29/4/14

Entre el placer y la reflexión: UNA SELECCIÓN CINÉFILA PERSONAL

Escribe: Rogelio Llanos Q.


A Víctor, mi hermano, recordando
aquel gastado cuaderno escolar donde anotaba
las películas que veía...

A Mercedes, que aún quiere volver a ver
Trapecio y La Princesa que quería vivir.


En 1995 se cumplieron 100 años de cine y fue en esa ocasión que la Revista La Gran Ilusión, que auspicia la Universidad de Lima, dedicó su cuarto número a celebrar el acontecimiento, recordando a través de sus páginas y textos hitos, películas y nombres que han hecho del cine un medio imprescindible para el conocimiento humano sin dejar de lado su carácter esencialmente lúdico. Y es que entre la reflexión y la emoción, el encanto y el rechazo, el cine nos ha hecho transitar por los senderos del humor y la aventura cuando no por el terror y la ira, convocando al espectador a una suerte de encuentro consigo mismo o con su entorno, con sus sueños e ilusiones o con sus fracasos y frustraciones. De allí, pues,  el homenaje encendido de un puñado de críticos que afiliamos a dicha Revista, que hemos visto en el arte de las imágenes algo más que el simple juego anodino  con el que a veces algunos suelen considerarlo o interpretarlo.

Ventana hacia el mundo exterior o espejo interior, el cine a lo largo de su aún corta vida –si lo comparamos con los siglos que alumbran a las otras artes-  nos ha obsequiado miles de películas, de diferente género, tipo y talante. Una selección cuidadosa o rigurosa de aquellas cintas que han dejado huella a lo largo de la historia nos llevaría tal vez algunos meses en elaborarla.  Obviamente, que entre un crítico y otro, habrían diferencias enormes. La objetividad nunca fue posible, y, como siempre decimos, es mejor que así sea. Mucho más excitante y placentero resulta saborear o rechazar con pasión, la también apasionada opinión de los otros. Y de allí que existan películas amadas u odiadas hasta el delirio. Lo que no cabe duda es que ellas en su momento nos fascinaron y, el recuerdo de aquellas sensaciones que su visión nos produjo, motiva emociones y reflexiones en el presente y nos conduce pues a ese jueguito entrañable y relajante (aunque a veces no tanto) de construir pequeños Olimpos en los cuales disponemos aquellos objetos -cintas en este caso- de nuestra predilección.

Puestos entonces ante este pequeño desafío, de seleccionar lo mejor que hemos visto a lo largo de nuestro itinerario cinéfilo, diremos para empezar que no se trata de una selección rigurosa porque, tal como hemos referido, ello nos tomaría un tiempo sumamente grande. Más bien, se trata de una selección de quince películas impregnada de afectos y emociones. En tal sentido, esta selección, que guarda muchas semejanzas con aquella que hicimos para La Gran Ilusión, tiene ahora algunas variantes importantes. Y, para concluir este largo prólogo, diremos que nunca una lista es definitiva. No sólo porque tal vez mañana haya una cinta que nos guste más sino también porque la película vista en el pasado, puede que, bajo nuevos criterios, experiencias y disposición de ánimo del presente, sea valorada de una manera distinta.

Un hito en la historia

Empezaremos esta revisión, que no tiene orden de preferencia,  con El Ciudadano Kane, film realizado contra viento y marea, independiente de los estudios de Hollywood, por Orson Welles en 1941. Hay toda una historia de acosos y amenazas que inicialmente hicieron fracasar esta película en su país de origen. El magnate de la prensa, William Randolph Hearst, se sintió aludido por la historia de Welles y decidió boicotearla. Y es que El Ciudadano... , precisamente, trataba sobre una investigación realizada por un periodista acerca de la vida de un hombre que alcanzó un enorme poder, pero cuyo final, en su mansión de Xanadú, tiene lugar en medio de la soledad  y el viejo recuerdo de infancia de su trineo, cuyo nombre, Rosebud, es el enigma que el film trata de descifrar a través del periodista. Película rica en su temática – la historia de la prensa y el monopolio en los Estados Unidos, la soledad del poder, la búsqueda e imposibilidad de acceder al conocimiento pleno del ser humano – es también una caja de sorpresas y audacias en  materia de lenguaje cinematográfico, como el uso de la profundidad de campo para abarcar primeros términos y fondos de escenarios al mismo tiempo, los encuadres insólitos para magnificar o aplastar a los personajes o el desorden narrativo, intercalando planos secuencia,  para construir una historia cuya objetividad siempre está siendo cuestionada.

El amor loco

Pero si la película de Welles nos fascina por su verdad cuasi documental, el film de Alfred Hitchcock, Vértigo (19..) nos subyuga por el poder de su ficción: que el entrañable James Stewart se esfuerce hasta lo indecible, cuidando hasta el menor detalle para recrear una mujer a partir de la imagen de su amada desaparecida nos desequilibra y nos emociona al unísono. Historia de amor llevada hasta los límites de la cordura, Vértigo, con sus inolvidables movimientos de cámara que reproducen el obsesivo seguimiento al objeto deseado, se beneficia de la presencia inquietante y fatal  de Kim Novak, o como dice Truffaut, de su lado pasivo y bestial.

