A
Chacho, Fico, Ricardo, Juan,
Pancho, Mario, Nelson, Hernán,
Ronnie,
Oscar
…en
fin, a todos los amigos
críticos
y …cinéfilos…que aún son
o que alguna vez fueron.
Escribe: Rogelio Llanos Q.
¡Qué
placer he sentido leyendo Apuntes
Autistas de Alberto Fuguet! Lo que empezó como una vía de escape de la
tristeza y desánimo agobiantes, se convirtió durante varias noches en un viaje
gozoso por el universo autobiográfico de un escritor, de un cinéfilo, que
antes fue un crítico de cine y que luego, venciendo no pocos temores, se animó
a ponerse detrás de la cámara para hacer aquellas películas que anhelaba ver y
con las que deseaba ahora emocionar.
¿De qué
trata su libro? Pues, son notas y crónicas autobiográficas que se desarrollan
en torno a un universo construido de viajes, películas, libros, incidiendo en
aquel quehacer relacionado con su actividad como escritor, crítico de cine y su
paso decisivo a la realización cinematográfica. En medio de todo ello,
homenajes a sus escritores y cineastas predilectos, a sus películas bien amadas
y algunas reflexiones en torno a su ambiente familiar.
Su
libro está dividido en cuatro partes o segmentos, que en una simple hojeada nos
sitúa en el terreno de interés del escritor-cineasta: viajar, mirar, leer y
narrar. En un comienzo estuve tentado en redactar un texto crítico sobre el
libro de marras; pero, vaya, su desenfado y la pasión con la que se acerca a
los libros y las películas, anuló casi totalmente mi deseo de elaborar una fría
recensión o, peor aún, ensayar un juicio crítico.
Más
bien, contagiado del ánimo cinéfilo de Fuguet, me animé a resaltar aquellos
detalles que tienen que ver con la pasión compartida: el amor por el cine, por
las películas. Hay también capítulos dedicados a autores y libros, pero creo
que están menos logrados que aquellos segmentos dedicados al mundo de las
imágenes. Pero, creo que ello también encuentra sus motivos en la decisión de
un escritor< de dejar, por momentos, la pluma de lado, para situarse detrás
de la cámara.
Así,
pues, los dos primeros segmentos, que, reiteramos, son los que nos motivan a
escribir, ingresan con absoluta naturalidad en aquel territorio que alguna vez –quizás
entre mediados de los cincuenta y los noventa - fue conquistado por locos,
ilusos e ingenuos que hicieron de las imágenes fílmicas su habitat particular y entrañable, y en el cual encontraron aquellas horas
de felicidad y emoción que la mediocre realidad les hacía imposible alcanzar.
En aquel
territorio, en cambio, donde la oscuridad obligaba a fijar la mirada en el haz
luminoso proyectado sobre una pantalla nívea, en medio del blanco y negro o del
technicolor, vivieron todo lo que imaginaron: cabalgar, navegar o volar con sus
héroes, celebrar sus victorias tras encarnizados y fieros combates y amar
intensa y apasionadamente a aquellas mujeres de juventud eterna y de belleza
inmarchitable. Ese territorio entrañable, al que muchas veces accedí con
ilusión y vehemencia juvenil, es o fue la cinefilia. Muchas veces me he
preguntado si tal territorio aún existe o si lo que ahora hay es un simple
espejismo o quizás sencillamente sea que el tiempo me derrotó y que ya estoy
camino al sur tras las huellas de Billy The Kid o de la pandilla de Pike
Bishop.
Me
gusta esa suerte de declaración de principios con la que empieza Viajar, el
primer segmento de Apuntes Autistas, "Los verdaderos viajes son literarios
y cinematográficos...". Para el escritor, y ahora cineasta, el viaje a
través de la lectura, la escritura de un libro o la visión de una película, es una
experiencia inolvidable hacia esos mundos ilimitados de la ficción y la fantasía.
El viaje imaginario es el verdadero viaje. El viaje físico, en cambio, asume las
formas de una fuga, de un deseo de escapar de sí mismo y de su entorno.
