Escribe: Rogelio Llanos Q.
A Víctor, mi hermano, recordando
aquel gastado cuaderno escolar donde anotaba
las películas que veía...
A Mercedes, que aún quiere volver a ver
Trapecio y La Princesa que quería vivir.
En 1995 se cumplieron
100 años de cine y fue en esa ocasión que la Revista La Gran Ilusión, que auspicia la Universidad de Lima,
dedicó su cuarto número a celebrar el acontecimiento, recordando a través de
sus páginas y textos hitos, películas y nombres que han hecho del cine un medio
imprescindible para el conocimiento humano sin dejar de lado su carácter
esencialmente lúdico. Y es que entre la reflexión y la emoción, el encanto y el
rechazo, el cine nos ha hecho transitar por los senderos del humor y la
aventura cuando no por el terror y la ira, convocando al espectador a una
suerte de encuentro consigo mismo o con su entorno, con sus sueños e ilusiones
o con sus fracasos y frustraciones. De allí, pues, el homenaje encendido de un puñado de críticos
que afiliamos a dicha Revista, que hemos visto en el arte de las imágenes algo
más que el simple juego anodino con el
que a veces algunos suelen considerarlo o interpretarlo.
Ventana hacia el mundo
exterior o espejo interior, el cine a lo largo de su aún corta vida –si lo
comparamos con los siglos que alumbran a las otras artes- nos ha obsequiado miles de películas, de
diferente género, tipo y talante. Una selección cuidadosa o rigurosa de
aquellas cintas que han dejado huella a lo largo de la historia nos llevaría
tal vez algunos meses en elaborarla. Obviamente,
que entre un crítico y otro, habrían diferencias enormes. La objetividad nunca
fue posible, y, como siempre decimos, es mejor que así sea. Mucho más excitante
y placentero resulta saborear o rechazar con pasión, la también apasionada opinión
de los otros. Y de allí que existan películas amadas u odiadas hasta el
delirio. Lo que no cabe duda es que ellas en su momento nos fascinaron y, el
recuerdo de aquellas sensaciones que su visión nos produjo, motiva emociones y
reflexiones en el presente y nos conduce pues a ese jueguito entrañable y
relajante (aunque a veces no tanto) de construir pequeños Olimpos en los cuales
disponemos aquellos objetos -cintas en este caso- de nuestra predilección.
Puestos entonces ante
este pequeño desafío, de seleccionar lo mejor que hemos visto a lo largo de
nuestro itinerario cinéfilo, diremos para empezar que no se trata de una
selección rigurosa porque, tal como hemos referido, ello nos tomaría un tiempo
sumamente grande. Más bien, se trata de una selección de quince películas impregnada
de afectos y emociones. En tal sentido, esta selección, que guarda muchas
semejanzas con aquella que hicimos para La
Gran Ilusión, tiene ahora algunas variantes importantes. Y, para concluir
este largo prólogo, diremos que nunca una lista es definitiva. No sólo porque
tal vez mañana haya una cinta que nos guste más sino también porque la película
vista en el pasado, puede que, bajo nuevos criterios, experiencias y
disposición de ánimo del presente, sea valorada de una manera distinta.
Un hito en la historia
Empezaremos esta
revisión, que no tiene orden de preferencia, con El
Ciudadano Kane, film realizado contra viento y marea, independiente de los
estudios de Hollywood, por Orson Welles en 1941. Hay toda una historia de
acosos y amenazas que inicialmente hicieron fracasar esta película en su país
de origen. El magnate de la prensa, William Randolph Hearst, se sintió aludido
por la historia de Welles y decidió boicotearla. Y es que El Ciudadano... , precisamente, trataba sobre una investigación
realizada por un periodista acerca de la vida de un hombre que alcanzó un
enorme poder, pero cuyo final, en su mansión de Xanadú, tiene lugar en medio de
la soledad y el viejo recuerdo de
infancia de su trineo, cuyo nombre, Rosebud, es el enigma que el film trata de
descifrar a través del periodista. Película rica en su temática – la historia
de la prensa y el monopolio en los Estados Unidos, la soledad del poder, la
búsqueda e imposibilidad de acceder al conocimiento pleno del ser humano – es
también una caja de sorpresas y audacias en
materia de lenguaje cinematográfico, como el uso de la profundidad de
campo para abarcar primeros términos y fondos de escenarios al mismo tiempo, los
encuadres insólitos para magnificar o aplastar a los personajes o el desorden
narrativo, intercalando planos secuencia,
para construir una historia cuya objetividad siempre está siendo
cuestionada.
