(2010, Daniel y Diego Vega)
Escribe: Rogelio Llanos Q.
La
historia que cuenta Octubre se
interrumpe justo en el momento en que su protagonista principal, Clemente
(Bruno Odar), un prestamista frío y distante, opta por un nuevo riesgo y se
anima a transitar una ruta desconocida en su itinerario vital: la de los
afectos, la del juego amoroso. Y el plano final, con el personaje abriéndose
paso en medio de la multitud - que avanza en procesión tras la imagen del Señor
de los Milagros- a la búsqueda de ese nuevo
objetivo que ha descubierto y que ha roto su rígida rutina diaria, resulta
eficaz y plenamente convincente. Los hermanos Vega, Daniel y Diego, directores
de Octubre, pueden sentirse orgullosos de los logros de su primer largometraje.
Octubre es un film que nos atrae porque
su narración obedece a un estilo despojado, carente de efectos y en la que nos
transmite la impresión de la inexistencia de la cámara cinematográfica,
impresión que conduce también a la idea de hacer inexistentes a todos los demás
medios y recursos que suelen estar en la base de la elaboración de la imagen
fílmica, incluida la música.
Desde
la primera imagen hasta la última, la cámara se sitúa ante los personajes que
se mueven al interior del plano, y permanece fija unos instantes, los
necesarios para darnos la información esencial y definitoria de dichos
personajes y su entorno. Luego, se ubica en otro punto del espacio, desde el
cual podemos captar nuevos detalles. Siempre fija, siempre distante. Ningún
artificio visual, salvo uno pequeñísimo, en la escena de la tienda, donde
Clemente ha ido para adquirir el regalo destinado a la mujer que ha abierto una
brecha en su vida.
El
travelling y los cambios de ángulo en el mismo plano han sido erradicados. Hay un deliberado esfuerzo por simplificar al
máximo la organización de la imagen. Como si se quisiera jugar con la idea de
que no hay un intermediario entre el espectador y lo que ocurre en el espacio
fílmico. El cine o la ventana abierta al mundo exterior. El cine en su expresión
pura. El cine en su expresión más sencilla. Lo cierto es que tal actitud
obedece no a un esquema simple, sino, por el contrario, a un derrotero muy estudiado, muy consciente,
escrupulosamente elaborado, y que desemboca en una particular puesta en escena
que delata el talento de los hombres detrás de las cámaras, su gran conocimiento
del recurso expresivo y un mejor quehacer cinematográfico de los jóvenes
directores de Octubre.
Desde
los primeros planos de la película, los hermanos Vega comunican al espectador
su estilo narrativo: planos largos, fijos, carentes de brillo, austeros. Y en
contados minutos sabemos de la vida del protagonista: frugal en sus comidas, frío
e insensible en su actividad económica, expeditivo y mecánico en sus relaciones
sexuales. Analicemos las tres situaciones antes mencionadas.
La
primera: Clemente prepara y toma su desayuno. Saca un huevo duro y con un
tenedor lo revienta. Come el huevo con un pan. Su mirada abúlica nos lo
describe muy bien. No hay placer alguno. El comer es sólo la satisfacción del
requerimiento primario de la existencia. Come lo necesario, únicamente para
vivir y evita todo dispendio inútil. El retrato es objetivo, directo y no hay comentarios.
En la banda sonora sólo escuchamos los sonidos naturales del lugar, y con total
ausencia de música.
La
segunda situación nos enfrenta con el quehacer habitual de Clemente. Presta
dinero a la gente a cambio de un interés o de algún objeto de valor. La cámara
muestra una mesa recostada contra una pared. En un extremo de la mesa está
Clemente, sentado en una silla; en el otro extremo, el cliente, sentado en un
pequeño banco, por lo cual tiene que mirar hacia arriba para encarar al
prestamista. Unas cuantas palabras por parte de Clemente: pregunta por el
nombre, y la cantidad, limitándose a anotar en una libreta mediana de hojas en
blanco (no hay rayas ni cuadrados), tan austera como el propietario. Cualquier
comentario que no esté relacionado con la operación económica está demás. El
cliente debe abandonar el lugar de inmediato, su opinión y su sentir no tienen
cabida en el espacio de Clemente. Humor e ironía en el plano, pero es un humor
muy sutil, muy ’underground’.
