Neil Young disfruta
y se inspira, Joni Mitchell potencia su interpretación, Paul Butterfield se
embarca feliz en su tren misterioso, Muddy Waters vibra de entusiasmo en una intervención que tiene todo el empaque
de un ritual, Eric Clapton halla su banda ideal y Bob Dylan reencuentra el
camino de la gloria.
Todas
estas imágenes pasaron por mi mente una y otra vez, haciéndome desear estar de
vuelta en casa para gozar de esa fiesta de los sentidos que es The Last Waltz. En cierta ocasión me
pregunté qué secuencia es la que más me gusta. En verdad, todas tienen algún
detalle que las hacen inolvidables. Desde la primera en que Rick Danko nos
habla del lance que está a punto de realizar frente a la mesa de billar: “hay
que mantener la bola de uno en la mesa y eliminar las de los demás”. Sí, una suerte
de metáfora de los tiempos que empiezan a correr. Para sobrevivir hay que dejar
fuera de juego a los demás. Y, más adelante, Robbie subraya: El camino se ha
vuelto una manera imposible de vivir. El tiempo para The Band ya acabó, y hay
que irse con la dignidad con la que se ha vivido. E irse entre amigos,
canciones y afectos. Y eso es lo que testimonia The Last Waltz.
Pero
también me gustan esas imágenes de Neil Young compartiendo el escenario con The
Band. Planos hermosos que evidencian la íntima vinculación de las imágenes con
la música. Los afectos amicales revelados en una soberbia interpretación de un
Neil Young desbordado que abandona su micrófono solitario para juntarse con
Robbie y Rick y cantar juntos los coros de Helpless.
Hay alegría, humor, nostalgia en esos planos llenos de luz y vitalidad. Me
gustan también aquellas imágenes que Marty capta hábilmente cuando a Clapton se
le suelta el soporte de la guitarra y Robbie improvisa de inmediato hasta que
Eric está listo y retoma el riff como si todo hubiera sido ensayado. Precisión,
talento, magia, una vez más.
Desde
su mirador, Michael Chapman, el gran director de fotografía, al lado de
Scorsese, dirige las diferentes cámaras hacia el escenario para no perder
detalle alguno de lo que allí sucede. Son miradas que tienden a mimetizarse con
las del espectador, que poseen su curiosidad, que comparten su emoción. De allí
que todas las imágenes, salvo las de las entrevistas que se intercalan con las
del concierto, se focalizan en el escenario. Si acaso aparece el público, es
porque la cámara de Hiro Narita, ubicada detrás de la banda, sobre el escenario
mismo, muestra muy de cerca lo que
Levon, Garth o Richard Manuel hacen con sus instrumentos y, entonces, en el fondo del plano podemos
atisbar al público de pie, exteriorizando su gozo ante un acontecimiento musical sin precedentes.
La
última vez que ví The Last Waltz en
pantalla grande, está asociada al recuerdo de un Fico de Cárdenas haciendo un
comentario encendido de aquella secuencia en la que Muddy Waters interpreta Mannish Boy. No hay palabras para
describir la emoción que emana del gran bluesero,
que fue captado por la cámara de Laszlo Kovács. Siempre he contado esta
historia que la leí en una entrevista que le hicieron a Marty. La escribiré ahora,
aun cuando, me temo que he perdido ya algunos detalles. Pero, más o menos, se
trata de algo así: El gran LaszLo Kovács, no estaba contratado para la
filmación, pero estaba formando su cola para entrar al concierto. Marty, que ya
había dispuesto a sus camarógrafos en diferentes puntos del lugar del
concierto, descubrió de pronto a Kovács y pensó de inmediato que éste bien
podría cubrir el escenario desde atrás de la sala. Kovács aceptó la propuesta
de participar en la filmación y fue él quien logró ese extenso plano secuencia en
el que Muddy Waters hechiza con su canto a la multitud. Lo que sucedió fue que
el tema era conocido por todos como Hoochie
Coochie Man y cuando se habló de Mannish
Boy, todos los fotógrafos se relajaron a la espera del siguiente tema, para
desesperación de Marty que pensó que nadie había captado la interpretación de
Muddy Waters. Kovács que no estaba al tanto de los detalles como los demás
fotógrafos, siguió filmando y salvó la situación de una manera inesperada. Un
desenlace feliz que Marty descubrió al momento de montar el film.