El amor loco
Pero si la película de
Welles nos fascina por su verdad cuasi documental, el film de Alfred Hitchcock,
Vértigo (19..) nos subyuga por el
poder de su ficción: que el entrañable James Stewart se esfuerce hasta lo
indecible, cuidando hasta el menor detalle para recrear una mujer a partir de
la imagen de su amada desaparecida nos desequilibra y nos emociona al unísono.
Historia de amor llevada hasta los límites de la cordura, Vértigo, con sus
inolvidables movimientos de cámara que reproducen el obsesivo seguimiento al
objeto deseado, se beneficia de la presencia inquietante y fatal de Kim Novak, o como dice Truffaut, de su
lado pasivo y bestial.
El crepúsulo del Oeste
Conocedores desde
nuestra niñez –en el cine ya que no en la realidad- del paisaje westerniano,
donde vaqueros, indios y bandoleros solucionaban sus problemas apelando al uso
de las armas, de repente esa imagen mítica del hombre del Oeste y de su
entorno, se resquebrajó a la vista de aquel grupo de pistoleros marginales
liderados por Pike Bishop (William Holden), que no sólo desencadenaban una
irracional balacera en su asalto a un Banco sino que además resultaban cayendo
en una trampa tendida por una gavilla de asesinos que decían representar a esa
legalidad que nacía con la llegada de la civilización y el nuevo orden social a
comienzos de siglo. Atónitos viajamos con el grupo de proscritos hasta México,
donde la decisión de morir, asumida con gestos y sin palabra de por medio, no
era otra cosa que el encuentro viril y magnífico con la dignidad, la valentía y
la solidaridad. Y entonces, en medio de
toda esta violencia surrealista, tomamos
consciencia de que el viejo Oeste, de la mano de La Pandilla Salvaje del viejo Sam Peckinpah, estaba ya en su atardecer.
Por eso es que en 1992
cuando Clint Eastwood resucitó al género con Los Imperdonables, nuestro regocijo y entusiasmo fueron enormes.
Después de 20 años de Billy The Kid
(para nosotros el canto de cisne del género), los vaqueros volvían a cabalgar
en la pradera tras un acto de reivindicación, pero también tras el dinero de la
recompensa. Western vigoroso que nos reactualizó al hombre sin nombre, aquel personaje de los
orígenes de Eastwood, de mirada fría, pocas palabras y destreza en el disparo.
Y junto con él una reflexión maestra sobre la leyenda, el género y la
violencia. El viejo Clint descubría su sabiduría y todos nos abocamos a revisar
y revalorar la obra del último director clásico del cine americano.
Los Westerns entrañables
Más corazón que odio de
John Ford y Río Bravo de Howard
Hawks completan –al lado de La Pandilla...-
el trío de westerns que acompañó nuestros años mozos. Si en la primera la
imagen legendaria de John Wayne se resquebrajaba por su irracional desprecio a
los indios, en la segunda alcanzaba las alturas del mito por la gran fortaleza
moral que ostentaba como líder de un grupo en formación que se prepara para
enfrentar a los bandoleros, al mismo tiempo que se ponen en juego, con humor e
intensidad, desafíos y pruebas de madurez y aparecen los lazos entrañables de
la amistad. Si en Más corazón..., el
calor del hogar, tan caro a Ford, permitía ablandar el corazón del viejo
aventurero, en Río Bravo, su soledad
y carácter taciturno lo hacen fácil presa de la vitalidad y belleza de la mujer
hawksiana. Dos películas para disfrutar a plenitud.
