30/4/14

OCTUBRE


(2010, Daniel y Diego Vega)

Escribe: Rogelio Llanos Q.

La historia que cuenta Octubre se interrumpe justo en el momento en que su protagonista principal, Clemente (Bruno Odar), un prestamista frío y distante, opta por un nuevo riesgo y se anima a transitar una ruta desconocida en su itinerario vital: la de los afectos, la del juego amoroso. Y el plano final, con el personaje abriéndose paso en medio de la multitud - que avanza en procesión tras la imagen del Señor de los Milagros-  a la búsqueda de ese nuevo objetivo que ha descubierto y que ha roto su rígida rutina diaria, resulta eficaz y plenamente convincente. Los hermanos Vega, Daniel y Diego, directores de Octubre, pueden sentirse orgullosos de los logros de su primer largometraje.

Octubre es un film que nos atrae porque su narración obedece a un estilo despojado, carente de efectos y en la que nos transmite la impresión de la inexistencia de la cámara cinematográfica, impresión que conduce también a la idea de hacer inexistentes a todos los demás medios y recursos que suelen estar en la base de la elaboración de la imagen fílmica, incluida la música.

Desde la primera imagen hasta la última, la cámara se sitúa ante los personajes que se mueven al interior del plano, y permanece fija unos instantes, los necesarios para darnos la información esencial y definitoria de dichos personajes y su entorno. Luego, se ubica en otro punto del espacio, desde el cual podemos captar nuevos detalles. Siempre fija, siempre distante. Ningún artificio visual, salvo uno pequeñísimo, en la escena de la tienda, donde Clemente ha ido para adquirir el regalo destinado a la mujer que ha abierto una brecha en su vida.  

El travelling y los cambios de ángulo en el mismo plano han sido erradicados.  Hay un deliberado esfuerzo por simplificar al máximo la organización de la imagen. Como si se quisiera jugar con la idea de que no hay un intermediario entre el espectador y lo que ocurre en el espacio fílmico. El cine o la ventana abierta al mundo exterior. El cine en su expresión pura. El cine en su expresión más sencilla. Lo cierto es que tal actitud obedece no a un esquema simple, sino, por el contrario,  a un derrotero muy estudiado, muy consciente, escrupulosamente elaborado, y que desemboca en una particular puesta en escena que delata el talento de los hombres detrás de las cámaras, su gran conocimiento del recurso expresivo y un mejor quehacer cinematográfico de los jóvenes directores de Octubre.

Desde los primeros planos de la película, los hermanos Vega comunican al espectador su estilo narrativo: planos largos, fijos, carentes de brillo, austeros. Y en contados minutos sabemos de la vida del protagonista: frugal en sus comidas, frío e insensible en su actividad económica, expeditivo y mecánico en sus relaciones sexuales. Analicemos las tres situaciones antes mencionadas.

La primera: Clemente prepara y toma su desayuno. Saca un huevo duro y con un tenedor lo revienta. Come el huevo con un pan. Su mirada abúlica nos lo describe muy bien. No hay placer alguno. El comer es sólo la satisfacción del requerimiento primario de la existencia. Come lo necesario, únicamente para vivir y evita todo dispendio inútil. El retrato es objetivo, directo y no hay comentarios. En la banda sonora sólo escuchamos los sonidos naturales del lugar, y con total ausencia de música.

La segunda situación nos enfrenta con el quehacer habitual de Clemente. Presta dinero a la gente a cambio de un interés o de algún objeto de valor. La cámara muestra una mesa recostada contra una pared. En un extremo de la mesa está Clemente, sentado en una silla; en el otro extremo, el cliente, sentado en un pequeño banco, por lo cual tiene que mirar hacia arriba para encarar al prestamista. Unas cuantas palabras por parte de Clemente: pregunta por el nombre, y la cantidad, limitándose a anotar en una libreta mediana de hojas en blanco (no hay rayas ni cuadrados), tan austera como el propietario. Cualquier comentario que no esté relacionado con la operación económica está demás. El cliente debe abandonar el lugar de inmediato, su opinión y su sentir no tienen cabida en el espacio de Clemente. Humor e ironía en el plano, pero es un humor muy sutil, muy ’underground’.