Allá
por 1979 la oferta discográfica en Lima era muy pobre. Así que luego de ver la
película y cuando aún no se había disipado el gozo y la emoción por las
imágenes vistas y los sonidos escuchados, sentimos una cierta desazón porque
pensábamos que, quizás, nunca más podríamos volver a la magia de The Last Waltz. Sin embargo, nos
equivocamos. Poco tiempo después, en una de nuestras frecuentes visitas a la
disquera Héctor Roca en la muy venida a menos Galerías Boza del centro de Lima,
encontramos la edición en vinilo de The
Last Waltz que, por supuesto, adquirimos de inmediato. Era una edición de
tres discos, cada uno de los cuales estaba dentro de un sobre amarillo. En
estos sobres, había fotografías en blanco y negro extraídas del film. En uno de
ellos, estaban la lista de las canciones, así como los intérpretes y los
músicos de apoyo. Era más de lo que podía esperar en aquellos días de tanta
sequía musical en nuestras disqueras. Tomé nota de los nombres que aparecían en
el sobre. Ese fue el punto de partida de una búsqueda de discos, discografías,
libros y datos que tuvieran que ver con mis recientes héroes musicales. The
Band y sus amigos eran mis nuevos compañeros de ruta. Aunque a veces me
lamentaba haberlos conocido tan tarde. Justo cuando ellos decidían retirarse de
los escenarios, yo empezaba a disfrutar de su música.
La
crónica del concierto nos dice que a las once y cuarenta y cinco minutos de la
noche, The Band se tomó un pequeño descanso, antes de continuar ofreciendo un recital que se
caracterizó por la recreación de sus propias canciones. Todas las
interpretaciones del concierto, salvo la de Acadian Driftwood (que sólo es posible escucharlo en esta edición
de cuatro discos), mejoran las versiones en estudio. La fuerza de Levon Helm en
Ophelia y The Night They Drove Old Dixie Down es sencillamente arrolladora. The Weight, con el apoyo de The
Staples, es un canto ceremonial maravilloso. Evangeline es una tonada country deliciosa, con el contrapunto de
voces de Rick y la encantadora Emmylou Harris.
A
la una de la mañana, Bob Dylan entra en escena y arranca su actuación con Baby, let me follow you down, seguida
de Hazel, I don´t believe you, Forever
Young y una repetición vibrante de Baby,
let me follow you down. Sin embargo, en el film, sólo se registran Forever Young y la repetición de Baby, let me follow…. Según se dice,
Dylan y su gente estaban preocupados porque estas imágenes podían afectar los
resultados del estreno de Renaldo y
Clara, película fallida en la que el mismo Dylan hacía de director. De
todas maneras, las imágenes que Scorsese graba de Dylan con The Band son
extraordinarias, a tal punto que bien puede considerarse que jamás el cantante
de Minnesotta ha sido captado en escena de manera tan vital y tan sentida como
en The Last Waltz. Y es posible ver
en esa secuencia, el grado de compenetración entre el cantante y la banda.
Levon Helen y Rick Danko, atentos, a lo que Dylan y Robbie conversan, atentos a
los sonidos que saldrán de las guitarras de sus líderes para luego seguirlos.
Bien sabían ellos de lo que Dylan es capaz en el escenario: empezar un tema
jamás ensayado y confiar en que su banda, intuitiva y talentosa, lo seguirá
fielmente y harán de su actuación una verdadera ordalía. Así, pues, cuando
Dylan pulsa las cuerdas de su guitarra y se embarca en la versión final de Baby, let me follow you down, Levon se
aplica a sus tambores y Rick Danko sonríe como diciendo ‘esa ya lo conozco’, y
se entrega con alegría al placer de una interpretación que sabe será
inolvidable, única.