El
cinéfilo es un viajero incansable, presto siempre a disfrutar de la sorpresa,
de la emoción. Pero, si acaso el cinéfilo debe trasladarse físicamente de una
ciudad a otra o de un país a otro, quizás tenderá a apelar a la improvisación,
huyendo de las guías y libros especializados, que querrán contarle la película
antes de que él la vea. El cinéfilo de estirpe es un solitario irredento, que
siempre busca redescubrirse.
Fuguet
es un viajero constante. Viajero en los dos sentidos posibles. Cinéfilo y
lector contumaz explora con placer, una y otra vez, aquellos predios que
oscilan entre lo familiar y lo inhóspito. Y el viaje físico le sirve para
potenciar su viaje imaginario. Los
lugares visitados, al final de cuentas, no son más que puntos de referencia
cinematográficos. Las ciudades, provistas de monumentos históricos, museos y
otras atracciones turísticas le tienen sin cuidado. Para él, cada ciudad está
asociada a una secuencia fílmica, a un personaje, a una experiencia
cinematográfica.
Fuguet
repasa una y otra vez lo que para él significa tal o cual lugar. Así, Nueva
York es un conjunto de nombres de películas vistas en distintas circunstancias
y en diferentes momentos de su vida. Es Traffic
y es, a la vez, La Delgada Línea Roja, pero es también Pulp Fiction. La gran Nueva York, a la que están ligadas nombres
como los de Martin Scorsese, Woody Allen o Lou Reed, es, además, para el escritor muchas otras
películas, vistas y vividas bajo diferentes circunstancias, sólo o con amigos,
en días memorables o en horas grises.
Los
encantos y atractivos físicos de las grandes ciudades europeas, sucumben ante
el cinéfilo que prefiere refugiarse en la oscuridad de una sala cinematográfica
para vivir el riesgo y el temor de las calles peligrosas de Nueva York en
Madrid o las calles polvorientas del oeste de Boetticher en París. Por ello, no
es de extrañar que para Fuguet Madrid sea La
Mala Educación de Almodóvar –y sólo porque la amiga que lo recibió insistió
tanto en ver aquella cinta-, pero que también sea El Abrazo Partido, aquel film que, respondiendo a la naturaleza
compulsiva del cinéfilo, había que verla
contra viento y marea.
Cuando
yo fui cinéfilo, no me interesó subir a los aviones para ir a otros lugares. Yo
ya conocía el Oeste americano gracias a Howard Hawks, John Ford, Sam Peckimpah
y John Wayne; había estado en París, cuando los aliados la liberaron o cuando
Gene Kelly paseó y bailó por sus calles. Y España la conocí de mano de Carlos Saura,
José Luis Garcí, Pedro Almodóvar y los otros. Me paseé por el mundo entero cada
matineé dominical, cuando niño y adolescente, y cuando joven, cada noche en que
abandonaba con placer los cuadernos y obligaciones escolares y universitarias.
Cuando ese hermoso territorio, que vuelve a mi mente como el recuerdo de una
pradera en cuyo horizonte cabalgan un grupo de jinetes, uno al lado del otro,
con música de Elmer Bernstein, empezó a difuminarse, me animé a abordar aviones
que me llevaran fuera de las fronteras conocidas.
Lo que
me entusiasmó del libro de Fuguet es esa asociación de nombres de películas a
amigos y lugares, a fechas y a estados de ánimo. Notas Autistas, en sus dos
primeras partes, es un buen pretexto para rendir homenaje a las películas, a
quienes las hacen y a quienes moran en su interior. Sin el menor asomo de duda,
se trata de un libro cuya lectura es
plenamente disfrutable, desde los títulos mismos de esos textos que rebosan
cinefilia: El mundo es una pantalla, Coleccionar recuerdos.
En un
principio fui cinéfilo, declara en el primer texto –Ser cinépata- del segmento
Mirar. Y esa cinefilia sobrevive al paso de los años, a las fatigas de los
trabajos realizados y a los avatares de las experiencias vividas. Pero, ahora,
reconoce, es una cinefilia apacible, término con el que no concuerdo mucho
porque, precisamente, la pasión es el componente esencial de la cinefilia.