En la tercera situación, la del encuentro sexual de Clemente con la prostituta se redondea la visión de los hermanos Vega sobre su personaje. Sin preámbulo alguno, propio, además, de la estructura elíptica del film, nos encontramos dentro de un cuarto, con la cámara inmóvil enfocada en un pequeño cuadro del Señor de los Milagros, mientras en la banda sonora escuchamos los gruñidos urgentes y estertores orgásmicos de un Clemente que se apura por descargar su energía sexual acumulada. Luego, su rostro ocupando el centro del plano, ligeramente congestionado, con la mirada perdida, tampoco deja vislumbrar el placer de la cópula. Más bien, pareciera que está apurado por deshacerse de un lastre que lo incomoda. Al final, un silencio total. No hay afecto, no hay emoción, ni siquiera un adiós. Ponerse la ropa de manera automática, darse la vuelta, abrir la puerta e irse, mientras la prostituta lo mira indiferente, son los pasos siguientes a una acción llevada a cabo de forma maquinal y despojada de sentimientos.

Unas calles vacías, viejas, deterioradas, en medio de una noche oscura y sin atractivos, reciben al protagonista en su rutina animal. Su caminar es el de un autómata. Camina casi por instinto, con las manos pegadas al cuerpo, y la mirada fija, hacia adelante. Clemente es un producto de un medio chato, miserable y sin perspectivas. Los hermanos Vega, sin embargo, no hacen disquisición alguna. Observan, fijan su cámara en un punto geográfico y delimitan su espacio fílmico.

Los directores cuentan a su favor con un buen actor -Bruno Odar- cuya mirada fría, inexpresiva o indiferente hace posible que el espectador se interese en el personaje. Limitándolo en su gestualidad y en sus parlamentos, los hermanos Vega evitan la identificación con él. En cambio, sí buscan crear, de manera muy sutil,  un motivo para seguirlo, para ver qué sucede en esa vida que discurre al amparo del instinto, y que, de pronto, sufre conmociones cuando encuentra un bebé en su casa o cuando de manera inadvertida le llega un billete falso de alta denominación.

Para quien aparenta insensibilidad en el trato con sus semejantes, habituado al lucro y a la ventaja, y dado a la satisfacción casi insensible del instinto, la decisión de quedarse con el niño hasta encontrar a la madre, revela al espectador un nuevo dato: unos insospechados rasgos de humanidad o sensibilidad yacen en los interiores más profundos de Clemente. La decisión, sin embargo, no ha estado carente de desconcierto y de tentaciones nada santas, como apelar a la venalidad del policía para deshacerse del pequeño. Una vez más, los hermanos Vega, apelan a esa mirada irónica que ya empezamos a conocer: hay un humor muy soterrado en la manera como el policía describe el artilugio legal al que se podría acudir, para finalmente, ir a contracorriente de lo esperado y puntualizar el deber moral al que está obligado el prestamista.

Y hay humor, distante y socarrón, cuando al avispado usurero, el hombre que mira con desdén a sus víctimas, es, de pronto, engañado por una de ellas, que aprovecha el descuido en el negocio, generado por la atención que demanda el impertinente bebé, para llevarse unas joyas dejándole a cambio el billete falso que, luego, todos rechazarán.

Ya tenemos, entonces, dos móviles o pretextos para seguir a Clemente en su deambular por esa ciudad de contrastes acentuados, de vacíos interiores y de ambientes abigarrados, que en octubre congrega a una multitud que a paso lento y en medio de sahumerios sigue, fanática y creyente, tras la imagen de un Cristo que promete sanar sus heridas físicas y morales.