Allá
por 1986, diez años después de The Last
Waltz, Richard Manuel, el hombre del piano, el cantante que nos deleitó con
su versión de The Shape I´m in,
aquel que dijo que la principal motivación de The Band eran las mujeres, el
singular vocalista de la versión en falsete de I shall be released y que sorprendió en el número final de The Last Waltz cantando a viva voz la segunda estrofa de esa
canción emblemática (y muchos de los invitados no sabían quién era el
intérprete), se quitó la vida en el
cuarto de un hotel en Florida, luego de dar un concierto al lado de sus amigos
Levon Helm y Garth Hudson. Ese mismo año, aquí en Lima, un pequeño grupo de
amigos, le rendimos homenaje en fiesta profana con parrilla deliciosa, afiches,
vino y alcohol a raudales y mucha de aquella música amada.
Mientras
subía hacia la habitación del Hotel Des
Mines ubicado en el corazón del barrio latino en la 125 de Saint Michel, mi
estado de ánimo se debatía entre la alegría por el hallazgo del día y una
cierta nostalgia por los amigos lejanos, por aquellas fiestas y encuentros de
largas y amenas charlas matizadas con los sonidos de aquella música que
revisitaba los predios tan queridos como tan heterogéneos –desde la salsa dura
hasta el rock de The Band, pasando por el bolero y la ranchera de José Alfredo
Jiménez-. Los viejos recuerdos se agolpaban a la vista del disco encontrado, disco
que ahora yacía sobra la cama, a punto
de ser abierto.
Me
gusta acariciar un disco antes de abrirlo, tal como suelo hacer con los libros.
Lo miro y lo remiro disfrutando del arte de la carátula, leyendo con mucha
atención las leyendas o créditos de la contracarátula y deteniéndome en los
detalles del dibujo o la fotografía que suele aparecer en ellos. El plástico
que lo cubre me recuerda que es un disco nuevo, cuyos temas, sonidos y voces,
en algún punto de la grabación podrían pulsar las cuerdas de mi emoción y
hacerme decir una vez más: ¿cómo ha podido este cantante, ese músico o aquella
banda encontrar tal verso o tal acorde que nos hace tocar las puertas del
cielo? Hacer girar un disco y escuchar lo que contiene es, sin duda, todo un
acto de amor. Escuchar The Last Waltz
es ingresar a aquellos espacios donde los afectos tienden lazos generosos con la
nostalgia y donde el amor por la música se confunde con la celebración de la
amistad.
Luego
del I shall be released interpretada
por The Band y sus invitados, bajo la conducción de Bob Dylan, algunos de estos
se apoderaron del escenario e iniciaron un ‘jam session’ para sorpresa y gusto
de los espectadores. Neil Young, como guitarra líder, Stephen Stills, Ronnie
Wood, Doctor John, Ringo Starr, Levon Helm, entre otros, se embarcaron en una
improvisación, que las cámaras sólo pudieron captar en parte; tanto tiempo
encendidas, las cámaras se recalentaron y tuvieron que ser apagadas. Sólo se
volvieron a encender a las dos y quince de la madrugada cuando The Band subió
por última vez al escenario y fue allí donde Marty Scorsese capta a Robbie
Robertson diciéndole a los asistentes: “ ¡Aún siguen allí!, ¿eh?” y empiezan el
tema final, Don’t do it. A las dos y
veinte minutos The Last Waltz era ya
historia. Había trascurrido casi diez horas desde que el Winterland abrió sus
puertas y empezó la celebración.
Abrí
la puerta de mi habitación, me serví un vaso de agua y me tomé un par de
aquellas cápsulas que me había recomendado en la farmacia un chino que hablaba
español y que, creo, me miró con compasión al escuchar mi acentuada afonía.
Cuando lo escuché decir: “señol, estas cápsulas son buenas para su galganta”,
sonreí, al acordarme de aquel personaje
que hacía de ayudante de Arizona Jim, el valiente sheriff de un imaginario
pueblo del Oeste americano, y cuyas hazañas aparecían escritas en aquellas
novelitas de a sol, que hicieron famosos, entre los habitúes, a autores como
Marcial Lafuente Estefanía, Mortimer Cody o Silver Kane y que me acompañaron en
mi adolescencia.