En
la tercera situación, la del encuentro sexual de Clemente con la prostituta se
redondea la visión de los hermanos Vega sobre su personaje. Sin preámbulo
alguno, propio, además, de la estructura elíptica del film, nos encontramos
dentro de un cuarto, con la cámara inmóvil enfocada en un pequeño cuadro del
Señor de los Milagros, mientras en la banda sonora escuchamos los gruñidos
urgentes y estertores orgásmicos de un Clemente que se apura por descargar su
energía sexual acumulada. Luego, su rostro ocupando el centro del plano,
ligeramente congestionado, con la mirada perdida, tampoco deja vislumbrar el placer
de la cópula. Más bien, pareciera que está apurado por deshacerse de un lastre
que lo incomoda. Al final, un silencio total. No hay afecto, no hay emoción, ni
siquiera un adiós. Ponerse la ropa de manera automática, darse la vuelta, abrir
la puerta e irse, mientras la prostituta lo mira indiferente, son los pasos
siguientes a una acción llevada a cabo de forma maquinal y despojada de
sentimientos.
Unas
calles vacías, viejas, deterioradas, en medio de una noche oscura y sin
atractivos, reciben al protagonista en su rutina animal. Su caminar es el de un
autómata. Camina casi por instinto, con las manos pegadas al cuerpo, y la
mirada fija, hacia adelante. Clemente es un producto de un medio chato,
miserable y sin perspectivas. Los hermanos Vega, sin embargo, no hacen
disquisición alguna. Observan, fijan su cámara en un punto geográfico y delimitan
su espacio fílmico.
Los
directores cuentan a su favor con un buen actor -Bruno Odar- cuya mirada fría,
inexpresiva o indiferente hace posible que el espectador se interese en el
personaje. Limitándolo en su gestualidad y en sus parlamentos, los hermanos
Vega evitan la identificación con él. En cambio, sí buscan crear, de manera muy
sutil, un motivo para seguirlo, para ver
qué sucede en esa vida que discurre al amparo del instinto, y que, de pronto,
sufre conmociones cuando encuentra un bebé en su casa o cuando de manera
inadvertida le llega un billete falso de alta denominación.
Para
quien aparenta insensibilidad en el trato con sus semejantes, habituado al lucro
y a la ventaja, y dado a la satisfacción casi insensible del instinto, la
decisión de quedarse con el niño hasta encontrar a la madre, revela al
espectador un nuevo dato: unos insospechados rasgos de humanidad o sensibilidad
yacen en los interiores más profundos de Clemente. La decisión, sin embargo, no
ha estado carente de desconcierto y de tentaciones nada santas, como apelar a
la venalidad del policía para deshacerse del pequeño. Una vez más, los hermanos
Vega, apelan a esa mirada irónica que ya empezamos a conocer: hay un humor muy
soterrado en la manera como el policía describe el artilugio legal al que se
podría acudir, para finalmente, ir a contracorriente de lo esperado y puntualizar
el deber moral al que está obligado el prestamista.
Y
hay humor, distante y socarrón, cuando al avispado usurero, el hombre que mira
con desdén a sus víctimas, es, de pronto, engañado por una de ellas, que
aprovecha el descuido en el negocio, generado por la atención que demanda el
impertinente bebé, para llevarse unas joyas dejándole a cambio el billete falso
que, luego, todos rechazarán.
Ya
tenemos, entonces, dos móviles o pretextos para seguir a Clemente en su
deambular por esa ciudad de contrastes acentuados, de vacíos interiores y de ambientes
abigarrados, que en octubre congrega a una multitud que a paso lento y en medio
de sahumerios sigue, fanática y creyente, tras la imagen de un Cristo que
promete sanar sus heridas físicas y morales.