El crepúsulo del Oeste

Conocedores desde nuestra niñez –en el cine ya que no en la realidad- del paisaje westerniano, donde vaqueros, indios y bandoleros solucionaban sus problemas apelando al uso de las armas, de repente esa imagen mítica del hombre del Oeste y de su entorno, se resquebrajó a la vista de aquel grupo de pistoleros marginales liderados por Pike Bishop (William Holden), que no sólo desencadenaban una irracional balacera en su asalto a un Banco sino que además resultaban cayendo en una trampa tendida por una gavilla de asesinos que decían representar a esa legalidad que nacía con la llegada de la civilización y el nuevo orden social a comienzos de siglo. Atónitos viajamos con el grupo de proscritos hasta México, donde la decisión de morir, asumida con gestos y sin palabra de por medio, no era otra cosa que el encuentro viril y magnífico con la dignidad, la valentía y la solidaridad.  Y entonces, en medio de toda esta violencia surrealista,  tomamos consciencia de que el viejo Oeste, de la mano de La Pandilla Salvaje del viejo Sam Peckinpah, estaba ya en su atardecer.

Por eso es que en 1992 cuando Clint Eastwood resucitó al género con Los Imperdonables, nuestro regocijo y entusiasmo fueron enormes. Después de 20 años de Billy The Kid (para nosotros el canto de cisne del género), los vaqueros volvían a cabalgar en la pradera tras un acto de reivindicación, pero también tras el dinero de la recompensa. Western vigoroso que nos reactualizó  al hombre sin nombre, aquel personaje de los orígenes de Eastwood, de mirada fría, pocas palabras y destreza en el disparo. Y junto con él una reflexión maestra sobre la leyenda, el género y la violencia. El viejo Clint descubría su sabiduría y todos nos abocamos a revisar y revalorar la obra del último director clásico del cine americano.

Los Westerns entrañables

Más corazón que odio de John Ford y Río Bravo de Howard Hawks completan –al lado de La Pandilla...- el trío de westerns que acompañó nuestros años mozos. Si en la primera la imagen legendaria de John Wayne se resquebrajaba por su irracional desprecio a los indios, en la segunda alcanzaba las alturas del mito por la gran fortaleza moral que ostentaba como líder de un grupo en formación que se prepara para enfrentar a los bandoleros, al mismo tiempo que se ponen en juego, con humor e intensidad, desafíos y pruebas de madurez y aparecen los lazos entrañables de la amistad. Si en Más corazón..., el calor del hogar, tan caro a Ford, permitía ablandar el corazón del viejo aventurero, en Río Bravo, su soledad y carácter taciturno lo hacen fácil presa de la vitalidad y belleza de la mujer hawksiana. Dos películas para disfrutar a plenitud.

Los grandes neoyorquinos

Cuando de hablar del cine de Martin Scorsese se trata, siempre tenemos una indecisión: ¿preferimos Toro Salvaje a El Último Rock? Recordamos haber puesto por delante Toro Salvaje  en la última selección en que participamos, pero en algún momento el orden podría invertirse. Pues sucede que mientras que la primera es una historia de ascenso y caída, que tiene como centro de la historia al boxeador Jack La Motta, cuya conducta autodestructiva lleva al personaje por los caminos de la violencia y la obsesión, la segunda es, más bien, un testimonio melancólico y apasionado del concierto de despedida del grupo de rock más significativo en la historia de la música americana, The Band. Es decir, ambas inscriben sus temas y preocupaciones en el particularísimo universo personal de Scorsese. Si Toro Salvaje es un viaje a través de una espiral de violencia y autopunición que lleva al personaje al corazón del horror, postulando que sólo a partir de allí se abriría el camino a la esperanza y a la redención, El Último Rock es el registro de una historia vital de un grupo humano que también ha tocado fondo y que ya no puede ni desea continuar, enfrentando  el final de su carrera con lo último que le queda: la dignidad y el talento suficientes para –con una ayudita de sus amigos- emitir su canto final entre alegre y melancólico, con fervor y tristeza.

New York, la culpa, la expiación son los temas básicos de Scorsese, pero también lo son del judío neoyorquino, Woody Allen, de quien seleccionamos Crímenes y Pecados, aunque de manera similar a lo que nos ocurre con Scorsese, dudamos si preferir esa película a Manhattan. Porque si hay algo que admiramos de los films de Allen es precisamente su especial sentido del humor que teniendo como centro a la propia figura se va extendiendo de manera corrosiva hacia el resto de sus personajes, y ello conforma una constante en toda su obra. Crímenes y Pecados es una cinta con muchos personajes, ligados los unos con los otros tanto por razones familiares, amicales o, como dice Federico de Cárdenas, por lo visual, ya sea porque trabajan en cine o porque hay peligro de ceguera o porque simplemente el rol del personaje es el de un oftalmólogo. La cinta trabaja sobre la premisa de que nadie es lo que aparenta ser y que no siempre los culpables, recubiertos por un cinismo proverbial, reciben el castigo merecido.  Crímenes...representa la obra más elegante, depurada y punzante de la filmografía de Allen. Si en Manhattan, ese canto  entrañable a su ciudad, con Gershwin como fondo, el humor se basaba principalmente en la agudeza de los diálogos, en Crímenes... Allen logra llegar a un fino equilibrio entre la voz y la imagen, acompañado de todo ese bagaje cultural que teniendo como centro el cine mismo, la religión o el sexo apela inteligentemente a nuestra racionalidad, afectos y emociones.