Comodísimo
en mi pijama, me dispuse a revisar el tesoro adquirido. Una vez más, admiré, a
través del plástico, el detalle de la carátula que acompañaba a las letras
doradas. Sí, debajo de ellas había el dibujo de cinco músicos, de pie, con los
brazos levantados y dos de ellos, con sus guitarras. Ahora, pensé, veintitrés
años después del concierto, sólo quedan cuatro. Luego del concierto y de la
noticia del suicidio de Richard Manuel, supe muy poco de ellos. A Robbie
Robertson lo volví a encontrar poco tiempo después en los créditos del film de
Scorsese, El Color del Dinero; a Rick Danko, Levon Helm y Garth Hudson los vi
juntos por última vez en el Concierto
del 30 Aniversario de Bob Dylan. En esa ocasión Rick estaba muy subido de
peso, los años no lo habían tratado tan bien, pero la versión de When I Paint My Masterpiece, con un The
Band reconstruido con apoyo de unos cuantos amigos, fue emotiva, sin llegar a
la intensidad y fuerza de aquellas interpretaciones inolvidables de The Last Waltz.
Quité
cuidadosamente el plástico que protegía el álbum. Lo abrí. Detrás de la portada
había dos discos y en la primera página, estaba uno de los afiches del
concierto: una mujer desnuda, que es tomada de las manos por un hombre vestido
con un terno oscuro. Ambos están junto a la reja de acceso a una casa de campo
y cerca de otra mujer, sentada, con las piernas descubiertas, que los observa.
Al fondo un hombre lleva en brazos a una mujer. Las mujeres nunca faltaron en
el universo de The Band. Es más, eran esenciales. Richard Manuel, tenía razón:
si The Band emprendió la aventura musical, fue, sin duda, por las mujeres, sí
aquellas mujeres que Rick Danko calificó de maravillosas.
Continué
con la exploración del tesoro: venía a continuación una especie de libro con
hojas en papel ‘couché’, con muchas fotos y mucho texto. Sobre la pasta final,
estaban los otros dos discos. En la última página, se reproducían las palabras
de Robbie Robertson acerca de la imposibilidad de que The Band continuara en el
camino y la necesidad de decir adiós a los conciertos. Frases nacidas del
corazón y de un itinerario vivido con intensidad.
Volteé
hacia la página anterior y, entonces, miré extrañado las fotos de Richard
Manuel y Rick Danko. En la parte inferior de ambas fotografías leí impresionado
“Dedicado al Arte y Memoria de Rick Danko y Richard Manuel”. ¿Rick Danko
muerto? No lo podía creer. ¿Y cuándo ocurrió y cómo sucedió? Busqué rápidamente
entre las páginas del libro alguna información sobre lo sucedido a Rick, pero
no encontré dato alguno. Retorné a las últimas páginas para volver a leer la
dedicatoria de Robbie Robertson –que es el productor de esta edición- a sus
viejos camaradas.
Una
profunda tristeza me embargó, tristeza que me devolvió a aquellas imágenes de
Rick y su sentida versión de It makes no
difference y también a aquella otra de Stagefright,
en la que un Rick tembloroso y emocionado, hace de dicha composición, en
complicidad con un Scorsese inspiradísimo, uno de los grandes momentos de The
Band en la película.
De
regreso a Lima, frente al equipo de sonido, volví a escuchar emocionado, uno
tras otro, los cuatro discos de esta versión de The Last Waltz y, entonces pude comprobar, con alegría, que Richard
y Rick nunca se fueron. Están con nosotros cada vez que el disco gira
emocionándonos con sus sonidos o que los planos del film empiezan a fluir con
su belleza y su calidez.
Gracias,
Robbie, Rick, Richard, Levon, Garth, gracias por su música. Cierto, Miguel, muy
cierto, los viejos rockeros nunca mueren.
Lima,
15 de enero de 2012.
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