Los grandes neoyorquinos
Cuando de hablar del
cine de Martin Scorsese se trata, siempre tenemos una indecisión: ¿preferimos Toro Salvaje a El Último Rock? Recordamos haber puesto por delante Toro Salvaje en la última selección en que participamos,
pero en algún momento el orden podría invertirse. Pues sucede que mientras que
la primera es una historia de ascenso y caída, que tiene como centro de la
historia al boxeador Jack La Motta, cuya conducta autodestructiva lleva al
personaje por los caminos de la violencia y la obsesión, la segunda es, más
bien, un testimonio melancólico y apasionado del concierto de despedida del
grupo de rock más significativo en la historia de la música americana, The
Band. Es decir, ambas inscriben sus temas y preocupaciones en el particularísimo
universo personal de Scorsese. Si Toro
Salvaje es un viaje a través de una espiral de violencia y autopunición que
lleva al personaje al corazón del horror, postulando que sólo a partir de allí
se abriría el camino a la esperanza y a la redención, El Último Rock es el registro de una historia vital de un grupo
humano que también ha tocado fondo y que ya no puede ni desea continuar, enfrentando
el final de su carrera con lo último que
le queda: la dignidad y el talento suficientes para –con una ayudita de sus
amigos- emitir su canto final entre alegre y melancólico, con fervor y tristeza.
New York, la culpa, la
expiación son los temas básicos de Scorsese, pero también lo son del judío
neoyorquino, Woody Allen, de quien seleccionamos Crímenes y Pecados, aunque de manera similar a lo que nos ocurre
con Scorsese, dudamos si preferir esa película a Manhattan. Porque si hay algo que admiramos de los films de Allen es
precisamente su especial sentido del humor que teniendo como centro a la propia
figura se va extendiendo de manera corrosiva hacia el resto de sus personajes,
y ello conforma una constante en toda su obra. Crímenes y Pecados es una cinta con muchos personajes, ligados los
unos con los otros tanto por razones familiares, amicales o, como dice Federico
de Cárdenas, por lo visual, ya sea porque trabajan en cine o porque hay peligro
de ceguera o porque simplemente el rol del personaje es el de un oftalmólogo.
La cinta trabaja sobre la premisa de que nadie es lo que aparenta ser y que no
siempre los culpables, recubiertos por un cinismo proverbial, reciben el
castigo merecido. Crímenes...representa la obra más elegante, depurada y punzante de
la filmografía de Allen. Si en Manhattan,
ese canto entrañable a su ciudad, con
Gershwin como fondo, el humor se basaba principalmente en la agudeza de los
diálogos, en Crímenes... Allen logra
llegar a un fino equilibrio entre la voz y la imagen, acompañado de todo ese
bagaje cultural que teniendo como centro el cine mismo, la religión o el sexo apela
inteligentemente a nuestra racionalidad, afectos y emociones.
La sabiduría oriental
Una vez más la
disyuntiva: ¿Kagemusha o Dersu Uzala? Sí, se trata de dos
películas del japonés Akira Kurosawa, en las cuales encontramos las grandes
virtudes y la enorme sabiduría de un cineasta a quien en su país solían llamar
“El emperador”. En ambas cintas se condensan aquellas temáticas y
preocupaciones a las que fue muy afecto durante toda su existencia. Si en Kagemusha el vértigo de la acción y su épica intensa en
torno a motivos tan caros a su realizador como la identidad del ser humano
o el ejercicio del poder o su
representación, son reflejados por un cromatismo impresionante que dota a las
imágenes de una fascinante sensualidad, en Dersu
Uzala, la sencilla historia de amistad de dos hombres en medio de la taiga
soviética es contada con tal serenidad y belleza que rápidamente conectamos
cariñosamente con ella.