Ambos
móviles, de una u otra manera, van a conducir a Clemente a un estadio distinto
al de su actual momento. La aparición de Sofía (Gabriela Velásquez) en el film
y en la vida de Clemente es producto de una necesidad: el bebé la necesita para
sobrevivir, Clemente la requiere para poder seguir con su rutina diaria. Sofía,
fiel ‘sahumadora’ y devota del Señor de los Milagros, anhela practicar la
caridad y darle curso a su instinto maternal. Cuidar al bebé y dormir bajo el
mismo techo que el hombre que la ha contratado, despiertan su instinto sexual.
Y no será el hábito de su devoción, la que evite sus pulsiones sexuales, tal
como lo muestra ese excelente plano fijo en el que el vestido morado es
recogido hasta la cintura para dejar al descubierto los insinuantes muslos de
la mujer. Un plano exige al siguiente, una acción es una necesidad demandada
por un hecho o un acto anterior.
No
hay efectismo alguno en el film de los hermanos Vega. Ni complacencias, ni
regodeos. Los personajes se entrecruzan, estableciendo una relación utilitaria
entre ellos. A los de Clemente y Sofía, se une el del viejo crucigramista, que
confía en Clemente el resguardo de su exigua pensión, a la espera de tener el
fondo necesario para irse de la asfixiante ciudad por la que deambula cada día,
acompañado, finalmente, por su mujer en estado catatónico. Pequeños apuntes que
complementan la visión del universo de los directores, pero que no apartan la
historia de su línea principal. Los personajes, por su lado, se muestran sin
ambages y descubren sus intenciones primitivas o esenciales.
No
hay intención alguna por parte de los directores de entrar en descripciones o
explicaciones psicológicas. Ellos se entregan al poder y a la fuerza expresiva
de las imágenes mismas. No las engalanan, no las fuerzan y permiten que sean
los personajes los que se revelen ante las cámaras, adquiriendo el film –en su
distanciamiento, en la calidad de la mirada-
un tono cuasi documental.
Pero
el desarrollo del film nos descubre la existencia de los elementos propios de
la ficción. A los móviles ya anotados, hay también el pequeño misterio. Uno de
los personajes ejecuta una acción que involucra a un segundo, pero éste no lo
sabe. El espectador que sí conoce lo que está pasando por la mente de la mujer,
estará, entonces, interesado en descubrir cuál es el resultado final de su
acción. Sofía ha introducido en una jarra de agua sus bragas recién usadas.
Clemente suele tomar agua mientras hace sus negocios. La creencia popular es
que el agua impregnada con los fluidos femeninos hará que el hombre se enamore
de la dueña de la prenda íntima. Y mientras él discute con su cliente,
postergará el momento de beber el agua. ¿La beberá? El interés de ella, es también
el del espectador.
Octubre es un film sobre personajes solitarios,
instintivos y mediocres, que viven en un medio en donde la esperanza, el sueño
y la ilusión parecen haber huido, y de donde sólo es posible esperar que la
suerte, convertida en premio o en oportunidad, toque alguna vez la puerta
desvencijada del hogar de estos seres fronterizos. Quizás, por ello, la gente
se aferra a la posibilidad del milagro. Y hacia allí, hacia esa eventualidad,
convergen multitudes entre cantos, humo y pasos cadenciosos.
Así,
octubre tras octubre, la gente renueva su fe en esa probabilidad de encontrar
una salida del vacío de sus vidas. La procesión, con toda su parafernalia
religiosa, con sus multitudes congregadas en torno a una imagen, a la espera de
un cambio en sus vidas, es todo lo contrario de lo que vemos en el diario vivir
de los personajes: miradas y lugares vacíos que reflejan ese páramo interior en
que se ha convertido el ser humano.
Pero,
los milagros seguramente ocurren alguna vez, y es bueno que ello sea así. El
amor y el deseo, ocultos en algún recóndito lugar de la naturaleza humana,
esperan agazapados su momento. Y, entonces, Clemente, ya no será el autómata
que camina con los brazos pegados al cuerpo por las oscuras y vacías calles de
una ciudad muerta, sino el anhelante hombre que se abre paso con dificultad y
empeño a través de la multitud a la búsqueda de la mujer, a la que quizás pueda
amar algún día.
Lima,
24 de octubre de 2010.
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