Ambos móviles, de una u otra manera, van a conducir a Clemente a un estadio distinto al de su actual momento. La aparición de Sofía (Gabriela Velásquez) en el film y en la vida de Clemente es producto de una necesidad: el bebé la necesita para sobrevivir, Clemente la requiere para poder seguir con su rutina diaria. Sofía, fiel ‘sahumadora’ y devota del Señor de los Milagros, anhela practicar la caridad y darle curso a su instinto maternal. Cuidar al bebé y dormir bajo el mismo techo que el hombre que la ha contratado, despiertan su instinto sexual. Y no será el hábito de su devoción, la que evite sus pulsiones sexuales, tal como lo muestra ese excelente plano fijo en el que el vestido morado es recogido hasta la cintura para dejar al descubierto los insinuantes muslos de la mujer. Un plano exige al siguiente, una acción es una necesidad demandada por un hecho o un acto anterior.

No hay efectismo alguno en el film de los hermanos Vega. Ni complacencias, ni regodeos. Los personajes se entrecruzan, estableciendo una relación utilitaria entre ellos. A los de Clemente y Sofía, se une el del viejo crucigramista, que confía en Clemente el resguardo de su exigua pensión, a la espera de tener el fondo necesario para irse de la asfixiante ciudad por la que deambula cada día, acompañado, finalmente, por su mujer en estado catatónico. Pequeños apuntes que complementan la visión del universo de los directores, pero que no apartan la historia de su línea principal. Los personajes, por su lado, se muestran sin ambages y descubren sus intenciones primitivas o esenciales.

No hay intención alguna por parte de los directores de entrar en descripciones o explicaciones psicológicas. Ellos se entregan al poder y a la fuerza expresiva de las imágenes mismas. No las engalanan, no las fuerzan y permiten que sean los personajes los que se revelen ante las cámaras, adquiriendo el film –en su distanciamiento, en la calidad de la mirada-  un tono cuasi documental.

Pero el desarrollo del film nos descubre la existencia de los elementos propios de la ficción. A los móviles ya anotados, hay también el pequeño misterio. Uno de los personajes ejecuta una acción que involucra a un segundo, pero éste no lo sabe. El espectador que sí conoce lo que está pasando por la mente de la mujer, estará, entonces, interesado en descubrir cuál es el resultado final de su acción. Sofía ha introducido en una jarra de agua sus bragas recién usadas. Clemente suele tomar agua mientras hace sus negocios. La creencia popular es que el agua impregnada con los fluidos femeninos hará que el hombre se enamore de la dueña de la prenda íntima. Y mientras él discute con su cliente, postergará el momento de beber el agua. ¿La beberá? El interés de ella, es también el del espectador.

Octubre es un film sobre personajes solitarios, instintivos y mediocres, que viven en un medio en donde la esperanza, el sueño y la ilusión parecen haber huido, y de donde sólo es posible esperar que la suerte, convertida en premio o en oportunidad, toque alguna vez la puerta desvencijada del hogar de estos seres fronterizos. Quizás, por ello, la gente se aferra a la posibilidad del milagro. Y hacia allí, hacia esa eventualidad, convergen multitudes entre cantos, humo y pasos cadenciosos.

Así, octubre tras octubre, la gente renueva su fe en esa probabilidad de encontrar una salida del vacío de sus vidas. La procesión, con toda su parafernalia religiosa, con sus multitudes congregadas en torno a una imagen, a la espera de un cambio en sus vidas, es todo lo contrario de lo que vemos en el diario vivir de los personajes: miradas y lugares vacíos que reflejan ese páramo interior en que se ha convertido el ser humano.

Pero, los milagros seguramente ocurren alguna vez, y es bueno que ello sea así. El amor y el deseo, ocultos en algún recóndito lugar de la naturaleza humana, esperan agazapados su momento. Y, entonces, Clemente, ya no será el autómata que camina con los brazos pegados al cuerpo por las oscuras y vacías calles de una ciudad muerta, sino el anhelante hombre que se abre paso con dificultad y empeño a través de la multitud a la búsqueda de la mujer, a la que quizás pueda amar algún día.

Lima, 24 de octubre de 2010.






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