Si Kagemusha tiene como horizonte el siglo
XVI y las luchas históricas por el poder de los diferentes clanes feudales,
motivando un espectáculo irrepetible que se nutre de concepciones
eisenstenianas y de resonancias westernianas, Dersu Uzala es más bien una pequeña anécdota que revela el
humanismo de un cineasta muy atento a esa pequeña música que algunos seres
humanos, como el menudo Dersu, desgranan a partir de su inocencia y
generosidad. Kagemusha y Dersu Uzala son, qué duda cabe, filmes
imprescindibles e inolvidables.
El genio solitario
Luego del reestreno de
¡Apocalipsis Ya! en versión ampliada
y reeditada, hubo quienes se decepcionaron del film, aludiendo que el aporte de
las nuevas imágenes era nulo y que, más bien, lastraban el film. Hubo otros, en
cambio, que sostuvieron que los añadidos (el ingreso en la finca de los
franceses, los detalles de la presentación de las show-girls en el escenario de
la guerra y los nuevos planos claustrofóbicos del capitán Willard en el reino
del poderoso y mortífero Kurt) incrementaban la atmósfera de locura que
envolvía al film. Nosotros, acérrimos admiradores del film, nos contamos entre
estos últimos.
Y es que entre las
imágenes surreales del comienzo con el inquietante The End de Morrison como
fondo y las últimas entre cadáveres, estatuas y mutilaciones, el viaje al
corazón de las tinieblas que Willard emprende a través de la selva vietnamita
se cumple de manera implacable, y alucinante. Porque la experiencia vivida
significa para Willard, cuya misión es eliminar el Mal representado en Kurt, un
encuentro fascinante con el caos, el horror y la muerte. Por su parte, el gran Francis
Ford Coppola, director del film, también vivió su propio horror durante la
filmación: un tifón destruyó sus equipos, un infarto lo puso al borde de la
muerte, una disentería arrasó con su equipo ténico y la bancarrota lo obligó a
empezar de nuevo.
El cineasta bienamado
Así lo llamó en alguna
ocasión el más truffautiano de los críticos peruanos, Federico de Cárdenas, al
inolvidable Francois Truffaut, de cuya filmografía, donde no existe el fracaso
ni la complacencia y si, en cambio muchos textos escritos y hablados, niños en
proceso de aprendizaje y hombres y mujeres que viven los avatares del amor,
tomamos como obras maestras Jules et Jim
y La Mujer de al lado.
Si en la primera, se
encara con cierto humor y gran libertad la relación imposible de a tres,
teniendo como centro al personaje femenino (Catherine-Jeane Moreau), cuyos
sentimientos y afectos pasan de un amigo a otro a los que seduce con su
encantadora sonrisa, sus opiniones cambiantes y su intensa vitalidad, en la
segunda la relación de pareja es claramente excluyente, frágil, abrasadora y,
en último término, fatal.
El amor y su fugacidad
así como las mujeres y sus encantos físicos –que personalmente el cineasta disfrutó- fueron el eje dramático de la
mayoría de las películas de Truffaut. En ellas, las misteriosas y encantadoras
mujeres, siempre a la inciativa, siempre independientes, el amor es vivido como
si se estuviera en el último instante de la vida. Los personajes femeninos de
Truffaut, diseñados bajo el signo de la seducción y el embeleso, llegan a él en
tal grado de perturbación que la histeria, el arrebato y el desmayo –cuando no la locura- ocurren
ante la mirada atónita y perpleja de hombres destinados al desconcierto de una soledad irredimible o a la
inmolación en el fuego de una pasión irreductible. Tal es lo que ocurre en La Mujer de al lado. De allí el final
trágico de Jules et Jim. Truffaut y
la fragilidad de los sentimientos o el amor infinito por las imágenes.
Lima, 6 de julio de
2003.
Escrito para la
revista Hablemos de Quimpac
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