La sabiduría oriental

Una vez más la disyuntiva: ¿Kagemusha o Dersu Uzala? Sí, se trata de dos películas del japonés Akira Kurosawa, en las cuales encontramos las grandes virtudes y la enorme sabiduría de un cineasta a quien en su país solían llamar “El emperador”. En ambas cintas se condensan aquellas temáticas y preocupaciones a las que fue muy afecto durante toda su existencia. Si en Kagemusha  el vértigo de la acción y su épica intensa en torno a motivos tan caros a su realizador como la identidad del ser humano o  el ejercicio del poder o su representación, son reflejados por un cromatismo impresionante que dota a las imágenes de una fascinante sensualidad, en Dersu Uzala, la sencilla historia de amistad de dos hombres en medio de la taiga soviética es contada con tal serenidad y belleza que rápidamente conectamos cariñosamente con ella.

Si Kagemusha tiene como horizonte el siglo XVI y las luchas históricas por el poder de los diferentes clanes feudales, motivando un espectáculo irrepetible que se nutre de concepciones eisenstenianas y de resonancias westernianas, Dersu Uzala es más bien una pequeña anécdota que revela el humanismo de un cineasta muy atento a esa pequeña música que algunos seres humanos, como el menudo Dersu, desgranan a partir de su inocencia y generosidad. Kagemusha y Dersu Uzala son, qué duda cabe, filmes imprescindibles e inolvidables.

El genio solitario

Luego del reestreno de ¡Apocalipsis Ya! en versión ampliada y reeditada, hubo quienes se decepcionaron del film, aludiendo que el aporte de las nuevas imágenes era nulo y que, más bien, lastraban el film. Hubo otros, en cambio, que sostuvieron que los añadidos (el ingreso en la finca de los franceses, los detalles de la presentación de las show-girls en el escenario de la guerra y los nuevos planos claustrofóbicos del capitán Willard en el reino del poderoso y mortífero Kurt) incrementaban la atmósfera de locura que envolvía al film. Nosotros, acérrimos admiradores del film, nos contamos entre estos últimos.

Y es que entre las imágenes surreales del comienzo con el inquietante The End de Morrison como fondo y las últimas entre cadáveres, estatuas y mutilaciones, el viaje al corazón de las tinieblas que Willard emprende a través de la selva vietnamita se cumple de manera implacable, y alucinante. Porque la experiencia vivida significa para Willard, cuya misión es eliminar el Mal representado en Kurt, un encuentro fascinante con el caos, el horror y la muerte. Por su parte, el gran Francis Ford Coppola, director del film, también vivió su propio horror durante la filmación: un tifón destruyó sus equipos, un infarto lo puso al borde de la muerte, una disentería arrasó con su equipo ténico y la bancarrota lo obligó a empezar de nuevo.

El cineasta bienamado

Así lo llamó en alguna ocasión el más truffautiano de los críticos peruanos, Federico de Cárdenas, al inolvidable Francois Truffaut, de cuya filmografía, donde no existe el fracaso ni la complacencia y si, en cambio muchos textos escritos y hablados, niños en proceso de aprendizaje y hombres y mujeres que viven los avatares del amor, tomamos como obras maestras Jules et Jim y La Mujer de al lado.

Si en la primera, se encara con cierto humor y gran libertad la relación imposible de a tres, teniendo como centro al personaje femenino (Catherine-Jeane Moreau), cuyos sentimientos y afectos pasan de un amigo a otro a los que seduce con su encantadora sonrisa, sus opiniones cambiantes y su intensa vitalidad, en la segunda la relación de pareja es claramente excluyente, frágil, abrasadora y, en último término, fatal.

El amor y su fugacidad así como las mujeres y sus encantos físicos –que personalmente el cineasta  disfrutó- fueron el eje dramático de la mayoría de las películas de Truffaut. En ellas, las misteriosas y encantadoras mujeres, siempre a la inciativa, siempre independientes, el amor es vivido como si se estuviera en el último instante de la vida. Los personajes femeninos de Truffaut, diseñados bajo el signo de la seducción y el embeleso, llegan a él en tal grado de perturbación que la histeria, el arrebato  y el desmayo –cuando no la locura- ocurren ante la mirada atónita y perpleja de hombres destinados al  desconcierto de una soledad irredimible o a la inmolación en el fuego de una pasión irreductible. Tal es lo que ocurre en La Mujer de al lado. De allí el final trágico de Jules et Jim. Truffaut y la fragilidad de los sentimientos o el amor infinito por las imágenes.

Lima, 6 de julio de 2003.


Escrito para la revista Hablemos de Quimpac

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