Fuguet
reconoce que ahora las citas con los héroes de la pantalla grande se han ido
espaciando. Los DVDs, la televisión por cable han herido gravemente a la
cinefilia. Sí, porque la cinefilia solía vivirse en el cine, con sala oscura y
con gente al lado, tan hechizada como uno. Ir tras la película amada hasta la
punta del cerro. Sufrir como condenado porque la película esperada se nos
escapó por esos imponderables que tiene la existencia. Apuntar en un viejo
cuaderno las películas vistas y, al final, ponerle una calificación. Son los
signos de una cinefilia ardiente, apasionada. Fuguet lo dice: Hay algo fascinante y maravilloso en ser
cinéfilo. Aunque yo, escéptico, y recordando aquellos años de juventud, quizás escribiría:
Era fascinante y maravilloso ser cinéfilo.
Andrés
Caicedo era cinéfilo. Allá en Cali, a fines de los sesenta y parte de los
setenta. Fuguet lo descubrió recientemente en Lima entre los muchísimos libros
que ofrecía la ahora desaparecida librería La Casa Verde. Caicedo o el cinéfilo
ardiente, que transmitía fielmente en sus textos críticos la alegría o el
desencanto que las imágenes le generaban. Caicedo, que partió a temprana edad,
nos acompaña siempre en cada aventura westerniana
que emprendemos…aunque sea en la reducida pantalla de un televisor. Sí, porque,
¿cómo olvidar ese hermoso texto sobre Pat
Garret y Billy The Kid? Como bien
dice Fuguet, Andrés Caicedo, el cinéfilo adolescente, anda por allí, vigilándonos
a todos…sí a todos los que fuimos alguna vez cinéfilos.
Cinefilia
y crítica no son excluyentes. Fuguet lo demuestra incluyendo en su libro comentarios
calurosos de filmes que le gustan y le disgustan. De ese espantoso film que es Infidelidad del inefable Adrian Lyne,
dice: “Claro que Infidelidad es de
aquellas cintas imperdibles. ¿La razón? Ella. Diane Lane. Y, ya saben, nada en
lo que aparece Diane Lane puede ser tildado de bodrio. No. Ella no se merece
ese trato….ella siempre siempre brilla incluso cuando está oscuro”. Categórico,
subjetivo, apasionado. Como buen crítico de cine, pero sobre todo como cinéfilo
fuera de serie.
El
cine, qué duda cabe, nos hechiza, nos
absorbe, nos fascina. Pienso en las películas vistas y amadas. Y a veces juego
con la idea que aún están en cartelera. Cinéfilos empedernidos que alguna vez
fuimos, cuántas veces hemos olvidado responsabilidades y obligaciones para
someternos al encanto de las imágenes en movimiento. Perder el tiempo en una
sala a oscuras, acusaban los abuelos y los viejos maestros de escuela. Pero no,
no es perder el tiempo. Más bien, lo que las cintas nos entregan son pedazos de
tiempo, dice Fuguet, Y “eso es lo que uno entra a la sala a buscar, para
después ir armándolos de a poco hasta descubrir que más que una vida, uno ha vivido varias”. Hago mía la frase final de
Fuguet: “Más que perder el tiempo, a lo mejor uno lo ha ganado”.
Cuántos
films a lo largo de la vida. Cuántas horas transcurridas frente a la pantalla
grande. Viajando, mirando. Viviendo. Miles de películas perdidas en los
entresijos de la memoria, pero una de ellas la favorita, a la que siempre se
retorna. Para Fuguet: La ley de la calle,
de Francis Ford Coppola que, más allá de su esplendor y de su solidez, contiene
una razón escondida, un soporte moral: “Es el filme que me incitó a escribir”. Para
mí: El Último Rock o La Pandilla Salvaje, nostálgica la
primera, violenta la segunda, y ambas, rebosantes de belleza, con aquellos héroes otoñales
golpeando con dignidad las puertas del cielo.
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